Authors: Henning Mankell
Había dado por perdida cualquier esperanza de lograr dejar el campamento alguna vez. Esa playa por la que un día me había arrastrado al tomar tierra ya no era la libertad, era un puente hacia la muerte y yo sólo esperaba que alguien apuntara con su dedo hacia mí y luego me obligara a chapotear en el agua de nuevo y me reuniera con los que habían muerto ya y yacían en el fondo del mar. Cada día me parecía una espera prolongada entre dos latidos del corazón. Pero de repente tuve a un hombre muy alto y delgado ante mí, un hombre que se balanceaba como una larga palmera, y fue entonces cuando oí hablar de Suecia por primera vez y decidí inmediatamente viajar hasta allí, ya que ahí había personas a las que tal vez les importara el hecho de que yo, precisamente yo y nadie más, existiera.
En el campamento había un continuo y silencioso comercio de pasaportes escondidos, que eran falsificados varias veces de forma distinta. Le cambié mi pasaporte a un hombre mayor de Sudán que sentía próximo el frío viento de la muerte y percibía que nunca dejaría el campamento con vida, a cambio de la promesa de que todos los años mientras yo viviera entraría una vez al mes en una iglesia o una mezquita o algún otro templo, y pensaría en él durante un minuto exacto. Eso era lo que quería a cambio del pasaporte, un recuerdo de que él había existido alguna vez, a pesar de haberlo dejado todo atrás en el país del que se había marchado. Cuando salí del mar llevaba conmigo la fotografía en un bolsillo impermeable, y con la ayuda de un fugitivo comunista de Malasia, que dominaba el arte de hacer sellos que parecían auténticos, a pesar de que sus recursos en el campamento eran más bien inexistentes, el hombre quitó la fotografía del anciano y mi cara, ahora con el nombre Florence, ocupó su lugar. Era como un ritual sagrado que daba vida nueva a un pasaporte con la foto de un anciano moribundo. Metí mi propio espíritu en el pasaporte y ayudé al alma del anciano a liberarse. Nunca olvidaré el momento en el que el pasaporte se transformó. Siempre será uno de los momentos más decisivos de mi vida.
Conseguí ubicar Suecia en un mapa roto que tenía un marroquí que intentaba entrar en Europa por novena vez para continuar hacia alguna parte del norte de Alemania, donde se encontraba un hermano suyo. Supuse que sería un viaje largo, pero no sabía hasta qué punto. Tal vez me di cuenta de que el viaje era imposible pero me negaba a aceptarlo. No lo sé. Al principio sólo decidí intentar salir del campamento sin ser apresada de nuevo enseguida, ya que nunca he dejado que me dominen las expectativas.
Hice amistad con algunos hombres jóvenes de Irak que habían empezado su huida como polizones en una bodega que apestaba a pescado podrido. Era la bodega de un barco de pesca español que se dedicaba a la pesca ilegal en aguas turcas. Lograron entrar en el puerto de Málaga, donde fueron descubiertos y llevados al campamento de forma inmediata y brutal. Luego habían hecho a escondidas una escalera con trozos de cuerda, ramas de árbol y plástico que obtenían arrancando pequeños trozos de las mesas del comedor del campamento. Cuando fui a verlos me prohibieron que los siguiera, querían evadirse solos y no creían que una chica negra pudiera pasar muchas horas como fugitiva en España. Pero se resignaron ante mi soledad y me dejaron que usara la escalera con la condición de que antes de irme esperara una hora después de que ellos hubieran escalado la valla.
Una noche oscura sin luna desaparecieron los tres jóvenes iraquíes. Cuando hubo pasado una hora exacta —no tenía reloj, lo había perdido al salir del mar, pero conté los segundos y los minutos con los dedos índice y pulgar en la muñeca traspasé la valla y desaparecí en la oscuridad. Seguí el primer sendero que encontré, luego doblé continuando por otra senda, como si tuviera una brújula interna que me llevara en direcciones concretas, y anduve en medio de la oscuridad sin saber lo que me esperaba al amanecer. Me caí y me resbalé varias veces, ramas y arbustos espinosos me provocaron heridas en la cara, pero continué, continué sin cesar hacia Suecia y el recuerdo del hombre alto que se balanceaba y había sido el primero en mostrar interés por mi historia.
Al salir el sol después de la primera noche, estaba exhausta. Me senté en una roca. Sólo recuerdo que tenía mucha sed. Descubrí que durante la noche había atravesado una escarpada zona montañosa con empinados precipicios que podían haberme llevado con facilidad a la muerte de la que me había librado en el mar. Vi personas en un campo a lo lejos. En las ventanillas de un coche se reflejaba el sol y empecé a caminar hacia el norte. Evité todo el tiempo acercarme demasiado a las personas. Me alimentaba de fruta y nueces, bebía agua de lluvia que recogía con las manos de los surcos de las montañas y todo el tiempo iba hacia el norte. Así sin parar, día y noche. Al salir el sol, cada mañana decidía en qué dirección se encontraba el norte y continuaba.
No sé cuánto tiempo estuve caminando. Pero un día no pude más. Me quedé inmóvil cuando iba a dar un paso y me desplomé. A pesar de haber apretado los pies con fuerza contra la tierra, como me había enseñado mi padre, en ese momento estuve a punto de rendirme, de quedarme tumbada y de descomponerme hasta convertirme en una parte del suelo quemado por el sol. No podía determinar si había caminado una semana o un año. Pero necesitaba saber dónde me encontraba. Me esforcé por levantarme y continué hasta que llegué a una pequeña ciudad española que había en medio de una llanura sin fin. Entré en la ciudad. Había llegado en el momento de más calor del mediodía. La ciudad yacía como un cadáver reseco. En un poste indicador leí que la ciudad se llamaba Alameda de Cervera. En otro poste se podía leer «Toledo 111 kilómetros». Las contraventanas de las blancas fachadas de las casas estaban cerradas. Había algunos perros tumbados jadeando en la sombra, pero no vi personas por ningún lado. Recorrí las calles vacías, cegada por la fuerte luz, y encontré una sola tienda abierta. O tal vez estaba también cerrada, pero la puerta estaba entornada y entré en el local en penumbra.
En un rincón había un hombre durmiendo sobre un colchón. Traté de moverme sin hacer ruido quitándome los zapatos rotos, y todavía recuerdo la sensación de frescor del suelo de piedra contra mis pies. Llevaba los zapatos en la mano cuando descubrí que había entrado en una zapatería. Las estanterías estaban llenas de zapatos. En una pared encontré lo que buscaba, un mapa. Busqué con el dedo Alameda de Cervera y luego Toledo y caí en la cuenta de que había recorrido poco camino desde el campamento, a pesar de que yo creía que había estado andando una eternidad. Empecé a llorar allí dentro, en la oscuridad, sin hacer ruido para que no se despertara el hombre que estaba durmiendo.
Lo que hice después sólo puedo recordarlo como imágenes borrosas. El calor, los perros, la penetrante luz blanca que se reflejaba en las paredes de las casas. Entré en una iglesia; allí hacía fresco y bebí el agua turbia de la pila bautismal. Luego rompí la hucha que vi junto a una mesa en la que había tarjetas postales a la venta. Con el dinero compré un billete de autobús.
—Toledo —dije al conductor del autobús, que miró mi piel negra con asco y deseo a la vez.
Pero mi sonrisa no le sedujo. En alguna parte dentro de mí nació en ese momento una furia contra esos hombres europeos que no eran capaces de valorar ni de sentirse atraídos por mi belleza. El dinero alcanzó justo para el billete. No recuerdo nada del viaje. Dormí hasta que me despertó el conductor sacudiéndome bruscamente el hombro para decirme que habíamos llegado. El autobús estaba aparcado en alguna parte en un garaje subterráneo. Anduve en medio de los gases de los tubos de escape, entre personas que subían o bajaban de los autobuses, y finalmente me encontré en una calle con un tráfico tan violento que me asustó. Estaba anocheciendo y me escondí en la oscuridad en un parque. De pronto me pareció que en aquel parque había animales salvajes. No sé de dónde me vino aquella sensación, pero era muy fuerte, más fuerte que la razón, que me decía que en Europa no había animales depredadores. Estuve en vela hasta el amanecer con el miedo golpeándome el pecho. Cuando empezó a salir el sol débilmente, vi que se acercaba un borracho tambaleándose por uno de los caminos de grava. Se sentó en un banco, se inclinó hacia delante y vomitó, luego se quedó dormido. Me acerqué con cuidado, le robé la cartera y me alejé de allí corriendo. Luego volví a esconderme, esta vez en un espeso matorral que apestaba a orín, y descubrí para mi asombro que la cartera estaba llena de billetes. Me los metí en el bolsillo, tiré la cartera y salí del parque, Desayuné en una cafetería y me di cuenta de que ya no tenía por qué ir andando. Ahora tenía dinero. Podía comprar un mapa, buscar una estación e ir en tren hasta la frontera que estaba hacia el norte y luego continuar en tren mientras me quedase suficiente dinero.
Me metí en Francia arrastrándome por una cuneta junto a la frontera. Oí a lo lejos perros que ladraban y aullaban igual que los perros policía blancos del campamento del que había huido. En una ciudad pequeña cambié el dinero que me quedaba. Todavía tenía suficiente para poder comer regularmente y comprar billetes de tren. Pero cuando salí del banco, un policía me detuvo y exigió ver mis papeles. Saqué mi pasaporte sudanés, pero luego me arrepentí y eché a correr. Oí que el policía me llamaba, pero no podía competir conmigo corriendo. En ese momento comprendí que estaba dotada de poderes mágicos. Cuando pasé la frontera arrastrándome por una cuneta, el miedo me hizo invisible, y cuando me persiguieron alcancé la misma velocidad que uno de los pájaros que había visto deslizarse en las corrientes de aire caliente y que sobrevolaban el valle del otro lado del río junto a la aldea en que nací. Ahora sabía que realmente llegaría a ese país llamado Suecia si dejaba de tratar de luchar contra mi propio miedo. Era mi aliado más importante. Me ayudaba a descubrir los poderes que yo no sabía que tenía.
Durante los días siguientes estaba tan contenta de mi descubrimiento que corrí todas las noches, siempre hacia el norte. A veces seguí senderos que se deslizaban a lo largo de carreteras por las que pasaban los coches a gran velocidad. Pero yo me movía con la misma rapidez, y mis ojos podían ver a través de la oscuridad como si estuviera iluminada por potentes focos. Si había una piedra o un precipicio ante mis pies, podía descubrirlo a pesar de que alrededor todo era oscuridad.
Una mañana llegué a un gran río de aguas marrones que corrían lentamente ante mí. En la orilla había un bote de remos amarrado con una cadena a un tronco. Rompí el cierre con una piedra y empujé el barco al agua. Ese día no me preocupé de ir con cuidado y no moverme hasta que hubiese oscurecido. Dejé que el barco se deslizara, me tumbé en el fondo, que olía a alquitrán, miré las nubes que había allí arriba, a lo lejos, sobre mi cabeza y percibí que de repente empezaba a respirar de nuevo con total tranquilidad. Era como si hubiera estado sin aliento desde que traspasé la valla en España y desaparecí en la oscuridad. Me quedé dormida y soñé que mi pasaporte era como dos puertas que se abrían y dejaban a la vista un paisaje que recordaba de mi infancia. Allí podía ver a mi padre, que venía hacia mí y me levantaba como si yo fuera una pluma que quería lanzar hacia el sol y luego recibirla otra vez en sus cálidos brazos cuando yo, lentamente, volvía a bajar a la tierra.
El movimiento de vaivén del barco me despertó. Acababa de pasar un remolcador alargado. En una cuerda para tender que había a bordo de la embarcación revoloteaban camisas. Hice señas con la mano, aunque no pude ver a ninguna persona.
Tea-Bag dejó de hablar, como si de pronto se arrepintiera de lo que había dicho, como si se hubiera traicionado a sí misma y a sus secretos. Jesper Humlin esperaba una continuación del relato que sin embargo no llegó nunca. Tea-Bag se cerró la cremallera del anorak y apretó la barbilla contra la garganta con fuerza.
—¿Qué pasó luego?
Ella sacudió la cabeza.
—No quiero contar más. Ahora no.
—¿Cómo vas a volver a Gotemburgo? ¿Dónde vas a vivir? No puedes quedarte aquí. ¿Tienes dinero?
No contestó.
—No sé cómo te llamas —dijo él despacio—. Tal vez te llames realmente Tea-Bag. Tampoco sé dónde vives. No sé por qué has venido hasta aquí. Pero sospecho que estás en este país sin permiso para ello. No sé cómo te las arreglas.
Ella no contestó.
—Pasado mañana volveré a Gotemburgo —continuó diciendo él—. Allí me voy a encontrar con Leyla y Tanja y espero que tú también estés. Ven conmigo si no viajas antes. En el tren puedes contarme por qué viniste realmente aquí. Y puedes concluir la historia que has dejado a medias de forma tan repentina, justo cuando hacías señales con la mano a una cuerda para tender con camisas al viento. Nos veremos en el hall principal de la Estación Central pasado mañana a las dos menos cuarto. Si no vienes, iré solo. Pero si vienes, pagaré tu billete. ¿Entiendes lo que digo?
—Entiendo.
—Ahora debes irte.
—Sí.
—¿Tienes algún sitio adonde ir?
Ella no contestó. Él le dio dos billetes de cien coronas que ella se metió en el bolsillo sin mirarlos.
—Antes de irte me gustaría saber cómo te llamas realmente.
—Tea-Bag.
Ella sonrió por primera vez después de salir del dormitorio. Jesper Humlin la acompañó hasta la puerta.
—No puedes sentarte y dormir aquí en la escalera.
—No —contestó ella—. No voy a dormir aquí. Voy a saludar a mi mono.
Él vio cómo ella, con una energía repentina, bajaba la escalera bailando y desaparecía. Mientras alisaba la sábana del dormitorio y se encargaba de que no quedara ninguna huella de ella, pensaba en una sola cosa.
«Camisas en una cuerda para tender.
»Un bote de remos en el que una muchacha de piel negra hacía señas con la mano a personas que no veía.»
Cuando Jesper Humlin se despertó al día siguiente, se sintió descansado por primera vez desde hacía mucho tiempo. Era como si el encuentro con aquella muchacha sonriente, llamada Tea-Bag o tal vez Florence, hubiera liberado en él reservas de energía desconocidas. Se levantó enseguida de la cama, no se quedó tumbado vagueando, como solía hacer, y decidió resolver ese mismo día la difícil conversación que esperaba mantener con su madre. Pero antes de eso, estaba decidido a localizar a su agente de Bolsa.
Resultó más fácil de lo que esperaba. El agente contestó a uno de sus teléfonos móviles.