—Hablas de lo que careces, vejete, le contestaba el gallardo joven, con una mano en la cintura y la otra jugueteando desdeñosamente la punta del acero contra el filo de la espada del padre de Inés.
—¿Añadirás el insulto al daño, mendaz?
—¡Vive Dios! Vendiste tu hija al Señor. ¿Ése es tu honor?
—A ti te falta, caballero, al mencionar siquiera tal prueba, pues honor es silencio sobre cuanto daña el honor ajeno.
—Honor es apariencia, vejete, y hasta la apariencia te arruina.
—Honor es respetar el sello de una carta; y tú abriste la mía valiéndote de un picaro que a ti y a mí nos cobró su infidencia.
—Dícese que honor es severo cumplimiento de deberes, y tú has faltado a todos: el que le debes al Señor, por haberte engrandecido, el que te debes a ti mismo, por gratitud, y el que le debes a tu hija, si honor también es honestidad y recato de las mujeres.
—Diose al Señor y a Dios, supremas honras de la tierra y del cielo; tú la sedujiste, sin título ni honra: eso te reclamo.
—Agradece que, mancillada, le otorgara mis favores.
—¡Monstruo, vil bellaco!
—Honor es gloria que sigue a la virtud, señor Comendador de Calatrava, la cual trasciende a las familias, personas y acciones mismas del que se la granjea: mayor es el mío al seducir que el tuyo al entregar, y mayor hazaña…
Pensativo, el usurero sevillano bajó la guardia y apoyó la barbilla sobre la empuñadura de la espada: —Consideremos.
Rió Don Juan, lanzando alegremente la espada al aire y tomándola de nuevo, al vuelo: —Consideremos.
El viejo y el joven se sentaron en el primer escalón de los treinta y tres que conducían del llano a la capilla.
—Dices que la honra es apariencia, murmuró el Comendador.
—Para los demás; no para mí, que la fama pública en nada sabría dañar el alto concepto íntimo que de mi propio honor tengo.
—¿Luego nadie es ofendido sino de sí mismo?
—Tal dicen los maestros de la ética: no os puede todo el mundo hacer injuria, cuando no os tocan en el ánimo, pues éste sólo lo puede dañar uno mismo.
—Pues para mí tengo que cada uno es hijo de sus obras y no de su linaje. Dice Platón que ningún rey hay que no sea venido y haya tenido su principio de muy bajos, y ningún bajo tampoco que no haya descendido de hombres muy altos. Pero la variedad del tiempo lo ha todo mezclado, y la fortuna lo ha abajado o levantado. ¿Quién, pues, es el noble? Y contesta Séneca: Aquel a quien naturaleza ha hecho para la virtud. Tal es mi caso, señor Don Juan, que mi honra descansa en mi virtud, mi virtud en mis obras, y mis obras en mi hacienda.
—Así, quitarte tu hacienda es quitarte tu obra, tu virtud y tu honra.
—Perderla, caballero, sería perder mi propio ánimo. Y todo lo perderé si no me devuelves esa carta.
—Aguarda: ¿antes perderías la vida o el honor?
—Dígote: si cada uno es hijo de sus obras, cada uno puede ser cabeza de linaje; mas no hay linaje sin hacienda, ni honra y gloria para toda la vida y aun después de la muerte, pues las obras nos procuran la fama que nos sobrevive. Don Juan: devuélveme mi carta.
—¡Vive Dios, que necias interpretaciones das a la moral! Pues en estos reinos se tiene por sabiduría que al rey la hacienda y la vida se ha de dar; pero el honor es patrimonio del alma, y el alma sólo es de Dios.
—Y tú, Don Juan, ¿prefieres el honor o la muerte?
—El honor no se me da un higo; y en cuanto a la muerte, de aquí allá hay gran jornada.
—Don Juan: creo que podemos entendernos. Devuélveme mi carta y salva así mi hacienda, mis obras, mi virtud y mi honor, pues nada te importa el tuyo.
—Pero sí me importa mi vida, vejete.
—No la expongas, entonces.
—No entiendes, miserable. Ésta es mi vida: lance que inicio, de amor o duelo, es lance que termino airoso: vivo para el placer, no para Dios, el rey, la hacienda, la virtud, las obras, el linaje o el honor.
—Témeme; me vengaré de ti, aun después de muerto.
—Pues si a la muerte aguardas la venganza, es bueno que ahora pierdas la esperanza.
Azogado, se incorporó el usurero; sereno, Don Juan.
—¡Devuélveme esa carta, Don Juan, o por mi honor, te lo juro…!
—¿Qué, vejete? ¿Me atravesarás con tu débil brazo?
—Moriré con honor…
—Con honor se nace; pero tú…
—Con honor se muere, también…
—¿Tan largo me lo fiáis?
—¡Toma pues, cabresto!
El viejo se lanzó contra Don Juan con la espada por delante; Don
Juan lo ensartó al vuelo, como mariposa, y así detuvo la frágil silueta del Comendador, como una sombra atravesada, al aire…
Escuchóse un grito desde la celosía monjil; Don Juan, con un latigazo de la muñeca, zafó de su acero el cuerpo del viejo, que cayó sin ruido sobre el granito de la capilla, y sin ruido escabullóse detrás del altar, seguido por el amedrentado Catilinón, exaltado el sirviente por el miedo y también por la novedad de estos códigos, razones y ceremonias incomprensibles de la gente de alcurnia, rumbo a las galerías, los patios, las mazmorras, los escondites de la servidumbre, Azucena, Lolilla; hincóse y persignóse velozmente el picaro al pasar frente al altar y allí repitió, haciéndolas suyas, las palabras de su amo:
—No se me da un higo…
Cuando la monja Inés entró corriendo a la capilla y se hincó, llorando, junto al cuerpo inerte de su padre, el Señor emergió de las sombras y se acercó a la lamentable pareja.
Inés levantó la mirada llorosa, besó la mano del Señor que se alzaba, largo y pálido, junto a ella, e imploró:
—Oh, Señor, Señor, mirad a este pobre viejo, muerto, desperdiciada toda su vida de afanes y cuidados, muerto apenas alcanzó la honra por la que tanto se esforzó, Señor, si en algo os he complacido, complacedme ahora a mí; prometedme que en Sevilla levantaréis una estatua sobre la tumba de mi padre, un mausoleo de piedra que perpetúe, en la muerte, el honor que tan pasajero le resultó en vida…
—Nada me cuesta esa prenda, Inés. La hacienda de tu padre pasará ahora a mi peculio.
La monja colgó la cabeza, sin soltar la mano del Señor:
—Os dije una noche que regresaría a vuestro lecho por mi voluntad. Mi corazón necesitaba vaciarse. Llenadlo de vuelta. Es ahora mi voluntad.
—Mas no la mía.
—¿Cómo podré agradeceros, entonces, la honra que a mi padre diste?
—Tomad este anillo. Id con él a vuestra superiora, la madre Milagros. Decidle que es mi orden que en horas veinticuatro se tapice de espejos una de las celdas monjiles.
—¿De espejos, Señor?
—Sí. No faltan aquí. Todos los materiales del mundo han sido traídos a esta obra. Mas yo preferí la piedra al espejo, corno la mortificación a la vanidad. Ha llegado la hora de los espejos. Que de ellos cubran toda una celda: paredes, suelos, puertas, techos, ventanas. Que no quede una pulgada sin reflejo. Luego, Inés, seducirás a ese muchacho llamado Juan y allí le conducirás.
—Oh, Señor, Don Juan nada quiere de mí, ni de mujer alguna por segunda vez.
—Entonces le seducirás por tercerona. Conozco a una. Deja que regrese. Ahora anda en comisión mía.
—Oh, Señor, hay algo peor… Un embrujamiento me ha cerrado los labios de mi pureza, volviéndome a la condición de virgen…
El Señor comenzó a reír, como no había reído nunca, como si estas acciones le devolviesen no sólo la juventud, sino que le transformasen el carácter; rió, primero suavemente, luego a carcajadas; rió, riendo, que nunca había reído. Y entre carcajadas le dijo a Inés:
—Pues mira que para tu mal también tengo cura. Muchos virgos ha remendado la madre Celestina; ahora, por primera vez, demostrará su arte en operación contraria: te lo descoserá, bella Inés…
—Déjame sacar bien las cuentas, Ludovico; quiero razonar; ¿dices que treinta y tres meses y medio duró cada uno de los sueños de cada uno de los tres muchachos?
—Treinta y tres meses y medio.
—Que son dos años, nueve meses y quince días…
—Que son mil días y medio…
—Razón te pido, Ludovico…
—La vida fue más corta.
—Pudieron durar mil días y medio los sueños de Flandes y el mundo nuevo…
—Pero el sueño fue más largo.
—…mas no el sueño de La Mancha…
—Dos durmieron: nada entendió y nada quiso el que todo lo recordó: el andariego de La Mancha.
—Te digo que nada recordó ese muchacho; encontró a un viejo loco en un molino, se toparon con una cuerda de galeotes, lo capturaron, lo supliciaron por agua, no hubo tiempo de más…
—Mil días y medio duró el sueño de La Mancha…
—No es cierto, Ludovico; las acciones no coinciden con el tiempo que dices; no entiendo tu aritmética…
—Aritmítica, Felipe. Entre la aventura del molino y la aventura de los galeotes, sobre la carreta, por los caminos, mil aventuras y media vivimos con el caballero de la triste figura. Cada día narró una historia diferente, Cómo fue armado caballero. La estupenda batalla con el vizcaíno. El encuentro con los cabreros. La historia que un cabrero contó sobre la pastora Marcela. Los desalmados yangüeses. La llegada a una venta que tomamos por castillo. La noche con Maritornes. La aventura del cuerpo muerto. La rica ganancia del yelmo de Mambrino. La aventura de la Sierra Morena. La penitencia de Beltenebros. La historia de la hermosa Dorotea. La novela del curioso impertinente. La brava y descomunal batalla contra unos cueros de vino tinto. La aparición de la infanta Micomicona. El discurso de las armas y las letras, que se llevó un día entero, con su noche. La historia del Cautivo. La historia del mozo de muías. La aventura, de los cuadrilleros. El encantamiento de nuestro pobre amigo. La pendencia con el cabrero. La aventura de los disciplinantes. El encantamiento de Dulcinea. La aventura con el carro de las Cortes de la Muerte. El encuentro con el Caballero de los Espejos. La aventura de los leones. Lo sucedido en la casa del Caballero del Verde Gabán. La aventura del pastor enamorado. Las bodas de Camacho el rico. La cueva de Montesinos. La aventura del rebuzno. Y la del retablo de Maese Pedro. La famosa aventura del barco encantado. La bella cazadora. El desencantamiento de Dulcinea. La llegada al castillo de los Duques. La aventura de la Dueña Dolorida. La venida de Clavileño. La ínsula Barataría, y lo que allí sucedió al escudero de nuestro amigo. Los amores de la enamorada Altisidora. La dueña Rodríguez. La aventura de la segunda Dueña Dolorida. La batalla contra el lacayo Tosillos. El encuentro con el bandido Roque Guinart. El viaje a Barcelona y la visita a un maravilloso lugar donde por encantamiento se reproducen los libros. El Caballero de la Blanca Luna. Cuando el caballero se hizo pastor. La aventura de los cerdos. La resurrección de Altisidora. El regreso de nuestro amigo a la aldea de cuyo nombre no quería acordarse, pues estrecha prisión era para sus magníficos sueños de gloria, justicia, riesgo y belleza.
—Cincuenta cuentos has mencionado, y me hablaste de mil días y medio…
—Cincuenta cuentos son cuentos sin cuenta, Felipe. Pues de cada cuento salieron veinte, que así salen las cosas a deshora o intempestivamente, a las veinte, y cada cuento contenía otros tantos: el cuento narrado por el caballero, el cuento vivido por el caballero, el cuento que le contaron al caballero, el cuento que el caballero leyó sobre sí mismo en la imprenta de Barcelona, la versión oral y anónima del cuento contada antes de que existiese el caballero, como pura inminencia verbal, la versión escrita en los papeles de un cronista arábigo, y la versión, basada en aquella, de un tal Cicle Hamete; la versión que, con la furia del caballero, ha escrito apócrifamente un sinvergüenza de nombre Avellaneda; la versión que el escudero Panza cuenta sin cesar a su esposa, hartándola así de intangibles espejismos como de rudos refranes; la versión que el cura le cuenta al barbero para matar las horas largas de la aldea; y la versión que para resucitar las mismas horas muertas, le cuenta el barbero al cura; el cuento como lo cuenta ese escritor frustrado, el bachiller Sansón Carrasco; la historia que, desde su particular punto de vista, anda contando sobre todos estos sucesos Merlín el mago; la historia que se cuentan entre sí los gigantes desafiados por el caballero, y la fantasía que han fabricado las princesas desencantadas por él; el cuento contado por Ginés de Parapilla como parte de sus memorias eternamente inacabadas; lo que don Diego de Miranda, mirándolo todo desde el ángulo de la amistad, asienta en su diario; el cuento soñado por Dulcinea, imaginándose labradora, y el cuento soñado por la labriega Aldonza, imaginándose princesa; y, finalmente, el cuento escenificado una y otra vez, para regocijo de su corte, por los Duques en su teatro de resurrecciones…
—¿Y qué logró ese enloquecido caballero repitiendo veinte veces cada una de sus cincuenta aventuras y las versiones de sus aventuras a ustedes?
—Sencillamente, aplazar el día del juicio, que fue recobrar la razón, perder su maravilloso mundo, y morir de científica tristeza…
—Entonces la fatalidad, de todos modos, le venció…
—No, Felipe; en Barcelona vimos sus aventuras reproducidas en papel, por centenares y a veces miles de ejemplares, gracias a un extraño invento llegado de Alemania, que es como coneja de libros, pues metes un papel por una boca y por la otra salen diez, o cien, o mil, o un millón, con los mismos caracteres…
—¿Los libros se reproducen?
—Sí, ya no son el ejemplar único, escrito sólo para ti y por tu encargo, iluminado por un monje, y que tú puedes guardar en tu biblioteca y reservar para tu sola mirada.
—Mil días y medio, dijiste, pero sólo has dado cuenta de cincuenta (lientos en veinte versiones: falta un medio día…
—Que jamás se cumplirá, Felipe. Es la infinita suma de los lectores de este libro, que al terminar de leerlo uno, un minuto después otro empieza a leerlo, y al terminar éste su lectura, un minuto más tarde otro la inicia, y así sucesivamente, como en la vieja demostración de la liebre y la tortuga: nadie gana la carrera, el libro nunca termina de leerse, el libro es de todos…
—Entonces, mísero de mí, la realidad es de todos, pues sólo lo escrito es real.
Contó más tarde el Señor su extraña experiencia en la escalera de los treinta y tres escalones, y cómo cada peldaño devoraba un largo tranco de tiempo, de tal manera que quien los ascendía perdía su vida pero ganaba su muerte, su metamorfosis en materia y su resurrección diabólica en cuerpo de bestia: más valía, así, perpetuar el pasado y recrearlo en mil combinaciones que extinguirse en la pura linearidad de un futuro sin fin.