Llevaban entreteniéndose así cosa de una hora cuando Kerchak los convocó, les ordenó que le siguieran y echó a andar en dirección al mar.
Solían trasladarse por tierra, a pie, siempre que se tratara de terreno descubierto, siguiendo la senda de los grandes elefantes cuyas ideas y venidas abrían los únicos caminos existentes a través de los embrollados laberintos de maleza, enredaderas, plantas trepadoras, árboles y arbustos. Los monos caminaban con desmañados movimiento balanceantes, apoyando en el suelo los nudillos de las manos cerradas e impulsando hacia adelante sus corpachones desgarbados. Pero cuando se desplazaban por las enramadas bajas se movían con mayor rapidez. Saltaban de rama en rama con la misma agilidad de sus primos hermanos los micos. Durante todo aquel recorrido, Kala llevó apretado contra su pecho el cuerpecillo sin vida de su cría.
Poco después del mediodía llegaron a un altozano desde el que se dominaba la playa. Allí, a sus pies, se alzaba la casita que, al parecer, era el objetivo de Kerchak.
Había visto caer a muchos de sus congéneres, muertos inmediatamente después de que resonara en el aire el estruendo que producía el bastón negro que empuñaba el extraño mono blanco que vivía en aquella guarida mágica. Y, en su mente bestial, Kerchak había adoptado la determinación de apoderarse de aquel mortífero instrumento y explorar el interior del misterioso cubil.
Anhelaba locamente, con todos sus feroces instintos, hundir los colmillos en el cuello de aquel extraño ser al que había aprendido a odiar y a temer. Tal era la razón por la que frecuentemente se acercaba allí con su tribu, para reconocer el terreno, a la espera de la oportunidad de coger desprevenido al simio blanco.
Últimamente se abstenían de atacar e incluso de dejarse ver; porque en cada ocasión que lo hicieron, el pequeño palo rugió fragorosamente y su terrible mensaje de muerte acabó con algunos miembros de la tribu.
Aquel día no se observaba el menor rastro del hombre por los alrededores y, desde la atalaya en que se encontraban, los monos vieron que la puerta de la cabaña estaba abierta. Despacio, cautelosa y silenciosamente, se deslizaron por la selva hacia la pequeña construcción. No hubo gruñidos ni fieros gritos rabiosos: el palito negro les había enseñado a aproximarse sin hacer el más leve ruido susceptible de despertarlo.
Fueron avanzando poco a poco y, por último, el propio Kerchak se llegó a la puerta y asomó sigilosamente la cabeza para echar un vistazo al interior. Tras él iban dos machos y, a continuación, Kala, que seguía estrechando contra el pecho el cadáver de su hijo. Dentro de la guarida vieron al extraño mono blanco con medio cuerpo echado sobre la mesa y la cabeza enterrada entre los brazos. En el lecho había una figura cubierta por una lona y de una minúscula y rústica cuna se elevaban los lloriqueantes gemidos de un cachorro.
Kerchak entró silenciosamente, encogido sobre sí mismo, preparado para atacar. En aquel momento, John Clayton se incorporó con súbito impulso y su mirada tropezó con los simios.
El cuadro que vieron sus ojos debió de inundarle de horror, porque allí, en la misma puerta, pero dentro de la estancia, se hallaban tres enormes monos, detrás de los cuales se arracimaban varios más; no llegó a saber cuántos, porque sus revólveres colgaban en la pared del fondo, junto al rifle, y Kerchak desencadenaba ya su asalto.
Cuando el mono rey soltó la desmadejada figura de quien había sido John Clayton, lord Greystoke, proyectó su atención sobre la cunita; pero Kala se le adelantó y, antes de que el gran simio alargase las manos, la mona se había apoderado ya de la criatura con rápido movimiento y, sin dar tiempo a Kerchak para que le cortara el paso, salió disparada hacia la puerta, cruzó el umbral y se refugió en la copa de uno de los árboles más altos.
Al tiempo que cogía el niño de Alice Clayton, Kala dejó caer el cadáver de su retoño en la cuna vacía; porque los gemidos de aquella criatura viva despertaron en el pecho de la mona el estímulo maternal que el hijo muerto ya no podía alentar.
En las ramas superiores de aquel árbol gigantesco, la mona apretó contra sí el gimoteante chiquillo y el instinto, tan predominante en el ánimo de aquella fiera como lo había sido en el de la tierna y hermosa madre —el instinto del amor materno—, no tardó en transmitir sus ondas tranquilizadoras al cerebro medio formado del cachorro de hombre, que al instante dejó de llorar. Después, el hambre colmó el foso que los separaba y el hijo de un lord inglés y una dama inglesa se amamantó en el pecho de Kala, la gran mona salvaje.
Mientras, los simios que se encontraban en el interior de la cabaña examinaban cautelosamente lo que contenía aquella insólita guarida.
Una vez convencido de que Clayton estaba muerto, Kerchak dedicó su atención a lo que yacía sobre la cama, cubierto por un trozo de vela de barco.
Cautelosamente levantó una esquina del sudario, pero cuando vio el cuerpo de la mujer que había debajo tiró con brusquedad de la lona y cogió entre sus peludas manazas la blanca e inmóvil garganta.
Un momento después hundía profundamente los dedos en la fría carne y, al percatarse de que la mujer ya estaba muerta, se apartó de ella para examinar el resto de lo que había en el cuarto; no volvió a perder el tiempo con los cadáveres de lady Alice o sir John. Captó su atención el rifle que colgaba en una de las paredes; era el extraño palo, ensordecedor y mortífero cuya posesión llevaba meses anhelando; pero ahora que lo tenía a su alcance casi le faltaba valor para cogerlo.
Se fue acercando a aquel objeto, con toda la prudencia del mundo, listo para emprender la retirada precipitadamente si aquel barrote soltaba alguno de los profundos bramidos que Kerchak ya había escuchado en otras ocasiones, cuando encañonaba a aquellos miembros de su tribu que, impulsados por la ignorancia o la imprudencia, atacaban a aquel prodigioso simio blanco que lo esgrimía.
En lo profundo del cerebro de la bestia algo le aseguró que aquel bastón tonante sólo era peligroso cuando lo empuñase alguien que supiera manipularlo, pero tuvieron que transcurrir varios minutos antes de que el mono se decidiera a tocarlo. En vez de hacerlo en seguida, anduvo de un lado a otro del cuarto, paseándose por delante del rifle y volviendo la cabeza para que ni por un segundo dejaran sus ojos de contemplar aquel objeto de deseo.
Se valía de sus largos brazos como un hombre utiliza las muletas, mientras su cuerpo se bamboleaba a derecha e izquierda al ritmo de las zancadas de sus idas y venidas. Todo ello sin dejar de emitir profundos gruñidos que de vez en cuando alternaba con alguno de aquellos alaridos penetrantes, sin duda el sonido más aterrador de toda la jungla. Se detuvo por fin frente al arma. Alzó despacio una de sus manos enormes hasta casi tocar con los dedos el brillante cañón del rifle, pero la retiró con brusquedad y reanudó sus celéricos pasos. Fue como si con aquel despliegue de osadía y con la ayuda de su salvaje vozarrón, la enorme bestia tratara de infundirse el suficiente valor para empuñar el rifle. Volvió a detenerse delante del arma y en esa oportunidad consiguió el objetivo de llevar su mano reacia hasta el frío acero… sólo para retirarla automáticamente y emprender de nuevo su nervioso paseo.
La extraña ceremonia se repitió varias veces, pero de una para otra el mono fue adquiriendo confianza hasta que, finalmente, el rifle abandonó el gancho del que colgaba y las manos del gigantesco simio lo sostuvieron.
Al comprobar que no le causaba ningún daño, Kerchak procedió a estudiarlo con más interés. Sus dedos la recorrieron de un extremo a otro, miró por el agujero de la boca hacia las negras profundidades internas del cañón, acarició el punto de mira, la recámara, la culata y, por último, el gatillo.
Mientras realizaba aquellas operaciones, algunos monos habían entrado en la cabaña y permanecían sentados en el suelo, junto a la puerta, con la mirada fija en el cacique de la tribu. Los de fuera, apiñados ante la entrada, extendían el cuello para echar un vistazo a lo que pasaba dentro. Inopinadamente el dedo de Kerchak apretó el gatillo. Se produjo un rugido ensordecedor en la pequeña estancia y los monos que estaban a un lado y otro de la puerta tropezaron atropelladamente y cayeron unos sobre otros en su frenética precipitación fugitiva.
Kerchak se llevó también un susto de muerte, tan aterrado se quedó que ni siquiera tuvo ánimo suficiente para arrojar lejos de sí el objeto causante de aquel estrépito terrible. El simio salió disparado hacia la puerta, con el rifle aún firmemente apretado en su mano. Al franquear el hueco, el punto de mira del arma se enganchó en el borde de la puerta, que se abría hacia adentro, y el ímpetu de la huida de Kerchak hizo que la hoja de madera se cerrase a sus espaldas.
Kerchak se detuvo a escasa distancia de la cabaña y, al darse cuenta de que aún llevaba cogido el rifle, se apresuró a soltarlo como si se tratara de un hierro al rojo vivo. No efectuó ningún otro intento de recogerlo; la atronadora detonación había sido demasiado para los nervios del simio. No obstante, ahora tenía el absoluto convencimiento de que aquel palo era completamente inofensivo si se le dejaba en paz, si no se le tocaba.
Hubo de pasar una hora antes de que los monos se recuperaran del sobresalto lo bastante como para acercarse de nuevo a la cabaña a fin de reanudar las investigaciones. Cuando finalmente lo hicieron, se llevaron un buen disgusto: la puerta estaba cerra da y atrancada de tal modo que no les fue posible forzarla.
El pestillo de resbalón que tan hábilmente había fabricado Clayton entró en la placa de cierre, a causa del portazo que dio Kerchak al trabársele la mira del rifle cuando salió, y a los monos no se les brindaba ninguna otra vía de acceso, porque las ventanas tenían fuertes barrotes enrejados.
Tras merodear un rato por los alrededores, los cuadrumanos iniciaron el regreso hacia la espesura de la selva y las zonas altas de donde procedieron. Kala no había descendido una sola vez de los árboles desde que trepó con la criatura recién adoptada, pero Kerchak le ordenó que bajase al suelo y se uniera a los demás. En la voz del mono rey no se apreciaba el más leve tono de cólera, por lo que la hembra no se hizo de rogar y se descolgó de rama en rama para unirse a la tribu, que regresaba a sus lares. Los que intentaron echar un vistazo al extraño nuevo hijo de Kala se vieron rechazados por los amenazadores colmillos de la hembra, que no dudó en enseñarlos, feroz, al tiempo que emitía sordos gruñidos y voces de advertencia.
Cuando le aseguraron que nadie pretendía hacer daño a su cachorro, Kala les permitió acercarse, aun que de ninguna manera los dejó tocar a la criatura.
Era como si supiese que el niño era un ser débil, frágil y delicado, lo que le hacía temer que las toscas manos de sus congéneres le lastimaran.
Aún tomó otra precaución, la cual incrementaba para ella las dificultades de la marcha. No había olvidado la muerte de su retoño, así que sostenía con fuerza al niño, con una mano, mientras utilizaba sólo la otra para avanzar.
Los demás jóvenes viajaban sobre las espaldas de sus respectivas madres; aferrados los bracitos alrededor de los peludos cuellos y con las extremidades inferiores apretadas al cuerpo de las simias, bajo las axilas.
No lo llevaba así Kala, que apretaba firmemente contra su pecho el cuerpecillo del infantil lord Greystoke. Las diminutas manos del niño se agarraban a la larga pelambre negra que cubría el cuerpo de la mona. Kala no estaba dispuesta a correr ningún riesgo: ya había visto a su cría desprendérsele de la espalda y sufrir una muerte terrible. No deseaba que aquello se repitiera.
EL SIMIO BLANCO
C
ON TODA toda su amorosa ternura, Kala crió al huerfanito, sin dejar de sorprenderse en silencio al observar que no desarrollaba la misma agilidad y fuerza física con que los monos de las otras madres se veían agraciados. Había transcurrido cerca de un año desde que el cachorro cayó en su poder y apenas podía caminar solo, y en cuanto a trepar… ¡qué torpe era, el pobre!
A veces, Kala debatía con las hembras mayores la cuestión, pero ninguna de ellas comprendía cómo era posible que aquel joven tardara tanto en aprender a valerse, a cuidar de sí mismo. Ni siquiera era capaz de encontrar alimentos por sí mismo. Y eso que hacía más de doce lunas que Kala lo encontró.
De haber sabido que el chiquillo tenía ya trece meses cuando ella se apoderó de la criatura, lo hubiera considerado un caso absolutamente perdido, sin la menor esperanza, porque los demás pequeños de su tribu estaban tan adelantados a las dos o tres lunas como aquel extraño crío al cabo de veinticinco.
Tublat, el compañero de Kala, se sentía dolidamente humillado y de no ser porque su hembra estaba siempre ojo avizor, se hubiera desembarazado del niño.
—Nunca será un gran mono —alegaba—. Siempre tendrás que llevarlo de un lado a otro y protegerlo continuamente. ¿De qué le servirá a la tribu? De nada. Sólo será una carga.
»Vale más abandonarlo, dejarlo dormido tranquilamente entre las hierbas altas. Así podrás tener otros hijos, más fuertes, que nos protejan en la vejez.
—Eso, nunca,
Nariz Partida
—replicó Kala—. Si he de llevarle a cuestas toda la vida, lo llevaré.
Tublat recurrió entonces a Kerchak, al que instó a emplear su autoridad sobre Kala para obligarla a renunciar al enclenque Tarzán, nombre que habían asignado al pequeño lord Greystoke y que significaba «Piel Blanca».
Pero cuando Kerchak abordó el asunto con Kala, ésta amenazó con abandonar la tribu si no la dejaban en paz con la criatura; y como ese era uno de los inalienables derechos de los habitantes de la selva que no se sintieran a gusto en su propia tribu, dejaron de molestarla, ya que Kala era una hembra joven, atractiva, bien proporcionada y esbelta, y no deseaban perderla. A medida que Tarzán fue creciendo, sus zancadas aumentaron en rapidez y, al cumplir los diez años, era un trepador excelente. Además, sobre el suelo, sabía hacer una infinidad de maravillas que sus pequeños hermanos eran incapaces de imitar.
Se distinguía de ellos en muchos aspectos y a menudo los dejaba admirados con su astucia, aunque en cuanto a tamaño y fortaleza se encontraba en inferioridad. Porque a los diez años los grandes antropoides habían alcanzado su plenitud física y algunos de ellos medían cerca del metro noventa de estatura, mientras que el pequeño Tarzán era un muchacho a mitad de su desarrollo.