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Authors: Agatha Christie

Telón (18 page)

BOOK: Telón
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—¡Oh! Lo siento.

Aquello hubiera debido parecemos divertido, pero lo cierto es que no lo fue. Se inclinó atropelladamente, poniéndose a recoger los bombones.

Norton le preguntó si había trabajado mucho aquella mañana.

Su rostro se animó entonces con una sonrisa, una sonrisa ansiosa, de niño grande, que daba vida a su cara.

—No, no... acabo de comprender, de pronto, que he estado siguiendo un camino erróneo. Necesito recurrir a un proceso mucho más simple. De este modo podré valerme de algo así como un atajo...

El hombre osciló levemente sobre sus piernas, adoptando un aire ausente pero resuelto.

—Sí... Es un atajo. El mejor camino a seguir.

3

Durante la mañana, todos habíamos estado nerviosos e indecisos. La tarde resultó inesperadamente agradable. Salió el sol. La temperatura nos reanimó. La señora Luttrell abandonó su habitación, sentándose en la terraza. Estaba en plena forma... Sus maneras eran encantadoras. No advertimos ingratas reservas en su actitud. Ironizó un poco a costa de su esposo, pero lo hizo con mesura, con afecto, incluso. Él estaba radiante. Nos gustó mucho a todos comprobar que se llevaban perfectamente.

Poirot se dejó ver también en su silla de ruedas, hallándose, igualmente, de buen humor. Creo que disfrutaba también viendo la buena armonía con que se desenvolvían Tas relaciones entre los Luttrell. El coronel estaba rejuvenecido en unos cuantos años. Se veía más seguro de sí mismo; se tiraba menos de las puntas de su bigote. Hasta sugirió que debía ser organizada una partida de bridge para la tarde.

—Daisy echa de menos el bridge —explicó.

—Es cierto —corroboró la señora Luttrell.

Norton apuntó que aquello podía resultarle fatigoso.

—Jugaré una mano —contestó la señora Luttrell, añadiendo, con un ligero parpadeo—: Procuraré portarme con discreción, sin atormentar al pobre George.

—Querida —protestó su esposo—: sé perfectamente que soy un jugador muy flojo.

—¡Mejor que mejor! —exclamó su mujer—. De otro modo, no se me depararía la oportunidad de meterme contigo a cada paso.

Todos nos echamos a reír. La señora Luttrell continuó diciendo:

—¡Oh! Conozco bien mis defectos. Ahora no pienso renunciar a ellos para siempre. George no tendrá más remedio que aguantármelos.

El coronel Luttrell la miró apasionadamente.

Creo que fue el espectáculo de aquella armonía lo que suscitó la discusión sobre el matrimonio y el divorcio, iniciada en las últimas horas del día.

¿Eran los hombres y las mujeres más felices en razón de las mayores facilidades ofrecidas por el divorcio? ¿Era cierto que tras una temporada de irritaciones y alejamientos —o dificultades con una tercera persona— venía un período de reanudación de afectos y atenciones mutuos?

Es extraordinaria la variedad de ideas de la gente con respecto a sus propias experiencias personales.

Mi matrimonio había sido increíblemente feliz, teniéndome yo por una persona más bien de pensamientos anticuados. Sin embargo, me confesaba partidario del divorcio, de cortar las amarras de uno y comenzar de nuevo. Boyd Carrington, a quien no le había ido mal en su matrimonio, se inclinaba por el matrimonio indisoluble. Manifestó que sentía el mayor de los respetos por la institución matrimonial, el pilar fundamental del estado.

Norton, carente de ataduras, sin experiencia personal, compartía mi punto de vista. Franklin, un científico moderno, se decía, cosa extraña, completamente opuesto al divorcio. Éste no se avenía con su ideal de acciones e ideas concretas, bien definidas. Uno asumía ciertas responsabilidades. Había que hacer frente a las mismas. Nada de darlas de lado, de escurrir el hombro. Un contrato, señaló, era un contrato. Uno participa en él por su propia voluntad y hay que respetarlo. Todo lo demás era un revoltillo desagradable. Nada de cabos sueltos. Todo debía quedar bien afirmado.

Recostándose en su asiento, con las largas piernas estiradas, rozando las patas de una mesa, declaró:

—El hombre escoge su mujer. Ha de ser responsable de ella hasta que la misma muera... O hasta que fallezca él.

Norton apuntó, burlón:

—Bendita muerte a veces, ¿eh?

Nos echamos a reír. Boyd Carrington le dijo:

—Usted no puede hablar, amigo mío, ya que se ha mantenido soltero.

Norton movió la cabeza, como pesaroso.

—Y ya no puedo enmendar la cosa. He dejado pasar demasiado tiempo.

—¿Sí? —Boyd Carrington escrutó su rostro de una manera casi impertinente—. ¿Está seguro de eso?

Fue en este momento cuando apareció Elizabeth Cole. Había estado en la planta superior, con la señora Franklin.

No sé si fue una figuración mía... El caso es que me pareció que Boyd Carrington miraba alternativamente a la recién llegada y a Norton, y que éste acababa por ruborizarse ligeramente.

Una nueva idea se apoderó de mí. Estudié a Elizabeth Cole. Era una mujer joven todavía, relativamente. Por otra parte, resultaba muy femenina. Era una persona simpática, atractiva, capaz de hacer feliz a cualquier hombre. Últimamente, ella y Norton habían pasado muchas horas juntos. Mientras buscaban flores silvestres u observaban a los pájaros, se habían ido haciendo amigos. Recordaba haberle oído pronunciar unas frases elogiosas referidas a Norton.

Bien. Si las cosas estaban planteadas así, me alegraba por ella. Su felicidad, cuando ya llevaba cubierta parte de su andadura vital, atenuaría los efectos de la tragedia de su niñez. Mirándola con detención, me dije que ciertamente parecía más contenta, más alegre, desde luego, que cuando yo la viera por vez primera a mi llegada a Styles.

Elizabeth Cole y Norton... Sí, podía ser... ¿Por qué no?

Y de repente, sin saber de dónde partía, se apoderó de mí una vaga sensación de inquietud. Esto no era seguro, no era propio... Nadie podía pensar en planear su felicidad allí, en aquel escenario. Existía algo maligno en el aire de Styles. Lo noté ahora... De pronto, me sentí viejo y cansado. Y hasta atemorizado.

Un minuto más tarde, aquella sensación se había desvanecido. Nadie había advertido mí gesto, si exceptuaba a Boyd Carrington. Éste me preguntó en voz baja, poco después:

—¿Le ocurre algo, Hastings?

—No. ¿Por qué?

—Pues... Tenía usted una expresión... No acierto a explicarme...

—Era como un poco de aprensión.

—¿Como si presagiara algo malo?

—Sí..., ya que lo ha expuesto de esa forma. Tuve de súbito la impresión de que algo iba a ocurrir.

—Es extraño. A mí me ha pasado lo mismo en una o dos ocasiones. ¿Tiene usted alguna idea concreta sobre el particular?

Boyd Carrington escrutó mi rostro con ansiedad.

Moví la cabeza, denegando. La verdad era que mi aprensión no era nada definida. No había descubierto nada especial. Simplemente: me había asaltado una oleada de depresión y de temor.

Luego, Judith había salido de la casa. La vi caminar lentamente, con la cabeza erguida, apretando los labios, el rostro grave y, como siempre, bello.

Pensé que no se parecía en nada a Cinders, ni a mí. Tenía el aire de una joven sacerdotisa. Norton debió de pensar en aquellos momentos algo semejante, ya que le dijo:

—La otra Judith debió de ofrecer su mismo gesto poco antes de cortarle la cabeza a Holofernes...

La joven sonrió, enarcando las cejas un poco.

—No acierto a recordar por qué hizo ella eso...

—¡Oh! Actuó así impulsada por motivos altamente morales, por el bien de la comunidad.

El tono ligeramente zumbón con que Norton pronunció estas palabras irritó a Judith. Se ruborizó y continuó andando para sentarse junto a Franklin.

—La señora Franklin se encuentra mucho mejor —declaró entonces—. Quiere que esta noche subamos a tomar el café con ella.

4

La señora Franklin, desde luego, era una criatura de carácter muy mudable, pensé cuando nos dirigíamos a la planta superior, tras la cena. Después de haber hecho insoportable la vida de todo el mundo en el curso del día, ahora era todo dulzura.

Estaba vestida con una «negligée», de un género de color pálido, llamado agua-del-Nilo, encontrándose tendida en su sillón extensible de costumbre. Junto a ella había una mesita giratoria, en cuyo tablero se hallaba instalado el aparato de hacer café. Sus dedos, diestros y blancos, seguían el ritual de la elaboración de aquél, ayudados en parte por la enfermera Craven. Estábamos allí todos, con la excepción de Poirot, quien se retiraba siempre antes de la cena; Allerton, que no había regresado de Ipswich, y el matrimonio Luttrell, que se había quedado en la planta baja.

Flotaba el aroma del café en todas partes, un olor delicioso... El de la casa era cenagoso fluido, de manera que esperábamos el de la señora Franklin con la máxima expectación.

Su marido se había sentado en el lado opuesto de la mesa, cogiendo las tazas a medida que ella las iba llenando. Boyd Carrington se encontraba de pie ante uno de los extremos de un sofá. Elizabeth Cole y Norton se habían acercado a la ventana. La enfermera Craven se había retirado hacia la cabecera del sillón. Yo me había sentado, entreteniéndome con" el crucigrama del The Thimes, cuyas pistas leía en voz alta.

—«Una palabra relacionada con el amor... » —leí—. Ocho letras.

—«Flirtear» —propuso Franklin, sonriendo—. Más o menos...

Nos quedamos en actitud reflexiva durante unos momentos. Luego, seguí:

—«Los chicos del otro lado del monte son molestos.» —«Importunos» —respondió Boyd Carrington, rápidamente.

—Una cita: «Siempre que al eco se le pregunta, éste responde... » La cita es de Tennyson. La palabra es de seis letras.

Elizabeth Cole contestó desde la ventana: —La cita de Tennyson es la siguiente: «Siempre que eco se le pregunta, éste responde: Muerte.» Alguien contuvo de pronto el aliento a mi espalda.

Levanté la vista. Era Judith. Echó a andar hacia la ventana, pasando después a la terraza.

Hice una anotación en el crucigrama.

—Otra pista...

—Una nueva palabra relacionada también con el amor, como la del principio. Conocemos de ella la segunda letra. Ha de tener siete. Esa segunda letra es una «u».

—«Querido» —propuso Boyd Carrington.

La cucharita de Bárbara Franklin tintineó en el platillo. Pasé a otra pista.

—«Los celos son un monstruo de ojos verdes», dijo esta persona.

—Shakespeare —declaró Boyd Carrington.

—¿Será «Otelo»? O bien, «Emilia»... —inquirió la señora Franklin.

—La palabra ha de tener solamente cuatro letras.

—Yago.

—Estoy segura de que eso es del Otelo.

—Nada, nada. Estás en un error. La frase es de Romeo, dirigiéndose a Julieta.

Todos dimos a conocer nuestras opiniones respectivas. De pronto, desde la terraza, Judith gritó:

—¡Miren! Una estrella fugaz... Y otra.

Boyd Carrington preguntó:

—¿Por dónde? Debemos formular un deseo.

Salió a la terraza, uniéndose a Elizabeth Cole, Norton y Judith. La enfermera Craven procedió igual. Franklin se levantó para incorporarse al grupo. Todos miraban hacia el firmamento, profiriendo continuas exclamaciones.

Yo continué con la cabeza inclinada sobre el crucigrama. ¿Por qué había de molestarme en localizar una estrella fugaz en las alturas? Yo no abrigaba ningún deseo especial...

Inesperadamente, Boyd Carrington volvió a la habitación.

—Bárbara: tienes que salir a la terraza.

La señora Franklin contestó sin vacilar:

—No. No me es posible. Me encuentro demasiado fatigada.

—¡Tonterías, Babs! Debes salir a la terraza y formular un deseo —él se echó a reír—. No te molestes en protestar. Te llevaré yo mismo.

Sin más preámbulos, Boyd Carrington se inclinó, cogiéndola en brazos. Ella le opuso alguna resistencia, riéndose también.

—Déjame, Bill... Déjame, no seas tonto.

—Las niñas deben ir en busca de su estrella fugaz para formular un deseo.

Una vez llegados a la terraza, Boyd Carrington la acomodó en una silla.

Me incliné un poco más todavía sobre el periódico. Estaba recordando algo... Una clara noche, una noche tropical... Croaban las ranas... Una estrella fugaz, repentinamente, sobre nuestras cabezas. Yo estaba de pie junto a una ventana y me había vuelto para coger a Cinders en brazos, sacándola afuera para que viera las estrellas y formulara un deseo...

Las palabras, los números y los cuadros del crucigrama se tornaron borrosos para mí.

Una figura abandonó la terraza para entrar en la habitación. Se trataba de Judith.

Judith no debía sorprenderme nunca con los ojos llenos de lágrimas. Nunca me vería así. Apresuradamente, me dirigí a una estantería, fingiendo que buscaba en ella un libro. Recordaba haber visto allí una edición antigua de las obras de Shakespeare. Sí, allí estaba, en efecto. Pasé unas cuantas hojas del «Otelo».

—¿Qué estás haciendo, padre?

Murmuré algo sobre una de las pistas del crucigrama mientras estudiaba el texto... Sí. Había sido Yago.

«¡Oh! Cuidado, mi señor, con los celos; Son el monstruo de ojos verdes que se burla De la carne que lo alimenta.»

Judith recitó otros versos:

«Ninguna amapola, ninguna mandrágora, Ninguno de los jarabes somníferos del mundo Te proporcionarán ese dulce sueño que te poseyó ayer.»

Judith dijo estas palabras con voz profunda, matizada de bellas entonaciones.

Volvían a la habitación los otros, charlando y riendo. La señora Franklin se instaló de nuevo en el sillón extensible. Franklin tornó a sentarse en su sitio de antes, removiendo lo que quedaba de café en su taza con la cucharilla. Norton y Elizabeth Cole se excusaron antes de retirarse. Habían prometido a los Luttrell que se sentarían a su mesa para jugar con ellos una partida de bridge.

La señora Franklin apuró su taza de café, pidiendo luego sus «gotas». La enfermera Craven acababa de salir, por cuya razón Judith puso en sus manos el medicamento, que tuvo que ir a buscar al cuarto de baño.

Franklin vagaba sin rumbo por la habitación, terminando por tropezar con una de las mesitas. Su esposa le reconvino:

—Estás muy torpe, John.

—Lo siento, Bárbara. Estaba distraído, pensando en otras cosas.

La señora Franklin dijo a su marido:

—Te mueves como un oso, querido.

Estas palabras fueron pronunciadas en un tono afectivo, más bien.

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