Terra Nostra (107 page)

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Authors: Carlos Fuentes

Tags: #Relato

BOOK: Terra Nostra
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Llegáronse el Señor y la trataconventos al patio conventual del palacio, y luego se encaminaron por uno de los largos pasillos flanqueados de celdas. Ante una de ellas se detuvo la madre Celestina, tapóse la boca con un dedo, abrió sigilosamente la ventanilla de Judas de la puerta y pidió al Señor que se asomara.

Autor de esta obra, incitador de este acto, el Señor dio un paso atrás, llevóse ambas manos a la boca, presa de un deleitoso pavor, al mirar lo que miraba a través de la estrecha apertura: el acoplamiento bárbaro de Don Juan y Doña Inés, embozados ambos, él con el lujoso manto de brocados, ella con los pobres trapos de la vieja Celestina, pero levantados manto y traperío hasta las cinturas, hundido el miembro del joven caballero hasta lo más hondo de las suaves y redondas carnes de la novicia, fornicando los dos sobre piso de espejos, revolcándose los dos, ella de placer, él de furia, abiertos los ojos de la mujer, cerrados los del hombre, gozando ella, y evitando él, mirarse en piso de espejos, muros de espejos, ventanas de espejos, puerta y techo de espejos, bocabajo él, negando mirarse en el piso, bocarriba él, mirándose en el techo, cerrando otra vez los ojos del rostro oculto bajo la manta, condenado para siempre a mirarse o evitar mirarse amando a la misma hembra: reproducido mil veces, infinitas veces, en los reflejos de los reflejos, cielo, tierra, aire, fuego, norte y sur, oriente y poniente de espejos, murmurando ella su placer interminable, fuego escondido, agradable llaga, sabroso veneno, dulce amargura, deleitable dolencia, alegre tormento, dulce y fiera herida, blanda muerte: dulce amor; y él repitiendo las palabras que ella decía, sin quererlo ni saberlo.

—Con las uñas de un ala de drago la desvirgue de nuevo, dijo la madre Celestina, y armé la boca de su placer con doble fila de dientes de pescado, y en el fondo de su coso metí cristal molido, y luego bañé su montecilio con gotas de sangre de murciélago, y la cosí con hilado delgado como el pelo de la cabeza, igual, recio como cuerdas de vihuela, que así el caballero sentiría que la tomaba por primera vez, creyendo que era yo, vieja virgen, y vendrá el día, Señor su mercé, en que en los espejos no se reconocerán…

Septima jornada

—Hoy es el séptimo día, dijo el Señor. ¿Volverás a ver, Ludovico? ¿Abrirás los ojos?

—Ya te lo dije, depende de ti…

—Entonces, ¿qué esperas de mí?

Ludovico alargó el brazo para tocar a Celestina. La muchacha vestida de paje tomó la mano del ciego y Ludovico habló pausadamente.

—Hace veinte años, el azar reunió en la playa del Cabo de los Desastres a cuatro hombres y una mujer. Conociste entonces nuestros sueños. Nos explicaste por qué serían imposibles. No nos contaste el tuyo. No pudimos decirte por qué sería, también, imposible.

—¿Eso quieres que haga ahora?

—Aguarda, Felipe. A Pedro le dijiste que su comunidad de hombres libres sería derrotada: para sobrevivir, los comuneros se verían obligados a actuar igual que sus opresores. La libertad sería su meta, pero para alcanzarla, deberían emplear los métodos de la tiranía. Luego nunca serían libres.

—¿No hubiese sido así? ¿Y no habría sido peor esa opresión que la mía, puesto que yo no tengo que justificar mis actos en nombre de la libertad y ellos, en cambio, sí? Yo puedo ser excepcionalmente benévolo; ellos no. Yo puedo condonar una falta porque nadie puede pedirme cuentas; ellos no; serían condenados por los demás. Si reprobable es la tiranía de un solo hombre, ¿cómo no habrá de serlo la de una multitud, que sólo multiplica, sin diluiría, la opresión del tirano solitario? Yo puedo juzgar a los hombres considerando que dentro de cada pecho, como dentro del mío, luchan un ángel y una bestia: ellos no, pues la herejía de la libertad es hija de la herejía ma— niquea, que todo lo concibe en irreconciliables términos de bien y mal. Preferible es, Ludovico, mi ilustrada discreción despótica al deformado celo libertario de la chusma, pues peor opresión es ésta que aquélla.

—¿No darías una sola oportunidad al sueño de Pedro?

—¿Me dio una sola oportunidad el sueño de Pedro a mí? Además, ese viejo ha muerto, ahogado aquí, alanceado allá, lo mismo da…

—Afuera de tu palacio se reúnen los aliados de Pedro. Creiste deshacerte de sus hijos entregándolos a la voracidad de tus mastines. Pero ahora Pedro tiene más hijos que nunca. Tus obreros descontentos. Los hombres de las ciudades, ofendidos por tus caprichosos decretos. Las razas perseguidas, moros y judíos, que son tan parte de esta España como tú o yo, como castellano o aragonés, como godo, romano o celta. Aquí han nacido, crecido y muerto, aquí han dejado trabajo y belleza, templos y libros. No hay otra tierra de este viejo mundo que posea ese don: ser la casa común de tres culturas y tres fes distintas. En vez de perseguirles y expulsarles, busca la manera de que convivan con cristianos y los tres eslabones harán tu verdadera fortaleza.

—Ésta es mi fortaleza, este palacio, construido como custodia de dos sacramentos que son uno solo: mi poder y mi fe. No quiero el caos, el cancro, la Babel que me propones…

—Más allá de las murallas de tu necrópolis y de su severa fachada de unidad, Felipe, otra España se ha gestado, una España antigua, original y variada, obra de muchas culturas, plurales aspiraciones y distintas lecturas de un solo libro…

—El libro de Dios sólo puede leerse de una manera; cualquier otra lectura es locura.

—Sin que tú te percataras, muchos hombres han ido ganando palmo a palmo sus derechos humanos contra tu derecho divino. No te percataste, encerrado aquí, como no te enteraste de la quiebra de tus arcas y debiste acudir a un usurero hispalense…

—Las palabras y las cosas deben no sólo coincidir: toda lectura debe ser lectura del verbo divino…

—Entérate: tal ciudad defendió el santuario dado a un perseguido…

—…pues en escala ascendente todo acaba por confluir en el ser y la palabra idénticos de Dios…

—Entérate: tal otra arrancó fuero contra el capricho real a uno de tus antepasados…

—Dios, Dios, causa primera, eficiente, final y reparadora de cuanto existe.

—Entérate: la de más allá comenzó a reunirse en asambleas del pueblo para debatir y votar…

—Y así, la visión del mundo es única…

—Entérate: la de más acá acordó libertad a los siervos emancipados de la gleba…

—Todas las palabras y todas las cosas poseen un lugar para siempre establecido y una función precisa y una correspondencia exacta con la eternidad divina…

—Entérate: ésta conoció un juez que dictó justicia de acuerdo con las leyes y no el capricho, y los hombres abrieron los ojos…

—El mundo del hombre y el mundo de Dios se expresan a través de una heráldica verbal enriquecible, combinable, interpretable, sí, pero al cabo inmutable, Ludovico…

—Entérate: aquélla dijo secretamente de tus mandatos: obedézcanse, mas no se cumplan.

—Pero todo enriquecimiento, combinación o interpretación de las palabras nos llevan siempre a la misma perspectiva jerárquica y unitaria, a una lectura única de la realidad. Y fuera de este canon, toda lectura es ilícita.

—Entérate: el pueblo de España, poco a poco, en secreto, ha gestado las instituciones de la libertad.

—Oh Dios, Ohdios, ohdiosoh, odioso…

—Reúne en haz estos hechos dispersos. Verás cómo germina la planta de la libertad. No la destruyas. Dale esa oportunidad al sueño de Pedro.

—¿Qué habré ganado?

—Nuevo mundo será España, mundo de tolerancia y prueba de las virtudes de un humano trueque. Y sobre este mundo nuevo de aquí, podremos todos fundar un verdadero nuevo mundo allende la mar; y hagamos allá lo mismo que aquí: convivir con la cultura de aquellos naturales.

—Sueñas, Ludovico; y no miro convivencia posible con idólatras y antropófagos.

—No han sido mejores nuestros crímenes en nombre de la religión, el poder dinástico y la ambición bélica. Si te muestras tolerante aquí, seguramente serás persuasivo allá. Como la moral de Quetzalcoatl fue pervertida por el poder de allá, la de Jesús ha sido pervertida por el poder de aquí. ¿No podemos volver juntos, ayunos de terror y esclavitud, a esa bondad original, aquí y allá?

—¿Dices que de mí depende todo esto?

—Si abres tus brazos a cuantos con ánimo de rebelión se han reunido en tejares, forjas y tabernas de esta obra, en los burgos cercanos y entre los capítulos de las procesiones que hasta aquí trajeron a tus antepasados.

—Obreros y burgueses, moros y judíos dices que me rodean y amenazan. Esto ya lo sé. ¿También hay religiosos rebeldes?

—Las treinta procesiones llegaron de muy lejos, de todos los extremos, de Portugal y de Valencia, de Galicia, Cataluña y Mallorca. A ellas se sumaron, disfrazados de frailes y de monjas, de mendigos y de peregrinos, los secretos adeptos de las viejas herejías va Ilienses, cátaras y adamitas. Estás rodeado, Felipe. ¿Les recibirás en paz?

—¿Qué cosa habría de ofrecerles?

—El gobierno común de este reino, contigo. Su libertad, pero tambien la tuya. Pues si nunca nos contaste tu sueño, aquella tarde a la orilla del mar, bien nos dejaste ver tus temores.

—No los tuve. Sabía lo que hacía. Le demostré a mi padre que era digno de sucederle, acrecentar el poder y culminar la unidad. ¿Quieres que ahora lo sacrifique todo a la dispersión que me amenaza?

—No estás solo. Yo tengo tres hijos. Tú tienes tres hermanos.

—¿Los usurpadores, Ludovico?

—Los herederos que no tuviste, Felipe.

—Y que no quise.

—Felipe, mi vida no sería mi vida sin ti: ese amor te tengo. Reconoce a mis hijos, a tus hermanos, como la liga entre tu unidad solitaria y la comunidad plural. Son tres, recuerda : la unidad que crece sin perderse.

—Por caridad, Ludovico. Ténganme paciencia. Déjenme desaparecer en paz. Luego tómenlo todo, sin necesidad de rebeliones. Déjenme conocer mi propio destino hasta su conclusión…

—La nada no es un destino.

—Quizás lo sea el poder de la nada: mi privilegio.

—¿Ni eso compartirás?

—Di les a esos obreros descontentos, burgueses amotinados, moros y judíos y herejes excomunicados que, por amor, se dispersen y me dejen en paz, encerrado aquí, sin amor. No pido otra cosa.

—La rebelión es una manera de amar. Y tu destino ya no es tuvo: a pesar tuyo, lo compartes. Hagas lo que hagas, esos tres muchachos ya lo han desviado al llegar hasta aquí, nada será igual a como tú lo pensaste antes, nada será igual a como tú lo quisiste antes…

—Mundo inmóvil…

—La noticia del nuevo mundo lo ha puesto en movimiento. El mundo nuevo ya existe en la imaginación o el deseo de cuantos escucharon o supieron lo que dijo el tercer muchacho…

—Vida breve…

—Alargóla el segundo muchacho, cumpliendo su destino de loco sagrado, encontrando la continuidad dinástica en la más humilde, despreciada y deforme de las mu jeres, Barba rica, el ser más digno de amor que habita tu palacio, Felipe, y encendiendo, al unirse en matrimonio, la chispa de la rebelión, ensanchando la vida a la dinastía de todos los hombres: extrañas vías del destino que ya no es sólo tuyo, Felipe…

—Gloria eterna…

—Arraigóla el primer muchacho en el placer inmediato, el deseo convertido en acto, la pasión radicada en el presente… Felipe: el monje Simón soñó con un mundo sin enfermedad ni muerte. Tú le contestaste con el sueño de tus temores: una soledad inmortal.

—Dije entonces que si la carne no puede morir, el espíritu moriría en su nombre. Yo negaría la libertad de los hombres y los hombres no podrían cambiar la esclavitud por la muerte. Así derrotaría el sueño de Simón.

—Y añadiste que vivirías para siempre encerrado en tu castillo, protegido por tus guardias, sin atreverte a salir, temiendo conocer algo peor que tu propia, imposible muerte: la centella de la rebelión en los ojos de tus esclavos.

—Dices que hoy me rodea y que no es centella, sino fogata. Ya ves: no la temo.

—No, dijiste algo distinto. Trata de recordar conmigo. Una conversación en la playa, hace veinte años. No, no temerías a la marejada simple e irracional de lo numeroso, sino a la rebelión que dejase de reconocerte. A nadie matarías. Sólo decretarías la inexistencia de todos. ¿Por qué no habrían de pagarte ellos con la misma moneda? Ésta sería la venganza del mundo: te asesinaría olvidándose de que existes.

—¿Pido otra cosa? Pero los rebeldes de hoy, Ludovico, me reconocen, puesto que me desafían. . ,

—Es quizás tu ultima oportunidad. Si tú no les reconoces, se cumplirá tu atroz sueño. Serás un fantasma en tu castillo.

—¿Pido otra cosa? Te olvidas de que la otra vez los mandé matar.

—Te quiero tanto como te odio, y no sé explicarme esto. Condenaste mi sueño a un orgullo solitario y estéril. Tenías razón. La gracia del conocimiento adquirido por un solo hombre puede matar a Dios, pero puede matar también a quien la obtiene. Hoy, casi diría que mi odio hacia el egoísmo de la ciencia es capaz de arrojarme otra vez en brazos de la abominable creencia en el Dios cristiano. Te he contado mi historia. No seguí el camino que tú dijiste aquella tarde. La fortuna me unió misteriosamente al destino de tres niños y a la sabiduría de muchos hombres en muchas partes. Esto aprendí: la gracia es un conocimiento compartido. Nadie puede guardarla para sí solo. El conocimiento compartido es la verdadera creación, frágil siempre, mantenida por muchos anhelos, errores, júbilos, miedos, pérdidas inesperadas y súbitos hallazgos. No puedo separarme a mí mismo de las tres vidas que protegí, de las conversaciones con el doctor en la sinagoga del Tránsito, del sueño que tuve en la azotea de Alejandría, de los diez años que acaso viví con los ciudadanos del cielo en el desierto de Palestina, de las palabras del mago tuerto de Spalato, de la visión del teatro de Valerio Camillo en Venecia, de la cruzada del espíritu libre en Flandes, de nuestro encuentro con el viejo del molino de viento y de las historias que nos contó, del sueño de mi tercer hijo en el mundo nuevo y de la compañía de ambas Celestinas, la de entonces y la de ahora. Cuanto sé soy yo más estas vidas, estas historias y estas palabras. Te las ofrezco para ofrecerte, a través de todos estos hechos, ideas y destinos sumados hoy, aquí, lo que pocos hombres han tenido, Felipe: una segunda oportunidad…

—Pobre Celestina. Soñó tanto con el amor pleno. ¿Alguna vez lo conocimos? ¿Lo tuvimos los tres, al amarnos aquellas noches en el alcázar? ¡Qué excitación, Ludovico! Asesinar de día y amar de noche. Allí culminó mi juventud; quizás, mi vida…

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