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Authors: Carlos Fuentes

Tags: #Relato

Terra Nostra (11 page)

BOOK: Terra Nostra
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Detrás del carro funerario se agita, torcida, una comitiva de mendigos contritos, sollozantes, rebozados, de cuyos ocultos harapos emergen las manos sarmentosas y llagadas que ofrecen escudillas vacías al sol extinto; los más osados corren a veces, se adelantan a pedir una tira de la carne de los conejos y son repelidos con coces. Pero pueden ir y venir, correr, retrasarse en el camino. No así la otra muchedumbre, ceñida por otra guardia armada con ballestas, que camina arrastrándose penosamente, mujeres vestidas con sedas largas y rasgadas, ocultando el rostro con un brazo o ambas manos, hombres morenos y de negra mirada, tragándose con dolor las estrofas de un canto que queda aprisionado en las tensas gargantas, los hombres de largas barbas enmarañadas y largas cabelleras sucias, cubiertos con andrajos, dolientes, intentando ocultar el redondo parche amarillo cosido sobre sus corazones, y entre ellos, mirando al cielo, circula un monje que canturrea, convertirse han a la tarde, y habrán hambre como perros, y andarán cercando la ciudad…

Y detrás de los pordioseros y los cautivos, un paje vestido todo de negro camina lentamente y repite un ritmo sofocado, como el de los pies, las ruedas y las herraduras sobre la arena, sobre el tambor cubierto de terciopelo negro. Las calzas negras, las negras zapatillas de cuero, los guantes negros que sostienen los palos del negro tambor: sólo el rostro del paje brilla, en medio de tanto negrura, como una uva de oro. Una tez delgada y firme —estás seguro; al ver al paje verdaderamente vuelves a ver, dejas de entender un rumor descriptivo que a veces suple tu mirada—, naricilla levantada, ojos grises, labios tatuados. Mira fijamente hacia adelante. Las puntas de cuero de los palos del tambor definen (o sólo recogen) el cántico solemne que flota sobre la procesión, Joannae Reginae, nostrae refrigerii sedem, quietis beatitudinem, luminis claritatem, el canto general de la procesión que combate y sofoca el canto del monje entre los cautivos, habrán hambre como perros, convertirse han a la tarde.

Tanto temiste que alguien te preguntase, ¿quién eres?, sin que tú supieras qué nombre pronunciar, que ahora no te atreves, por miedo al temor ajeno, a formularle la misma pregunta al paje de los labios tatuados que avanza al ritmo sofocado del tambor. Primero te sentiste confuso y permaneciste hincado sobre la arena, de espaldas al mar, viendo pasar la caravana; luego te levantaste rápidamente; el polvo envolvía el desfile, creando la ilusión (acentuada por las sombras largas, moribundas) de una lejanía que estaba desmintiendo al tiempo; por un momento, pensaste que perderías para siempre —o que sólo lo soñabas desde la playa ; o que ésta era otra imagen propia de la muerte por agua y el sepelio marino en un desastre soñado— la compañía de esa larga fila, a la vez fúnebre y festiva, de cebollas, alabardas, caballos, palanquines, mendigos, cautivos árabes y hebreos, palanquines, himnos, féretro y atambor.

Te levantas y corres hasta tocar el hombro de la última figura del cortejo, el paje vestido de negro, que no voltea la cabeza para mirarte, que prosigue su camino al ritmo del tambor, que quizás te está desafiando a que tú le preguntes, ¿quién eres?, a sabiendas de que tú ya sabes que él sabe que tú temes hacer la pregunta y recibir la respuesta. Corres como si la distancia que te separa de la caravana pudiese medirse en tiempo y no en espacio. Corres pero no dejas de hablarle a esa parte de ti que no reconoces. Insensato de ti; hace siglos que no ves tu propia imagen en un espejo; cuánto tiempo ha pasado sin que te reconozcas en una imagen gemela; cómo sabes si la tormenta que te arrojó a estas playas no borró tus facciones, si el corposanto no incendió tu piel, si las olas no te arrancaron la cabellera, si la arena no llagó para siempre tus labios y tus ojos. Tormenta y espada; corposanto y gusanos; olas y pólvora; arena y hacha. Extiendes tus brazos enredados en algas: cómo puedes saber qué figura ofreces al mundo y cómo puede verte el mundo a ti, náufrago, huérfano, pobrecito desgraciado de ti.

El atambor no voltea a mirarte y tú no te atreves a preguntarle nada. Tocas de nuevo su hombro, insensible a tu llamado. Corres frente a él y sus ojos te traspasan como si tú no existieras. Saltas, gruñes, caes de rodillas y vuelves a levantarte, moviendo los brazos como astas; el paje imperturbable sigue su camino, el cortejo vuelve a dejarte atrás.

Ahora corres al filo de las dunas, sobrepasas al atambor, a los musulmanes y a los judíos, a los mendigos y a los alabarderos de a caballo y con un movimiento veloz, imprevisto por la guardia montada, trepas al carruaje fúnebre y apenas tienes tiempo para mirar, bajo el caparazón de vidrio, ese lecho de seda negra, acolchada, decorado a cuatro bandas por flores de brocado negro, donde yace una figura azulenca, con grandes ojos abiertos y la piel de una ciruela plúmbago; un perfil prógnata, los labios gruesos y entreabiertos, un medallón sobre la camisa de seda, un gorro de terciopelo; los alabarderos ya están encima de ti; sus manos te toman del cuello y de los brazos, te arrojan sobre la arena y un golpe de fierro te abre el labio inferior; saboreas tu propia sangre, sonríes, idiotamente satisfecho de esta prueba de tu existencia; y el monje preceptor de cautivos también se acerca, con grandes aspavientos, a tu figura postrada, te reclama para sí, ¿cómo te llamas?, tú no sabes responder, el monje ríe, qué importa:

—Dirá llamarse Santa Fe o Santángel, Bélez o Paternoy, de seguro es marrano, converso, no admitirá ni eso, dirá ser cristiano viejo, pero yo que le miro cara de hereje judaico relapso, cara de perro hambriento y digo que a mi cauda debe quedar, para hacerle probar podrida carne de cerdo, y ver si le da gusto o le da asco, cara de marrano converso le veo, falso cristiano, judaizante vero, a mi cauda quede, a mi cauda…

Los mendigos no se habían percatado de tu presencia, seguramente porque en nada te diferencias de ellos; ahora se han detenido, mientras el monje te marranea, husmeando la violencia provechosa, oliendo tu sangre con más acierto que el monje. Se miran entre sí con guiños biliosos, se chupan las encías agrietadas, menean las cabezas tiñosas indicando la novedad, clavan las estacas en la arena y corren hacia donde tú te encuentras, postrado y sangrante, rodeado de alabarderos, con el celoso monje revoloteando cerca de ti, y sobre las cabezas y entre las piernas y abrazando las cinturas de los soldados y gritando al oído del monje, te miran, te escupen, te amenazan con los puños:

—¿Quién es?

—Un náufrago…

—Que no, un herético, dice este monje…

—Mira tú, Santurde, mira a la playa…

—¿Quedan restos?

—Que no.

—Que sí.

—Que veo cofres y botellas y pendones.

—¿Ves gato en la playa?

—Que no.

—¿Ves otro hombre en la playa?

—Que no.

—Ni gato ni hombre: corre a recoger los restos.

—Que este hombre es náufrago.

—Mátalo a palos.

—Que los restos son suyos.

—¡A palos te digo, cojón! Si no sobreviven ni hombre ni gato, los restos son nuestros. Es la ley.

—Que es herético.

—Que es marrano.

—Que es cautivo.

—¿Para qué darle de comer a una boca más?

—Vaya papeleo que si es hijo de Alá o de Mosé; el cuento de nunca acabar. A palos.

Levantan las estacas de la arena, las agitan en el aire, las meten entre los huecos de piernas y brazos de los alabarderos y el monje, te pican las costillas, te amenazan entre carcajadas y chillidos desdentados y escupitajos mientras los alabarderos te arrastran a lo largo del arenal, pateándote, injuriándote, los mendigos gruñen entre dientes, el monje regresa a su rebaño de prisioneros, y tú eres arrastrado en dirección del lento y pequeño carruaje con las cortinillas corridas.

Monólogo de la viajera

«Señor caballero, sea usted quien sea, permanezca quieto y agradecido. Ha ido usted demasiado lejos. Quisiera perdonar su indiscreción atribuyéndola a una juventud que aún no aprende a respetar el misterio ajeno.

»El misterio de los demás, señor caballero, es por lo común el dolor que no compartimos o no comprendemos.

»Guarde silencio y escuche.

»No intente correr las cortinillas para verme.

»Guarde silencio y escuche...

»¡No intente verme! Se lo digo por su bien más que por el mío.

»No sé quién es usted ni a dónde se dirige.

»Lo que ahora le cuento será olvidado apenas nos separemos.

»Esto será cierto, aunque viva usted mil años más tratando de recordarlo.

»Es inútil; sólo viajamos de noche; desconoce usted la excepción que le ha permitido encontrarnos de día; siempre he temido que un accidente de esta naturaleza se interponga en mi camino; gracias a Dios, ni un atisbo de luz puede penetrar esta carroza; las cortinas son gruesas, el vidrio está sellado con plomo y pintado de negro; es un milagro, señor caballero, que se pueda respirar aquí adentro; pero a mí me hace falta muy poco aire; me basta el que se reúne aquí mismo durante el día, cuando reposo en los monasterios y los criados limpian mi carruaje.

»Aire y luz. Los necesitan los que aún cultivan el engaño de sus sentidos. Ante todo, señor caballero, le diré lo siguiente: largos años de preceptiva nos han enseñado que sólo podemos fiarnos de nuestros cinco sentidos. Las ideas florecen y se marchitan velozmente, los recuerdos se pierden, las esperanzas nunca se cumplen, los sentimientos son inconstantes. El olfato, el tacto, el oído, la vista y el gusto son las únicas pruebas seguras de nuestra existencia y de la refleja realidad del mundo. Usted lo cree así. No lo niegue. No necesito verle o escucharle; pero sé que su pobre corazón palpita en estos instantes gracias a la ambición de sus sentidos. Quisiera usted olerme, tocarme, oírme, verme, quizás besarme...Pero yo no le importo, señor caballero; yo le intereso sólo como una prueba de que usted mismo existe, está aquí y es dueño de sus propios sentidos. Si yo le demostrara lo contrario...

»¿Quién es usted? Yo no lo sé. ¿Quién soy yo? Usted no lo sabe.

Pero creo que sólo sus sentidos podrán comprobar una y otra identidades. A cambio de sus sensaciones, a fin de preservarlas con su preciosa distinción, que para usted no es diferente de una vana y voraz afirmación de la vida que fue creada para usted y no usted para la vida, me sacrificaría sin pensarlo dos veces: sigue creyendo que el mundo culmina en su propia piel, no lo niegue; sigue pensando que usted, usted mismo, pobre caballero, es el privilegio y suma de la creación. Es lo primero que deseo advertirle: abandone esa pretensión. Cerca de mí, sus sentidos le serán inútiles. Usted cree que me escucha y que escuchándome puede actuar sobre mí o contra mí. Deténgase un instante. No respire, porque dentro de esta carroza no hay aire. No abra los ojos, que no hay luz. No intente escuchar; las palabras que le estoy dirigiendo no se las estoy pronunciando a usted. Usted no me escucha, usted no puede escuchar nada, ningún rumor puede penetrar el vidrio sellado de esta carroza, ni siquiera los himnos que he ordenado cantar, ni siquiera el tambor que debe anunciar la congoja de nuestro paso...

»Hemos salido de nuestro hogar y debemos pagar el precio del prodigio: el hogar sólo será pródigo si lo abandonamos en busca de los abandonos que su costumbre nos niega. El exilio es un homenaje maravilloso a nuestros orígenes. Ah, sí, señor caballero, veo que usted también anda en el camino y sin brújula. Quizás nos podamos acompañar, de aquí en adelante. Ahora el tiempo ha perdido su compás; es la primera vez que viajo de día y eso significa dos cosas. Que nos hemos encontrado por casualidad. Y que ahora debemos seguir rodando hasta recobrar todos los minutos perdidos por el accidente: hasta que vuelva a terminar la noche. El regidor debe mostrarse confundido. Su deber es marcar los horarios con el reloj de arena que perpetuamente apoya contra su rodilla (¿no lo vio usted?: viaja en un palanquín modesto; las gafas le resbalan por la nariz) y ayer la arena, en vez de caer como de costumbre, del huso superior al inferior, invirtió el proceso, desafió la fuerza de las cosas y hubiese llenado en una hora el vaso superior si el infelice regidor, enemigo de las maravillas, no hubiese volteado en seguida el reloj para asegurar la normalidad de la medida. ¡Normalidad! Como si fuesen normales el origen del mundo, la alternancia de la luz y la sombra, la muerte del grano para que el trigo crezca, el cuerpo de Argos y la mirada de la Medusa, la gestación de las mariposas y de los dioses, y los milagros de Cristo Nuestro Señor. Normalidad: mostrádmela, señor caballero, y yo os señalaré una excepción al orden anormal del universo; mostradme el hecho normal y yo lo llamaré, por normal, milagroso.

»Desde entonces, como en el principio; desde que el regidor volteó el reloj de arena, nos gobernamos por las revoluciones, apariciones, desapariciones y posible inmovilidad de los astros que quizás exploten, nazcan, vivan y mueran como nosotros, pero que acaso sólo sean testigos congelados de nuestras andanzas y agitaciones. A ellos no los podemos dominar, señor caballero. En eso estará usted de acuerdo. Siga creyendo que puede dominar sus sentidos; no pretenderá dominar las menguas y crecimientos de la luna. Podemos manejar un reloj de arena que nos cabe entre las manos; no podemos hacer girar el disco del sol. Ahora no sabemos si hemos perdido o ganado un día. No nos queda más remedio que esperar la nueva salida del sol y entonces reanudar nuestra rutina, acercarnos a un monasterio, pedir hospitalidad, pasar allí el día, abandonarlo de noche...

»Pero el sol no penetra las ventanillas pintadas de mi carruaje. Estoy a merced de mis sirvientes. Estamos dependiendo de que ellos vean de nuevo el sol. Yo no puedo enterarme. No quiero. Llegaremos, cada amanecer, a un nuevo monasterio. Me bajarán de aquí envuelta en trapos, me conducirán a la celda sin ventanas, luego a la cripta debajo de la tierra; luego, nuevamente, a la carroza; siempre rodeada de sombras...Cuidémonos, señor caballero; estamos a merced de sus engaños. Ellos pueden inventar que han visto el sol. Pueden aprovecharse de nuestro constante apetito de sombras. Usted los vio esta mañana; no son gente de fiar. Viven de la costumbre, ve usted; pero el hábito sólo afecta a los individuos. Yo, señor caballero, vivo de la herencia. Y eso afecta a la especie.

»No es que sea gente mala. Al contrario; me sirven con devoción e incluso más allá de las exigencias habituales. Pero deben estar cansados. No nos hemos detenido desde que salimos huyendo del convento. Deben pensar que les he impuesto esta marcha como castigo por su equivocación. Los caballos deben traer espumas en los belfos. Los muleros deben tener los pies llagados. Quizás la comida se ha podrido. Quizás ni los moros y judíos acepten ya nuestras liebres y perdices, ni los mendigos siquiera. ¡Cómo deben sudar mis pobres alguaciles y damas de compañía!

BOOK: Terra Nostra
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