Blythe al fin salió de la enfermería, tras perder mucho peso, y pasaba la mayor parte del tiempo sentado y dormitando en un sillón en cubierta. Martin se mostraba especialmente solícito por su comodidad, y en cuanto alguien se atrevía a rozar el toldo que le habían montado encima no tardaba en echarle la bronca. Apenas tosía le ponía un vaso de grog en la mano, y si hacía un comentario sobre el tiempo le ofrecía una alfombra, un hule y un trapo frío para ver qué le convenía más.
—Siento que se lo haya tomado tan a pecho, señor —le dijo Blythe a Laurence, impotente—. No creo que ninguna persona con sangre en las venas hubiera aguantado mucho tiempo las provocaciones de los marineros, y no fue culpa suya, estoy seguro. Me gustaría que no se lo hubiera tomado así.
A los marineros no les hacía gracia ver que el infractor recibía tantos cuidados, y a modo de respuesta hacían lo mismo con su compañero Reynolds, que ya era propenso a darse aires de mártir. En circunstancias ordinarias no era más que un marino del montón, y el nuevo grado de respeto que le estaban demostrando sus camaradas se le subió a la cabeza. Se pavoneaba por cubierta como un gallito, dando órdenes innecesarias tan sólo por el placer de ver cómo las obedecían haciéndole reverencias, inclinando la cabeza y hasta agitando el flequillo. Ni siquiera Purbeck y Riley se molestaban en refrenarle.
Laurence había albergado la esperanza de que al menos el desastre compartido de Austerlitz mitigara la hostilidad entre marineros y aviadores, pero aquel despliegue mantenía los ánimos encrespados en ambos bandos. La
Allegiance
se estaba acercando ya a la línea del ecuador, y Laurence creyó necesario hacer preparativos especiales para organizar la tradicional ceremonia del paso. De los aviadores, más de la mitad no lo habían cruzado nunca y, tal como estaban los ánimos, si les daban permiso a los marineros para empaparlos y afeitarlos, Laurence no creía que se pudiera mantener el orden. Lo consultó con Riley, y llegaron al acuerdo de que éste ofrecería un diezmo general en nombre de sus hombres, tres toneles de ron que había tenido la precaución de adquirir en Costa del Cabo; los aviadores quedarían todos excusados.
Los marineros estaban contrariados por aquel cambio en sus tradiciones, y algunos llegaron al extremo de decir que le acarrearía mala suerte a la nave. Sin duda, muchos de ellos esperaban en privado la oportunidad de humillar a sus rivales. Como resultado, cuando por fin cruzaron el ecuador y celebraron la procesión habitual a bordo, fue más bien tranquila y poco animada. Al menos Temerario se entretuvo, aunque Laurence tuvo que hacerle callar cuando dijo en tono bien audible:
—Pero Laurence, ése no es Neptuno, es Griggs. Y Anfítrite es Boyne.
Temerario había reconocido a los marineros bajo sus andrajosos disfraces, ya que no se habían tomado demasiadas molestias para que fuesen convincentes. Su comentario produjo entre los tripulantes un ataque de hilaridad apenas reprimido, y el hombre que hacía de Badger Bag (Leddowes, el aprendiz del carpintero, apenas reconocible bajo la fregona que usaba como peluca de juez) tuvo un arrebato de inspiración y declaró que en esta ocasión todos aquellos a los que se les escapara la carcajada se convertirían en víctimas de Neptuno. Laurence le hizo a Riley un rápido gesto con la barbilla, y le dieron mano libre a Leddowes entre marineros y aviadores. Pillaron a unos cuantos de cada bando, mientras el resto aplaudía, y para celebrar la ocasión Riley proclamó:
—¡Una ración extra de grog para todos gracias al tributo pagado por la tripulación del capitán Laurence!
Aquello despertó vítores entusiastas. Algunos marineros organizaron un grupo de música y otros de baile. El ron hizo efecto y pronto incluso los aviadores empezaron a batir palmas y a tararear las salomas aunque no se sabían las letras. Quizá no fuera tan divertido como otros pasos del ecuador, pero salió mucho mejor de lo que Laurence se había temido.
Los chinos habían subido a cubierta para el acontecimiento. Aunque no se sometieron al ritual, como era lógico, lo observaron haciendo muchos comentarios entre ellos. Por supuesto, era una forma de divertirse más bien vulgar, y Laurence se sintió algo avergonzado al tener a Yongxing como testigo, pero Liu Bao se daba palmadas en los muslos para aplaudir al unísono con toda la tripulación y soltaba tremendas y estruendosas carcajadas cada vez que el Badger Bag atrapaba a una víctima. Al cabo de un rato se volvió hacia Temerario, al otro lado de la raya, y le hizo una pregunta.
—Laurence —dijo Temerario—, quiere averiguar cuál es el propósito de esta ceremonia y a qué espíritus se honra. Yo mismo no lo sé. ¿Qué están celebrando, y por qué?
—Oh… —respondió Laurence, preguntándose cómo explicar aquella ceremonia algo ridícula—. Acabamos de pasar el ecuador, y es una vieja tradición que aquellos que nunca han cruzado esa línea le presenten sus respetos a Neptuno. Se trata del dios romano del mar, aunque como es lógico ya no se le sigue adorando.
—¡Aaah! —dijo Liu Bao con aprobación cuando Temerario se lo tradujo—. Me gusta esto. Es bueno mostrar respeto por los antiguos dioses, aunque no sean tuyos. Seguro que eso le trae muy buena suerte al barco. Y sólo quedan diecinueve días hasta el Año Nuevo. Habrá que celebrar una fiesta a bordo, y eso también traerá buena suerte. Los espíritus de nuestros antepasados guiarán la nave de vuelta a China.
Laurence tenía sus dudas, pero los marineros escucharon la traducción con mucho interés y aprobaron sus palabras, tanto por la fiesta como por la buena suerte prometida, que apelaba a su supersticiosa forma de pensar. Aunque la mención de los espíritus suscitó serios debates bajo cubierta, ya que se parecían demasiado a los fantasmas para la tranquilidad de los marineros, al final llegaron al acuerdo de que, como espíritus de los antepasados, sin duda serían benévolos hacia los descendientes a los que transportaba la nave, por lo que no era necesario temerlos.
—Me han pedido una vaca y cuatro ovejas, y también los ocho pollos que quedaban; después de todo, tendremos que hacer escala en Santa Helena. Mañana pondremos rumbo oeste; al menos será más sencillo navegar así que con los vientos alisios como hemos hecho hasta ahora —comentó Riley unos días más tarde, mientras observaba con cara de estar poco convencido a varios sirvientes chinos que se dedicaban a pescar tiburones—. Sólo espero que el licor chino no sea demasiado fuerte. Tendré que dárselo a los marineros para añadirlo a su ración de grog, y no para sustituirla, o no habrá celebración que valga.
—Siento darle un motivo para la alarma, pero Liu Bao puede tumbar bebiendo a dos como yo. Le he visto acabar con tres botellas de vino de una sentada —comentó Laurence con tristeza, hablando por propia y penosa experiencia; el embajador había cenado con él varias veces más desde Navidades, y si aún sufría alguna secuela del mareo, desde luego no lo parecía por su apetito—. En realidad, aunque Sun Kai no bebe mucho, por lo que puedo juzgar, el brandy y el vino son lo mismo para él.
—Oh, al diablo con ellos —suspiró Riley—. Bueno, supongo que habrá al menos una docena de marineros que se meterán en problemas de forma que les pueda confiscar su grog para esa noche. ¿Qué cree usted que pretenden hacer con esos tiburones? Ya han devuelto al mar dos marsopas, y eso que son mucho más sabrosas.
Laurence no estaba en condiciones de aventurar una hipótesis, pero no tuvo que hacerlo. En ese momento el vigía avisó:
—¡Ala a proa, tres puntos a babor!
Laurence y Riley se apresuraron hacia la borda y sacaron sus catalejos para otear el cielo, mientras los marineros corrían en estampida hacia sus puestos por si se trataba de un ataque.
Temerario, que estaba echando una cabezada, se enderezó al oír el ruido.
—¡Laurence, es Volly! —le llamó desde la cubierta de dragones—. Nos ha visto y viene para acá.
Tras este anunció, emitió un rugido de saludo que hizo dar un respingo a casi todos los hombres y sacudió los mástiles. Varios marineros le miraron con mala cara, aunque nadie se atrevió a hacer ningún comentario.
Temerario se movió para hacer sitio, y unos quince minutos después el pequeño mensajero Abadejo Gris se posó sobre la cubierta y recogió sus amplias alas de franjas blancas y grises.
—¡Temer! —saludó, y demostró su alegría saludando a Temerario con un cabezazo—. ¿Vaca?
—No, Volly, pero podemos darte una oveja —respondió Temerario, indulgente—. ¿Está herido? —le preguntó a James, ya que la voz del pequeño dragón sonaba con un extraño timbre nasal.
El capitán de Volly, Langford James, se deslizó hasta el suelo.
—Hola, Laurence, ya veo que estáis aquí. Os hemos estado buscando arriba y abajo por toda la costa —dijo mientras le tendía la mano a Laurence—. No tienes por qué preocuparte, Temerario. Sólo ha cogido este maldito catarro al pasar por Dover. La mitad de los dragones están quejándose y moqueando. Son los niños más grandes del mundo, pero estará como nuevo en una o dos semanas.
Aquello más que tranquilizar alarmó a Temerario, que se apartó a cierta distancia de Volly. No parecía demasiado deseoso de experimentar su primera enfermedad. Laurence asintió. La carta de Jane Roland mencionaba de pasada la epidemia.
—Espero que no le hayas agotado demasiado por nuestra culpa al venir hasta tan lejos. ¿Quieres que avise a mi cirujano? —le ofreció.
—No, gracias, ya le ha atendido un médico. Tardará por lo menos una semana en olvidarse de la medicina que se tomó y en perdonarme que se la mezclara con la cena —contestó James, rechazando la propuesta—. En cualquier caso, tampoco ha sido un viaje tan largo: hemos estado volando por la ruta sur las últimas dos semanas, y se está mucho más caliente aquí que en la vieja Inglaterra, ya sabes. Además, cuando no quiere volar, Volly no tiene el menor reparo en decírmelo, así que mientras no hable le mantendré en el aire —acarició al pequeño dragón, que restregó la nariz contra la mano de James y después bajó la cabeza directamente para dormirse.
—¿Qué noticias hay? —preguntó Laurence, revolviendo entre las cartas que James le había dado. Eran más responsabilidad suya que de Riley, ya que las habían traído por dragón mensajero—. ¿Ha habido algún cambio en el Continente? Recibimos noticias de Austerlitz en Costa del Cabo. ¿Nos llaman de vuelta? Ferris, lleva éstas a Lord Purbeck y reparte las demás entre nuestra tripulación —añadió mientras le daba el resto de las cartas. Para él habían llegado un despacho oficial y un par de misivas, aunque tuvo la cortesía de guardárselas en la chaqueta en vez de leerlas enseguida.
—La respuesta a ambas preguntas es no, por desgracia, pero al menos podemos hacer que vuestro viaje sea un poco más fácil. Hemos tomado la colonia holandesa en Ciudad del Cabo —dijo James—. Cayó el mes pasado, así que podéis hacer escala allí.
Las noticias recorrieron la cubierta de un extremo al otro, con una velocidad alimentada por el entusiasmo de unos hombres que llevaban largo tiempo rumiando las funestas noticias de la última victoria de Napoleón, y la
Allegiance
se inflamó al instante con hurras patrióticos. Era imposible proseguir la conversación hasta que se recuperara la calma en cierta medida. El correo sirvió en parte: Purbeck y Ferris lo repartieron entre sus respectivas tripulaciones, y poco a poco la algarabía general se redujo a gritos más pequeños, mientras muchos otros hombres estaban absortos en sus cartas.
Laurence ordenó que subieran a cubierta una mesa y varias sillas, e invitó a Riley y Hammond a reunirse con ellos para escuchar las noticias. James les ofreció de buena gana un relato de la conquista más detallado que el que contenían las breves líneas del despacho: llevaba siendo correo desde que tenía catorce años y poseía talento para el dramatismo, aunque en este caso no tenía mucho material sobre el que trabajar.
—Siento que la historia no sea un poco mejor —se disculpó—. No fue un combate de verdad, ya saben. Teníamos allí al regimiento de los
Highlanders,
mientras que los holandeses sólo disponían de unos cuantos mercenarios que huyeron incluso antes de que llegáramos a la ciudad. El gobernador tuvo que rendirse. Los habitantes todavía andan un poco inquietos, pero el general Baird está dejando en sus manos los asuntos locales y de momento no han organizado demasiado alboroto.
—Bueno, con eso nuestro reabastecimiento será más fácil, sin duda —dijo Riley—. Así no tendremos que hacer escala en Santa Helena, lo que supone ahorrarnos al menos dos semanas. La verdad es que son muy buenas noticias.
—¿Te quedas a cenar o tienes que irte ahora mismo? —preguntó Laurence a James.
De pronto, Volly soltó un estornudo detrás de ellos, un ruido tan fuerte que los sobresaltó.
—
¡Puaj!
—dijo el pequeño dragón, despertándose de su sueño, y se frotó la nariz con la pata haciendo un gesto de asco e intentando quitarse los mocos del hocico.
—Oh, no hagas eso, no seas guarro —le reprendió James, levantándose. Sacó un gran pañuelo de lino blanco de las bolsas de los arneses y sonó a Volly con el aire aburrido de quien tiene mucha práctica—. Supongo que nos quedaremos esta noche —añadió observando a Volly—. No hace falta presionarle más ahora que os hemos encontrado a tiempo. Así, si queréis que lleve cartas, podéis escribirlas. Tenemos que volver a casa cuando os dejemos.
… y así mi pobre Lily, al igual que Excidium y Mortiferus, ha sido desterrada de su acogedor claro para ir a los Fosos de Arena, porque cuando estornuda no puede evitar expulsar algo de ácido, ya que, según me han dicho los cirujanos, los músculos responsables de este reflejo son los mismos. Los tres están muy disgustados con su situación, ya que no hay manera de quitarles la arena de encima de un día para otro, y se rascan como perros que no consiguen arrancarse las pulgas por mucho que se bañen.
Maximus está muy triste, porque él fue el primero que empezó a estornudar, y a todos los demás dragones les encanta tener alguien a quien culpar de sus desgracias. Sin embargo, lo sobrelleva bastante bien o, como Berkley me ha pedido que escriba: “Le importan un pimiento todos los demás, y no deja de lloriquear todo el día, excepto cuando está ocupado rellenando la andorga: no ha perdido el apetito en lo más mínimo”.
Por lo demás, estamos muy bien, y todo el mundo os envía recuerdos. Los dragones también, y te piden que les transmitas sus saludos y su cariño a Temerario. Le echan mucho de menos, aunque lamento decirte que últimamente hemos descubierto una causa algo innoble para su añoranza: pura y simple glotonería. Evidentemente, les había enseñado cómo abrir y cerrar de nuevo el comedero, de modo que eran capaces de servirse cada vez que les apetecía sin que nadie se enterara. Su secreto fue descubierto sólo cuando nos dimos cuenta de que los rebaños estaban disminuyendo de una forma extraña y los dragones de nuestra formación estaban sobrealimentados, así que cuando les interrogamos lo confesaron todo.