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Authors: Agatha Christie

Telón (5 page)

BOOK: Telón
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Según pude apreciar, al viejo coronel Luttrell no le caían bien aquellos dos personajes. Boyd Carrington miraba al comandante con despego también. Allerton triunfaba entre las mujeres. La señora Luttrell correspondía a sus bromas con ahogadas risitas. Él sabía halagarla con ciertas impertinencias mal disimuladas.

Me irritó comprobar que Judith, asimismo, parecía disfrutar con su compañía. Nunca la había visto tan parlanchina... Jamás he acertado a saber por qué razón el tipo de hombre más deleznable cae siempre tan bien a las mujeres más honestas y formales. Me di cuenta instintivamente de que Allerton era un inútil... De entre diez hombres, nueve habrían estado de acuerdo conmigo. De tratarse de diez mujeres, la cosa habría cambiado: todas hubieran tomado partido por él, probablemente.

Nos sentamos a la mesa. Delante de nosotros fueron colocados los platos, que contenían un viscoso líquido. Paseé la mirada por todas las caras presentes allí, calibrando determinadas posibilidades.

Si Poirot estaba en lo cierto, si su cerebro marchaba como antaño, una de aquellas personas era un criminal peligroso, un loco, probablemente.

Poirot no me había dicho nada al respecto, pero yo me figuraba que X era un hombre. ¿De cuál de los que estaba viendo se trataba?

Había que descartar, seguramente al coronel Luttrell, individuo indeciso, con un aire general de debilidad indudable. ¿Tendría que pensar en Norton, a quien yo viera salir de la casa a toda prisa, con sus prismáticos? Lo juzgaba improbable... Daba la impresión de ser un sujeto agradable, más bien inefectivo, carente de vitalidad. Desde luego, me dije, había habido en la historia del delito muchos criminales menú, dos, insignificantes... Habían llegado al crimen, precisamente, por esa causa. Siempre les había molestado que la gente no reparara en ellos, ser ignorados indefectiblemente. Norton podía ser un asesino de este tipo. Pero había que considerar su debilidad por los pájaros. Siempre he creído que el amor por las cosas de la naturaleza constituía una nota saludable en un ser humano.

¿Boyd Carrington? Había que eliminarlo definitivamente de la lista. El suyo era un nombre conocido en todo el mundo. Se trataba de un excelente deportista, de un hombre universalmente estimado. También descarté a Franklin. Sabía hasta qué punto Judith le respetaba y admiraba.

Le llegaba el turno al comandante Allerton. Me detuve en él, estudiándolo atentamente. Nunca había conocido a un sujeto más desagradable. Le juzgué capaz de desollar a su propia abuela. Unos modales que aspiraban a ser superficialmente encantadores eran el barniz que disimulaba otras cosas. Estaba hablando, como siempre... Contaba una experiencia personal, haciendo reír a todo el mundo. Hacía chistes a costa de su propia persona.

Si Allerton era X, decidí, sus crímenes habían sido cometidos con el propósito de obtener algún beneficio tangible.

Cierto que Poirot no me había dicho concretamente que X fuera un hombre. Consideré otra posibilidad: la señorita Cole. Estaba inquieta siempre, como sobresaltada. Evidentemente, era una mujer de muchos nervios. Era hermosa. Una enorme y hermosa bruja, concreté. No obstante, apuntaban en ella muchos detalles normales. La señorita Cole, la señora Luttrell y Judith eran las tres únicas mujeres que se habían sentado a la mesa. La señora Franklin cenaba en su habitación. La enfermera que la atendía hacía sus comidas después de nosotros.

Tras la cena, me encontraba en el salón, frente a una ventana, contemplando el jardín, pensando en cosas pasadas. Desde allí había visto en otra ocasión a Cynthia Murdoch, una joven de rojizos cabellos, corriendo sobre el césped. ¡Qué encantadora figura la suya, con su blanco vestido!...

Habiéndome quedado abstraído, con la atención fija en estos recuerdos de antaño, me sobresalté al notar sobre mi brazo el de Judith, quien me obligó a apartarme de la ventana, empujándome suavemente hacia la terraza.

—¿Qué te ocurre? -me preguntó, de pronto.

Me asusté.

—¿Que qué me ocurre? ¿Qué quieres decir?

—¡Te has portado de una manera tan extraña durante la cena! ¿Por qué mirabas tan fijamente a todo el mundo esta noche?

Estaba enojado. Ni siquiera me había dado cuenta de que podía llamar la atención de alguien con mi actitud.

—¿Hice yo eso? Supongo que pensaba en el pasado. Estaba viendo fantasmas, quizá.

—Bueno, no me acordaba... Tú estuviste aquí cuando aún eras joven, ¿eh? En esta casa fue asesinada una dama ya entrada en años, ¿verdad?

—Fue envenenada con estricnina.

—¿Cómo era ella? ¿Era una persona agradable? ¿Repulsiva, tal vez?

Consideré las preguntas de Judith.

—Era una persona muy buena, muy amable —repuse, lentamente—. Sumamente generosa. Hacía muchas obras de caridad.

—¡Oh! Se trataba de ese tipo de generosidad...

La voz de Judith sonaba débilmente desdeñosa. Luego, formuló una curiosa pregunta:

—¿Era feliz la gente... que vivía aquí?

No, no había sido feliz. De esto me hallaba bien enterado, al menos. Respondí, simplemente:

—No.

—¿Por qué?

—Porque aquellas personas se sentían aquí como prisioneras. La señora Inglethorp, ¿comprendes?, tenía en su poder todo el dinero, facilitándolo en cantidades muy escasas; Sus hijastros no podían disponer de lo que necesitaban para vivir con alguna independencia.

Creo que Judith hizo una profunda inspiración al llegar aquí. La mano que se apoyaba en mi brazo oprimió éste con fuerza.

—Es una conducta perversa... perversa. Se trataba de un abuso de poder. No debiera ser permitido. Las personas viejas, enfermas, no tienen por qué disponer de un poder que les permita controlar las existencias de los jóvenes y fuertes. No es tolerable que mantengan a éstos atados, irritados, malgastando una fuerza, una energía, aprovechables, que el mundo necesita... Eso se llama egoísmo.

—No son precisamente los viejos quienes monopolizan esa mala cualidad —contesté, secamente.

—¡Oh! Ya sé, padre, lo que piensas: que los jóvenes somos egoístas. Lo somos, tal vez, pero el nuestro es un egoísmo limpio. Ocurre que nosotros aspiramos a hacer solamente lo que deseamos. No pensamos en que los demás hagan lo que a nosotros se nos antoja; no queremos imponer nada a nadie; no pretendemos convertir a los demás en esclavos.

—Os limitáis a pisotear, si se tercia, a quienes se interpongan en vuestro camino.

Judith oprimió de nuevo mi brazo.

—¡No seas así! En realidad, yo no he llegado a pisotear a nadie... Y vosotros no habéis sido tan absolutistas, no nos habéis forzado a seguir determinados caminos. Os estamos agradecidos por ello.

—Creo que, por mi gusto, no hubiera procedido nunca así —respondí, sincero—. Fue vuestra madre quien insistió en que debíais aprender de acuerdo con los errores que fuerais cometiendo.

Otro rápido apretón en el brazo...

—Lo sé. A ti te hubiera gustado obligarnos a vivir como un puñado de gallinas en un corral. Esto me desagrada. Me parece que no lo hubiera resistido. Bueno, estarás de acuerdo conmigo, sin embargo, en que unas vidas útiles no deben ser sacrificadas jamás en aras de otras completamente inútiles.

—Esto se da, a veces —admití—. Pero no es necesario recurrir a medidas drásticas... Todo el mundo dispone del recurso de retirarse de la escena si no gusta de su papel.

—Sí, pero yo tengo razón, ¿no? ¿Tengo o no tengo razón?

Su tono era tan vehemente que me quedé mirándola, atónito. La oscuridad era demasiado intensa allí para que pudiera verle bien la cara. Judith continuó diciendo, en voz baja, con un acento que denotaba su preocupación:

—Median muchas cosas, normalmente... ¡Se presenta todo tan difícil!... Hay consideraciones de tipo económico, sentido de la responsabilidad, resistencia a herir a una persona querida... Juegan todas estas cosas siempre... Y existen personas tan carentes de escrúpulos... Ellas saben cómo valerse de tales sentimientos. Hay personas... hay personas que son como
¡sanguijuelas!

—¡Mi querida Judith! —exclamé, desconcertado, al observar la furia con que había pronunciado aquellas palabras.

Ella pareció darse cuenta de que se había excedido en su vehemencia. Entonces, se echó a reír, retirando el brazo que se había mantenido en contacto con el mío.

—¿Me he apasionado demasiado quizá? Se trata de una cuestión que me saca de mis casillas. Fíjate: sé de un caso que... Un viejo bruto. Y cuando alguien fue suficientemente valeroso para... cortar el nudo y dejar en libertad a quienes ella amaba, todos la llamaron loca. ¿Loca? ¡Nadie pudo intentar una acción más lúcida! ¡Más lúcida y valiente!

Experimenté un fuerte sobresalto. ¿Dónde, poco tiempo atrás, había oído yo decir algo semejante?

—Judith —me apresuré a decir—: ¿de qué caso me estás hablando?

—¡Oh! No me refiero a personas que tú hayas conocido. Pensaba en unos amigos de los Franklin. Se trataba de un viejo llamado Litchfield. Era muy rico y mataba prácticamente a sus hijas... Nadie podía verlas nunca. Jamás salían. Él estaba loco, realmente, pero no suficientemente, por así decirlo, desde el punto de vista médico.

—Y su hija mayor le asesinó —declaré.

—¡Oh! ¿Es que has leído alguna información sobre el caso? Supongo que tú considerarás eso un crimen... Sin embargo, hay que pensar que no fue cometido por motivos personales. Margaret Litchfield se fue en busca de la policía, confesándose culpable. Creo que fue muy valiente. A mí me habría faltado valor para hacerlo.

—¿Te habría faltado valor para presentarte ante la policía o para cometer el crimen?

—Para ambas cosas.

—Me alegro mucho de oírte decir eso —respondí, severamente—. Y me disgusta mucho que opines que el crimen puede estar justificado en determinados casos —hice una pausa, añadiendo—: ¿Qué pensó el doctor Franklin ante ese hecho?

—Pensó que a la víctima le estaba bien empleado lo que le pasó —replicó Judith—. Tú lo sabes, padre: hay-personas que están pidiendo a gritos que surja alguien que las quite de en medio, que las maten...

—No me agrada nada oírte hablar así, Judith. ¿Quién es el que te ha metido semejante idea en la cabeza?

—Nadie.

—Bueno, déjame decirte que todo esto puede calificarse de disparatado. Todo se reduce a un pernicioso disparate.

—Perfectamente. Dejaremos las cosas así —Judith guardó silencio antes de agregar—: Pretendía, en realidad, pasarte un recado de la señora Franklin. Le gustaría verte, si es que no tienes inconveniente en subir a su habitación.

—Me encantará visitarla. Lamento que se encuentre tan enferma que no pueda hacer sus comidas con todos nosotros.

—¡Oh! Está perfectamente —declaró Judith, con la mayor indiferencia—. Se limita a sacar el mayor partido posible de su estado.

Decididamente, los jóvenes son poco compasivos.

Capítulo V

Era aquélla la segunda vez que hablaba con la señora Franklin. Se trataba de una mujer de unos treinta años de edad... Yo la describiría como perteneciente al tipo «madonna»: unos ojos grandes y oscuros, cabellos partidos por una raya en el centro de la cabeza, y una faz alargada, de suave expresión. Estaba muy delgada y su piel poseía una extraña calidad de transparencia. Todo en la señora Franklin hablaba de una extrema fragilidad.

Se encontraba tendida en el lecho, un poco incorporada con el auxilio de unos almohadones. Vestía una elegante «negligée», azul y blanca.

Franklin y Boyd Carrington estaban allí, donde les habían servido el café. La señora Franklin me saludó levantando una mano y acogiéndome con una sonrisa.

—Me alegro mucho de que haya venido por fin, capitán Hastings. Su presencia le hará bien a Judith. La verdad es que la chica ha estado trabajando demasiado últimamente.

—No parece sentarle mal el trabajo —contesté al tomar la frágil mano de la enferma entre las mías. Bárbara Franklin suspiró.

—Sí. Tiene suerte. ¡Cómo la envidio! Yo creo que ella no tiene la más leve idea sobre esto, sobre lo que significa carecer de salud. ¿Usted qué opina, enfermera? ¡Oh! Permítame que les presente... Ésta es la enfermera Craven, una mujer tremendamente eficiente... No sé cómo podría arreglármelas sin ella. Me trata como si fuese una criatura.

La enfermera Craven era una mujer alta, bien parecida Su tez poseía una suave tonalidad y sus cabellos eran de un agradable matiz castaño, tirando a rojizos. Me fijé en sus manos, muy blancas y largas, totalmente distintas de las que yo había visto en la mayor parte de las enfermeras que trabajaban en los hospitales. Era una chica en determinado aspecto taciturna, que a veces se abstenía de contestar. Fue lo que hizo entonces, limitándose a inclinar la cabeza.

—Pues sí —continuó diciendo la señora Franklin—. John ha obligado a esa joven a esforzarse demasiado. Tiene un espíritu este hombre de capataz de esclavos. ¿Verdad que sí, John?

Su esposo se encontraba frente a la ventana, abstraído en la contemplación de algo. Silbaba una cancioncilla para sí y hacía tintinear unas monedas sueltas que llevaba en un bolsillo. Se sobresaltó ligeramente con la pregunta de su esposa.

—¿Decías algo, Bárbara?

—Estaba diciendo que abusas de la pobre Judith normalmente, ya que la obligas a trabajar con exceso. Ahora, estando el capitán Hastings aquí, los dos nos pondremos de acuerdo para impedir que en lo sucesivo siga eso así:

Las ironías no eran precisamente el fuerte del doctor Franklin. Dio la impresión de quedarse vagamente preocupado, volviéndose hacia Judith, inquisitivo. Murmuró:

—Tú debes hacérmelo saber cuando me paso de la raya.

La chica respondió:

—Los dos bromean. Por cierto, ya que hablamos de trabajo... Quería preguntarle si la mancha de la segunda plaquita... Sabe a cuál me refiero, ¿no?...

El doctor Franklin miró a Judith con ansiedad.

—Sí, sí... ¿Te importaría que nos trasladáramos ahora mismo al laboratorio? Quisiera estar completamente seguro...

Sin dejar de hablar, los dos abandonaron la habitación.

Bárbara Franklin se echó un poco hacia atrás, suspirando. La enfermera Craven, con bastante inoportunidad, señaló:

—Yo diría que es la señorita Hastings quien tiene el espíritu de un capataz de esclavos tradicional...

Otro suspiro de la señora Franklin, quien murmuró:

—¡Me encuentro tan deslazada en ese ambiente! Yo hubiera debido, lo reconozco, interesarme más por el trabajo de John. Es que me resulta imposible. Es posible que haya alguna cosa en mí que no marche bien, pero la verdad es que...

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