Read Tatuaje II. Profecía Online
Authors: Javier Pelegrín Ana Alonso
Tags: #Aventuras, Infantil y juvenil
—¿Qué te pasa? —le preguntó él, asustado—. Parece que hubieses visto un fantasma…
—Me estoy volviendo loca —musitó Jana, retrocediendo un par de pasos—. Vámonos de aquí. Vámonos de aquí cuanto antes, por favor…
Pero en los ojos de Álex había una resolución que no admitía súplicas.
—No dijo —su tono era inflexible, pero no áspero—. Lo siento, pero no podemos irnos… Este es el momento más importante de tu vida, Jana no pienso permitir que renuncies a él por nada ni por nadie… Ni siquiera por mí.
Ese fue el momento en el que Jana decidió dejar de luchar. Se sentía débil y confusa, la cabeza le dolía como si le estuvieran clavando agujas de cristal, y el rostro de Álex era una máscara sonriente que la miraba sin verla, incapaz de comprender sus sentimientos. Ni ella misma los comprendía, en realidad… Todo lo que sabía era que habría dado cualquier cosa por salir corriendo y no volver jamás.
Sin embargo no tenía ningún argumento racional para justificar su terror, de modo que se quedó donde estaba, mirando a Álex con expresión desamparada.
—La escultura de barro no contiene el verdadero libro —dijo Álex, señalando la estatua—. Tendrá mucho valor arqueológico o histórico, pero vista desde el punto de vista mágico no es lo que esperaba. Admito que estoy decepcionado…
Un brillo de esperanza afloró en los ojos de Jana, pero se apagó al oír las siguientes palabras del muchacho:
—Sin embargo, el sueño que nos ha conducido hasta aquí no ha sido una equivocación —añadió, bajando la voz—. Seguro que tú lo has notado también, Jana. El libro está en esta habitación, aunque no lo veamos. Hay algo muy poderoso entre estas cuatro paredes… Y muy peligrosos, además.
Jana mira a su alrededor, consciente de la ominosa presencia de la que hablaba Álex.
—Quizá sea uno de los viejos volúmenes de las estanterías —murmuró—. Podríamos echarles un vistazo.
Contrariamente a lo que esperaba, Álex asintió rápidamente.
—Sí, lo mejor será repartirnos el trabajo: tú empieza con los libros de la estantería de la izquierda., yo miraré la otra. Esta aquí Jana. Está al alcance de nuestra mano, lo presiento…
Durante unos minutos, ambos se concentraron en hojear uno a uno los polvorientos volúmenes alineados sobre las baldas de madrea. Los sacaban, los inspeccionaban cuidadosamente y los devolvían a su lugar sin saber muy bien lo que estaban buscando. Todos los libros trataban de la cábala y alquimia. Eran textos herméticos, muchos de ellos escritos en hebreo o latín, la mayoría anteriores a la invención de la imprenta, por lo que habían sido cuidadosamente caligrafiados a mano y adornados con delicadas con delicadas miniaturas. Su valor se debía de ser incalculable…
Pero Jana se sentía cada vez más convencida de que no era aquello lo que buscaban.
—¿Podría ser… podría ser algo inmaterial? —balbuceó, mirando a Álex de reojo.
El muchacho tenía un pesado códice de pergamino en las manos, y ni siquiera levantó la vista de sus páginas para contestarle.
Supongo que, en teoría, es posible… Aunque creo que, sea lo que sea, el texto tiene que estar ligado a un soporte material sin el cual nadie podría acceder a él.
—Una especie de puerta…
—Algo así. Podría ser cualquier cosa. Un dibujo, un conjuro dibujado en el margen de un libro… Lo reconoceremos cuando la tengamos delante. Confía en tu instinto.
Jana dejó en la estantería el delgado tomo que acababa de inspeccionar y meneó lentamente la cabeza.
—Yo no creo que vaya a ser tan fácil —dijo—. No tenemos ni idea de qué estamos buscando. Así, resulta casi imposible encontrar nada…
—Entonces, ¿Tú qué sugieres? —preguntó Álex, cerrando el códice con brusquedad.
—Una visión. —Jana tragó saliva, resuelta a afrontar la mirada del muchacho—. Puede que no sea agradable, pero no creo que haya otra manera.
—¿Quieres provocarte una visión? —Álex parecía perplejo.
—Una visión compartida —precisó Jana—. Como la de ayer. Sé que no te gusta la experiencia, que fue duro para ti —se apresuró a añadir—, pero si queremos encontrar el libro, supongo que es el precio.
Le pareció que Álex palidecía ligeramente.
—Oye, no me interpretes mal, no es que no quiera ayudar —dijo. Hablaba a trompicones, con excesiva precipitación—. No es por medio de lo que pueda ver, es que… yo no voy a hacer una ayuda, Jana sino todo lo contrario. Soy un humano, no un medu.
—Eres medio medu —le recordó Jana—. El último descendiente de directo de los kuriles, para ser exactos. Y ya has demostrado de sobra las poderosas que pueden llegar a ser tus visiones…
—No. Ahora no. —Álex trató de suavizar la contundencia de su negativa con una sonrisa—. La visión de ayer me dejó agotado. Físicamente agotado, no sé si me entiendes… No quiero consumir mis últimas energías en una nueva visión, cuando además, estoy convencido de que mi esfuerzo no es necesario.
Jana alzó las cejas, interrogándolo con la mirada.
—Sabes perfectamente que tengo la razón —prosiguió Álex. Su voz ganaba seguridad a medida que iba desgranando sus argumentos—. Tú solo puedes invocar cualquier visión, no me necesitas a mí para nada.
—¿Quieres que encuentre el libro yo sola? —preguntó Jana, asombrada—. Ni siquiera estoy segura de poder hacerlo…
—Podrás. Sé que podrás. Yo estaré aquí a tu lado, por si algo sale mal. Todo lo que tienes que hacer es concentrarte y olvidarte de cualquier cosa que no sea el libro.
—¿Incluso de ti?
—Incluso de mí. Puedes hacerlo, de verdad. Además, tienes la piedra…
—La Luna de Sarasvati —recordó Jana con estremecimiento—. No la he vuelto a utilizar desde la muerte de Erik.
—Pero ahora es más poderosa que nunca. Piensa en lo que contiene…
Jana sintió un escalofrío al recordar el rostro triple de las hijas de Pértunax. El momento en que las había vencido, atrapándolas en el cristal mágico de la pequeña joya, volvía con frecuencia a su mente. No había olvidado la cara de porcelana de Urd, sus ojos de cristal azul llenos de odio y terror en el momento en que se dio cuenta de que estaba derrotada. Y, sobre todo, no había olvidado la frente arrugada y la mirada vacía de Pértinax, su expresión enloquecida al comprender que no volvería a ver nunca a sus hijas.
—Preferiría no tener que recurrir a la piedra —dijo en un susurro.
—Pero, Jana, no tenemos otra opción. —El tono de Álex era tan persuasivo que por un instante Jana se preguntó si no estaría ensayando sus trucos de voz con ella—. Confía en mí; nadie podrá hacernos daño cuando tengamos el libro.
Jana suspiró. Álex tenía razón; la piedra le pertenecía, y tenía derecho a servirse de ella para invocar una visión. Además, ¿qué podría perder?
Se apartó unos pasos de la estantería y se quedó inmóvil sobre las desgranadas baldosas, contemplando la figura de barro que, en el catálogo de la Fundación Loredan, figuraba bajo el epígrafe de «Libro de la Creación». Era cierto que los signos desgastados que recubrían la escultura carecía de poder. Sin embargo, tal vez existiera algún modo de insuflarles vida, de devolverles el significado perdido… La luz del zafiro de Saravasti había demostrado ya en una ocasión su poder a la hora de descifrar el contenido de un libro kuril. Quizá pudiese utilizarla para «reanimar» los signos muertos, volviéndose legibles.
Una larga invocación en la lengua sagrada le traería el zafiro. Ella era su legítima propietaria. Los labios de Jana comenzaron a recitar en susurros las palabras olvidadas de su linaje reproduciendo con absoluta precisión cada sonido, cada silaba de aquella plegaria misteriosa y llena de poder que le había enseñado su madre cuando tenía solo diez años.
Transcurrieron unos ocho o diez minutos. El tiempo parecía haberse detenido y nada se movía en la habitación. Incluso el cuerpo de Álex se mantenía tan rígido como una segunda estatua. Ningún sonido, salvo el de la extraña e interminable fórmula ritual, quebraba el silencio en el lugar.
De pronto la piedra, se materializó flotando en la obscuridad, a unos treinta centímetros del rostro de Jana. Un haz de luz azul brotaba de su interior, cayendo oblicuamente sobre el rojo oscuro de las baldosas del suelo.
Jana alzó una mano y la movió hacia delante, sin llegar a tocar la piedra. Esta giró unos treinta grados sobre sí misma, y el rayo de luz cambió de dirección. Ahora, su fulgor azulado incidía sobre los signos borrosos inscritos en el pie izquierdo de la estatua de barro. Los signos se veían con mayor claridad a través de aquella luz acuática, pero aparte de eso, no parecían haber sufrido ningún cambio. La estatua permanecía tan quieta como antes. Ningún símbolo nuevo apareció en su superficie, nada que pudiese ayudar a desentrañar los misterios de aquel texto tan antigua, según algunos, como el mundo mismo.
Entonces Jana tuvo una idea. Si la ausencia del libro era algo inmaterial que sus sentidos no lograban captar, tal vez pudiera llegar hasta ella prescindiendo de los sentidos. Debía despojarse temporalmente de su cuerpo y volverse inmaterial para acceder al misterioso texto invisible que estaba buscando. Y la piedra de Saravasti podía ayudarla a conseguirlo.
Jana conocía el procedimiento, aunque nunca se había atrevido a utilizarlo. Abandonar el cuerpo constituía una aventura un tanto peligrosa, porque, según había leído, no siempre resultaba fácil regresar a él. Por poderoso que sea, un espíritu se encuentra en desventaja cuando tiene enfrentar al mundo material. Incluso el cuerpo más débil e indisciplinado puede derrotarle.
Pero, aún así, valía la pena intentarlo. Liberada de su envoltura corporal, Jana podría percibir el lado oculto de aquella habitación, aquella aparte a la que no podía acceder a través de sus sentidos. Si el libro de Dayedi estaba allí, lo descubriría. Y también sabría de una vez por todas qué había detrás de aquellos relámpagos de sombra que adopta la forma de Álex, y que se disolvían en cuanto ella intentaba atraparlos.
Haciendo un cuenco con las manos, detuvo el chorro de luz azul que emitía el zafiro, transformándolo en una arcilla resplandeciente que ella modeló con los dedos hasta darle la forma de una luna. Luego con mucho cuidado, se llevó aquella luna de luz mágica a la frente.
En cuanto rozó su piel, Jana notó que una ola brutal la golpeaba, arrojando su cuerpo al suelo y separándola de él.
De pronto se estaba viendo a sí misma desde arriba, como si el contacto de la piedra la hubiese convertido en una especie de cuerpo astral. En aquella nueva forma seguía conservando las sensaciones físicas, pero el cuerpo que normalmente las soporta se hallaba separado de ella, convertido en un fardo inerte abandonado en el suelo. Sentía los pies, pero no tenía pies, o al menos ella no podía verlos. Y lo mismo le sucedía con la mano, con el pelo, con la piel del rostro… Era como sí cada uno de sus órganos se hubiese doblado, como si cada sensación fuese un eco lejano del tejido nervioso que la había originado.
En ese nuevo estado, Jana se sentía muy frágil. Pero a la vez se sentía ligera, y protegida por su envoltura invisible. Álex, arrodillado junto a su cuerpo, lo contemplaba con atención. No parecía espantando, sino expectante. Era como si esperase de antemano aquel resultado, como si supiese lo que ella iba a hacer… Sin embrago, estaba claro que alguien se lo había contado.
No debía perder tiempo pensando en eso. Sabía que su espíritu no podría sobrevivir separado de su cuerpo más que algunos minutos, y debía aprovecharlos para escudriñar hasta el último rincón de aquella lúgubre estancia. Observó los postigos cerrados de la ventana, y mentalmente vio el rectángulo del cielo luminoso y el contorno de los edificios que se ocultaban detrás. Allí no estaban las respuestas que buscaba.
Su mirada se deslizó a través de la mohosa pared de la esquina cuajada de telarañas la habitación, y luego resbaló hasta la puerta por la que habían entrado. Creyó percibir un frío silencioso detrás de aquella puerta, al acecho. Había notado otras veces esa helada presencia de los muertos en os edificios muy antiguos: algún espectro olvidado procedente de un mundo desaparecido, desesperado por disolverse en la luz. Quizá supiera algo, pero no era prudente invocar esa clase de presencias. Después de siglo de abandono y muerte, por lo general se hallaban demasiados lejos de las preocupaciones de los seres humanos como para compadecerse de ellos.
No; tampoco era aquel viejo espectro invisible agazapado en el pasillo lo que estaba buscando. Fuera lo que fuera, tenía que estar dentro y la magia que lo envolvía debía de ser de otra naturaleza diferente, mucho más poderosas y amenazadora.
Con un esfuerzo de voluntad, logró atravesar el aire de la habitación hasta situarse exactamente encima de la estatua del Gólem. Tímidamente, extendió el fantasma inmaterial de una mano para rozarlo con sus dedos. Los signos y los dibujos que cubrían la escultura de barro se volvieron más nítidos a su contacto. Jana reconoció algunos. Eran interesantes… Había símbolos alquímicos cabalísticos, relacionados con distintas tradiciones mágicas, pero estaba claro que la mano que los había trazado era humana y que ninguno de aquellos dibujos, en sí mismo, era mágico.
Jana se apartó de la estatua con una brusca sacudida de sus piernas invisibles. Impulsándose con los brazos y los pies, como si estuviera nadando, se desplazó hasta una de las estanterías que había estado examinando antes con Álex. Enseguida detectó la vibración secreta de algunos volúmenes. Era como escuchar el coro de unas abejas distantes. Había mucha magia antigua y valiosa en aquellas páginas que, poco antes, le habían parecido indescifrables. Por algún momento estuvo a punto de ceder a la tentación de detenerse a curiosear en su interior de aquellos manuscritos que la estaban llamando con sus milenarios secretos.
Sin embrago, ninguno de ellos era el Libro de la Creación. Había en aquella estancia una presencia espiritual mucho más poderosa que la de los libros, aunque solo hacía unos minutos que había comenzado a notarla. Era como si, después de tomarse un tiempo para acostumbrarse a su estado incorpóreo, su alma hubiese sintonizado por fin con esa otra presencia tenebrosa que hechizaba el lugar. Como si, por fin, lo hubiera descubierto…
Nerviosa, Jana miró en todas direcciones. Su cuerpo astral volteaba ágilmente en el aire una y otra vez, con la intención de sorprender el evasivo intruso gracias a alguno de aquellos rápidos movimientos. La criatura estaba allí; lo notaba. Pero no era capaz de ubicar dónde se escondía, ni sabía exactamente qué era.