—Tómenlo, ordena la mujer con un nuevo aullido, no lo dejen escapar.
Porque tú has saltado del carruaje, y mísero de ti, buscas los ojos grises del atambor entre esa muchedumbre de servidores aterrados que parecen asistir a una hecatombe. Los alabarderos encuentran cauce para su actividad y se disponen, muertos de miedo, a detenerte: el milagro brilla en la inocencia de sus ojos. No sabían qué hacer ; olían el peligro; escucharon la voz de la mujer; agradecieron la orden ferozmente gritada; se disponían a cumplirla; pero al verte, asombrados, dudaron, como si tú fueses intocable; sólo una nueva orden de la mujer que viaja en la carroza de cuero les ha impulsado, temerosos, a prenderte.
Tú no los resistes. Acabas de encontrar, mirándote, la única mirada serena en este cortejo de locos. No haces caso de los pordioseros que empiezan a hincarse cerca de ti, temblorosos, con las cabezas bajas, a extender las manos para tocarte como a un santo, a murmurar palabras con las que solicitan tu favor: los mismos que poco antes querían matarte a palos para poder robar los restos de tu naufragio.
Dos ayudas de cámara alzan en vilo a la mujer envuelta siempre en los trapos que impiden mirar su rostro y así la conducen a la carroza fúnebre. Detrás de la viajera, desciende de la carroza de cuero la enana, a tropezones, pues viste un traje de brocado rojo demasiado grande para su tamaño, arremangado en los brazos y envuelto en un grueso rollo alrededor de la cintura. La multitud de sirvientes y acompañantes abre un respetuoso camino a la inválida y a la enana; y a ti, sin respeto alguno, te conducen detrás de ellas.
Se detienen junto a la carroza negra. Se impone un silencio atroz. Los ayudas de cámara acercan el bulto que cargan a la vitrina del féretro atornillado al suelo de la carroza. Dos ojos rebanados brillan fugazmente entre el traperío pero la mujer, esta vez, no grita.
Al silencio sigue una exclamación incrédula y todos, como antes lo hicieron los mendigos, caen de rodillas alrededor de la carroza fúnebre. Todos vieron lo mismo. Un cadáver vestido con la ropa que tú traías puesta esta mañana, cuando la marea te arrojó sobre la playa del Cabo de los Desastres, una ropa que no sería reconocible si no estuviese destruida por el fuego y el mar y la arena; rasgadas, dicen que las calzas amarillas y la ropilla color fresa se pegan, empapadas todavía, a la carne muerta que yace en ese féretro de seda negra, acolchada, decorado a cuatro bandas por flores de brocado negro, bajo un caparazón de vidrio. Y sobre el rostro (¿o es el rostro mismo?) una tela o una máscara de plumas rojas, amarillas, verdes, azules; y en el lugar de la boca, un círculo de arañas. Las flechas rotas que son como la nervadura de la máscara descansan sobre el cuello, las sienes, la frente de ese cadáver que ya no es el del muy alto príncipe y señor arrastrado, de monasterio en monasterio, por su viuda: antes vieron este milagro los mendigos y los cautivos, sólo ahora lo miran los cortesanos y el servicio de la viajera.
Y sólo ante semejante evidencia, todos comienzan a mirarte a ti, el pobre caballero vapuleado, arrastrado, arrojado dentro de la carroza sellada; y al verte con ese asombro, te obligan a verte a ti mismo, a tocar tu gorro de terciopelo que huele a benjuí, y el medallón que descansa sobre tu camisa de seda olorosa a acíbar, a mirar tus medias color de rosa y tu capa de pieles que retiene el aroma del clavo; a rozar con los dedos acostumbrados tu quijada cubierta por un suave vello que adivinas dorado. Todos se hincan alrededor de ti; sólo la dama envuelta en trapos permanece sostenida en vilo por las ayudas de cámara, mientras su vasta compañía de alabarderos y notarios, cocineros y pinches, alguaciles y falsas damas de compañía, se persignan entonando cantos laudatorios, y los judíos murmuran, seftori, seftori, todo es emanación v el mundo se transforma, y los árabes aprovechan para alabar a Alá y preguntarse si en este portento habrá para ellos salud o maldición. Y la enana tampoco se hinca; sólo se persigna con una mueca de falso respeto en el rostro cachetón, y al verse las manitas pintarrajeadas, las esconde velozmente entre los pliegues de su enorme vestido.
Sin mostrar jamás el rostro cubierto de trapos, la dama dice:
—Mi hijo se sentirá contento de verte.
Y ordena a los camareros:
—Quiero besar los pies del príncipe.
Y ellos acercan el bulto que mantenían en vilo a tus pies y ella los besa y sólo permanecen de pie tú, el honrado caballero que desconoce su propio nombre y su propio rostro y teme, ahora, jamás recuperarlos, y frente a ti el atambor vestido de negro, con los ojos grises y los labios tatuados, y de esos ojos que te miran con intensidad y de esos labios que se mueven sin decir palabra, pero que tú puedes leer un momento antes de caer desvanecido, extraño a ti mismo, enemigo de ti mismo, enemigo de tu nuevo cuerpo, derrotado por la negra invasión de lo incomprensible, tu vida anterior aunque olvidada luchando contra tu nueva e indeseada envoltura mortal, un solo mensaje intenta abrirse paso:
—Salve. Te hemos estado esperando.
Pero en la junta sonora de este atardecer, mudas son las palabras del atambor, resonantes las de la inválida viajera, el errante fantasma que te recogió en el camino, levántenlo, llévenlo a mi carruaje, en marcha, en marcha, ya no nos detendremos, ha terminado nuestra peregrinación dolorosa, nos esperan, los sepulcros están listos, alguacil, notario, alabardero, sin pausa, en marcha, rumbo al panteón de los reyes edificado por mi hijo el Señor don Felipe, allí encontraremos reposo los muertos y los vivos, en marcha, lejos de la costa, hacia la meseta, hacía el palacio construido con la entraña de la sierra, y a ella idéntico: a nuestras tumbas, todos.
¿Dónde está la jara donde antes amparábamos nuestros ganados, eh? Martín hundió las manos en la basca y miró con una sonrisa a sus dos compañeros, demasiado ocupados en matar con agua la cal. Ahora, ¿dónde podrán socorrerse y abrigarse en tiempo de tempestad, de aires, de nieves y de los demás infortunios que conocernos? Ñuño se fue caminando hacia el horno de la cal y Catilinón dijo que todo estaba bien hecho y podría gastarse bien. Martín sintió que la cal 1c quemaba los brazos y los sacó de la alborea.
Pasaron limpiándose los brazos y las manos contra el pecho y la frente, al lado de los peones que ahondaban los cimientos hasta tocar tierra firme y luego echaban la tierra fuera de los corrales. Era la una después del mediodía y tocaba descansar y comer. Así lo gritó Martín a los trabajadores de la grúa, como si su voz pudiese escucharse en medio de esa algarabía de los tablados y los andamios:
—¡Guinda!
—¡Torna!
—¡Estira!
—¡Tente!
—¡Para!
—¡Menea!
—¡Vuelve!
—¡Revuelve!
Aquí mismo había una fuente que jamás se secaba, volvió a sonreír Martín, y junto a ella crecía el bosque que era el único refugio de los animales en invierno y en verano. Catilinón guiñó el ojo y rió a carcajadas: ¡ay que te veo de manera que no te gozaremos más! y todos se carcajearon con él.
Toda la piedra era labrada en la cantera; al pie de la obra y en la capilla apenas se escuchaba golpe de martillo. Martín y sus amigos comieron en uno de los tejares, sentados sobre los ladrillos; luego se despidieron y Martín caminó hasta la cantera, se fregó los labios con la mano y tomó el cincel. El sobrestante se paseaba entre los canteros, repitiendo con suavidad amistosa las órdenes para este particular trabajo, pues estas tierras no habían visto nada igual y era difícil para los antiguos pastores convertidos en obreros edificar un palacio concebido en la mente mortificada del Señor para hacerle al cielo, según acostumbraba repetir el sobrestante a los obreros, algún señalado servicio por favores e intercesiones debidas. Paramento muy bien borneado, decía el sobrestante, y Martín metía las orillas con cincel y a regla; sin gauchez, sonreía el estamentero, trinchantadas de a dos golpes de pícolo muy menudo sin tener hoyo ni rosa ni picada honda ni teso en todo el paramento, de manera que Martín no tenía más que echarle el cincel para darle pulimento; muy bien desbastado por todas partes, así. Martín miró hacia el sol aplastante y echó de menos la jara, el ganado y la fuente que no se secaba ni en invierno ni en verano.
Más tarde se acercó a la madre por donde desagua la cantera y allí varios peones sacaban la piedra con las angarillas y desembarazaban los bancos. Aunque no era su trabajo, Martín ayudó a cargar los bloques sin desbastar que luego él cincelaría y puliría. Saludó con la cabeza a Jerónimo, que se ocupaba de la fragua de la cantera; este hombre barbado sabía mejor que nadie aguzar las herramientas, cabecear los cuños y evitar que se calzaran los azadones y las picas por no sufrirlo los ruines fuelles. Sin embargo, ayer mismo se le había imputado la malicia de aguzar las herramientas más de lo que conviene. Eso significaba la pérdida de un jornal. No importa, le dijo Jerónimo a Martín; así como nosotros cumplimos con nuestro trabajo lo mejor que podemos, los oficiales de la obra cumplen con el suyo encontrando defectos donde no los hay; son parásitos, tal es su condición, y si no denuncian de vez en cuando un error, presto quedarían ellos mismos denunciados como inútiles.
A las cuatro y media de la tarde comieron juntos un plato de garbanzos con sal y aceite y Martín calculó el tiempo. Estaban a mitad de verano. Faltaban dos meses para que se iniciaran los horarios de invierno. Ahora debían aprovechar la larga fatiga del sol para resignarse a la suya. De la Santa Cruz de Mayo a la Santa Cruz de Septiembre hay que entrar a la obra a las seis de la mañana y trabajar continuamente hasta las once y de la una hora del mediodía hasta las cuatro de la tarde y entonces, como en este momento, dejar de trabajar media hora, tornar a las cuatro y media y seguir hasta la puesta del sol. Pero en julio el sol no se pone, dijo, riendo, Catilinón, quien ya se veía en Valladolid con una taleguilla de ahorros que gastaría, en un largo verano sin noches, de figón en figón, emparejando su placer cierto con su incierta fortuna. Martín escupió un buche de garbanzos masticados y acedos a los pies del calero y le dijo que a cinco ducados en libranzas de a cada tres meses no llegaría ni al Burgo de Osuna de donde todas las mañanas salían los bueyes tirando las carretas con el granito y el barbado Jerónimo le dio un sopapo en la cabeza al burlón Catilinón y dijo que en añadidura esos bueyes tenían más seguro el sustento que el pobre picaro que soñaba con los figones de la ciudad, pues a las bestias se les tenía asegurado el heno, la paja, el centeno y la harina en grandes cantidades, tanto así que había una provisión para dos años en beneficio de los bueyes y otra obligación de entregar dos mil fanegas anuales de pan al monasterio y otra más de entregar igual cantidad a los pobres de paso; pero ninguna provisión para ellos cuando terminara la obra, ni aunque luego se convirtiesen, ellos mismos, en pobres de paso, y que no se hiciera ilusiones el picaro Cato, que de Valladolid salió y como salió regresaría, a vivir igual que de niño, abandonado bajo una escalera y disputándose las sobras de la comida con los perros. Pero al menos sobras hay, contestó Catilinón con otro guiño, y pues la hambre despierta el ingenio, con ingenio se aprovecha todo; que los polleros arrojan cabezas y plumas a la calle; que los carniceros matan a los animales a la puerta de sus comercios y dejan correr la sangre que a falta de vino, y un poco aguada, es buena; que los cerdos corren libres y que de las pescaderías echan a la calle lo que no venden. Porque las pescaderías, gruñó Jerónimo, echan a la calle lo podrido para que no lo compren los que pueden comprar, y tú, Catilino, eres bobo a nativitate que te morirás de las pestes en las ciudades llenas de locos que ven visiones de pura hambre y conténtate con tu trabajo aquí, añadió Ñuño, que si no comeremos arena de la gorda y por suerte esta obra no tiene para cuándo terminar y quizás hasta nuestros hijos y nuestros nietos en ella trabajen. Y Catilinón fingió un cómico lagrimeo y dijo dadme dineros y no me déis consejos, y si bobo soy seré como el de Perales, que bien bobo empreñó a todas las monjas de las que era criado, y no me dejéis como a Santa Lebrada, primero cocida y después asada, pues jodidos estamos todos y de milagro estamos vivos, pues veamos, ¿a qué edad murió tu hermano, Martín, y a cuál tu padre, Jerónimo?, y la breve vida nos consuele y una, hermanos, y el agua podrida y los húmedos aposentos, pues aquí o en las ciudades, igual hemos de vivir nosotros, y aquí o allá, la poca luz, el mucho humo, las bestias y los hombres, todos tienen una sola puerta.
—¿Mi hermano, dices?, contestó Martín. Éramos labriegos de Navarra en el reino de Aragón. Justicia prometíanos el rey, y justicia los señores que para sí con tanto celo la cuidaron, mas sólo para mejor oprimirnos a los siervos y acumular sobre nuestras espaldas numerosas pechas, en especie y en dinero, que varias vidas no bastaban para pagarlas. Y siendo mi hermano el mayor de la familia, y no pudiendo pagar las deudas con el señor del lugar, y habiendo contraído nuevas deudas con villanos superiores a nuestra rústica condición, exigió el señor a mi hermano el pago de preferencia al cual tenía derecho, y le hizo saber que en esas tierras el señor podía tratar bien o mal a sus vasallos, a su antojo, y quitarles los bienes cuando le acomodase, y privarles de toda apelación, sin que rey alguno o ningún fuero pudiesen protegerles. Y como mi hermano no podía pagar, refugióse en iglesia, y también este asilo nególe aquel señor y capturándole le recordó que nosotros, mezquinos de la tierra, de ningún derecho gozábamos mientras que el señor podía asesinarnos con derecho, y así escoger la manera de nuestra muerte: hambre, sed o frío. Y para escarmiento de esclavos mandó el señor de nuestra tierra matar a mi hermano de hambre, sed y frío, abandonándole desnudo en invierno y en un collado rodeado de tropas, y a los siete días allí murió mi hermano, de hambre y sed y frío, sobre esa colina. Le veíamos morir desde lejos. Nada podíamos hacer por él. Se convirtió en tierra: hambrienta, sedienta, fría; y a la tierra se unió. Yo huí. Llegué a Castilla. Alquilé mis brazos para esta obra. Nadie me preguntó mi origen. Nadie quiso saber el nombre de mi tierra. Urgían brazos para esta construcción. El señor de mi tierra ordena la muerte de quienes se fugan. Confundíme entre ustedes, a ustedes idéntico, y espero que nadie me reconozca aquí.
—A nosotros, por luchar contra moros y defender las fronteras, diósenos por lo menos derecho de abandonar al señor, dejándole nuestras heredades como morador, dejando de ser collazo del señor para convertirnos en villano del rey, y así el señor ya no podía prendernos en territorio realengo, y por eso vine a dar aquí, dijo Ñuño.