—Estamos en la M60 —dijo Samson. Era el cinturón de circunvalación que rodeaba Mánchester—. Tenemos que bajar por Stockport y luego saldremos a la autovía que nos llevará hasta Peak District. —En el último momento se tragó un «creo» que le habría gustado añadir—. A partir de allí, tenemos que continuar unos… siete u ocho kilómetros…
—De acuerdo —convino John—. Esto será más difícil de lo que parece en el mapa, Samson. Tenemos que tomar la carretera correcta que nos lleve a Peak District, o al menos la carretera que a Sherman le parecía correcta. Él tampoco estaba muy seguro de dónde se encuentra la cabaña.
—Lo sé —dijo Samson en tono angustiado—. Ojalá lleguemos a tiempo.
Dejaron atrás la autopista y continuaron por la autovía, en la que apenas encontraron tráfico. Frenaron de repente en cuanto vieron un aparcamiento en una zona desde la que partían excursiones que invitaban a adentrarse en Peak District. Incluso descubrieron un rótulo que indicaba una carretera que llevaba hasta las turberas. John no tenía ni idea de si estaban en el camino correcto o si la autovía los había llevado demasiado hacia el sur. Peak District. Las palabras sonaban inofensivas. Uno se imaginaba una zona delimitada, restringida. En realidad tenían frente a ellos varios kilómetros de prados, montañas y turberas. John sabía que si tenían mala suerte podían pasar días enteros andando por ahí sin llegar a acercarse siquiera a la cabaña que buscaban.
En cualquier caso, debían empezar por alguna parte y el aparcamiento parecía un lugar tan bueno como cualquier otro.
Por supuesto, no había nadie más aparte de ellos. John estacionó el coche, encendió la luz interior y le echó una ojeada al libro.
—Es muy probable que esta sea la carretera correcta —comentó—. En cualquier caso es la que aparece en el mapa. Sabe Dios si es la correcta.
Era una carretera estrecha, pero hasta cierto punto estaba despejada y llevaba hasta un aparcamiento a través de un pequeño bosque que daba paso a unos campos despejados que se abrían a ambos lados. Había nieve hasta donde llegaba la vista que, a pesar de la oscuridad, les permitió orientarse un poco. La nieve era una bendición y constituía su única esperanza. John tenía muy claro que no tenían ninguna posibilidad de encontrar una cabaña cerca de algún camino forestal. Si Gillian y Tara habían podido llegar hasta allí en coche, ellos tendrían que abandonar la búsqueda. Pero gracias a la nieve se habrían visto obligadas a abandonar el coche a un lado de una carretera despejada y eso reducía el tamaño del pajar en el que estaban buscando el alfiler. O aumentaba el tamaño del alfiler.
Su única esperanza era encontrar un Jaguar aparcado en algún lugar.
John se aferró a esa posibilidad mientras avanzaban por aquel paraje solitario, oscuro y frío.
¡Ya estamos aquí, Gillian! ¡Por favor, resiste amor mío!
Cuando la mirada de Samson se volvió hacia él, John se dio cuenta de que no había pensado esas palabras.
Las había dicho en voz alta.
10
Había bloqueado las puertas del coche por dentro y se había tendido en el asiento trasero tapada con la gruesa manta de lana que había sacado del maletero. A pesar de los cálidos pantalones que llevaba puestos, del anorak forrado y de la manta que se había echado por encima, el frío volvía a ser insoportable. Se abrazaba las piernas con fuerza y las tenía tan encogidas que las rodillas casi le quedaban a la altura de la boca, pero ni siquiera de ese modo fue capaz de controlar el temblor que sacudía todo su cuerpo. Tenía la impresión de que el coche también tiritaba y se movía con ella. A pesar del miedo que sentía, incluso se vio obligada a sonreír al imaginar la estampa que ofrecería un coche aparcado de noche en un paraje nevado y sacudiéndose de arriba abajo.
Pero la hilaridad no duró más que un instante. La situación en la que se encontraba le infundía mucho miedo.
No paraba de pensar si estaba haciendo lo correcto. Quizá debería haber seguido andando hacia Mánchester con la certeza de que tarde o temprano encontraría a alguien, en una granja, conduciendo una quitanieves, o tal vez incluso un excursionista o un esquiador de fondo. Sin embargo, sabía que eso no sucedería hasta la mañana siguiente y para eso faltaban aún diez o doce horas que no estaba segura de poder aguantar. Estaba absolutamente agotada, le dolían las piernas y el cuerpo le pedía a gritos unas horas de sueño. El peligro de morir en el intento era demasiado evidente: si sucumbía a la tentación de echarse sobre la nieve para descansar unos segundos, su destino quedaría sellado.
Jamás volvería a despertarse.
En ese sentido, el plan de llegar hasta el coche para cargar fuerzas y emprender el camino por la mañana sin duda había sido el más sensato. Lo que no había esperado era que dentro de ese espacio aislado hiciera tanto frío. No obstante, envuelta por el asiento y la manta quizá lograría almacenar algo de calor corporal para reducir al menos un poco el riesgo a morir de frío.
Fuera, se enfrentaba a una muerte segura por congelación, mientras que ahí dentro solo era una posibilidad.
En esos momentos no podía esperar más.
Entretanto había vuelto a sopesar la idea de regresar a la cabaña para recoger la maldita llave del coche, pero descartó esa posibilidad enseguida. Sin duda Gillian habría calculado que volvería cuando había cogido la llave, puesto que de lo contrario no habría tenido sentido que lo hubiera hecho. Eso significaba que Gillian se habría preparado para ello y, por consiguiente, esa posibilidad de volver supondría una verdadera imprudencia. Tara no quería exponerse al riesgo de que Gillian, llevada por el pánico y el miedo a morir, la golpeara con un cajón de la cómoda o algo por el estilo. Podía esperar ahí dentro hasta echar raíces, si quería.
No conseguía imaginar cómo Gillian podría salir de la cabaña, era algo imposible, pero había conocido a tantos chiflados que prefirió conservar la navaja en la mano mientras permanecía tendida en el asiento de atrás, por si acaso. La pistola la había dejado bajo el felpudo. Quedarse dormida con un arma cargada cerca del cuerpo le parecía demasiado peligroso. Buscando a tientas por el maletero había encontrado un trozo de alambre. Le dio forma de lazo y lo mantuvo agarrado con la otra mano.
Había creído que su mayor problema durante las horas nocturnas sería no dejarse vencer por el agotamiento y caer en un sueño profundo del que no fuera capaz de despertarse, pero en esos momentos constató que era incapaz de dormirse. A pesar de lo agotada que estaba, le pasaban tantas cosas por la cabeza al mismo tiempo que no conseguía relajarse. Se lo había contado todo a Gillian, esa niña malcriada por unos padres cariñosos y sobreprotectores que no tenía ni idea de cuáles eran las verdaderas tragedias de este mundo. Le había hablado de Ted Roslin y del rastro de sangre que ella, Tara, había dejado a su paso en el intento de encontrar paz consigo misma. De esa manera lo había revuelto todo y allí estaba ella entonces, tendida en el asiento de atrás, notando los latidos del corazón en la cabeza. Con los ojos cerrados volvió a ver imágenes que, en la mayoría de los casos, no había querido volver a rememorar. Intentó alejarlas de su mente y se obligó a establecer un plan ordenado y bien estructurado que tendría que cumplir a rajatabla tan pronto como regresara a Londres. En el despacho le esperaba una gran cantidad de trabajo, el martes siguiente tenía una vista importante y, una semana más tarde, otra para la que tenía que estudiar a fondo una montaña de expedientes que la horrorizaba con solo pensarlo. Además, tenía que encontrar tiempo para dejarse caer por el piso de Liza. Aquella mujer llevaba demasiado tiempo sin hacer nada. Se encontraba provisionalmente segura respecto a su marido, su torturador, pero a partir de entonces el peligro acechaba también desde otras direcciones: el anhelo por ver a su hijo. La soledad. La sensación de que su vida tendía peligrosamente hacia una completa falta de perspectivas.
Tenía que denunciar de una vez a ese condenado hombre, pensó Tara. Desde hacía varias semanas soñaba con presentar ella misma la acusación contra Logan Stanford. Eso le proporcionaría un placer increíble. Sin embargo, debía estar segura de que Liza no se echaría atrás. Conocía a esa clase de mujeres. Eran veleidosas.
Le había contado a Gillian el primer encuentro que había tenido con Liza, en el servicio de señoras de un hotel, durante una fiesta de cumpleaños. Tara no creía en las casualidades. Fue cosa del destino que tuviera que ir al aseo justo en el momento en el que la esposa del Caritativo estaba intentando, entre lágrimas, ocultar un ojo morado con maquillaje. Tara se había dado cuenta enseguida de lo que sucedía. Lo habría sabido incluso en el caso de no haber visto la lesión. Las víctimas de la violencia se reconocen entre sí, incluso cuando su estado es aparentemente indemne. Se nota en el aura. Cuando alguien ha sufrido un acto de violencia, lo sigue llevando como un abrigo por encima de los hombros, como una envoltura aplastante. El martirio de Liza Stanford había aparecido ante Tara como un signo de exclamación de color rojo chillón.
—Pero ¿por qué no iniciaste una investigación contra él de inmediato? —le había preguntado Gillian.
Tal vez se le podía disculpar la pregunta. ¿Por qué motivo tendría que haber sabido cómo funcionan realmente esas cosas?
—Es ella quien debe acabar con él, no yo. Tiene que aniquilarlo con ganas, con todas sus fuerzas. Solo de ese modo podrá encontrar de nuevo el camino de vuelta a la vida.
Dios, qué manera de gastar saliva para intentar que Liza lo denunciara. Denúncialo. Mételo en chirona. Acaba con él. ¡Maldita sea, devuélvele todo lo que te ha hecho! ¡Muéstrale que se ha equivocado metiéndose contigo!
Por desgracia, Liza seguía el patrón clásico de las víctimas. Estaba paralizada por el miedo y era incapaz de tomar una decisión. Lo haré. No, no puedo. No lo sé, tengo miedo. ¿Qué debo hacer?
Le había contado a Tara el calvario que estaba sufriendo y había sucedido algo extraño: mientras acompañaba a Liza hasta el fondo de ese abismo, parecía que se le abrían varias puertas que Tara había mantenido cerradas durante años para protegerse del temor que ella misma sentía. Se abrieron de golpe y desvelaron imágenes y sentimientos con los que había esperado no tener que volver a enfrentarse. Llegó un momento en el que apenas era capaz de diferenciar cuál de las dos había tomado a la otra de la mano para guiarla a su horror personal. Y cuando más desesperada se había sentido por las dudas de Liza, Tara se dio cuenta de que ella no era mucho mejor. Ella también se había desanimado a la hora de saldar cuentas y se había hundido en la mierda con la esperanza de no llegar a apestar demasiado. En ese momento se dio cuenta del veneno que llevaba acumulado en su interior. Y de que aún había alguien esperando a que pusiera las cosas en orden.
No se refería a Ted Roslin. Ese trozo de escoria que había fingido amar a esa niña a la que maltrataba había muerto mucho tiempo atrás y con gran sufrimiento aquejado de un cáncer de próstata y de demencia precoz.
Lucy Caine-Roslin. Su madre. La mujer que la había traicionado. En todos esos años, no había aclarado las cosas con ella. De vez en cuando había acudido a Gorton para visitarla y plantarle frente a las narices con cierta satisfacción los éxitos profesionales que había alcanzado. La universidad, los resultados brillantes de los exámenes, el empleo como abogada en Mánchester, el ascenso a fiscal en Londres. Sus ingresos, su apariencia. Llegaba a Reddish Lane en su elegante Jaguar, vestida de forma impecable y alardeaba de sus logros creyendo que eso le permitiría encontrar la paz interior. Pero había sido demasiado cobarde para contarle lo que había sucedido. Por eso no había conseguido encontrar esa paz interior que tanto buscaba.
Se dio la vuelta sobre el estrecho asiento de atrás en un intento de encontrar una posición algo más cómoda, aunque fue en vano. Pensaba en ese oscuro día de noviembre en el que había regresado a Mánchester.
Un fin de semana. Liza todavía no se había marchado de casa, pero la situación entre ella y Logan se agravaba por momentos. El pasado de Tara se había despertado a fuerza de oír continuamente las historias de Liza y no podía seguir reprimiéndolo.
Ya había oscurecido cuando hubo llegado a casa de sus padres pero no había visto luz tras los postigos de las ventanas. Había temido que su madre no estuviera en casa, aunque le había parecido poco probable: desde la muerte de su segundo marido, Lucy se había retraído mucho. Apenas salía de casa, no iba a visitar a nadie. Solo salía para comprar comida y, una vez por semana, para acudir al cementerio a visitar las tumbas de sus maridos. De lo contrario pasaba el tiempo limpiando la casa, viendo melodramas en la televisión o poniéndose al corriente acerca de los incidentes de la casa real con las revistas del corazón. Nunca parecía descontenta ni infeliz. Aquella mujer que de joven no había concebido la posibilidad de vivir sin un hombre, con la edad se había hecho a la idea de su situación. Se las arreglaba sorprendentemente bien con la soledad.
Como siempre, Tara había encontrado la puerta cerrada de golpe. Lucy estaba en el salón, junto a una ventana que daba al patio y al taller. Por supuesto, Lucy estaba sentada mirando la televisión mientras tejía uno de esos tapetes o mantas de ganchillo que luego ponía por toda la casa. Llevaba puesta una chaqueta de punto, gruesa y suave, y unas zapatillas de piel, porque en su casa siempre hacía bastante frío. Lucy solía ahorrar en los gastos de calefacción. Sobre la mesa que tenía delante, había una tetera llena.
La mujer se había alegrado de ver a su hija, aunque con la típica contención con la que solía expresar sus emociones. Puesto que en el comedor no había ningún tipo de calefacción, Lucy y Tara habían puesto la mesa en la cocina. Tara había llevado comida china y una botella cara de vino tinto que había comprado en Londres. Lucy no tardó en tener las mejillas sonrojadas y los ojos brillantes
—Parece que sea Navidad —afirmó.
Tara se inclinó hacia delante. Había tomado unos sorbos de vino, pero apenas había tocado la comida. No tenía hambre.
—Mamá, he venido para hablar contigo —dijo Tara. A pesar de haber estado tiritando poco antes, se dio cuenta de que en ese momento le ardía todo el cuerpo—. Hay algo sobre lo que tenemos que hablar.
Lucy la miró con ingenuidad
—¿Sí?
—Ted —dijo Tara—. Ted Roslin.