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Authors: Naomi Novik

Tags: #Histórica, fantasía, épica

Temerario II - El Trono de Jade (27 page)

BOOK: Temerario II - El Trono de Jade
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—Es un espectáculo más presentable que el que dimos en el cúter de la
Normandía
—le dijo Riley a Laurence en voz muy alta, refiriéndose al pescado crudo. Cuando Hammond y Liu Bao se interesaron por saber más, Riley amplió la historia para todo el auditorio—. Cuando el capitán Yarrow estrelló la
Normandía
contra un arrecife, todos naufragamos en una isla desierta a más de mil kilómetros de Río. Nos enviaron en el cúter para buscar ayuda; aunque en aquella época Laurence sólo era segundo teniente, el capitán y el primer oficial sabían tanto de la mar como simios adiestrados, razón por la cual nos habían hecho encallar. No estaban dispuestos a ir ellos mismos por nada del mundo, y para colmo apenas nos dieron provisiones —añadió, escocido aún por aquel recuerdo.

—Doce hombres con nada más que bizcocho duro y un saco de cocos. Cuando cogíamos peces, nos los comíamos crudos con los dedos —prosiguió Laurence—, pero no me puedo quejar: estoy casi seguro de que Foley me eligió por eso primer teniente del
Goliath,
así que habría comido bastante más pescado crudo a cambio de esa oportunidad. Pero esto está mucho más rico, desde luego —se apresuró a añadir, al darse cuenta de que la historia implicaba que el pescado crudo sólo era un plato apropiado en circunstancias desesperadas; opinión que en su interior aún mantenía, pero que en aquel momento no convenía compartir.

Esta historia hizo que varios oficiales navales contaran sus propias anécdotas, y la comilona desató las lenguas e hizo que las espaldas estuvieran menos tiesas. El intérprete estaba muy ocupado traduciendo para su auditorio chino, muy interesado en aquellas historias. Incluso Yongxing las escuchó todas; aún no se había dignado a hablar, pero sus ojos tenían una mirada menos dura de lo habitual.

Liu Bao era menos circunspecto con su curiosidad.

—Por lo que veo ha estado usted en muchos lugares y ha vivido aventuras insólitas —le comentó a Laurence—. El almirante Zheng navegó por toda la costa de África, pero murió en su séptimo viaje y su tumba está vacía. Usted ha dado la vuelta al mundo más de una vez. ¿Nunca le ha preocupado la posibilidad de morir en el mar y de que nadie celebre los rituales en su tumba?

—Pocas veces pienso en ello —admitió Laurence. No era del todo sincero: la verdad era que nunca pensaba en ello—. Al fin y al cabo, Drake, Cook y muchos otros grandes hombres han sido enterrados en alta mar. La verdad, señor, es que no puedo quejarme por compartir mi tumba con ellos o con su propio almirante Zheng.

—Bueno, espero que tenga muchos hijos en casa —dijo Liu Bao, meneando la cabeza. La despreocupación con que dejó caer aquel comentario tan personal pilló por sorpresa a Laurence.

—No, señor, ninguno —dijo, tan sorprendido que ni siquiera se le ocurrió no responder—. Nunca me he casado —añadió, al ver que Liu Bao empezaba a adoptar un gesto de simpatía que tras la traducción de su respuesta se convirtió en otro de franco asombro. Yongxing e incluso Sun Kai volvieron la cabeza y se le quedaron mirando. Acosado, Laurence trató de explicarse—. No hay ninguna prisa. Tengo dos hermanos mayores, y el primogénito ya tiene tres hijos.

—Disculpe, capitán: con su permiso —Hammond intervino en su rescate y explicó a los chinos—: Caballeros, entre nosotros el hijo mayor hereda todas las propiedades de la familia, y se espera que los más jóvenes se abran camino por su cuenta. Ya sé que entre ustedes no ocurre lo mismo.

—Me imagino que su padre debe de ser un soldado como usted —dijo de pronto Yongxing—. ¿Es que su hacienda es tan pequeña que no puede mantener a todos sus hijos?

—No, señor. Mi padre es Lord Allendale —respondió Laurence, exasperado por aquella insinuación—. La finca de mi familia es Nottinghamshire, y no creo que nadie pueda decir que es pequeña.

Yongxing pareció sorprendido y en cierto modo molesto por esta respuesta, aunque tal vez si fruncía el ceño era por la sopa que les estaban sirviendo en aquel momento: un caldo claro, de color dorado pálido y un curioso sabor ahumado, con jarritas de vinagre rojo como acompañamiento para sazonarlo y fideos secos y cortos en cada cuenco, extrañamente crujientes.

Mientras los camareros traían la sopa, el traductor había estado murmurando en respuesta a una pregunta de Sun Kai, y ahora, obedeciendo una orden del diplomático, miró al otro lado de la mesa y dijo:

—Capitán, ¿su padre es pariente del rey?

Aunque la pregunta le desconcertó, Laurence agradeció aquella excusa para dejar la cuchara; aunque no hubiera comido ya seis platos, la sopa le habría resultado difícil de ingerir.

—No, señor. No me atrevería a ser tan audaz como para llamar pariente a Su Majestad. La familia de mi padre pertenece al linaje de los Plantagenet. Nuestra relación con la casa real es muy lejana.

Sun Kai escuchó la traducción y después insistió un poco más:

—¿Pero tiene usted más parentesco con el rey que Lord Macartney?

Como el traductor lo pronunció con cierta torpeza, a Laurence le resultó un poco difícil reconocer el nombre del anterior embajador, hasta que Hammond le susurró al oído y le dejó claro a quién se refería Sun Kai.

—Oh, ciertamente —respondió Laurence—. Le ascendieron a la nobleza por sus servicios a la Corona. Eso no quiere decir que lo consideremos menos honorable, puedo asegurárselo, pero mi padre es el decimoprimer conde de Allendale, título cuya creación data de 1529.

Mientras pronunciaba estas palabras, le divirtió descubrir lo absurdamente celoso que se sentía de sus antepasados, cuando estaba a medio mundo de distancia y en compañía de unos hombres a quienes les daba igual, mientras que jamás había alardeado de ello en Inglaterra con sus propios conocidos. De hecho, se había sublevado a menudo contra las charlas de su padre sobre aquel tema; había tenido que escuchar muchas, sobre todo después de su primer y fracasado intento de hacerse a la mar. Pero era evidente que las cuatro semanas de acudir a diario al despacho de su padre para soportar el discurso una y otra vez debían de haber surtido efectos hasta ahora insospechados, ya que el hecho de compararle con un gran diplomático de un linaje tan respetable provocaba en él una respuesta tan quisquillosa.

Pero en contra de lo que esperaba, Sun Kai y sus compatriotas mostraron una profunda fascinación al conocer esa información y revelaron un entusiasmo por la genealogía que hasta entonces Laurence sólo había encontrado entre sus parientes más encopetados. Enseguida le acosaron preguntándole detalles de la historia familiar que únicamente recordaba con vaguedad.

—Les pido disculpas —dijo por fin, cada vez más desesperado—. No soy capaz de seguir mi genealogía de memoria si no la pongo por escrito. Deben perdonarme.

Fue un gambito poco acertado. Liu Bao, que también le había escuchado con sumo interés, se apresuró a decir:

—Oh, eso tiene arreglo —y pidió que trajeran tinta y pincel. Los criados ya estaban retirando la sopa, y en aquel momento había sitio libre en la mesa. Todos los que estaban cerca se inclinaron hacia delante para mirar, los chinos por curiosidad y los ingleses en defensa propia: había otro plato esperando entre bastidores, y nadie salvo los cocineros tenía prisa por que llegara.

Con la sensación de que estaba recibiendo un castigo excesivo por su instante de vanidad, Laurence se vio obligado a trazar un cuadro genealógico en un largo rollo de papel de arroz ante las miradas de todos. A la dificultad de escribir el alfabeto latino con un pincel se añadía la de recordar las diversas ramas familiares: tuvo que dejar varios nombres en blanco y marcarlos con interrogantes hasta que por fin llegó a Eduardo III tras varios recodos y un salto sobre la línea sálica. El resultado no decía mucho a favor de su caligrafía, pero los chinos se lo pasaron de uno a otro y lo discutieron entre ellos con vehemencia, aunque su escritura debía de tener tan poco sentido para ellos como los caracteres chinos para él. El propio Yongxing se quedó mirándolo largo rato, aunque su semblante siguió sin revelar la menor emoción; mientras que Sun Kai, a quien se lo pasaron en último lugar, lo enrolló con un gesto de intensa satisfacción y se lo guardó, al parecer para mantenerlo en lugar seguro.

Gracias a Dios, aquello dio por zanjada la cuestión, pero ya no había más pretextos para demorar el plato siguiente: los camareros trajeron los pollos sacrificados, ocho a la vez, servidos en grandes bandejas y humeando en medio de una salsa picante y rica en licor. Tras ponerlas en la mesa, los sirvientes los cortaron en pedacitos usando con gran destreza cuchillos de carnicero y Laurence, más bien desmoralizado, tuvo que dejar que le llenaran el plato una vez más. La carne estaba deliciosa, tierna y jugosa, pero comerla era casi un castigo, y ni siquiera fue el final de la cena. Cuando se llevaron el pollo, del que había sobrado una gran cantidad, trajeron un pescado entero frito en la pingüe manteca del cerdo salado de los marineros. Lo más que consiguieron los comensales fue picotear un poco, al igual que pasó con los dulces que vinieron después: torta de semillas y pastelillos pegajosos de masa hervida en almíbar y rellena con una espesa pasta roja. Los camareros insistieron en ofrecérselo a los oficiales más jóvenes, y se pudo oír cómo la pobre Roland se lamentaba:

—¿No me lo puedo comer mañana?

Cuando por fin les permitieron escapar, a unas diez personas las tuvieron que levantar sus compañeros de asiento para después ayudarlas a salir del camarote. Los que aún eran capaces de caminar solos salieron corriendo hacia la cubierta, y una vez allí se apoyaron en la regala adoptando actitudes de presunta fascinación por el panorama, cuando en realidad estaban esperando turno para las letrinas que había abajo. Laurence no sintió ningún prurito en utilizar sus instalaciones privadas, y después se subió casi a pulso para sentarse con Temerario, mientras su cabeza protestaba casi tanto como su estómago.

Se sorprendió al ver que una delegación de criados chinos estaba agasajando también a Temerario. Le habían preparado los manjares favoritos de los dragones de su propio país: tripas de vaca rellenas con su propio hígado y sus pulmones picados y mezclados con especias, de tal manera que parecían salchichas gigantes; también un pernil ligeramente chamuscado y aliñado con lo que parecía ser la misma salsa picante que les habían servido a sus invitados humanos. Su plato de pescado fue la carne color granate de un enorme atún, cortada en gruesas rodajas y cubierta por delicadas capas de tallarines amarillos. Después de esto, los criados le trajeron con gran ceremonia una oveja entera; la habían cocinado como carne picada y la habían envuelto en su propia piel teñida de carmesí oscuro, y le habían puesto palos a modo de patas.

Temerario probó este plato y dijo, sorprendido:

—¡Vaya, está dulce! —después pidió a los criados algo en su chino natal. Ellos le respondieron entre reverencias y Temerario asintió; después se comió el interior de la oveja con toda finura, dejando aparte la piel y las patas de madera—. Son sólo de adorno —le explicó a Laurence, al tiempo que se recostaba con un suspiro de honda satisfacción. Era el único comensal que se sentía tan a gusto. Desde la cubierta inferior podía oírse el sonido apagado de unas arcadas: un guardiamarina veterano sufría las consecuencias de su glotonería—. Me han dicho que en China los dragones hacen como las personas y no se comen la piel.

—Bueno, sólo espero que con tantas especias no hagas mal la digestión —dijo Laurence, y se arrepintió al instante, pues reconoció en sí mismo celos al ver que Temerario disfrutaba de algunas costumbres chinas, y no le gustó. Fue desdichadamente consciente de que nunca se le había ocurrido ofrecerle a Temerario platos cocinados, ni un surtido de comida variada, fuera de la diferencia entre carne y pescado; ni siquiera para ocasiones especiales.

Pero Temerario sólo contestó:

—No, me ha gustado mucho —y bostezó despreocupado. Después se estiró cuan largo era y flexionó las garras—. ¿Qué tal si mañana hacemos un vuelo largo? —preguntó, enroscándose otra vez—. Esta última semana no me he cansado nada cuando volvíamos. Estoy seguro de que puedo hacer viajes de mayor duración.

—Seguro que sí —dijo Laurence, contento de oír que se sentía más fuerte.

Keynes había puesto por fin un plazo a la convalecencia de Temerario, poco después de su partida de Costa del Cabo. Yongxing no había levantado en ningún momento su prohibición original de que alzara el vuelo con Temerario, pero Laurence no tenía la menor intención de tolerar esta restricción ni suplicarle que la revocara. Sin embargo Hammond, con cierto ingenio y una callada discusión, arregló la situación de forma diplomática: Yongxing subió a cubierta tras el dictamen final de Keynes y le concedió el permiso en voz alta, «para garantizar el bienestar de Lung Tien Xiang mediante un ejercicio saludable», tal como lo expresó. Así que ya eran libres de levantar el vuelo de nuevo sin la amenaza de recibir protestas, pero Temerario se había quejado de algunos dolores y se cansaba mucho antes de lo habitual.

El banquete había durado tanto que Temerario había empezado a comer al anochecer. Ahora ya había oscurecido del todo, y Laurence estaba sentado sobre el costado del dragón y miraba las estrellas del hemisferio sur, con las que estaba menos familiarizado. Era una noche perfectamente clara, y el primer oficial debería ser capaz de determinar bien la longitud gracias a las constelaciones, o al menos eso esperaba. Los marineros habían aguardado hasta el atardecer para la celebración, y el vino de arroz había corrido también con generosidad por sus mesas. Ahora estaban entonando una canción escandalosa y bastante explícita, y Laurence echó un vistazo para asegurarse de que Roland y Dyer no estaban en cubierta para interesarse en ella. No se veía a ninguno de los dos, así que probablemente se habían ido a la cama después de cenar.

Uno por uno, los hombres fueron abandonando poco a poco el festejo y buscaron sus hamacas. Riley subió prácticamente a gatas desde el alcázar, poniendo ambos pies a la vez en cada escalón, muy cansado y con la cara colorada. Laurence le invitó a sentarse, y por prudencia no le ofreció un vaso de vino.

—Sólo podemos llamarlo un éxito apabullante. Cualquier anfitrión político consideraría un gran triunfo organizar una cena como ésta —dijo Laurence—, pero confieso que habría sido más feliz con la mitad de platos, y aunque los criados hubiesen sido mucho menos solícitos no me habría quedado con hambre.

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