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Authors: Agatha Christie

Telón (22 page)

BOOK: Telón
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—No... Al menos... No, por supuesto que no... —¿Está seguro?

—Sí. No he contado nada a nadie. —Bueno, pues siga guardando silencio. Por lo menos, hasta que se haya entrevistado con Poirot.

Había notado su vacilación con la primera respuesta, pero en su segunda contestación descubrí una gran firmeza. De aquella leve vacilación tenía que acordarme después, sin embargo.

2

Me encaminé a la herbosa prominencia en que nos reuniéramos aquel día Norton, Elizabeth Cole y yo.

La joven se encontraba allí hoy. Volvió la cabeza cuando yo ascendía por la ladera.

Le veo a usted muy excitado, capitán Hastings —me dijo la señorita Cole—. ¿Ocurre algo?

Intenté serenarme.

—No, nada. Vengo con la lengua fuera... No sé por qué he apretado el paso —a continuación, añadí algo que era un tema común—: Va a llover.

Ella paseó la mirada por el nuboso y tristón firmamento.

—Sí, es lo más probable.

Permanecimos silenciosos durante unos momentos. Había algo en aquella mujer que suscitaba mi simpatía. Esto arrancaba del instante en que me revelara' su identidad, contándome la tragedia que había marcado su vida. Las personas que han conocido la desgracia se sienten unidas frecuentemente por ciertos lazos afectivos. No obstante, yo sospechaba que a ella se le ofrecía ahora una segunda primavera.

Impulsivamente, manifesté:

—La verdad es que me siento muy deprimido hoy. Me han dado malas noticias con respecto a mi viejo amigo.

—¿Se refiere a monsieur Poirot?

Su afectuoso interés hizo que me descargara un tanto de mis preocupaciones.

Guando hube terminado de hablar, la señorita Cole me preguntó, bajando la voz:

—Entonces, ¿puede sobrevenir el fin en cualquier momento?

Asentí, incapaz de hablar.

Tras una opresora pausa, declaré:

—Cuando él se haya marchado para siempre me sentiré completamente solo en el mundo.

—¡Oh, no! Tiene usted a su hija Judith, a sus otros hijos...

—Están esparcidos por el mundo... En cuanto a Judith, le diré que tiene su trabajo. No necesita de mí para nada.

—Me imagino que los hijos sólo necesitan de sus padres cuando tienen problemas de un tipo u otro. Esto se ha convertido en una especie de ley fundamental. Hablando de mí, le diré que estoy mucho más sola que usted. Mis dos hermanas se encuentran lejos de aquí: una en América y la otra en Inglaterra.

—Mi querida amiga —repuse—: su vida no ha hecho más que empezar.

—¿A los treinta y cinco años?

—¿Y qué son treinta y cinco años? ¡Cuánto me gustaría tener su edad! —agregué, maliciosamente—: He de decirle que no estoy ciego...

Ella me miró inquisitivamente, ruborizándose luego.

—¿No habrá pensado...? ¡Oh! Stephen Norton y yo somos amigos solamente. Compartimos muchas ideas...

—Tanto mejor.

—Él es... es muy amable conmigo.

—¡Oh, querida! —exclamé—. No lo atribuya todo a su cortesía. En estos casos, suele haber algo más.

Elizabeth Cole se puso de repente muy pálida.

—Es usted cruel... Está ciego... ¿Cómo puedo pensar yo en el matrimonio? Piense en mi triste historia... Una de mis hermanas cometió un asesinato... Hubo quien la calificó de loca.

Repliqué, enérgico:

—No permita que esa idea se apodere de su mente. Tenga presente que puede ser que no cometiera ningún crimen.

—¿Qué quiere usted decir?

—¿No se acuerda de lo que me contó? Lo sucedido no respondía a la manera de ser de Maggie...

Ella contuvo el aliento.

—Es lo que una presiente. —En ocasiones, presentimos la verdad.

La señorita Cole escrutó mi rostro.

—¿Qué quiere usted decir?

—Su hermana no mató a su padre —repuse.

Ella se llevó una mano a la boca, abriendo mucho los ojos.

—Está usted loco —dijo—. Usted debe de estar loco. ¿Quién le ha dicho tal cosa?

—Eso da igual —manifesté—. Es la verdad. Algún día se lo demostraré.

3

En las inmediaciones de la casa, tropecé con Boyd Carrington.

—Mi última noche aquí —declaró—. Me marcho mañana. —¿Se traslada usted a Knatton?

—En efecto.

—Éste debe de ser un momento emocionante para usted.

—¿Cómo? Pues sí, supongo que sí —el hombre suspiró—-. Le seré sincero, Hastings: no me importa decirle que me alegra abandonar esto.

—La comida, ciertamente, es mala, y el servicio deja bastante que desear.

—No estaba pensando en esas cosas. En fin de cuentas, el precio del hospedaje es bajo y no hay que esperar grandes condiciones en esta clase de establecimientos... Yo, Hastings, iba más allá de las incomodidades. No me gusta esta casa... Existe aquí una maligna influencia. Ocurren cosas continuamente...

—Es cierto.

—No sé explicarme bien. Probablemente, cuando en una casa ha sido cometido un crimen ésta deja de ser la que era... Francamente: no me gusta esto. Primero hubo el accidente de la señora Luttrell que pudo convertirse en desgracia irreparable. Y luego sucedió lo de la pobre Bárbara —Boyd Carrington hizo una pausa—. Jamás se me pasó por la cabeza la idea de que ella pudiera acabar suicidándose. Ninguna persona en el mundo había menos propensa a tal fin.

Vacilé.

—Bueno, yo no sé si iría tan lejos al pensar en tal cuestión.

Boyd Carrington me interrumpió.

—Yo sí... Verá usted... Yo estuve con ella a lo largo de casi todo el día anterior. Se hallaba muy animada. Gozó mucho con la inocente escapada. Su única preocupación era John... Temía que por el hecho de hallarse demasiado absorto en sus experimentos le llevara a cometer una torpeza a convertirse en víctima de su propio trabajo. ¿Se da cuenta de lo que estoy pensando, Hastings?

—No.

—Su esposo es el responsable de su muerte. Supongo que la irritaba continuamente. Encontrándose conmigo, ella era siempre feliz. Él la hizo ver que había constituido un obstáculo para su preciosa carrera y esto la atormentaba. Es duro ese tipo, ¿eh? La muerte de Bárbara no le ha producido la menor impresión. Me contó con toda tranquilidad que ahora piensa irse a África. La verdad, Hastings: a mí no me sorprendería que él la hubiese asesinado...

—Usted habla en broma —repliqué.

—No, no es ninguna broma esto. Tampoco hablo en serio. Y es porque de haberla asesinado él se hubiera valido de otro procedimiento. Trabajando como trabaja con la fisostigmina, lo lógico es pensar que no se hubiera valido de tal sustancia. No obstante, Hastings, no soy el único que juzga a Franklin un sujeto raro. Hablé con una persona que tiene buenos motivos para hallarse bien informada.

—¿A quién se refiere usted? —inquirí rápidamente.

Boyd Carrington bajó la voz:

—A la enfermera Craven.

—¿Cómo?

—¡Ssss! No levante usted la voz. La enfermera Craven me metió esa idea en la cabeza. Usted ya sabe que es una mujer inteligente. Franklin es un hombre que no le agrada. No le ha agradado nunca.

Me quedé pensativo. Yo hubiera dicho que había sido su paciente el blanco de las antipatías de la enfermera. De pronto, me dije que ésta debía de saber muchas cosas acerca de los Franklin.

—Se queda aquí esta noche —declaró Boyd Carrington.

—¿Sí?

Me sentí más bien sobresaltado. La enfermera Craven se había ido inmediatamente después del funeral.

—Sólo para descansar una noche entre dos casos —explicó Boyd Carrington.

El retorno de la enfermera Craven me produjo cierta desazón, si bien yo no hubiera sabido explicar por qué. ¿Existía alguna razón que justificara su regreso? Boyd Carrington había dicho que Franklin le desagradaba...

Procurando tranquilizarme, contesté con repentina vehemencia:

—Ella no tiene ningún derecho a sugerir cosas raras acerca de Franklin. Después de todo, fue su testimonio lo que contribuyó a cimentar la idea de un suicidio, reforzado con la declaración de Poirot, que había visto a la señora Franklin en el momento de salir del estudio con un frasco en la mano.

Boyd Carrington saltó, secamente:

—¿Y qué significa un frasco en manos de una mujer? Las mujeres se pasan la vida manipulando frascos de perfume, de lociones para el cabello, de lacas para las uñas. ¿Cómo vamos a pensar que por el hecho de llevar en las manos una botellita de lo que fuera aquella noche la señora Franklin pensara en suicidarse? ¡Qué tontería!

Mi interlocutor calló ahora. Allerton se acercaba. A lo lejos, apropiadamente, como en un melodrama, se oyó el rumor de un trueno. Me dije algo en lo que ya había caído antes: Allerton reunía todas las condiciones precisas para representar el papel del villano.

Pero había estado lejos de la casa la noche en que Bárbara Franklin muriera. Además, ¿cuáles hubieran podido ser sus posibles móviles?

Luego, pensé que X nunca había tenido un motivo para actuar. Esto era precisamente lo que fortalecía su posición. Era eso, y eso solamente, lo que nos contenía. Y, sin embargo, en cualquier momento, podía producirse ese diminuto centelleo que lo iluminara todo.

4

Quiero hacer constar que en ningún instante consideré, ni por un solo momento, la posibilidad de que Poirot pudiera fallar. En un conflicto que enfrentaba a Poirot con X nunca había calibrado la probabilidad de que X saliera victorioso. A pesar de la mala salud de Poirot, de sus debilidades físicas, tenía fe en él, le juzgaba potencialmente más fuerte que su oponente. Yo estaba acostumbrado a ver a Poirot siempre triunfante.

Y fue el mismo Poirot quien llevó la primera duda a mi mente.

Me acerqué a verle antes de trasladarme a la planta baja para cenar. No sé cómo fuimos a parar a aquello... El caso es que, de repente, pronunció una frase que captó mi atención: «Si a mí me pasa algo... »

Protesté inmediatamente. No iba a pasarle nada... Imposible.

—¡
Eh bien
! Entonces, usted no ha hecho caso de lo que le dijo el doctor Franklin.

—Franklin no está al tanto de estas cosas. Usted tiene cuerda para muchos años todavía, Poirot.

—Es posible, amigo mío, aunque también improbable en extremo. Pero yo estoy hablando en un sentido particular, no general. Aunque puede ser que muera pronto, es posible que mi óbito no se produzca en el momento preferido por nuestro amigo X.

—¿Cómo?

Mi rostro debió de expresar claramente la terrible impresión que me causaron las anteriores palabras,

Poirot asintió.

—Sí, Hastings. Después de todo, X es inteligente. Muy inteligente, en realidad. Y X tiene que haberse dado cuenta de que mi eliminación, aunque precede a la muerte por causas naturales en unos días, podría suponer una gran ventaja.

—Pero... pero... ¿qué pasaría luego?

Mi desconcierto era enorme.

—Cuando el coronel cae,
mon ami
, su lugarteniente se apresura a continuar la lucha. Usted seguirá...

—¿De qué manera? Yo estoy completamente a oscuras.

—Ya he tomado mis medidas. Si a mí me pasa algo, amigo mío, usted encontrará aquí... —Su mano acarició la cartera que tenía al lado— todas las pistas necesarias. Como verá, lo tengo previsto todo.

—No hay por qué proceder así. Póngame al corriente de todo lo que hay ahí y estamos al cabo de la calle.

—Nada de eso, amigo mío. El hecho de que usted no sepa ciertas cosas que yo conozco es un factor positivo, de gran valor.

—¿Me deja usted ahí un relato escrito con toda claridad?

—Por supuesto que no. Pudiera apoderarse X de él.

—¿Qué es lo que hay ahí entonces?

—Algo parecido a unas indicaciones. Éstas no significarán nada para X, con toda seguridad, pero le llevarán a usted al descubrimiento de la verdad.

—No estoy yo tan seguro de eso. ¿Por qué hace gala de su tortuosa mente, Poirot? Se perece usted por ponerlo todo difícil. ¡Siempre ha procedido así!

—¿Va usted a decirme que eso me apasiona? Sí. Es posible. Pero, esté tranquilo: mis indicaciones le conducirán a la verdad —Poirot hizo una pausa, añadiendo—: Quizá más tarde se arrepienta de haber llegado tan lejos, prefiriendo haber podido decir en el momento más crítico, simplemente: «¡Abajo el telón!»

Algo en su voz despertó en mí un vago temor que yo había sentido en una o dos ocasiones, a modo de espasmos. Era como si en alguna parte, fuera de mi vista, hubiese un hecho que yo no quisiese contemplar... cuyo conocimiento no pudiese soportar. Era algo que ya, en lo más profundo de mí, conocía...

Una vez conseguí desentenderme de aquella sensación, bajé a cenar.

Capítulo XVII
1

La cena resultó bastante animada. La señora Luttrell hizo acto de presencia, mostrándose artificialmente alegre. Franklin no había estado nunca tan locuaz y optimista. Por primera vez, vi a la enfermera Craven sin su uniforme profesional. Más natural ahora, comprobé que era una mujer sumamente atractiva, como ya me imaginara en otras circunstancias.

Tras la cena, la señora Luttrell sugirió una partida de bridge, proyecto que no llegó a cuajar. A las nueve y media, Norton declaró su intención de subir a ver a Poirot.

—Buena idea —manifestó Boyd Carrington—. Lamento que no se haya encontrado muy bien últimamente. Iré a verle, también.

Tuve que actuar con rapidez.

—Bueno, si no le importa La verdad es que a mi amigo le fatiga mucho hablar con más de una persona a la vez.

Norton me siguió en el acto, remachando mi propósito.

—Le prometí prestarle un libro sobre pájaros.

Boyd Carrington contestó:

—Está bien. Dejaré mi visita para otra ocasión. ¿Volverá usted, Hastings?

—Sí.

Acompañé a Norton. Poirot nos esperaba. Cruzamos unas palabras y abandoné la habitación. Una vez abajo, nos entretuvimos jugando.

Creo que Boyd Carrington se sentía resentido aquella noche, por culpa de la atmósfera de despreocupación que se observaba en Styles. Pensaba, quizá, que era demasiado pronto todavía para que fuera olvidada la tragedia de que había sido escenario la casa. Le vi distraído, cometiendo errores continuamente. Por fin, se excusó, dejando la mesa.

Fue a una de las ventanas y la abrió. Se oía a lo lejos un rumor de truenos. Se había desencadenado una tormenta, la cual aún no había llegado hasta nosotros. Cerró la ventana y volvió sobre sus pasos. Durante unos minutos, estuvo viendo cómo jugábamos. Finalmente, se marchó de allí.

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