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Authors: Agatha Christie

Telón (10 page)

BOOK: Telón
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Poirot se reclinó en su silla, con un suspiro.


En fin!
Estoy muy cansado. Dígale a Curtiss que venga. Usted ha comprendido cuál es su trabajo ahora. Usted es un hombre activo, está en condiciones de ir de un lado para otro, puede seguir a la gente, hablar con todos, espiarlos sin ser visto...

Estuve a punto de exteriorizar una protesta, pero opté por callar. Nos hubiéramos acalorado los dos demasiado, de plantearse una discusión.

—...Puede usted escuchar las conversaciones que sostienen los demás, dispone de unas rodillas que todavía pueden doblarse, lo cual le permitirá arrodillarse para aplicar un ojo a las cerraduras...

—Nunca haré tal cosa —le advertí, indignado.

Poirot entornó los ojos.

—Está bien. No se valdrá de las cerraduras para su labor de espía. Será el caballero inglés de siempre y alguien caerá ante su asesino, inevitablemente. Esto no tiene importancia. Un caballero inglés ha de pensar sobre todo en su honor personal. Su honor es más importante que la vida de un ser humano. Bien. Está comprendido...

—No es eso, Poirot. Es que existen ciertos límites, dentro de los cuales...

Poirot me interrumpió, fríamente:

—Dígale a Curtiss que venga. Váyase ahora. Es usted una persona obstinada y
extremadamente
estúpida. Quisiera disponer de otro hombre, en quien poder confiar, pero supongo que me veré obligado a seguir con usted y sus absurdas ideas sobre el juego limpio. Ya que no puede valerse de su sustancia gris, puesto que no dispone de ella, válgase de sus ojos, de sus oídos, de su nariz... Siempre y cuando, naturalmente, el empleo de esos sentidos se avenga con los dictados de su honor personal.

2

Al día siguiente, me aventuré a esbozar una idea que se me había ocurrido en más de un momento. Lo hice con ciertas vacilaciones, ya que nadie sabe cómo puede reaccionar Poirot.

—Me consta, Poirot —dije a mi amigo—, que dejo mucho que desear en diversos aspectos. Usted señaló que yo era un estúpido... Es cierto. Por otro lado, me considero un hombre a medias. Desde la muerte de Cinders...

Guardé silencio. Poirot emitió un gruñido indicativo de simpatía.

Continué diciendo:

—Aquí hay un hombre que podría ayudarnos... Se trata precisamente del hombre que nosotros necesitamos. Es un individuo de cerebro despejado, imaginación, posee grandes recursos... Está habituado a tomar decisiones; es un hombre de gran experiencia. Le estoy hablando de Boyd Carrington. Es el hombre que necesitamos, Poirot. ¿Por qué no confía usted en él? ¿Por qué no ponerle al corriente de todo?

Poirot abrió mucho los ojos, respondiendo sin la menor vacilación:

—Desde luego que no, Hastings.

—¿Por qué? No irá usted a decirme que no es un hombre inteligente, más inteligente que yo, por supuesto.

Poirot manifestó, sarcástico:

—No tendría que esforzarse mucho para demostrar que eso es cierto, Hastings. Deseche esa idea, amigo mío, sin embargo. Nadie más ha de saber lo que nosotros sabemos. ¿Me ha comprendido bien? Seré más explícito: le prohíbo que hable de este asunto con nadie.

Todavía me resistí:

—De acuerdo... Puesto que usted lo quiere así... Pero la verdad es que Boyd Carrington...

—Boyd Carrington... ¿Por qué está tan obsesionado con él? ¿Quién es él, después de todo? Se trata, en fin de cuentas, de un pomposo hombretón, muy satisfecho de sí mismo porque la gente le da el trato de «excelencia». No he de negar, claro, que es un individuo de mucho tacto, de agradables maneras. Pero su Boyd Carrington no tiene nada de personaje maravilloso. Se repite mucho, anda contando siempre la misma historia... Por añadidura, tiene una memoria tan mala que a veces hace suyo lo que uno le refiere, poniéndose en evidencia. ¿Le juzga un tipo de gran habilidad? ¡No hay nada de eso! Es un sujeto fastidioso, aburrido, vacío. En fin, en ese hombre sólo cuentan las apariencias.

—¡Oh! —me limité a exclamar ante tan contundentes consideraciones.

Lo que acababa de decir Poirot acerca de la memoria de Boyd Carrington era cierto. Había tenido un fallo grande. Ahora comprobaba que éste le había caído a Poirot muy mal. Mi amigo le había referido una historia de sus días de policía en Bélgica. Dos días más tarde, hallándonos varios reunidos en el jardín, Boyd Carrington, olvidado por completo de sus antecedentes, había empezado a contar a Poirot la misma aventura con estas palabras a manera de prólogo:

«—Recuerdo que el Chef de la Sûreté de París me contó en una ocasión...»

Me di cuenta en aquellos instantes de que Poirot no le perdonaba el fallo.

Decidí guardar silencio y retirarme.

3

Me trasladé a la planta baja, saliendo al jardín. No vi a nadie de momento y avancé por entre unos árboles enfrentándome con una pequeña elevación rematada por un cenador que se hallaba en avanzado estado de decrepitud. Me senté, encendí mi pipa y me entregué a mis reflexiones.

¿Quién había en Styles que tuviera un motivo concreto para pensar en matar?

Dejando a un lado al coronel Luttrell, quien, bastante justificadamente, hubiera podido pegarle un hachazo, por ejemplo, a su esposa, en el transcurso de una partida de bridge (cosa que seguramente no sucedería nunca), no acerté a pensar en nadie más que pudiera albergar ideas homicidas.

Lo malo era que yo, en realidad, no conocía muchas cosas acerca de las personas que me rodeaban. Ahí estaba Norton, por ejemplo. Y la señorita Cole. ¿Cuáles eran los móviles habituales, que conducían al crimen?

¿El dinero? Boyd Carrington, creía, era la única persona rica del grupo. Si moría, ¿quién heredaría su dinero? ¿Alguna de las personas presentes en la casa? Estimaba que no, pero se trataba de un punto que merecía unas cuantas investigaciones.

Podía dejar su dinero para los investigadores cien-tíficos, convirtiendo a Franklin en su depositario. Esto, con las más bien imprudentes declaraciones del mismo sobre el asunto de la eliminación del ochenta por ciento de la raza humana, colocaba al pelirrojo doctor en un apartado especial. Podía suceder también que Norton, o la señorita Cole, fuesen parientes lejanos, heredando automáticamente. Esto parecía un poco traído por los pelos, pero resultaba posible. ¿Saldría beneficiado el coronel Luttrell, un viejo amigo, con la muerte de Boyd Carrington, por el hecho de que éste le asignara alguna cantidad en su testamento?

Con tales hipótesis quedaba agotado el capítulo del dinero como elemento determinante del crimen. Entonces, me puse a considerar otras posibilidades de naturaleza más romántica.

Los Franklin... La señora Franklin era una inválida. ¿Sería posible que estuviese siendo envenenada lentamente? ¿Recaería la responsabilidad de su muerte en el esposo? Era médico, disponía de oportunidades y medios indudablemente. En cuanto al móvil... Sentí un desagradable sobresalto al ocurrírseme la idea de que Judith pudiera llegar a estar implicada en aquel asunto. Yo tenía buenas razones para saber que sus relaciones eran de tipo profesional exclusivamente... Pero, ¿creería en general tal cosa el público? ¿Lo creería un policía escéptico, resabiado? Judith era una mujer joven y muy bella. En muchos crímenes, la causa determinante del delito había sido la persona de una secretaria, de una ayudante de laboratorio. Esta posibilidad me dejó muy preocupado.

Pensé en Allerton, luego... ¿Existiría alguna razón que justificara la eliminación de Allerton? Si allí tenía que ser cometido un crimen, ¡yo elegía a Allerton como víctima! A cualquiera se le ocurrían móviles válidos para acabar con él. La señorita Cole, aunque había dejado ya la juventud atrás, era todavía una mujer de muy buen ver. Ella podía actuar impulsada por los ce-los, en el caso de que hubiese tenido relaciones íntimas con Allerton. No había razones para estimar que éste fuese el caso. Además, si Allerton era X...

Moví la cabeza, impaciente. Todo esto no iba a llevarme a ninguna parte. Oí un rumor de pasos en la grava y levanté la cabeza. Era Franklin, quien caminaba rápidamente, en dirección a la casa, con las manos hundidas en los bolsillos, con la cabeza proyectada hacia delante. Su actitud general era de abatimiento. Siempre le había visto «en guardia». Habiéndole sorprendido con aquel aire especial, descuidado, llegué a la conclusión de que parecía un hombre profundamente desgraciado.

Tan absorto me hallaba mirándole que no oí otras pisadas más cercanas. Éstas eran de la señorita Cole.

—No la oí acercarse —comenté, poniéndome en pie rápidamente.

Estaba contemplando el cenador.

—Una reliquia victoriana, ¿eh?

—Cierto. Y con muchas telarañas, creo. Siéntese aquí. Sacudiré el polvo del asiento para que no se manche.

Se me había ocurrido que allí tenía la oportunidad de conocer mejor a una de las mujeres que se encontraban en la casa. Estudié a la señorita Cole furtivamente mientras ponía el asiento en condiciones de ser ocupado.

Era una mujer que había rebasado los treinta años, sin llegar a los cuarenta, de faz muy pálida y ojerosa, con un perfil muy enérgico y unos ojos verdaderamente bellos. Se observaba en su persona un aire de reserva..., de recelo, mejor dicho. Pensé que me encontraba ante una persona que había sufrido, que, en consecuencia, no ponía mucha ilusión en la vida. Decidí que me agradaría saber algo más acerca de Elizabeth Cole.

Me guardé el pañuelo, diciéndole:

—Ya está. No puedo superarme.

—Gracias —repuso ella, sentándose, sonriente.

Me acomodé a su lado. Las maderas crujieron bajo nosotros, pero no sucedió ninguna catástrofe.

—¿En qué estaba usted pensando a mi llegada? —inquirió la señorita Cole—. Debía de tratarse de algo muy absorbente.

—Me fijaba en el doctor Franklin —confesé.

—¿Ah, sí?

No acerté a ver nada que me aconsejara callar lo que había pasado por mi mente.

—Me sorprendió que me pareciera en estos instantes un hombre desgraciado.

Mi interlocutora contestó:

—Naturalmente que es un hombre desgraciado. ¿No se había dado cuenta de ello hasta ahora?

Creo que di muestras de extrañeza. Repuse, vacilante:

—Pues no... no... Yo siempre le había tenido por una persona absorta en su trabajo profesional de un modo exclusivo, desligada de todo lo demás.

—Así se conduce, en efecto.

—¿Y se puede llamar esto infelicidad? Yo diría que ése es el estado perfecto para un ser humano.

—Depende... Deja de serlo cuando uno tropieza con algo que le impide realizar sus deseos.

Miré a la señorita Cole un tanto desconcertado. Ella continuó hablando:

—En el curso del otoño pasado, al doctor Franklin se le deparó la oportunidad de trasladarse a África, con objeto de proseguir allí sus investigaciones. Usted sabe que es un hombre inteligente y activo y que ha realizado una labor de primera categoría en el campo de la medicina tropical.

—¿Y no realizó ese viaje?

—No. Su esposa se opuso. Ella no estaba en condiciones de soportar el clima de la región que habían de visitar. Por añadidura, tampoco accedió a quedarse sola aquí, especialmente teniendo en cuenta que iba a tener que vivir con poco dinero. La remuneración del doctor no era muy elevada.

Consideré, como si reflexionara en voz alta:

—Me imagino que él pensó que debido a su estado de salud no podía dejarla...

—¿Usted sabe muchos detalles acerca del estada de salud de esa mujer, capitán Hastings?

—No, claro... Yo... Ahora bien, se trata de una mujer que está inválida, ¿no?

—Ciertamente que no se encuentra muy bien, que disfruta de mala salud —contestó la señorita Cole, secamente.

La miré, pensativo. Se veía perfectamente que sus simpatías se centraban en el esposo.

—Supongo —declaré— que las mujeres carentes de fortaleza física suelen volverse egoístas...

—Sí. Las personas inválidas, las inválidas crónicas, a mi juicio, son muy egoístas normalmente. Quizá no pueda reprochárseles eso. Es muy fácil caer en tal egoísmo.

—Usted, seguramente, no cree que lo de la señora Franklin sea muy grave, ¿eh?

—Bueno, yo no me atrevería a decir tanto. Se trata de una sospecha tan sólo. Ella parece arreglárselas siempre muy bien para conseguir lo que desea.

Reflexioné en silencio durante uno o dos minutos. Se me ocurrió pensar que la señorita Cole estaba familiarizada con las circunstancias particulares del matrimonio Franklin. Le pregunté, curioso:

—Supongo que usted conoce a fondo al doctor Franklin. ¿Es así?

Ella movió la cabeza a un lado y a otro.

—¡Oh, no! Antes de encontrarnos aquí, yo había charlado con ellos un par de veces, no más.

—Pero yo me imagino que él debió de hablarle de sí mismo.

Otro movimiento de cabeza denegatorio.

—Lo que acabo de exponerle a usted, verdaderamente, lo sé gracias a su hija Judith.

Judith, me dije, con bastante amargura, se confiaba a cualquier persona... menos a mí.

La señorita Cole continuó diciendo:

—Judith se encuentra sumamente identificada con su jefe, hallándose siempre dispuesta a salir en defensa suya. Ella condena sin rodeos el egoísmo de la señora Franklin.

—¿Cree usted que es una egoísta, sinceramente?

—Sí, pero veo con claridad su punto de vista. Yo... yo... comprendo a los inválidos. Comprendo también la flexibilidad de que hace gala el doctor Franklin. Judith, desde luego, opina que debe instalar a su mujer en cualquier parte, para poder él continuar con su trabajo sin trabas. Su hija colabora entusiastamente en su labor científica.

—Lo sé —repuse, más bien desconsolado—. Su entrega a esa labor constituye una de mis preocupaciones. No parece una cosa natural... ¿Usted me comprende? Estimo que Judith debiera ser... más humana. Debía interesarle más divertirse un poco, por ejemplo. ¿Por qué no ha de tener sus amigos? ¿Por qué no ha de enamorarse de uno de ellos? En fin de cuentas, es en la juventud cuando uno se lanza a conocer las cosas más diversas... No es lógico que una muchacha como ella viva constantemente entre tubos de ensayo. En nuestra juventud lo pasábamos bien, nos divertíamos, flirteábamos... Usted ya sabe...

Hubo un momento de silencio. Luego, la señorita Cole dijo, muy fría:

—No, yo no sé nada.

Me sentí horrorizado. Inconscientemente, me había expresado como si los dos hubiésemos sido de la misma edad. Recordé de pronto que yo le llevaba más de diez años. Había demostrado una falta de tacto terrible.

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