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Authors: Edgar Rice Burroughs

Tags: #Aventuras

Tarzán de los monos (2 page)

BOOK: Tarzán de los monos
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Era un individuo menudo y entrado en años, lo que acentuó la brutalidad del acto. El otro marinero, sin embargo, no era viejo ni pequeño, sino un tipo gigantesco y robusto como un oso, de fiero bigote negro y grueso cuello de toro asentado firmemente entre los hombros macizos.

Al ver caer a su compañero, encogió el cuerpo para tomar impulso y, a la vez que emitía un sordo gruñido, se precipitó sobre el capitán y con un solo pero demoledor derechazo le hizo doblar la rodilla.

El rostro del capitán pasó del rojo al blanco, porque aquello era sedición, un motín que no era el primero al que se enfrentaba en su desalmada carrera profesional. Estaba acostumbrado a dominarlos. Sin incorporarse, tiró fulminantemente de su revólver y disparó a quemarropa contra la formidable montaña de músculos erguida ante él. Sin embargo, con todo lo rápido que fue en sus movimientos, John Clayton, casi le superó en celeridad, por lo que la bala cuyo objetivo era el corazón del marinero se vio desviada en su trayectoria y se alojó en la pierna del hombre, ya que lord Greystoke se había apresurado a golpear el brazo del capitán, en cuanto vio centellear el arma a la luz del sol.

Hubo un intercambio de palabras entre Clayton y el capitán, durante el cual lord Greystoke dejó bien claro el disgusto que le producía la brutalidad con que se trataba a la tripulación y manifestó que no estaba dispuesto a consentir que se produjeran más escenas como aquella en tanto lady Greystoke y él estuviesen a bordo como pasajeros.

El capitán estuvo en un tris de replicar airadamente, pero lo pensó mejor, dio media vuelta bruscamente y, frunciendo el ceño y adoptando una expresión tenebrosa de rabia, se alejó hacia popa.

No le seducía lo más mínimo ponerse a malas con un funcionario inglés, porque el poderoso brazo de la reina enarbolaba un instrumento punitivo cuya eficacia él sabía apreciar y, en consecuencia, respetaba: la Marina británica, cuyo alcance era infinito.

Los dos marineros empezaron a recobrarse y el viejo ayudó a ponerse en pie a su compañero herido. El gigantón, conocido entre sus camaradas por el nombre de Michael el Negro, probó cautelosamente a apoyar la pierna tiroteada y, tras cerciorarse de que aguantaba el peso del cuerpo, miró a Clayton y le dio las gracias con un áspero gruñido.

Aunque el tono del hombre fue desabrido, su reconocimiento no dejaba de ser evidente. Apenas había terminado de pronunciar sus bienintencionadas palabras de gratitud, giró sobre sus talones y echó a andar cojeando hacia el castillo de proa, con el manifiesto propósito de evitar todo posible diálogo ulterior.

No volvieron a verle en varios días, como tampoco les concedió el capitán el honor de departir con ellos; les dirigía la palabra sólo cuando era imprescindible y siempre a base de gruñidos hoscos.

Continuaron comiendo en la cámara de oficiales, tal como solían hacer antes del infortunado lance; pero el capitán tuvo buen cuidado en arreglárselas para que alguna de sus obligaciones le impidiese coincidir con ellos a la mesa.

Los demás oficiales eran individuos toscos e incultos, de nivel humano sólo ligeramente superior al de la canallesca tripulación que tenían a sus órdenes, y se esforzaban al máximo para eludir todo trato social con el refinado aristócrata inglés y su elegante esposa, de forma que los Clayton se pasaban la mayor parte del tiempo solos, sin que nadie alterase su tranquilidad. Lo cual se ajustaba perfectamente a sus deseos, aunque también los excluyó de la vida cotidiana del buque y, al dejarlos un tanto aislados, les impidió estar en contacto con los sucesos que culminarían en sangrienta tragedia.

Saturaba la atmósfera de la embarcación ese algo indefinible que augura el desastre. Exteriormente, que los Clayton supieran, a bordo del pequeño velero todo marchaba como siempre; pero aunque no se lo confesaran el uno al otro, ambos presentían que una corriente invisible impulsaba a todos hacia un peligro desconocido.

Dos jornadas después del incidente en el que Michael el Negro acabó herido, Clayton salió a cubierta en el preciso instante en que cuatro miembros de la tripulación bajaban el cuerpo inerte de un compañero, mientras el primer oficial, que empuñaba una gruesa cabilla, contemplaba con expresión feroz al grupo de hoscos marineros.

Clayton no formuló pregunta alguna, no hacía falta y al día siguiente, cuando en el horizonte se recortó y fue aumentando de tamaño la silueta de un buque de guerra británico, se sintió medio decidido a solicitar que los subieran a bordo del mismo, a lady Alice y a él, ya que cada vez cobraban más fuerza los temores de que, si continuaban en aquel siniestro
Fuwalda
, sólo podría ocurrirles alguna desgracia.

Hacia el mediodía, los buques estaban tan cerca uno de otro que se podía hablar con el barco de guerra británico, pero cuando Clayton casi había decidido pedir al capitán que los trasladase a bordo, comprendió súbitamente lo ridículo de semejante solicitud. ¿Qué razones podía ofrecer al oficial que estuviese al mando de la nave de Su Majestad para justificar el deseo de volver hacia el punto de donde procedía?

En el caso de que declarase que el motivo consistía en el trato violento que los oficiales aplicaron a dos marineros rebeldes, los del buque de guerra se reirían para sus adentros y atribuirían el deseo de abandonar el
Fuwalda
a un solo motivo: cobardía.

John Clayton, lord Greystoke, no solicitó que le permitieran trasladarse al buque de guerra británico. Bastante después del mediodía contempló cómo iban perdiéndose tras la lejana línea del horizonte los palos de aquel barco. Antes de eso, sin embargo, se enteró de algo que confirmaba sus más negros temores y que le impulsó a maldecir el falso orgullo que pocas horas antes le había impedido procurar seguridad a su joven esposa, cuando tal seguridad estaba a su alcance… Una seguridad que había desaparecido ya para siempre.

A media tarde, el menudo y anciano marinero que unos días antes derribara a golpes el capitán se llegó a las proximidades de la borda desde donde John Clayton y su esposa observaban el cada vez más diminuto perfil del gran buque de guerra. El viejo limpiaba los dorados y, con disimulo, se fue acercando hasta situarse casi pegado a Clayton.

—El infierno se va a desencadenar sobre esta nave, señor —susurró—. Acuérdese de lo que le digo. Esto va a ser un infierno.

—¿Qué quiere decir, amigo? —preguntó Clayton.

—Vamos, ¿es que no se da cuenta de lo que está ocurriendo? ¿No se ha enterado de que esos hijos de Satanás del capitán y sus sicarios se están ensañando con la tripulación?

»Ayer rompieron la cabeza a dos marineros. Hoy han sido tres. Michael el Negro ya se ha recuperado casi del todo y no es hombre que aguante esta situación; fíjese en lo que le digo, señor.

—¿Insinúa, amigo, que la tripulación proyecta amotinarse? —inquirió Clayton.

—¡Amotinarse! —Exclamó el viejo marino—. ¡Amotinarse! En lo que piensan es en asesinar, señor, no olvide lo que le digo, señor.

—¿Cuándo?

—Está al caer, señor; la rebelión va a producirse de un momento a otro, pero no sé exactamente cuándo. He hablado ya más de la cuenta, pero usted se portó bien con nosotros el otro día y pensé que debía avisarle. Le aconsejo, sin embargo, que mantenga el pico cerrado y que, en cuanto oiga disparos, baje a su camarote y se quedé allí.

»Eso es todo, limítese a mantener la lengua quieta, si no quiere recibir un balazo, y tenga presente lo que le he dicho, señor.

El viejo marinero continuó sacando brillo a los metales, tarea que le apartó del lugar donde se encontraban los Clayton.

—Vaya panorama que se nos presenta, Alice —comentó lord Greystoke.

—Debes ir inmediatamente a avisar al capitán, John. Puede que aún estemos a tiempo de evitar la revuelta.

—Supongo que, en efecto, debería hacerlo, pero por motivos puramente egoístas casi me inclino a «mantener el pico cerrado». Hagan lo que hagan los miembros de la tripulación, estoy seguro de que no se meterán con nosotros, en agradecimiento por mi postura a favor de Michael el Negro. Pero si descubren que los he traicionado, no tendrán piedad de nosotros, Alice.

—Tu deber sólo es uno, John, y consiste en respaldar la autoridad legítimamente constituida. Si no vas en seguida a advertir al capitán, tendrás tanta responsabilidad en lo que suceda como si hubieras contribuido intelectual y físicamente a planear y a llevar a cabo la rebelión.

—No lo entiendes, cariño —replicó Clayton—. En quien pienso es en ti… ahí reside mi deber primordial. Esta situación la ha provocado el mismo capitán, así que, ¿por qué he de arriesgarme a someter a mi esposa a una serie de horrores imprevisibles en un probablemente inútil intento de evitarle a él las consecuencias de su locura bestial? ¿Es que no te das cuenta, mi vida, de lo que ocurriría si todos esos desalmados se hicieran con el dominio del
Fuwalda
?

—El deber es el deber, John, y ningún argumento engañoso lo cambiará. Mala esposa sería yo para un noble inglés si por mi culpa dejases de cumplir deberes tan palmarios. Comprendo perfectamente que sobrevendrán graves peligros, pero puedo afrontarlos junto a ti.

—Se hará, pues, como quieres —accedió Clayton con una sonrisa—. Tal vez nos estemos metiendo en un compromiso serio. Aunque no me gusta el cariz de lo que sucede a bordo de esta nave, quizá las cosas no sean tan malas al fin y al cabo. Es muy posible que ese «viejo marinero» sólo haya manifestado los deseos de su perverso corazón en vez de expresar hechos reales.

»Los motines en alta mar sin duda eran corrientes hace cien años, pero en este año de gracia de 1888 son sucesos de lo más improbable.

»Ahí va el capitán hacia su camarote. Me acercaré a avisarle, ya que los malos tragos cuanto antes se pasen mejor. Y no tengo el estómago todo lo resistente que me haría falta para tratar con esa bestia.

Como colofón a sus palabras echó a andar rumbo a la escalera de toldilla por la que había pasado el capitán y, un momento después, llamaba a la puerta del camarote.

—¡Adelante! —rezongó en tono ronco el malhumorado capitán.

Una vez entró Clayton y después de cerrar la puerta tras de sí, el oficial inquirió:

—¿Y bien?

—Vengo a informarle de los puntos esenciales de una conversación que he oído hoy, porque, si bien es posible que sea una falsa alarma y el asunto quede en nada, conviene que esté usted prevenido, por si acaso. En resumen, se trata de que la tripulación piensa amotinarse y asesinar a quien se le ponga por delante.

—¡Eso es mentira! —Rugió el capitán—. Y si ha vuelto a entrometerse en lo que se refiere a la disciplina de este buque o insiste en hurgar en asuntos que no le importan, habrá de atenerse a las consecuencias e irse al diablo. Me tiene sin cuidado el que sea usted un lord inglés. Yo soy el capitán de este barco y le exijo que, en adelante, deje de meter sus impertinentes narices en mis atribuciones.

El capitán había perdido los estribos de un modo tan frenético que su rostro estaba cárdeno de furor. Pronunció las últimas palabras a voz en cuello y las subrayó descargando furiosamente contra la mesa uno de sus enormes puños, a la vez que agitaba el otro frente al semblante de Clayton.

Greystoke no se alteró lo más mínimo, sino que permaneció tranquilo, de pie, sosteniendo la mirada colérica del capitán.

—Capitán Billing —silabeó Clayton finalmente—, perdone mi sinceridad: es usted lo que se dice un perfecto burro.

Dio media vuelta y salió de la cámara con su acostumbrada flema indiferente, una calmosa actitud sin duda calculada para provocar torrentes de iracundas imprecaciones en sujetos de la catadura moral de Billing.

Es posible que el capitán se hubiera arrepentido de sus precipitadas palabras de haber intentado Clayton aplacarle, pero al no ser así, sino todo lo contrario, el mal genio del oficial situó a éste en una irreversible postura negativa que impedía toda posibilidad de colaboración en pro del bien común. La última posibilidad se había disipado.

—Bueno, Alice —comunicó Clayton a su esposa, al reunirse con ella—. Podía haberme ahorrado el esfuerzo. Ese individuo ha demostrado ser un ingrato. Le faltó muy poco para lanzarse sobre mí como un perro rabioso. Por lo que a mí respecta, tanto él como su maldito barco pueden irse al garete. Hasta que tú y yo nos encontremos a salvo, emplearé todas mis energías en velar por nuestra propia seguridad. Y creo que, para empezar, lo primero es ir a nuestro camarote y coger mis revólveres. Ahora me arrepiento de haber guardado en los baúles que van en la bodega las armas largas y las municiones.

Encontraron sus compartimentos en el mayor desorden. La ropa de los cajones y las maletas, ahora abiertos, aparecían desperdigadas por el reducido espacio del camarote y hasta las camas estaban deshechas y rotas.

—Es evidente que alguien tiene más interés por nuestras pertenencias que nosotros mismos —observó Clayton—. Echemos un vistazo, Alice, a ver qué falta.

Una revisión completa demostró que no les habían quitado nada, salvo los dos revólveres de Clayton y unos cuantos cartuchos que había separado para dichas armas.

—Precisamente las cosas que más desearía que me hubiesen dejado —dijo lord Greystoke— y el detalle de que hayan organizado todo este desbarajuste para llevarse esas armas y nada más que esas armas resulta algo de lo más ominoso.

—¿Qué vamos a hacer, John? —Preguntó Alice—. Tal vez estabas en lo cierto al opinar que nuestras mayores posibilidades residían en mantener una actitud neutral.

»Si los oficiales se las arreglan para dominar el amotinamiento, no tendremos nada que temer, y si los sediciosos logran su objetivo, nuestra esperanza, aun que débil, consistirá en la circunstancia de no haber intentado frustrar sus designios ni oponernos abiertamente a ellos.

—Tienes razón, Alice. Nos mantendremos en el centro del camino.

Cuando se disponían a poner en orden el camarote, Clayton y su esposa advirtieron simultáneamente que por debajo de la puerta asomaba la esquina de un pedazo de papel. Clayton se inclinó para cogerlo y vio, sorprendido, que el papel se deslizaba hacia el interior de la estancia. Comprendió que alguien lo estaba empujando desde fuera.

Se acercó a la puerta rápida y silenciosamente, pero cuando alargó la mano hacia el picaporte, Alice le agarró la muñeca.

—No, John —susurró la muchacha—. No desean que los veamos, así que vale más que no lo hagamos. Ten presente que hemos decidido mantenernos neutrales.

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