—Alalé, moza, ¿a quién engañas? Virgo de hembra sé oler a la legua, pues pocas vírgenes, a Dios gracias, has tú visto en esta villa, de quien yo no haya sido corredora de su primer hilado. En naciendo la muchacha, la hago escribir en mi registro, y esto para que yo sepa cuántas se me salen de la red. Engañarás al mundo entero, mas no a la madre Celestina, que si no he renovado mil virgos, no he renovado ninguno; y el tuyo me trae tufillo de bendición, que nadie te lo ha tocado y eso está mal, muchacha, no seas avarienta de lo que poco te costó. ¿Cómo te escapaste de mi registro? ¿Eres forastera? Óyeme, chicuela, he perdido las muelas, mas no el sabor del amor, que se me quedó en las encías. Y si virgen eres, confíate a mí, que cuando nace ella, nace él, y cuando nace él, ella, y a nadie le falta pareja en este mundo, sabiéndola hallar, y un ánima sola ni canta ni llora, una perdiz sola, por maravilla vuela, y no hay cosa más perdida, hija, que el mur que no sabe sino un horado: si aquél le tapan, no habrá donde se esconda del gato. ¿Quién quiere honra sin provecho? Anda ya, cámbiate ese hábito machorro y muestra al mundo lo que Dios te dio, que adivino excelsas formas bajo tu fúnebre gabán. En buenas manos has caído…
—Celestina, le dijo la muchacha, moviendo los labios llagados…
—Celestina, sí, contestó la vieja envuelta en negros trapos que todo le ocultaban salvo el rostro y las manos, veo que mi fama cunde, y si a tus ojos es mala, pregúntate como yo, ¿habíame de mantener el viento?, ¿heredé otra herencia?, ¿tengo otra casa o viña? Mas mira que si para ti es mala, buena es mi fama entre hombres, vente caminando conmigo, hija, y mira cómo me saludan caballeros, viejos, mozos, abades de todas dignidades, desde obispos hasta sacristanes: vía derrochar bonetes en mi honor, como si yo fuera una duquesa… Oh malditas faldas, oh prolijas y largas, cómo me estorbáis de llegar…
—¿No me recuerdas?
—Hija, quien en muchas partes derrama su memoria, en ninguna la puede tener…
—¿Mis labios?
—¿Qué te pasó, hijita? ¿Te besó el demonio? Ven conmigo; te prestaré un velo mientras te los remiendo, que no hay cosa que no se cure con unto de sangre de cabrón y unas poquitas de sus barbas. Te digo que en buenas manos caíste al caer dentro de este pastelón podrido de Madrid, con vieja lapidaria que perfuma tocas, hace solimán, conoce mucho en yerbas, cura niños…
—Pero yo sí te recuerdo…
—¿Cómo va a ser, hija? Vieja me he parado. No hay quien me recuerde como fui, ni yo misma. Pero a ti te digo lo que tú me quisieras decir, y que otros te dirán un día: Figúraseme que eres hermosa; otra pareces; muy mudada estás. Hija: vendrá el día que en el espejo no te reconocerás…
—Recuerdo todo. He vivido recordándote, madre. Me dejaste tu memoria con tus besos y tus caricias. Crecí con un solo cuerpo y dos memorias. Y más profunda ha sido la memoria que tú me dejaste que la mía propia, pues con aquélla he debido vivir en silencio, veinte años, madre, sin poder hablar con nadie de lo que recordaba. Los niños. Los tres niños. Ludo vico. Felipe. El crimen del alcázar. Las noches de amor. El sueño de la playa. Los días en el bosque. El pacto con el diablo. La pernada. El Señor. La boda en la troje. Jerónimo.
La mujer embozada y chimuela se detuvo un instante, miró intensamente a la muchacha vestida de paje y dijo con gran tristeza:
—El que de razón y seso carece, casi otra cosa no ama sino lo que perdió. Loco es el caminante que, enojado del trabajo del día, quisiera volver de comienzo la jornada para tornar otra vez a aquel lugar. Mis necesidades, de mi puerta adentro me las paso, sin que las sienta la tierra. Y a tuerto o derecho, nuestra casa hasta el techo. Basta ya. Que no se diga de mí que doy paso sin provecho. ¿A dónde te diriges, hija, y qué hay en ello para mí?
—Vamos todos en procesión al palacio que se construye en la meseta, donde el más grande Señor de esta tierra, el príncipe don Felipe, ha levantado las tumbas de sus antepasados, y allí espera sus despojos.
—¿Despojos, dices, palacio? ¡Esfuerza, esfuerza, Celestina, no desmayes, que nunca faltaron rogadores para mitigar tus penas! ¿Cuántos cadáveres son?
—Treinta, dicen…
—Ay, yo que tanto me he fatigado andándome a medianoche de cementerio en cementerio, buscando aparejos para mi oficio, ni dejando cristianos, ni moros, ni judíos, cuyos enterramientos no visite; de día les acecho; de noche les desentierro; esta madrugada apenas le quité siete dientes a un ahorcado con unas tenacicas de pelar cejas; ¿daste cuenta de lo que me cuentas? Ve, sigue tu camino, que yo prepararé mis útiles, excusaréme de mis deudos, dejaré todos mis asuntos en manos de mis parciales Elisia y Areusa, que no por jóvenes son menos putas redomadas, sobadas y adobadas, y ellas cuidarán de mis negocios como de cosa propia, y seguiré tu olorcillo de virgen, que ojalá lo pierdas pronto, y buscarte he en ese lugar que dices; chitón, muchacha, que aunque lo sepamos para nuestro provecho, no lo publiquemos para nuestro daño, ¡gocemos y holguemos, que la vejez pocos la ven, y de los que la ven ninguno murió de hambre!
Muchos años después, caminando por las galerías desiertas del palacio, tapándose los ojos con una mano para evitar el daño de la luz que alcanzaba a filtrarse por los emplomados blancos, el Señor recordaría sus últimos encuentros con los compañeros de su juventud, Ludovico el estudiante, ciego por voluntad, calvo y de cargadas espaldas, vestido como un mendigo, el rostro avejentado por los afanes de la memoria y la interrogación, Celestina, sí, Celestina, no, joven, no tan joven, tan parecida a la otra, la muchacha embrujada que los dos amaron veinte años antes, pero no, no tan parecida, una ilusión, un conjunto de rasgos, talla, ademanes que no resistían una mirada cercana: una semejanza nacida de la posesión o del recuerdo…
Ludovico y Celestina, veinte años después. Un goce sombrío iluminaba el pálido rostro de Felipe; todo lo sabía; todo volvía a ser una sucesión de interrogantes; preguntó cuanto ya sabía, durante siete jornadas; permanecieron en la alcoba, allí comieron, allí durmieron, a horas fijas se acercaron alguaciles y botelleros, camareros y guardias; a muy temprana hora ofició la misa fray Julián, mas el Señor pidió gran soledad en las noches de la capilla; siete jornadas: el Señor recordó la narración alternada de Ludovico y Celestina: el número siete, la fortuna, la progresión de la vida, el tiempo camina sobre siete ruedas.
—La enfermedad…
—Las mujeres del pueblo, húmedas de sobacos y anchetas de caderas, contagiaron a tu padre.
—El mal…
—Tu padre me contagió cuando me tomó la noche de mi boda en la troje.
—La corrupción…
—Celestina te pasó el mal de tu padre cuando la tomaste para tí, conmigo, en el alcázar del crimen.
—Entonces también te contagió a ti…
—Yo no volví a tocar a mujer alguna.
—Yo no toqué a mi esposa…
—¿Amaste carnalmente a otra?
—A una novicia que luego amó a uno de estos que llamas tus hijos…
—Mis hijos son incorruptibles…
—Mas son hijos de la corrupción: hermanos…
—Por su destino, no por su sangre.
—No, Ludovico, por lo menos dos de ellos son hijos de mi padre…
—¿Cómo saber?
—El hijo de Celestina es hijo de mi padre.
—Copulé con tres viejos en el bosque, Felipe; contigo, con Ludovico; con el demonio…
—No sería tan oscuro el enigma si los tres hubiesen nacido al mismo tiempo y del mismo vientre, como todos los hermanos antiguos.
—Y el hijo de la loba es hijo de mi padre…
—Pero éstos… mi voluntad los ha hecho hermanos: mis hijos.
—Y si dos de ellos son hijos de mi padre, por fuerza el tercero debe serlo también…
—¿Quién es la madre del niño que Ludovico y yo secuestramos del alcázar?
—No sé, Celestina. Todos son hijos de mi padre. No hay otra ligazón posible…
—Había dos mujeres en la recámara donde le encontré.
—Y si son hijos de mi padre, los tres son mis hermanos…
—Una fregona.
—Los bastardos…
—Una joven castellana…
—¡Calla, Ludovico, por amor del cielo, calla!
Luego, para corresponder a la narración de Ludovico y Celestina, el Señor les contó la muerte de su padre y el voluntario sacrificio de su madre, la mutilación de la mujer y su decisión de vivir siempre acompañando el cadáver embalsamado de su marido.
Al caer la noche, salió a la capilla que imaginaba desierta para serenar su ánimo orando ante el altar y el cuadro de Orvieto, cuando escuchó a sus espaldas unas terribles maldiciones, miró hacia la doble fila de las tumbas y, hurgando entre ellas, distinguió una encorvada figura de mujer que sin respeto parecía amonestar a los restos:
—¡Malhaya! ¡De mal cancro sean comidos! ¡Suden agua mala, y mala liendre les mate! ¿Quién se me adelantó a robar estas ricas tumbas?
El Señor la tomó del brazo y le preguntó quién era; la mujer embozada cayó de rodillas, miró al Señor y pidió disculpas; llamábanla la madre Celestina, mujer más honrada no había en toda España, que preguntara su majestad en las tenerías a lo largo del Manzanares, que su palabra era prenda de oro en cuantos bodegones había; honrada y devota, que en peregrinación había venido hasta este santo lugar, de larga y bien ganada fama, a adorar las santas reliquias de los antepasados del Señor; y aunque la primera en hacerlo, no sería la última, pues tan insigne mausoleo atraería a las, multitudes, deseosas de compartir la pena del Señor y hacer homenajes a sus duelos.
Arrancó el Señor el capuz que ocultaba el rostro de la mujer; supo que era ella, la muchacha de la boda en la troje, la embrujada Celestina que su padre violó porque él, Felipe, no tuvo arrestos para hacerlo y su virginidad guardaba para la prima inglesa, la infanzona de bucles de tirabuzón y almidonadas enaguas: Celestina sin memoria de nada, trasladado cuanto vivió y supo a la otra, la mujer vestida de paje que le aguardaba con Ludovico a unos pasos de aquí, en la recámara; Felipe ataba cabos, Felipe se reanimaba, su proyecto contra el mundo recuperaba fuerzas, Celestina, una imprevista aliada, ella no le recordaba, él recomponía el rostro juvenil detrás de esa máscara avejentada por la codicia, la promiscuidad, la gula, el vino, la mirada alerta y maliciosa que nada recordaba, en verdad, porque vivía para el día, la carne hinchada, fofa y arrugada, la boca sin dientes, la nariz de quebradas venas: Celestina…
—Pero dices que alguien se te adelantó… ¿Quién?
—Mire vuesa mercé, que aquí falta una pierna, y aquí una cabeza, y aquí las uñas, y aquí el alacrán…
—¿Quién?
Escucharon llanto y suspiro; Celestina tomó de la mano al Señor, llevóse un dedo a los labios y ambos caminaron entre los sepulcros reales, hasta detenerse al lado del que pertenecía al padre de Felipe: allí lloriqueaba y gemía Barbarica sobre la tumba abierta y en ella reposaba, sobre los restos del antiguo Señor putañero, el nuevo príncipe bobo traído hasta aquí por la Dama Loca. Espantóse la enanita al ver al Señor y a la madre Celestina; santiguóse, unió las manos en plegaria al cielo y a la tierra, no me castiguéis, Señor, miradle cómo se me ha dormido mi esposo, que nada le devuelve en sí, sino que allí está, como amenguado, y vuestra Señora Madre nos prometió vuestro trono, pero mal lo hemos de ocupar el lejano día de vuestra desaparición, Señor mío, que Dios guarde por muchos años, si mi soberano esposo se queda alelado para siempre aquí, sobre los restos embalsamados de vuestro Señor Padre, miradle allí…
Felipe acarició cariñosamente la cabeza de Barbarica:
—¿Quieres en verdad reinar, monstruito, o prefieres unirte para siempre a tu amante?
—Oh, Señor, las dos cosas ambas, si a vuesa merced pluguiese.
—No puedes, Escoje una sola.
—Oh bondadoso príncipe, entonces quedarme para siempre con él…
—¿Conoces el monasterio de Verdín?, le preguntó el Señor a la madre Celestina.
—No hay monasterio. Señor, donde no tenga frailes deudos míos.
—¿Eres discreta?
—Pierda cuidado, munificente príncipe, que no soy yo como aquellas que empicotan por hechiceras, que venden las mozas a los abades…
—¿Sabes qué pasa en Verdín?
—Que es lugar de encamados, Señor, donde todos los que se cansan de la vida o la vida se cansa de ellos, viejos fatigados, jóvenes sin ilusiones, familias deshonradas, se meten en la cama y hacen promesa de no levantarse jamás, hasta que se los lleve la Parca con los borceguíes por delante. En suma, que quien hasta allí llega, hace voto de meterse entre sábanas y no levantarse más, y es maravilla ver a padre, madre, hijos y a veces hasta fámulos, encamados unos al lado de los otros, suspirando unos, llorando otros, éste fingiendo que duerme, aquélla rezando la Magnífica en voz alta, unos evitando mirar a los demás, otros mirándose ensimismados o con sonrisas enigmáticas, los viejos implorando pronto tránsito, los jóvenes pronto acostumbrándose a llevar esta vida, hasta creer que no hay otra: el mundo de afuera es una pura ilusión. Nadie dura mucho. La muerte se apiada de quienes la imitan.
—Allí llevarás a este muchacho, dormido ya, y a la enana, con escolta y cédulas que te daré…
—¡Pero que sea en la misma cama!, chilló Barbarica, quien atendía con creciente deleite las razones que pasaban entre el Señor y Celestina.
—Siendo honrada, pobre soy, murmuró la madre Celestina, y cuando se cierran las bocas, ruego que se abran las bolsas…
El Señor arrojó una pesada taleguilla a los pies de la madre Celestina, diose media vuelta y se fue de regreso a la alcoba. La remendadora y la enana se arrojaron sobre la bolsa, disputándosela, mas Celestina, de un coz, tendió en el suelo a Barbarica y del puño de la enanita salió rodando una lustrosa perla negra.
—¿Conque tesoros guardas, remedo de hembra?
—¡Es la perla Peregrina, que mi ama me obsequió!
—Huele a caca.
—¡Es mía!
—¡Daca esa perla, asna coja!
—¡Que es mía, trotera vieja!
—De otro coz te duermo, hedionda, y de una vez me los llevo dormidos a encamar a los dos, tú y tu atreguado marido… ¡Cargados de hierro y cagados de miedo!
Mis hermanos, murmuró el Señor; tus herederos, le contestó Ludo vico y Felipe asintió: mi madre así ha proclamado a uno de ellos, pero Ludovico negó, no puede ser uno solo, los tres, y el Señor dijo con voz muy baja, opacada por la angustia, ¿la dispersión otra vez, la guerra de hermanos contra hermanos, la parcelación del reino, la pérdida de la unidad representada por mi persona y mi palacio: yo, este lugar, la cima?