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Authors: Carlos Fuentes

Tags: #Relato

Terra Nostra (9 page)

BOOK: Terra Nostra
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Victoria de ellos, pero también de la sapiencia bélica, a la vez lúcida y helada, alumbrada por la fe, enfriada por la ciencia aprendida de su padre, del Señor: desbaratada la caballería pesada del enemigo, éste se amuralló en la ciudad protegida por altas torres y bastiones, el hondo foso y las aguas del río que, quebrándose en varias direcciones, formaba lagunas y pantanos alrededor de las murallas. Venció el Señor esta defensa natural; vio a los pesados jinetes ahogados en río y pantano, y sirvióse de viejas embarcaciones que estaban junto a la ribera, esperando el paso de ejércitos de a pie, para construir un rápido atajo, colocando una embarcación al lado de la otra y llenándolas todas de tierra; los veloces alemanes obtuvieron de los pescadores noticias de lugares donde la laguna podía cruzarse porque sólo llegaba a cintura de hombre; ligero, ligero avance contra la ciudad sitiada, désele de comer una medida de avena a cada caballo, pásense los capitanes y gendarmes del servicio de sus escuderos, ligereza, el enemigo ha perdido cuatro banderas en el combate fuera de los muros, atrinchérase en la villa, ligereza, plántense tablones para cruzar el río, hágase ruta de faginas sobre el pantano, el enemigo acecha y se defiende, corta los árboles de los bosques cercanos al río que podrían servirnos de refugio y escondite, pues hombre y árbol confúndense al caer la noche, trabajan los molinos de agua, los molinos tirados por caballos y los molinos de viento, gracias, Dios mío, arrecia el viento, y viento fuerte es incendio veloz, cabalguen los alemanes sobre el atajo de embarcaciones, sígales la infantería sobre los apretados haces de ramas y los tablones, incéndiense las chozas de paja en el falso burgo de extramuros, el enemigo construye ingeniosas trincheras, altas por dentro y bajas por fuera, ahora,—el negro humo del incendio envuelve a la ciudad sitiada, les impide vernos pero nosotros podemos ver los contrafuertes de la muralla, ahora, mineros de Asturias, cavad un panal de trincheras para acercarnos a la fosa de la ciudad, minad los bastiones con esta pólvora tan podrida que debemos trasladarla en sudarios, como a los muertos, ahora, desde la margen victoriosa del río, disparad los cañones, cae torre tras torre, cortina tras cortina, no cejemos, pasan los días, la ciudad resiste el sitio, pero nosotros olemos lo que pasa adentro: huele a cadáver de hombre y de bestia, los desertores se arrojan desde las torres destruídas a la laguna, llegan hasta nosotros, nuestra vanguardia ve salir de la ciudad a los pobladores expulsados y nos cuentan: somos burgueses pacíficos, el duque y sus herejes nos obligan a trabajar como peones en las reparaciones; y si nos negamos, somos fueteados en público; y si nos mostramos recalcitrantes, somos ahorcados; y si no aceptamos el pacto, somos arrojados de la ciudad a manos del enemigo, pues peor suerte considera el duque ésta que el fuete o la horca, y así os decimos que carece esta ciudad de provisiones y de armas, aunque no de coraje para defenderse, así sea con piedras y calderas de brea hirviente y flechas, pues arqueros y brazos abundan, pero no cañones, ni culebrinas, ni bastardas, y ordenó el Señor a sus tropas cubrirse con manteles para protegerse de las piedras y asegurar sus posiciones junto a las murallas heridas y las torres derrumbadas dentro de pequeños pardales y ¿así cubrirse tanto de la defensa como del ataque, de las piedras y flechas del duque como de los cañones y arcabuces del Señor, y a la caballería alemana ordenóle situarse en (a salida posterior de la ciudad, mientras la artillería terminaba por abrir la brecha en la muralla, volar las minas, demoler las torres y enerar gritando a la ciudad espantada: corrieron el duque y los herejes a escapar por su retaguardia, y allí esperábanles los alemanes con pistolas y dagas, espantables escuadrones de negro brillo en las corazas de los renanos y de cobrizo fulgor en las de los mercenarios del Danubio, y a cuchillo y pistola pasaron a los fugitivos; montaban y mataban los alemanes, cavaban y volaban los españoles, y a la una hora del mediodía el capitán de la Bandera de la Sangre la colocó en la más alta ruina de las torres devastadas, abriéronse las puertas y descendieron los puentes de la villa y el Señor hizo su entrada.

Esperaba un recibimiento triunfal, si no de la población indiferente a las acostumbradas guerras entre señores equiparables y soldados igualmente alquilables por uno u otro bando, al menos de sus propias tropas. Avanzó por las calles estrechas y desde las ventanas llovieron sobre su cabeza y sobre su corcel enjaezado nubes de pluma y tormentas de paja.

—¿Qué pasa?, ¿qué significa?, gritó el Señor desde el caballo a un capitán de su tropa viéndole salir de una de las casas, y el capitán, con el rostro congestionado, le dijo que los soldados españoles, dentro de las casas, destrozaban los lechos con los puñales, buscando el oro que, de acuerdo con la conseja bien sabida, atesoraba bajo sus almohadas esta raza de tacaños y usureros de los burgos del norte; de buena gana, los soldados hubiesen desfenestrado a los propios habitantes; pero éstos huyeron espantados y acaso dejaron olvidados sus ahorros. Al menos, eso creían los soldados. ¿No saben entonces que ésta es una cruzada de la fe y no una guerra de botín, no saben que entre todos los príncipes de la cristiandad el Papa me nombró Defensor Fides para erradicar esta herejía flamenca?, le preguntó el Señor al capitán y el capitán meneó la cabeza; cruzada o no, libran estas guerras muchos saldados comprados, Señor, pues nadie combate por gusto o sacrificio, sino porque la guerra es su profesión, y no les importa contra quién pelean, si hay botín y sueldo; el Señor podría arrastrar a esta cruzada a los campesinos de sus dominios; semejantes villanos saben manejar el arado, mas no la espada y mucho menos el arcabuz y la bastarda y el gran cañón que nos dio la victoria, alabado sea Dios, que gracias a su providencia no se dirá de nosotros como de los ejércitos desairados, que el honor militar tiene su trono colocado sobre los triunfos de los enemigos. Acepte con resignación el deshonor del saqueo, Señor, pues es prueba de la victoria, y que el honor de los vencidos sirva de pasto a los gusanos y a las moscas.

El capitán se alejó y sobre el Señor no llovieron esa tarde ni flores frescas ni aterrados burgueses, sino el relleno de almohadones y colchones destripados. Y en las calles los cadáveres eran devorados por los perros, antes que por los gusanos y las moscas que invocó el capitán. Preso de cólera, el Señor se detuvo frente a la catedral y pidió a los ballesteros de la guardia que abriesen de par en par las puertas de la magnífica construcción ojival, antiquísima tumba de mártires e iglesia colegiada; que ordenasen tañer las campanas y que así se convocase a un gran tedeum por la victoria contra los enemigos de la le. Los ballesteros se mostraron acongojados y hasta nerviosos; algunos se taparon las caras con las manos para no reír o para apartar el hedor de los cadáveres amontonados en el atrio. Era difícil saber la razón exacta. Las puertas fueron abiertas por los ballesteros mientras el Señor les contemplaba y se dijo sin poder ni deber mostrar su propia duda:

«Siempre ese momento de incertidumbre entre una orden y su ejecución...»

Y él mismo se vio obligado a taparse la nariz y la boca con un guante. La pestilencia de los cuerpos arrojados en la calle entró al encuentro de la hediondez excrementicia que salía de la catedral.

A lo largo de las naves, los soldados y jinetes alemanes reían; algunos cagaban al pie del altar, otros orinaban dentro de los confesionarios y los perros que entraban y salían del templo, insatisfechos con el banquete de carroña humana en las calles, aquí levantaban con la lengua el vómito borracho de la tropa. Los ballesteros, sin que el Señor lo ordenara, hicieron un movimiento brusco y agresivo. Se disponían a expulsar de allí a sus compañeros, a arrestarles, sí, o quizás sólo iban a avisar que él estaba de pie, mirándoles, desde la penumbra del umbral. Pero el Señor les detuvo con el signo de un dedo que luego se llevó a los labios.

Seguramente su deber era castigar primero a la guardia de ballesteros que no habían impedido la profanación y en seguida a los propios profanadores. Pudo más el impulso mortificado de apoyarse detrás de una columna en un rincón oscuro de la catedral. Con un movimento del brazo, ordenó a los ballesteros alejarse, salir de allí. Escuchó los pasos reticentes y, al cabo, el portón volvió a cerrarse y el Señor permaneció solo, con un sentimiento de íntima derrota que equilibraba la satisfacción de la gran victoria militar de esta jornada; se equivocaba ese anónimo capitán, mejor sentar el trono del honor sobre los triunfos de los enemigos, si los frutos de la victoria son este deshonor. Apoyó la cabeza contra la columna y se sintió sometido (¿me oyes, pobre Bocanegra?) a los repulsivos humores y a los escandalosos rumores del ejército de alemanes que habían ganado el día para la fe.

Era difícil ver bien lo que pasaba cerca del altar; por encima de las voces soeces o borrachas, se impuso el acento gutural de un jinete vestido de negro. Todos callaron y le escucharon. Y cuando terminó de hablar en lengua tedesca, sus compañeros gritaron vivas, muertes, empuñaron los sables amontonados, junto con las corazas de cobre y las corazas negras de la banda así llamada, al lado y encima de la mierda, negra o cobriza, al pie del altar; y en la densa oscuridad empezaron a agredirse a sablazos, profiriendo injurias, amenazándose de muerte, renanos contra austríacos, la banda negra contra los armados de cobre, aullando con un placer agónico, y como yo no podía verlos bien, perro, volví a cerrar los ojos y viajé hacia atrás, imaginé otras profanaciones y permití que esos ruidos y olores monstruosos acompañasen las imágenes redivivas de los cruzados franceses en Santa Sofía, donde bebieron de los copones sagrados y sentaron a una prostituta en el trono del patriarca mientras cantaban letrillas obscenas; y recordé la toma del templo de Jerusalén por los jinetes cristianos que cabalgaron por las naves sagradas con la sangre hasta las rodillas ; pero ésa era sangre de infieles, Bocanegra.

Sintió, apoyado contra la columna, un infinito cansancio. La victoria le había agotado. A él, sí; a los guerreros, no, no les había bastado, la batalla continuaba dentro de la catedral, los
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germanos pagaban más allá de todo deber su sueldo mercenario. Permaneció allí largo tiempo, con los ojos cerrados, secretamente fascinado (sí, Bocanegra, a ti te lo digo) por el espectáculo con el cual, estaba convencido (lo estoy), Dios humillaba el orgullo militar y proponía olvidar la victoria de las armas para recordarnos la siempre inacabada batalla por la salvación de las almas. Pues, ¿qué era esta guerra sino un combate del alma cristiana contra los herejes refugiados junto a los helados mares del norte; contra los últimos valdenses y cátaros disfrazados ahora bajo el nombre del padre Adán y que, llamándose adamitas, creían proceder como la primera criatura de Dios, antes de la caída?

—Es así que no habiendo nada peor que nuestro mundo, no puede haber purgatorio ni infierno, sino que la naturaleza pecadora del hombre, en la tierra y por la tierra ganada, debe purgarse aquí mismo, en la tierra; agotarse infernalmente en el exceso sexual, ya que por la sensualidad cayó el hombre, a fin de lavarse de toda tendencia de bestias y, al morir, unirse en pureza al cuerpo celestial; negamos pues que Jesucristo y sus santos, en la hora de la muerte, asistan a consolar las almas de los justos, ya que ningún alma abandonará la tierra sin grande dolor, pues de dolor fue la vida; y en recompensa, sostenemos que después de la muerte las almas no conservarán conciencia ni recuerdo alguno de lo que amaron en el siglo. Así sea.

Estas palabras dichas desde la oscuridad que rodeaba al Señor, le helaron; pensó primero que le hablaba uno de los tres mártires de Nerón allí enterrados; imaginó en seguida, al mirar hacia los silenciosos sepulcros de los llamados Gaius, Victoricus y Gerrnanicus, que la oscuridad misma le hablaba:

—Adán fue el primer Príncipe del mundo, y al darle la posesión de su estado se le intimó la pragmática de su acabamiento. Adán, el primer mandamiento de tu religión es: pecarás hoy con tu carne para mañana purificar tu alma y vencer a tu muerte. Tu cuerpo no resucitará. Pero si lo has agotado en el placer, tu alma pura se unirá a la de Dios y Dios será, y como Dios tu alma no tendrá memoria del tiempo vivido en la tierra. Y si no has fornicado, tu infierno será reencarnar en forma animal, una y otra vez, hasta agotar con instinto de bestia lo que no supiste vencer con inteligencia de hombre.

Los ojos del Señor penetraron las sombras y distinguieron a la figura que estas cosas decía. Separaron a la figura de las sombras, mas no a las sombras de la figura; el hábito, tan oscuro como este espacio capitular (y mi sueño redobla las sombras,) cubría todo el cuerpo, las manos y el rostro del desconocido, mientras afirmaba ante la trémula presencia del victorioso Señor:

—De León a la Provenza y de la Provenza a Flandes, la verdad ha encendido los cuerpos y de nada valdrán tus armas ni tus victorias. Más lejana es nuestra estirpe de predicadores que la tuya de príncipes; de Bizancio salimos, por la Tracia y la Bulgaria erramos y por ignorados caminos llegamos hasta España, Aquitania y Tolosa; tu antepasado Pedro el Católico mandó quemar nuestras casas y nuestros Evangelios en lengua vulgar, y tomó para sí los castillos de los ricos que a nuestra cruzada de la pobreza se unieron; tu antepasado Don Jaime el Conquistador entregónos a la tortura y al suplicio de la Inquisición catalana y aragonesa; y de nuestra asolada tierra provenzal sólo pudo cantar el trovador, ¡quién os viera y quién os ve! Piensas que hoy, al fin, nos has derrotado. Pero yo te digo que más que tú duraremos. Bajo frías lunas, en apartados bosques, allí donde tu poder no penetra, los cuerpos se acoplan para limpiarse del pecado y llegar exhaustos a la vida celestial. Ni la cárcel ni el suplicio, ni la guerra ni la hoguera pueden impedir que dos cuerpos se unan. Mira hacia el altar y ve el destino de tus huestes: la mierda. Trata de penetrar mi mirada y ve el destino de las mías: el cielo. Nada podrás contra los deleites del paraíso terrenal que confunde el goce de la carne con la actividad del ascenso místico. Nada podrás contra el éxtasis que nos procura practicar el acto carnal como lo hicieron nuestro padres Adán y Eva. El sexo anterior al pecado: tal es nuestro secreto; cumplimos plenamente el destino humano para liberarnos eternamente de sus cargas y ser almas en elídelo que olviden a la tierra, y así cumplir también nuestro destino celestial. Nada podrán contra nosotros tus legiones mercenarias; tú representas el principio de la muerte, nosotros el de la procreación: tú engendras cadáveres, nosotros almas; veamos qué se multiplica con más rapidez de aquí en adelante; tus muertes o nuestras vidas. Nada podrás. Nuestro espíritu libre vivirá en la otra orilla de la noche y desde allí proclamaremos que el pecado es sólo el nombre olvidable de un pensamiento impotente, y que la inocencia es el placer con que Adán, al saberse mortal, cumplió su destino en la tierra.

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