Tatuaje II. Profecía (30 page)

Read Tatuaje II. Profecía Online

Authors: Javier Pelegrín Ana Alonso

Tags: #Aventuras, Infantil y juvenil

BOOK: Tatuaje II. Profecía
6.21Mb size Format: txt, pdf, ePub

Se suponía que estaba buscando un libro: ¿cómo diablos podía ser un libro inmaterial? Sentía la oscuridad que emanaba de él, pero al mismo tiempo, sentía que en aquella oscuridad se ocultaba un dolor profundamente humano. Y había algo en aquel dolor, en aquella negrura henchida de sufrimiento, que le resultaba familiar. Pero ¿dónde lo había sentido antes? ¿Cuándo?

Las respuestas se le escapaban como agua entre los dedos.

Su conciencia vagó sin rumbo unos segundos, pasando de los libros a la estatua del Gólem, de la estatua de Gólem a la ventaban cerrada, de esta a las bombillas encendidas, sin detenerse en nada…

De pronto, empezó a costarle trabajo mantenerse flotando en la penumbra. Sentía un peso insoportable que tiraba de ella hacia abajo. Su espíritu se estaba debilitando, necesitaba volver cuanto antes a su cuerpo. Si no regresaba de inmediato, era posible que luego no encontrase las fuerzas para hacerlo.

Sin embargo, se resistía abandonar la búsqueda, ahora que por fin se estaba acercando a su objetivo…

Avanzando espasmódicamente se dirigió hacia el lugar donde su cuerpo yacía inerte en el suelo, a los pies de Álex. Permaneció unos instantes justo encima de él, observando la escena.

Entonces sucedió algo muy curioso. Fue como si Álex, de repente, notase su presencia. Estaba arrodillado en las baldosas, con los ojos fijos en la pared, pero en un momento dado alzó la vista hacia arriba y fue como si la mirase directamente, como si supiese con exactitud dónde estaba.

Pero lo que ocurrió a continuación fue aún más extraño. En cuanto los ojos de Álex tropezaron con la mirada fantasmal de Jana, una leve vibración sacudió su rostro. Y ene se instante, Jana observó que sus rasgos se habían transformado, como por arte de magia, en los de Erik. En realidad, no era exactamente el rostro de Erik, al menos no como Jana lo recordaba. Parecía una versión más joven de su amigo muerto. Tenía el pelo ligeramente más oscuro, los ojos de un azul más intenso, pero también más triste. Jana recordaba el aspecto de Erik con aquella edad (debía tener unos trece o catorce años). Ya iban al mismo colegio por aquel entonces, pero las imágenes posteriores del joven habían sustituido las antiguas. Ni siquiera el ver aquella momentánea transformación en el rostro de Álex tuvo la sensación de reconocerlo. Sin embrago, era Erik, estaba segura.

Tanto como podía estarlo, teniendo en cuenta que la transformación apenas había durado unos segundos.

Cuando el prodigio cesó, Álex continuó mirando hacia arriba, buscándola, intentando comunicarse con ella.

—No abandones todavía, Jana —dijo en tono de súplica—. Tenemos que encontrar el libro. Por favor… Hazlo por él, por Erik.

El acento de seguridad del joven era tan profundo que Jana se sintió terriblemente conmovida. Y pensar que ella había dudado de la lealtad de Álex hacia Erik, que había pensado que el temía encontrar el libro porque no quería que su amigo regresase de la muerte.

Tenía que hacer un último esfuerzo. Álex tenía razón: tenía que hacerlo por Erik; se lo debía. La breve transformación del muchacho había servido para recordar con viveza cómo era Erik cuando vivía, y cuánto los había querido a los dos. Si el libro podía hacerlo regresar… Bien, era algo que tenía que intentar, por peligroso que fuera.

Su debilidad crecía por momentos. Le quedaban, como mucho, tres o cuatro minutos. Tenía que aprovecharlos al máximo, tenía que encontrar la fuente de aquel dolor oscuro que latía en algún lugar de la habitación. En algún lugar…

Su mirada se detuvo en el antiguo espejo. Sólo en ese entonces cayó en la cuenta de que, hasta aquel momento, había estado evitándolo. Como si algo en su interior se resistiese a enfrentarse con él: como si le temiera…

Y no obstante, estaba claro que la oscuridad brotaba de allí. Jana flotó hasta rozar el pesado brocado que lo cubría. Era una tela antigua, bordada con hilos de oro y plata que representaban antiguos emblemas de la tradición medu, entrelazados con largas secuencias de palabras en hebreo y en latín que reproducían en estos idiomas la vieja maldición ritual de los clanes «El que se atreva a levantar el último velo, que contemple su propia destrucción; el que viole la protección de los símbolos, que se enfrente a la muerte eterna e infinita nada».

Su cuerpo astral comenzó a temblar. Un medio atávico se había apoderado de su conciencia, paralizándola. Sin embargo, recordó una vez más el rostro rejuvenecido de Erik tal y como acaba de verlo, recubriendo los rasgos de Álex, y eso le dio fuerzas para vencer el terror que sentía.

Alargó una mano incorpórea y consiguió tocar el brocado amarillo. Intentó retirarlo, pero era demasiado pesada para ella. Pesado como el plomo. Jamás conseguiría levantarlo…

Le pareció oír un rumor de las olas debajo de la tela, un zumbido remoto que emanaba de la superficie del espejo. Miró el tercio inferior de su bruñida superficie, y el miedo que la atenazaba se convirtió en pánico.

El espejo no reflejaba nada de lo que tenía delante. La parte visible de su cristal reflectante estaba completamente vacía.

Y ese vacío que resonaba en sus oídos con un zumbido interminable contenía el libro; era el libro. Estaba segura…

Se le acaba el tiempo. Ella sola no podía levantar la tela. Estaba protegida por un sortilegio que su débil magia no conseguiría romper.

Necesitaba ayuda. Y sabía dónde podía encontrarla.

También sabía que era una locura hacer lo que acababa de ocurrir. Se arrepentiría toda su vida, y probablemente tendría que pagar un precio muy alto por esa acción, sin embargo, no tenía alternativa… haciendo un esfuerzo sobrehumano, comenzó a desgranar una formula ritual para atraer hacia sí el zafiro de Sarasvati.

Observó como la luz de la piedra abandonaba su cuerpo desmadejado en el suelo, dejando una sombre en su frente con forma de media luna, para volar hacía su espíritu. Retuvo la luz entre sus dedos espectrales, y vaciló un instante antes de continuar. Si daba el siguiente paso, sería irreversible…

Pero lo dio. Las palabras de la antigua lengua fueron tomando forma en su mente una tras otra, invocando los espíritus de las tres hermanas. Una tarea, una única tarea a cambio de la libertad: retirar la tela que cubría el espejo y dejar al descubierto su superficie.

Cada palabra afloraba en su conciencia con mayor dificultad que la anterior. Todo su ser se resistía a pronunciarlas; pero lo logró vencer aquella resistencia. Sabía que Urd y sus hermanas conseguirían lo que ella no había podido lograr. Habían quedado atrapadas en el zafiro azul de Sarasvati antes de que los medu perdieran su primacía mágica, y conservaban intacta todo su poder. Las tres juntas eran casi invencibles…

Oyó una risa, una risa alada que se quebró en un eco triple, ligero como el aire caliente en el interior de un globo. No las había visto escapar, pero sintió el movimiento del aire a su paso.

El brocado cayó al suelo. Cayó con el sonido pesado de un ave sorprendida por un disparo sorprendida en pleno vuelo.

Y ella se arrastró, como pudo, hasta el refugio de su cuerpo desmayado.

Había hecho, lo que tenía que hacer. Había conseguido retirar el velo de conjuros y maldiciones que cubría el Libro de la Creación…

Con un escalofrío, penetró aquel cuerpo inmóvil que la esperaba y se aferró a él, a sus órganos, al flujo cálido y continuo de su sangre a través de los menudos capilares que alimentan sus células. Sintió un espasmo de angustia, el latigazo repentino del espesor de su recién recuperada prisión…

Y luego respiró hondo. Aspiró el aire con fruición, hasta sentir que se llenaban por completo los pulmones.

Había regresado a la vida.

—¿Estás bien?

Inclinando sobre ella, Álex la observaba con gesto preocupado. Estaba muy pálido, y Jana notó una leve vibración en su rostro que distorsionaba la armonía de sus facciones. El problema debía de estar en sus ojos… Quizá les costase trabajo enfocar las imágenes, después de su reciente experiencia extracorporal.

—Estoy bien —musitó, tratando de acostumbrarse al sonido de su propia voz—. Creo… todo le parecía áspero y agresivo en su regreso al mundo de la materia. Los sonidos eran demasiado nítidos. Incluso la débil luminosidad de las dos bombillas del techo la molestaba. Se sentía confusa, como si acabase de despertar de una pesadilla con la cabeza dolorida y un sabor desagradable en la boca.

Sin embargo lo que acaba de vivir no había sido un sueño. Había ocurrido de verdad. Todo: la oscuridad de aquella presencia invisible, su lucha con el brocado que cubría el espejo, el resplandor azul de zafiro, la risa de las hijas Pértinax, la tela que caía, dejando al descubierto el espejo al descubierto… y seguía allí, lo percibía con toda claridad. Solo que ahora estaba desnudo, expuesto, vigilándola desde el cristal reflectante donde se encontraba atrapado.

Mientras Álex la ayudaba a ponerse de pie, y la estrechaba entre sus brazos para tratar de devolverle algo del calor que había perdido su cuerpo, ella dejó resbalar sus ojos hacia el espejo, aterrada.

Había una sombra.

Era tan oscura que parecía engullir la luz a su alrededor, transformándola en una penumbra grisácea. Al principio formaba una masa informe, de contornos difusos, pero pronto empezó a fluir de unos lugares a otros para redistribuir su espesa negrura, dibujando sobre el espejo la silueta amenazadora de un hombre.

Jana ahogó un grito. Había reconocido de inmediato la complexión de aquella figura, su estatura, la leve inclinación de sus hombros. Era él, duplicado. Era Álex, un reflejo oscuro e irreconocible de Álex… el muchacho, que seguía sosteniéndola en los brazos, acercó sus labios a los suyos, y la besó, pero enseguida se apartó con brusquedad. Había notado su rigidez, y al mirarla a los ojos, vio el espanto dibujado en ellos. Instantáneamente, su mirada reflejó el mismo horror, como si Jana le hubiese contagiado sus sentimientos.

La muchacha lo observó volverse lentamente y alzar la vista hacia el espejo. Los dos permanecieron nos segundos así, el uno junto al otro, con la mirada clavada en la forma semihumana que iba concretándose sobre el brillante cristal.

Era Álex, sí; pero, al mismo tiempo, no lo era. O mejor dicho, era Álex mezclado con algo más, con algo tan monstruoso e inhumano que resultaba insoportable contemplarlo sin sentir repugnancia.

Era Álex; y al mismo tiempo, era el Libro de la Creación.

Poco a poco, los rasgos del muchacho fueron precisamente y ahuecándose hasta adquirir volumen. El rostro de Álex parecía formado por la unión de miles de fragmentos de papel carbonizado, como si se tratase de una diabólica escultura de ceniza. En medio de aquella cara deslavada, compuesta de millones de partículas grises, lo único sólido eran los ojos, dos almendras de azabache en cuyo centro ardían dos esferas rojas, como dos planetas gemelos rodeados de la noche más profunda. En algunos momentos, dentro de aquellos círculos de fuego, aparecía la forma estilizada de un ave, perfectamente negra y nítida. Dos ibis. El monstruo llevaba tatuados en la mirada los símbolos que Jana había utilizado para representar a Álex en su visión compartida.

Su mano se desprendió de la de Álex, temblorosa. Lentamente se volvió hacia el muchacho que tenía a su lado. De nuevo observó la vibración que desenfocaba su rostro. Pero esta vez supo con toda certeza que no se trataba de una ilusión óptica.

No. Aquel rostro vibraba porque no era un rostro real, sino una máscara. El muchacho que tenía a su lado, el chico que la había conducido hasta aquella antigua casa del ghetto y que unos segundos antes la había besado, no era el verdadero Álex. El verdadero Álex se encontraba atrapado en el espejo, prisionero en una envoltura inhumana que lo deformaba hasta arrebatarle su propia humanidad, convirtiéndole en un ser irreconocible y peligrosamente amenazador.

Pero si el chico que estaba a su lado no era Álex, ¿quién era en realidad?

Jana intentó pensar con rapidez. Alguien capaz de adoptar el aspecto de otra persona con tanta maestría tenía que ser, a la fuerza, un medu. Sí; un medu perteneciente a la tribu de los íridos… se obligó a concentrar toda su atención en los rasgos cada vez más temblorosos y distorsionados del joven. El miedo debía haber debilitado el sortilegio mágico que protegía su máscara. En pocos segundos, Jana lo vio pasar sucesivamente por media docena de apariencias diferentes. Cuando una de ellas logró estabilizarse, Jana ahogó un grito de asombro: el rostro que había remplazado al de Álex no era otro que el de Yadia.

Por un momento, incluso llegó a olvidar la negra silueta que acechaba en el espejo, atravesándola con sus ojos de fuego.

—Debí suponerlo —dijo, sonriendo con amargura—. No eres un varulf, sino un írido…

—Mi madre era írida —precisó el mercenario—. Yo he heredado sus poderes. No hay ninguna deshonra en ello.

—Los poderes mismo no son deshonrosos; tu forma de utilizarlos sí lo es —escupió Jana, furiosa—. Me has utilizado, me has engañado… ¡Incluso me has besado!

—Sí: qué gran atrevimiento por mi parte, ¿verdad? Besar a toda una princesa agmar; yo, un insignificante bastardo…

Un zumbido procedente del espejo interrumpió al muchacho. Su intensidad crecía por momentos, como si una nube de langostas se estuviese acercando e inundase el aire con la vibración simultanea de millones de alas membranosas.

Jana hizo un esfuerzo para mirar hacia el lugar de donde provenía aquel sonido. Una negrura espesa como tinta cubría la superficie del espejo, adaptándose al relieve del rostro que acechaba en su interior. Era el rostro de Álex, del verdadero Álex, deformado por la oscuridad de un odio mucho más viejo que él, un odio que parecía provenir del mismo origen mismo de la lucha entre los humanos y los medu, del fondo de los siglos.

No tenía ningún sentido; pero Jana sabía que era verdad…

La vibración metálica que brotaba el espejo había alcanzado tal intensidad que Yadia tuvo que taparse los oídos mientras fruncía el ceño con gesto de dolor. Jana observó que, de pronto, se volvía esperanzado hacia la ventana.

—Necesitamos luz —dijo el muchacho—. La luz lo detendrá, recuerda, lo que te dijo esa mujer de la Fundación Loredan.

Jana no contestó. Se sentía paralizada, incapaz de hablar y de actuar. Si Yadia tenía razón, si la luz detenía aquella monstruosa presencia, ¿qué le sucedería a Álex? No estaba segura de querer saberlo.

Other books

Amanda Scott by Lord Abberley’s Nemesis
The demolished man by Alfred Bester
The Element by Ken Robinson
Dear Emily by Fern Michaels
Hill of Bones by The Medieval Murderers
Pious Deception by Susan Dunlap
Safety by Viola Rivard