—¿Hay algo que pueda traer para que se sienta mejor, Tom? —preguntó Laurence, asomándose al camarote de Riley.
El capitán, que estaba tendido junto a las ventanas, levantó la cabeza de los almohadones y le saludó con una mano débil y amarillenta.
—Estoy mucho mejor, pero no diría que no si por un casual encontrara una botella de oporto decente. Creo que esa maldita quinina me ha cauterizado el paladar.
Algo más tranquilo, Laurence fue a despedirse de Temerario, que había engatusado a los alféreces y mensajeros para que le restregaran bien, aunque no hacía ninguna falta. Los visitantes chinos, cada vez más audaces, habían empezado a tirar flores al barco y también otros objetos no tan inofensivos. El teniente Franks corrió a informar a Laurence, pálido y tan alarmado que olvidó hasta su tartamudeo:
—¡Señor, están arrojando incienso encendido contra el barco! ¡Haga que se detengan, por favor!
Laurence subió a la cubierta de dragones.
—Temerario, haz el favor de decirles que no se puede arrojar a la nave nada que tenga llamas. Roland, Dyer, quiero que se fijen bien en lo que tiran, y si ven algún otro objeto que pueda suponer peligro de incendio, arrójenlo por la borda enseguida. Espero que no se les ocurra lanzar petardos —añadió, sin demasiada confianza.
—Si lo hacen, los detendré —le prometió Temerario—. ¿Vas a ver si hay algún lugar para que yo pueda ir a tierra?
—Lo haré, pero no tengo demasiada esperanza. Este territorio mide poco más de diez kilómetros cuadrados, y está todo lleno de edificios —respondió Laurence—, pero al menos podemos volar por encima, y quizás incluso sobre Cantón si los mandarines no ponen objeción.
La Factoría Inglesa se levantaba directamente sobre la playa principal, así que no tuvo problemas para localizarla. De hecho, como la multitud congregada les había llamado la atención, los comisionados de la Compañía habían enviado un pequeño comité de bienvenida que les estaba esperando en la playa. Al frente del grupo estaba un joven alto que llevaba el uniforme del servicio privado de la Compañía de las Indias Orientales; sus patillas agresivas y su nariz prominente y aguileña le daban un aspecto de depredador que la luz de alerta en sus ojos incrementaba más que disminuía.
—El mayor Heretford, a su servicio —dijo saludando con una inclinación—. Si me permite decirlo, es un alivio verlos, señor —añadió con franqueza de soldado ya dentro de la factoría—. Dieciséis meses… Habíamos empezado a pensar que nadie iba a hacer caso de lo sucedido.
Laurence sintió una desagradable conmoción al recordar que los chinos se habían apoderado de los buques mercantes de la Compañía muchos meses antes. Casi se había olvidado por completo de aquel incidente con la preocupación por el estado de Temerario y las distracciones del viaje, pero, desde luego, era muy difícil ocultárselo a los hombres destinados allí. Debían de haber pasado todo ese tiempo ardiendo en deseos de vengarse por aquel gravísimo insulto.
—Supongo que no habrán tomado ninguna represalia… —dijo Hammond, con un nerviosismo que sirvió para renovar la antipatía que le tenía Laurence; y también había un matiz de miedo en él—. Sería lo más perjudicial que se pueda imaginar.
Heretford le miró de reojo.
—No. Los comisionados pensaron que, dadas las circunstancias, lo mejor era tratar de llevarse bien con los chinos y esperar a que hubiera una respuesta oficial —dijo, en un tono que dejaba poca duda sobre lo que habría hecho él de haber seguido sus propios impulsos.
Laurence no pudo evitar sentir simpatía por el mayor, aunque por lo general no tenía una opinión muy elevada de las fuerzas de seguridad privadas de la Compañía, pero Heretford parecía competente y perspicaz, y los hombres que estaban bajo su mando mostraban señales de mantener una buena disciplina: sus armas estaban en buen estado y sus uniformes recién planchados, pese al húmedo calor que reinaba en el lugar.
Cerraron las persianas de la sala de juntas para evitar que entrase el calor del sol, que cada vez estaba más alto. Había abanicos preparados para remover el aire húmedo y sofocante. Una vez hechas las presentaciones, trajeron vasos de ponche de clarete enfriado con hielo de las bodegas. Los comisionados recogieron de buen grado el correo que traía Laurence y le prometieron que se asegurarían de enviarlo a Inglaterra. Terminado así el intercambio de formalidades, procedieron a un diplomático pero también astuto interrogatorio sobre los objetivos de la misión.
—Naturalmente, nos complace oír que el gobierno ha compensado a los capitanes Mestis, Holt y Greggson, y también a la Compañía, pero el daño que ese incidente ha causado al conjunto de nuestras operaciones es difícil de sobrestimar —Sir George Staunton hablaba con voz tranquila, pero cargada de fuerza. A pesar de su juventud era el jefe de los comisionados, debido a su larga experiencia en China. Había acompañado a la embajada de Macartney en el séquito de su padre cuando tenía doce años y era uno de los pocos ingleses que podía hablar chino con fluidez.
Staunton les contó varios ejemplos más de conductas ofensivas, y añadió:
—Lamento decir que son de lo más típico. La insolencia y la rapacidad de la administración china han aumentado de forma notable, pero sólo hacia nosotros. Los holandeses y franceses no reciben el mismo tratamiento. Antes trataban nuestras reclamaciones con cierto grado de respeto, pero ahora las despachan de forma sumaria, y la verdad es que únicamente conseguimos con ellas que nos traten aún peor.
—Hemos estado temiendo casi a diario que ordenen nuestra expulsión —añadió el señor Grothing-Pyle. Era un hombre corpulento, con el cabello blanco algo despeinado por los vigorosos movimientos que le imprimía al abanico—. No pretendo ofender al mayor Heretford ni a sus hombres —dijo, haciéndole una seña con la barbilla al oficial—, pero tendríamos serios problemas para oponernos a esa orden, y pueden estar seguros de que los franceses estarían encantados de ayudar a los chinos a llevarla a cabo.
—Y también de apoderarse de nuestras instalaciones una vez que nos hubieran echado —añadió Staunton, entre un círculo de cabezas que asentían—. La llegada de la
Allegiance
nos pone en una situación muy diferente con respecto a la posibilidad de resistirse a…
Aquí Hammond le cortó.
—Lo siento, señor, pero debo interrumpirle. No se contempla la posibilidad de que la
Allegiance
lleve a cabo ninguna acción contra el Imperio chino. Ninguna. Deben ustedes desterrar de sus mentes esa idea —habló con gran decisión, aunque, con excepción de Heretford, era el hombre más joven de la mesa. Sus palabras despertaron una gran frialdad entre los demás, pero Hammond no pareció reparar en ello—. Nuestro objetivo principal y prioritario es restablecer las buenas relaciones de nuestra nación con la corte para impedir que los chinos firmen una alianza con Francia. Todos los demás planes son insignificantes comparados con éste.
—Señor Hammond —dijo Staunton—, no puedo concebir que tal alianza sea posible, y tampoco sería una amenaza tan grave como usted parece imaginar. El Imperio chino no es una potencia militar occidental, por mucha impresión que su magnitud y sus fuerzas de dragones puedan causar en un observador poco experimentado —Hammond enrojeció ante esta pulla, que probablemente no iba sin intención—. Además, hacen gala de su indiferencia por los asuntos europeos. Es una política arraigada en ellos desde hace siglos aparentar o quizá sentir un desinterés total por lo que pasa más allá de sus fronteras.
—El hecho de que hayan llegado al extremo de enviar al príncipe Yongxing a Inglaterra debe pesar sin duda, señor, para demostrar que, si el estímulo es suficiente, pueden cambiar de política —repuso Hammond con frialdad.
Durante varias horas discutieron aquel punto y muchos otros con una hostilidad que iba en aumento. Laurence tenía que esforzarse para mantener la atención centrada en la conversación, entrelazada como estaba con referencias a nombres, cuestiones e incidentes de los que no sabía nada: disturbios entre los campesinos locales; la situación política en Tíbet, donde al parecer se estaba gestando una auténtica rebelión; el déficit comercial y la necesidad de abrir más mercados en China; problemas con los incas en la ruta de Suramérica…
Pero aunque Laurence no se veía capacitado para extraer sus propias conclusiones, la conversación le sirvió para algo. Cada vez se convencía más de que Hammond, aunque estaba muy bien informado, tenía un punto de vista de la situación que se contradecía frontalmente y en casi todos los puntos con las opiniones ya establecidas de los comisionados. Por ejemplo, Hammond sacó a colación la cuestión de la ceremonia del
kowtow
y la trató como si careciese de importancia: por supuesto que iban a llevar a cabo el ritual completo de la genuflexión, y al hacerlo así esperaban enmendar el insulto que había supuesto la negativa de Lord Macartney en la anterior embajada.
Staunton se opuso con ardor.
—Lo único que podemos conseguir cediendo en este punto sin obtener concesiones a cambio es perder dignidad ante sus ojos. Aquella negativa no fue infundada. La ceremonia está pensada para los emisarios de Estados tributarios, vasallos del trono de China. Habiendo presentado antes estas objeciones, no podemos ahora efectuar el ritual sin que parezca que les damos la razón ante el ultraje que han cometido con nosotros. No puede haber nada peor para nuestros intereses que animarles a que continúen así.
—Y yo no puedo admitir que haya algo peor para nuestros intereses que oponernos a las costumbres de una nación tan antigua y poderosa en su propio territorio, tan sólo porque no coinciden con nuestras propias ideas sobre etiqueta —espetó Hammond—. La única manera de vencer en ese punto es perder en todos los demás, como se demostró por el absoluto fracaso de la embajada de Lord Macartney.
—Me temo que debo recordarle que los portugueses se postraron no sólo ante el emperador, sino también ante su retrato y sus cartas, obedeciendo así todas las exigencias de los mandarines, y sin embargo su embajada también fracasó —puntualizó Staunton.
A Laurence no le agradaba la idea de rebajarse ante ningún hombre, fuese emperador de China o no, pero pensó que no eran tan sólo sus preferencias personales las que le inclinaban a estar de acuerdo con Staunton. En su opinión, humillarse hasta tal punto únicamente podía despertar repugnancia, incluso entre el propio destinatario de aquel gesto, y conducir por tanto a un tratamiento aún más despectivo.
Durante la cena, Laurence se sentó a la izquierda de Staunton, y la conversación que sostuvieron, más informal que la anterior, le convenció de su buen juicio y le hizo albergar aún más dudas sobre el de Hammond.
Por fin se despidieron y volvieron a la playa para esperar el bote.
—Estas noticias sobre la embajada francesa me preocupan más que todas las demás juntas —murmuró Hammond, más para sí mismo que para Laurence—. De Guignes es peligroso. ¡Ojalá Bonaparte hubiera enviado a otra persona!
Laurence no respondió. Era tristemente consciente de que sentía lo mismo hacia el propio Hammond, y de haber estado en su mano lo habría cambiado por otro embajador.
El príncipe Yongxing y sus compañeros regresaron de su misión al día siguiente, ya por la tarde, pero cuando le pidieron permiso para proseguir el viaje, o al menos para salir del puerto, se negó en redondo e insistió en que la
Allegiance
debía esperar instrucciones ulteriores. De dónde y cuándo llegarían dichas instrucciones, no lo dijo. Mientras tanto, las embarcaciones locales continuaron con sus peregrinaciones; lo hacían incluso de noche, colgando grandes linternas de papel a proa para alumbrar el camino.
A la mañana siguiente, Laurence se despertó muy temprano al escuchar un altercado al otro lado de la puerta. Roland, que sonaba muy enojada a pesar de su voz clara y aguda, estaba diciendo algo en una mezcla de inglés y chino, idioma que Temerario había empezado a enseñarle.
—¿Qué demonios es ese ruido? —dijo Laurence en voz alta.
Roland apareció en la puerta, que ella misma mantenía entreabierta lo justo para asomar un ojo y la boca. Sobre sus hombros Laurence pudo ver a uno de los criados chinos que hacía gestos de impaciencia e intentaba tirar del pomo.
—Es Huang, señor. Está montando jaleo porque insiste en que el príncipe quiere que suba usted al puente enseguida. Yo le he dicho que ha hecho usted la guardia central y que acababa de acostarse.
Laurence suspiró y se frotó la cara.
—Muy bien, Roland. Dígale que voy.
No estaba de humor para levantarse. Al anochecer, al final de su guardia, otra barca visitante pilotada por un joven más atrevido que habilidoso había recibido una ola de costado. El ancla, que no estaba bien enganchada, se había soltado y había golpeado a la
Allegiance
por debajo, abriendo un buen agujero en la bodega y empapando buena parte de su grano recién adquirido. Al mismo tiempo, la barca se había volcado, y aunque el puerto no estaba lejos, los pasajeros llevaban ropajes de seda muy pesados y no podían volver nadando, de modo que tuvieron que pescarlos a la luz de las linternas. Había sido una noche larga y agotadora, y Laurence tuvo que mantenerse despierto durante varios turnos de guardia arreglando el problema hasta que al fin pudo acostarse a altas horas de la madrugada. Ahora se lavó la cara con el agua tibia de la palangana y se puso la casaca de mala gana antes de subir al puente.
Temerario estaba hablando con alguien. Laurence tuvo que mirar dos veces para darse cuenta de que ese alguien era en realidad un dragón, de un tipo que nunca antes había visto.
—Laurence, te presento a Lung Yu Ping —dijo Temerario cuando Laurence subió a la cubierta de dragones—. Nos ha traído el correo.
Al volverse para mirarla, Laurence descubrió que sus cabezas estaban casi a la misma altura: la dragona era más pequeña incluso que un caballo, tenía la frente ancha y curvada y el hocico largo y en forma de flecha, y un pecho muy profundo y alargado, que le daba proporciones de galgo. Era imposible que llevara a nadie sobre la espalda a no ser que fuese un niño, y no llevaba arneses, sino un delicado collar de oro y seda amarilla del que colgaba una especie de cota de malla muy fina que se ajustaba a su pecho y estaba sujeta a sus patas delanteras y garras por unos anillos dorados.
La malla estaba bañada en oro que contrastaba con su piel verde pálido. En las alas, de un verde más oscuro, tenía unas finas bandas de oro. El aspecto de las alas —estrechas, afiladas y más largas que ella misma— era también insólito, de modo que incluso cuando las mantenía dobladas sobre la espalda, las puntas arrastraban por el suelo tras ella como la cola de un vestido.