Authors: Henning Mankell
—Entonces quedamos en eso. No sé qué haces. No sé qué quieres contarme.
—Estoy escribiendo un libro.
Jesper Humlin la miró.
—¿Qué clase de libro?
—Una novela policiaca.
Jesper Humlin sintió por un momento que empezaba a volverse loco. Era víctima de una conspiración cuyo alcance estaba empezando a ver. Cualquier persona con la que hablaba se creía capaz de escribir una novela policiaca.
—¿No te alegras?
—¿De qué iba a alegrarme?
—De que tu madre mantenga su creatividad en la vejez.
—Parece que, actualmente, todos escriben novelas criminales. Excepto yo.
—Por lo que he visto en los periódicos, tú vas a escribir una también. Pero probablemente no muy buena.
—Lo que pone en los periódicos no es cierto. ¿Por qué no iba a ser bueno mi libro?
Su madre volvió a tumbarse.
—Porque entonces no tendría que arriesgarme a hacerte la competencia.
—El escritor en esta familia soy yo. No tú.
—Dentro de unos meses será diferente. Espero que comprendas que causará sensación que yo, una mujer de ochenta y siete años, debute con una novela policiaca que será un éxito internacional.
Jesper Humlin sintió que una catástrofe se le venía encima. Para él supondría la derrota final que su propia madre demostrara ser una escritora mejor dotada que él.
—¿De qué va a tratar? —consiguió decir.
—No pienso hablar de eso.
—¿Por qué no?
—Porque me robarías la idea.
—No he robado ideas de nadie en mi vida. En realidad soy un artista que se toma su trabajo en serio. ¿De qué va a tratar el libro?
—De una mujer que mata a sus hijos.
—No parece especialmente original.
—Además me los como.
A pesar de que la ventana estaba abierta, se sintió indispuesto por el olor de la comida.
—¿Vas a escribir un libro sobre eso?
—Ya he llegado al capítulo cuarenta.
—Entonces va a ser un libro grueso, ¿no?
—Calculo unas setecientas páginas. Ya que hoy en día los libros son caros, se deben escribir libros gruesos que duren más tiempo.
—Espero que se lo digas a mi editor Olof Lundin. El siempre está interesado en nuevas sugerencias.
—Ya he hablado con él. Me ha dicho que está muy interesado en ver mi manuscrito. Enseguida ha empezado a hacer planes para presentarnos como «La familia de escritores».
Jesper Humlin se quedó sin habla, igual que cuando Anders Burén, ese mismo día, le había informado del valor de sus acciones. Su madre se levantó y fue hacia la sala de estar con la almohada en la mano. Jesper Humlin se quedó sentado en el taburete. «El punto de apoyo», pensó. «Se ha perdido de nuevo.» Luego, en imágenes cortas pero nítidas, vio a Leyla, Tanja y Tea-Bag delante de él. Tea-Bag con su sonrisa, Tanja con el rostro vuelto hacia otro lado, Leyla con su cuerpo pesado. «Tal vez después de todo esté llevando a cabo una buena acción al interesarme por las historias de estas chicas.»
Jesper Humlin se obligó a comer algunos bocados del picante guiso javanés que había preparado su madre y se bebió varios vasos de vino para animarse. No volvieron a hablar durante la comida de la novela policiaca que ella estaba escribiendo ni de la que él no iba a escribir. Evitaron de mutuo y tácito acuerdo todas las conversaciones que pudieran causar escenas dramáticas, ya que ambos necesitaban una pausa antes de la lucha que iba a empezar enseguida.
Jesper Humlin apartó el plato que aún estaba lleno de comida.
—No entiendes nada de comidas elaboradas.
—No puedo hacer nada si no tengo hambre a media noche.
—Si no empiezas a valorar la comida bien hecha ni pones orden en tu convivencia con Andrea, va a irte mal.
Jesper Humlin bostezó, pero sintió a la vez el empujón en la espalda necesario para empezar.
—No vamos a hablar de mi vida sexual, sino de la tuya.
—No tengo ninguna vida sexual.
—Eso no lo sé. Pero lo que sí sé es que mantienes conversaciones telefónicas con contenidos sexuales del todo censurables y probablemente ilegales.
Ella lo miró asombrada y divertida a la vez.
—En este momento suenas como un policía. Siempre lo he sabido. Que no tienes alma de escritor, sino de policía.
—¿Qué crees que ocurriría si esto saliera a la luz?
—¿Que tienes alma de policía?
Jesper Humlin dio un puñetazo en la mesa.
—No estamos hablando de mí, sino de ti. No tengo ningún policía dentro. Quiero que acabes inmediatamente con esas espantosas conversaciones telefónicas. No entiendo cómo puedes aguantarlo. ¿No tienes moral? Es degradante y humillante.
—No tienes que tomártelo de ese modo tan terrible. Esos viejecitos que llaman son buenos e indulgentes. Muchos tienen un perfil interesante. Entre mis clientes recurrentes hay un escritor.
Jesper Humlin aguzó el oído.
—¿Quién?
—Naturalmente no pienso desvelarlo. Todo este sector se basa en la confianza.
—¿Pero tú recibes dinero? Eso significa que es prostitución.
—Tengo que pagar mi factura de teléfono.
—Si he entendido bien, ganáis dinero con esto.
—No mucho.
—¿Cuánto?
—Puede que gane entre cincuenta y sesenta mil al mes. En esta actividad no se pagan impuestos, como es natural.
Jesper Humlin no podía creer lo que oía.
—¿Ganas cincuenta mil al mes por gemir por teléfono?
—Aproximadamente.
—¿Qué haces con todo ese dinero?
—Guisos javaneses de bambú. Compro ostras. Para poder invitar a mis hijos.
—¡Eso es ilegal! ¿No pagas impuestos?
Por un instante, su madre pareció estar preocupada.
—Hemos discutido este problema de los impuestos en la junta directiva y hemos llegado a una solución que consideramos satisfactoria.
—¿Qué solución?
—Hemos hecho testamento de los fondos de nuestra empresa. Los fondos se legan al Estado. Debe de ser suficiente para compensar todos los impuestos acumulados.
Jesper Humlin se preparó para atacar con todas sus fuerzas.
—Si tú y tus amigas no termináis con esto inmediatamente, enviaré una denuncia anónima a la policía.
El arrebato de cólera que se produjo a continuación le pilló desprevenido.
—Ya me lo imaginaba. Salió el alma de policía. Quiero que abandones mi apartamento y no vuelvas nunca. Te quito de mi testamento. No quiero volver a verte. Te prohíbo además que asistas a mi entierro.
Cuando acabó de hablar, arrojó el contenido de su copa de vino a la cara del hijo. Nunca antes la indignación, que podía arder como una llama dentro de ella, se había manifestado de tal modo. Jesper Humlin reaccionó y vio que su madre, que parecía controlar la situación, llenaba de nuevo su copa de vino.
—Si no te largas ahora mismo, sin hacer ningún comentario más, recibirás más vino en la cara.
—Tenemos que hablar de esto con tranquilidad.
Esta vez la mayor parte del vino fue a parar a su camisa. Jesper Humlin comprendió que la batalla, al menos por el momento, estaba perdida. Se levantó y se secó la camisa con la servilleta.
—Hablaremos de esto cuando vuelva de Gotemburgo.
—No quiero hablar contigo nunca más en la vida.
—Te llamaré cuando vuelva.
Su madre levantó la copa. Jesper Humlin huyó del apartamento.
En la calle caía aguanieve. Naturalmente, no consiguió un taxi. Dos finlandeses borrachos le pidieron cigarrillos y fueron tras él varias calles de un modo cada vez más amenazador. Cuando llegó a casa, estaba calado hasta los huesos y muerto de frío. Andrea dormía. Esperaba poder estar solo. Hundió la camisa en el fondo de la bolsa de basura para no verse obligado a contestar preguntas indiscretas al día siguiente. Mientras la sostenía en la mano, tuvo la sensación de que no era vino sino sangre lo que había en la camisa.
Como todavía estaba excitado por la escena del apartamento de su madre, desistió de la idea de dormir y, en vez de eso, se sentó en su escritorio y empezó a preparar el segundo encuentro que iba a tener en Gotemburgo con las muchachas y una cantidad desconocida de familiares de ellas. De repente ya no estuvo seguro de que Tea-Bag fuera a la estación. Eso le entristeció, como si hubiera sido abandonado inesperadamente. Pensó en lo que ella le había contado, la historia inacabada. ¿Cuánto de lo que le había dicho sería verdad? No podía saberlo. Pero él siguió escribiendo, rellenó huecos, la tomó de la mano y la introdujo en su propio relato. No había estado nunca en África. Era como si por fin pudiera marcharse allí, ya que había encontrado a alguien que lo siguiera.
Fue a la cocina a buscar una bolsa de té y la puso ante sí sobre la mesa del escritorio. Y pensó que las hojas que había dentro del envoltorio blanco eran letras, palabras, frases, tal vez incluso canciones, que contaban la verdadera historia de la muchacha de la amplia sonrisa...
—¿Por qué duermes sentado con una bolsa de té en la mano?
Andrea estaba de pie inclinada hacia él, que dormía en la silla del escritorio. Se sobresaltó e intentó levantarse, pero se volvió a caer en la silla debido a que se le había dormido una pierna.
—He preguntado por qué tienes una bolsa de té en la mano.
—Iba a preparar té, pero me quedé dormido.
Andrea movió la cabeza con resignación y lo abandonó a su suerte. El comenzó a hacerse masajes en la pierna hasta que oyó cerrarse la puerta de la calle. Con la luz del amanecer pudo ver por la ventana que había dejado de nevar. Se metió en la cama, en el lado que aún mantenía el calor del cuerpo de Andrea, y durmió profundamente y sin soñar.
A las dos menos cuarto estaba en la Estación Central mirando entre las personas que había a su alrededor. Nadie sonreía, todos parecían angustiosamente desolados por dirigirse a destinos no deseados. Estaba a punto de rendirse cuando sintió que alguien le rozaba el brazo.
Tea-Bag sonrió.
Subieron al tren con el tiempo justo, antes de que partiera de la estación de un tirón.
Todo fue bien hasta Hallsberg. Allí, Tea-Bag desapareció sin dejar huella. Sin embargo, hasta el momento de escapar tuvo tiempo de acabar la historia que había interrumpido de repente en el apartamento de Jesper. El pensaba que la historia era tan inverosímil en muchos aspectos que en realidad podía ser totalmente verdadera. Ella había contado, en un sueco con acento y sin embargo clarísimo, cómo había logrado ir desde el campamento de reclusión en el sur de España hasta Suecia. A Jesper Humlin se le ocurrió pensar si podía haber un ser humano más solo que una persona joven huyendo hacia una Europa que era una infinita tierra de nadie y que, sin señales de aviso y con escasas vallas o muros, era sin embargo una zona totalmente prohibida para los que carecían de permiso legal para atravesar la frontera.
Tea-Bag se sentó y no se movió de su asiento hasta Södertälje, ni siquiera reaccionó cuando Jesper Humlin compró un billete para ella al revisor, cosa que a él le irritó al considerar que no le demostraba el agradecimiento correspondiente. Ella metió la cabeza en el anorak, se sentó y se puso a mirar por la ventana. Jesper Humlin trató de interrumpir su silencio haciéndole algunas preguntas insignificantes. Ella no contestó y él se preguntó qué estaba haciendo en realidad. Atravesaron los túneles en Södertälje y, al volver a la luz, fue como si la oscuridad momentánea la hubiera inspirado. Se quitó el anorak de repente y él no pudo evitar ver que tenía un cuerpo precioso.
—El mono —dijo ella—. ¿Quieres que hable de eso?
—Me encantaría. Pero antes quiero escuchar el otro relato hasta el final. El bote de remos que se mecía. El remolcador que pasaba. Las camisas tendidas en la cuerda. Y tú haciendo señas con la mano, a pesar de que no podías ver a ninguna persona.
—Prefiero hablar del mono.
—Las historias se tienen que contar hasta el final. Las historias que se dejan sin terminar son como almas en pena. Se te pueden aparecer. —Ella lo miraba con atención—. Te prometo que tengo razón. Los relatos inacabados pueden convertirse en nuestros enemigos.
Lenta y reflexivamente, Tea-Bag volvió a empezar la narración, a veces sin querer, como si tratara de interrumpirla porque le producía demasiado dolor.
Continué navegando en aquel barco. El tiempo ya no importaba. Creo que estuve tumbada en el bote durante tres días y tres noches, y sólo remé hacia la orilla algunas veces cuando pasaba por aldeas pequeñas para comprar comida con el dinero que me quedaba. En una de las aldeas había un hombre sentado en una silla de palo en la tienda que parecía vender los alimentos más baratos, esa tienda que siempre buscaba, con la fachada sucia y el letrero roto. Me miró muy serio, pero cuando le sonreí me devolvió la sonrisa. Me dijo algo que no entendí. Pero cuando le contesté en mi idioma, el idioma en el que ya había empezado a sentirme extraña, se levantó de un salto y me contestó con un grito en el mismo idioma.
—¡Mi niña! Eres del mismo país que yo. ¿Qué haces aquí, quién eres, adónde vas?
Pensé que debía tener cuidado. El hombre pertenecía a mi propio pueblo. Pero estaba sentado en una silla extraña en tierra extraña. ¿Y si daba parte a la policía, iba en busca de los perros policía y se encargaba de que me encarcelaran? No lo sabía. Pero era como si no tuviera más fuerzas. No para salir corriendo de allí ni para decir nada que no fuera cierto. Como todas las demás personas, he aprendido a mentir. Pero en aquel momento sentí que todas las mentiras carecían de sentido, iban a rebotar en mi boca y asfixiarme. Decidí contarle a aquel hombre las cosas tal y como eran.
—Me he escapado de un campamento de refugiados español.
El frunció el ceño. Podía ver todas las arrugas y cicatrices que tenía en la cara por los muchos peligros y penas vividos.
—¿Cómo has llegado hasta aquí?
—He venido andando.
—¡Santo cielo! ¿Has venido andando desde España?
—También he navegado en un barco por el río.
—¿Cuánto tiempo llevas viajando?
Al oír la pregunta enseguida supe la respuesta. Creía que había perdido el control del tiempo. Pero ante mi ojo interior pude ver de repente una hilera de piedras blancas. Las conté.
—Tres meses y cuatro días.
Sacudió la cabeza incrédulo.
—¿Cómo te las has arreglado? ¿Dónde has conseguido comida? ¿Has estado sola todo el tiempo? ¿Cómo te llamas?