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Authors: Agatha Christie

Telón (7 page)

BOOK: Telón
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Norton sonrió, complacido, pero murmuró que «Quizá... realmente... debía unirse al recién llegado».

La señora Luttrell asintió. Con muy poca gracia, a mi juicio.

Norton y yo jugamos contra los Luttrell. Observé que la señora Luttrell se sentía definitivamente molesta por eso. Se mordió el labio inferior. Sus amables modales de otras veces y su acento irlandés se desvanecieron como por encanto, de momento.

Pronto descubrí por qué. Yo tuve muchas ocasiones de jugar más adelante con el coronel Luttrell. No se le daban mal las cartas. Era un jugador correcto, de tono medio, pero muy dado a los olvidos. De vez en cuando, cometía algún grave error. Pero jugando con su esposa, los errores se repetían uno tras otro, incesantemente.

Evidentemente, su mujer le ponía nervioso. Se comportaba torpemente, como un novato. La señora Luttrell jugaba muy bien, aunque no resultaba muy grata con las cartas en la mano. Sacaba partido de cualquier ventaja, daba de lado a las reglas del juego si su adversario las ignoraba. Discutía, defendiéndolas a ultranza, si le favorecían. Era muy aficionada a echar furtivamente una mirada a las cartas de su oponente cuando éste se descuidaba. En pocas palabras: jugaba siempre para ganar.

Pronto comprendí lo que había querido decir Poirot al juzgarla una mujer de avinagrado carácter. Con las cartas en las manos era incapaz de contenerse. Cada vez que su atribulado esposo cometía una equivocación, ella le fustigaba, valiéndose de su lengua para lanzarle un trallazo. Norton y yo nos sentíamos terriblemente incómodos, presenciando el duelo entre los dos. Suspiré, aliviado, cuando dimos la partida por terminada.

Nos excusamos los dos ante la propuesta de otra mano alegando que era ya muy tarde.

Cuando salimos de allí, Norton me habló con toda franqueza, sin rodeos.

—Esto me ha resultado sumamente desagradable, Hastings. Me molestaba ver al pobre viejo maltratado de esa manera. ¡Y cómo encajaba los golpes! ¡Pobre hombre! ¿Qué queda ya en él del enérgico coronel de la India de antaño?

—Ssss...

Norton había ido levantando la voz imprudentemente y temí que el coronel Luttrell le hubiese oído.

—Eso no está nada bien —insistió Norton.

Repuse, de acuerdo con su modo general de sentir:

—Si alguna vez ese hombre le abriera la cabeza a su mujer de un hachazo, lo comprendería...

Norton movió la cabeza, denegando.

—Nunca hará tal cosa. Se ha vuelto insensible —mi interlocutor prosiguió, remedando al viejo—: «Sí, querida... No, querida... Lo siento, querida... » Se va a pasar lo que le quede de vida dándose tirones del bigote y balando como un asustado cordero. Ya no podrá rehabilitarse... ¡aunque quisiera!

Asentí, entristecido. Estaba convencido de que Norton se hallaba en lo cierto.

Nos detuvimos en el vestíbulo. Observé que la puerta que daba al jardín se encontraba abierta. Soplaba el viento dentro de la casa.

—Debiéramos cerrar esa puerta, ¿no cree? —pregunté.

Norton vaciló un momento antes de contestar:

—Bueno... ¡Ejem! No creo que hayan entrado todos ya en la casa.

Una repentina sospecha cruzó por mi cabeza.

—¿Quién está fuera aún?

—Su hija, me parece... Y... ¡ejem!... Allerton.

Intentó dar a su voz una inflexión de naturalidad. Sin embargo, esta información, tras mi charla con Poirot, hizo que me sintiera de súbito inquieto.

Judith... y Allerton. Quería pensar que Judith, mi inteligente y fría Judith, no llegaría a dejarse conquistar por un hombre de aquel tipo. Me dije que sabría ver perfectamente lo que había dentro de tal sujeto.

Me repetí esto mientras me desnudaba, pero aquella vaga inquietud persistía. Me invadió una profunda desesperación. Me sentía terriblemente desorientado. ¡Ah! ¡Si al menos hubiese tenido a mi lado a su madre! Yo siempre, durante muchos años, había descansado en el buen juicio de mi esposa. Ella siempre había sido sabia, prudente y comprensiva con los hijos.

Sin ella, me sentía como a la deriva. Yo tenía una responsabilidad a la que hacer frente. Su seguridad y su felicidad eran la seguridad y la felicidad mías. ¿Estaría a la altura de las circunstancias? Yo no era un hombre perfecto, ni mucho menos. Tropezaba con frecuencia, cometía errores. Si Judith llegaba a liquidar sus posibilidades de ser feliz, si estaba abocada al sufrimiento...

Sumamente nervioso, encendí la luz, incorporándome en el lecho.

Esto no podía continuar así, decidí. Tenía que dormir, que descansar. Abandoné la cama, dirigiéndome al lavabo, sacando del armarito un frasco de aspirinas, que me quedé contemplando, dudoso.

No... Necesitaba algo más fuerte que una aspirina. Me dije que, probablemente, Poirot, tendría algún somnífero eficaz. Abandoné la habitación, plantándome delante de la puerta de la suya. Decididamente, reconocí que era un abuso despertar a aquella hora a mi viejo amigo.

Inesperadamente, oí un rumor de pasos y volví la cabeza. Allerton avanzaba por el pasillo hacia mí. Había poca luz allí y sólo cuando estuvo muy cerca de mí acerté a ver quién era. Primeramente, no pudiendo contemplar su rostro, me pregunté por una fracción de segundo quién sería. Luego... erguía la cabeza, interesado. El hombre sonreía como para sí y aquella sonrisa me disgustó profundamente.

Enarcó las cejas, extrañado.

—¡Hola, Hastings! ¿Todavía está usted levantado?

—No podía conciliar el sueño —alegué.

—¿No es más que eso? Voy a echarle una mano. Venga.

Entré en su habitación, que era la contigua a la mía. Aquel hombre ejercía una extraña fascinación sobre mí. Ansiaba estudiarlo de cerca, lo más cerca posible.

—Usted suele acostarse tarde— señalé.

—Siempre me ha costado mucho trabajo irme a la cama temprano. Sobre todo cuando hay algo interesante fuera. Es una pena malgastar unas noches tan magníficas como las de ahora.

Se echó a reír... Y a mí aquella risa me cayó muy mal.

Entré con él en el cuarto de baño. Abrió un arma-rito similar al mío y sacó de él un frasquito que contenía un puñado de tabletas.

—Aquí tiene. Esto le irá bien, de verdad. Va usted a quedarse esta noche como un tronco... Tendrá agradables sueños, además. El
somniol
es una especialidad farmacéutica maravillosa. Ése es el nombre del producto.

El entusiasmo que noté en su voz me hizo ligeramente aprensivo. ¿Era aquel hombre aficionado a las drogas? Manifesté, caviloso:

—¿No será... no será esto peligroso?

—El producto resulta peligroso si se ingiere en cantidad. Es uno de los barbitúricos... cuya dosis tóxica queda muy cerca de la efectiva.

El hombre sonrió. Las comisuras de sus labios se elevaron de una forma muy chocante y desagradable para mí.

—Seguramente, yo no podría adquirir el somniol sin una receta médica... —aventuré.

—Claro que no, amigo mío. Yo sé que en ese aspecto tengo mis recursos, ¿sabe?

Supongo que fue una tontería por mi parte. Ahora bien, suelo tener esos impulsos... De repente, le pregunté:

—Usted conoció a Etherington, ¿verdad?

Enseguida me di cuenta de que había dado en algún desconocido blanco. Sus ojos se hicieron más fríos y cautos. Observé que su voz, al replicar, había cambiado de tono, que su inflexión era ligera, carente de firmeza, artificial:

—¡Oh, sí! Claro que conocí a Etherington. ¡Pobre hombre! —Como yo guardara silencio, Allerton prosiguió diciendo—: Etherington tomaba drogas, pero... se pasó de la raya. Uno tiene que saber cuándo ha de parar. Él siguió... Un feo asunto. Su esposa tuvo mucha suerte. De no haber sido mirada con gran simpatía por los miembros del jurado, hubiera sido ahorcada.

Allerton me alargó un par de tabletas. A continuación, me preguntó con aire indiferente:

—¿Usted llegó a conocer bien a Etherington?

Respondí la verdad:

—No.

Por un momento, él me dio la impresión de que no sabía cómo seguir la conversación. Finalmente, se apartó de mí con una leve risita.

—Un tipo curioso —comentó-—. No voy a decir que resultaba ser un personaje de comedia, precisamente, pero sí que era un compañero grato a veces.

Le di las gracias por las tabletas, regresando a mi habitación.

Al tenderme de nuevo en el lecho y apagar la luz me pregunté si no acababa de cometer una estupidez.

Pues de pronto tuve la convicción de que Allerton era, casi con toda seguridad, X. Y yo le había dado a entender que sospechaba tal hecho.

Capítulo VII
1

En mi narración sobre los días pasados en Styles he de incurrir en numerosas ocasiones en la divagación. Todo lo que recuerdo de aquella época se me presenta como una serie de conversaciones, de palabras y frases sugerentes que se me quedaron grabadas en el subconsciente.

Antes de nada, enseguida, comprendí hasta dónde llegaba la enfermedad de Hércules Poirot. Era un hombre desvalido, ciertamente. Estaba convencido de que era verdad lo que me había dicho: que su cerebro continuaba tan despejado como siempre Ahora bien, la envoltura física se había ido desgastando hasta tal punto que inmediatamente me hice cargo de que mi papel había de caracterizarse por su actividad, una actividad superior a la habitual. Tenía que convertirme, por así decirlo, en los ojos y los oídos de Poirot.

Todos los días, Curtiss cogía a su amo en brazos y le trasladaba adoptando todo género de precauciones a la planta baja, adonde había sido llevada previamente su silla de ruedas. Luego, conducía a Poirot al jardín, situándolo en un lugar ideal invariablemente, donde no hubiera corrientes de aire. Otros días, cuando hacía mal tiempo, lo llevaba al salón.

Siempre había una persona u otra que se sentaba junto a Poirot, dándole conversación, distrayéndole. Pero esto no era lo mismo que si Poirot hubiese podido seleccionar su acompañante. Ya no estaba en condiciones de quedarse a solas con una persona por él escogida.

Al día siguiente de mi llegada, Franklin me llevó a un viejo estudio emplazado en el jardín, el cual había sido modificado de una manera esencialmente práctica, con objeto de que resultara útil para determinados propósitos científicos.

Tengo que dejar constancia aquí de una cosa: mi mente no posee nada de científica. Al hacer referencia a los trabajos del doctor Franklin, por tanto, lo más seguro es que me valga de términos o expresiones inadecuadas, suscitando así los irónicos comentarios de las personas instruidas en ciertas graves disciplinas.

Por lo que yo, un simple abogado, pude colegir, Franklin estaba realizando experimentos con varios alcaloides derivados del haba del Calabar, la fisostigmina venenosa. Supe algo más sobre el particular a raíz de la conversación que sostuvieron un día Franklin y Poirot. Judith intentó ponerme al corriente del asunto con toda formalidad, situándose en un plano técnico casi incomprensible para mí. Se refirió como una consabida erudita a los alcaloides, a la fisostigmina, a la eserina, a la fisoveína y geneserina. Luego, me habló de la prostigmina o éster dimetilcarbónico, etc., citando otras sustancias más por el estilo...

Todo aquello, en suma, era chino para mí, y al final provoqué un acentuado gesto de desdén en Judith al pregúntale qué bien podía reportar todo eso a la humanidad. No hay ninguna pregunta que disguste más al científico... Inmediatamente, Judith me miró despreciativa, embarcándose en otra serie de misteriosas y sabias disquisiciones. Según pude descubrir, buceando en sus frases, en el África Occidental había unas tribus cuyos miembros mostraban una curiosa inmunidad frente a una temible enfermedad denominada «jordanitis», cuyo descubrimiento se debía a un doctor apellidado Jordán. Era una dolencia tropical extraordinariamente rara, que en una o dos ocasiones había sido contraída por personas de la raza blanca, con fatales resultados.

Conseguí sacar a Judith de sus casillas señalando que hubiera sido más sensato tratar de dar con alguna especialidad farmacéutica capaz de contraatacar los efectos secundarios del sarampión.

Compadecida de mí, sumamente desdeñosa, Judith me explicó con toda claridad que la única meta que valía la pena alcanzar en el campo de la ciencia no era el beneficio de la raza humana, sino la ampliación de los conocimientos humanos.

Examiné algunas plaquitas de vidrio en el microscopio, estudié varias fotografías de los nativos del África Occidental (nada seductores, por cierto), vi de reojo una rata medio adormilada en su jaula... y me apresuré a abandonar el laboratorio, con el deseo de respirar un poco de aire puro.

Como ya he dicho, el interés que todo aquel asunto podía inspirarme fue avivado por la conversación de Franklin con Poirot.

El doctor dijo:

—He de hacerle saber que esa sustancia, Poirot, queda más bien dentro de su campo que del mío... Con ella se lleva a cabo una prueba que sirve (es lo que se supone) para probar la inocencia o la culpabilidad de una persona. Las tribus del África Occidental creen en tal cosa, a pies juntillas... O creían, al menos. Ya sabe usted que el progreso lo invade todo. El caso es que esos hombres mastican la sustancia confiando en que la misma ha de matarles si son culpables, resultando inofensiva si son inocentes.

»No todos mueren. Esto es lo que siempre ha sido pasado por alto hasta ahora. Existen muchas cosas detrás de eso, a mi juicio. Hay dos especies distintas de esa haba... Son tan iguales que apenas puede advertirse la diferencia. Sin embargo, difieren en algo. Las dos contienen fisostigmina, geneserina y todo lo demás, pero en la segunda especie se puede aislar (es lo que yo pienso, al menos) otro alcaloide... Y la acción de ese alcaloide neutraliza el efecto de los otros. Hay más: esa segunda especie es regularmente comida por una especie de círculo interior, en un ritual secreto... Y las personas que la comen nunca se ven aquejadas de jordanitis. Esta tercera sustancia ejerce un notable efecto sobre el sistema muscular, sin efectos deletéreos. Se trata de algo decididamente interesante. Por desgracia, el alcaloide puro es muy inestable. Sin embargo, estoy obteniendo resultados. Aunque lo deseable es una investigación más insistente
sobre el punto
. ¡Es un trabajo que hay que llevar a cabo! Sí... Sería capaz de vender mi alma al... —El hombre guardó silencio de pronto. La sonrisa se dibujó de nuevo en sus labios—. Dispense la expansión. ¡Suelo acalorarme demasiado con estas cuestiones!

—Como usted ha insinuado —dijo Poirot, plácidamente—, mi profesión se tornaría más fácil si yo pudiera comprobar la inocencia y la culpabilidad de una manera tan simple. ¡Ah! Si existiera una sustancia que tuviera las virtudes que se atribuyen al haba del Calabar...

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