—La Señora olvida que la espada tiene dos filos.
Juan gimió y cerró los ojos, duplicando el negro sepulcro del lecho.
—Mi marido lo tolera todo; sólo puede desearme si no me toca; él me lo ha dicho; no puede tocarme porque está podrido; no le queda más remedio que tolerarlo todo. Ésa es mi fuerza cierta y escasa: lo tolera todo.
—Porque nadie se lo ha dicho. Es más: porque nadie se lo ha escrito. Sólo lo sabe, en secreto. No es el silencio el resorte de la autoridad del Señor, sino la declaración, el edicto, la ley escrita, la ordenanza, el estatuto, el papel. Él vive en un mundo de papel; por eso lo venceremos quienes no conocemos más que las leyes no escritas de la acción.
Inmóvil, Juan; pétreo, Juan; estatua, Juan. Me han vencido las palabras, díjose en silencio el joven náufrago; tus palabras, Guzmán, han sellado mi destino.
—Mi marido tiene lo que tú jamás tendrás, el honor…
—¿Honor de cornudo, Señora?
—Sigue, Guzmán, anda lejos; llega al límite para que pueda cobrarte todo junto.
—Ya se cobró usted, Señora. Nada peor podrá hacerme.
—¿Cómo piensas cobrarte tú, fámulo?
¿Pediste un nombre, una identidad, un espejo, un rostro, Juan, el día que este hombre y esta mujer te recogieron en la playa, piensas ahora, te preguntas ahora, Juan, amortajado por una sábana, con los ojos cerrados y las manos frías y la cabeza ardiente? Y en manos, ojos y cabeza palpitan unidas memoria y promonición. Placer y honor, honor y placer; dijiste al renacer en esta tierra que serías lo primero que en ella vieras, al despertar de un sueño muy largo. Has llegado. Has despertado. Has sabido. Escuchas al ratoncillo royendo las entrañas del lecho.
—Para el Señor, el honor y el papel van juntos: no hay más testimonio de la honra que lo escrito. En cambio, para nosotros, para esos que usted tanto desprecia, esas consideraciones no valen; ni papel ni honra significan nada; la supervivencia, todo.
La Señora rió: —Alto nombre das a la cobardía.
—El Señor lo sabe y lo tolera todo (representa, Guzmán, pues la oportunidad de actuar ha pasado; qué frío siento y repentinamente sé que el infierno puede ser el invierno: el más largo de todos) mientras no medie una denuncia formal. Entonces, sus viejos hábitos renacen; entonces, vuelve a ser hijo de la forma, Señora; entonces confunde la forma, el crimen, el honor y el acto público que de él se espera, como se esperó de su padre y de su abuelo… lo confunde todo. Señora: más cuenta para el Señor la actitud que la sustancia.
Guzmán calló, porque las recordadas imágenes le hablaban y él las escuchaba, ensimismado, oía los gestos formales que el Señor solía cumplir, como para consagrar actos que sin esperar al Señor, ya se estaban realizando… Una noche… en el monte… cerca de la fogata… al descuartizar el venado… al rebanar en cuatro partes el corazón del animal… La Señora ya no le escuchaba; se reía de él y Guzmán prolongaba su humillada permanencia con lo mismo que criticaba en el Señor: palabras; la Señora reirá con cólera; rondará el cuerpo cubierto de su amante; dará la espalda a Guzmán; ¿actos, Guzmán?, ¿por qué no me tomas y me violas, Guzmán?: palabras, Guzmán; calla, criado; venga el desorden; mi amante y yo lo sortearemos; sal de aquí; vete, largo, no insultes más mi felicidad suficiente, mi recámara, mi cuerpo, mi posesión; largo; largo; barre al salir las huellas de tus botas con su caca de perro sobre la arena de mi alcoba.
La Señora se detuvo junto al cuerpo de su amante; retiró la sábana, descubrió el rostro escondido del muchacho, quieto, disimulado; es imposible saber si realmente duerme, o si sólo finge dormir; encontrado en la playa; traído aquí, sin consultar su voluntad, para ocupar la plaza de un extraño mancebo quemado en la hoguera, Mijail-ben-Sama, Miguel de la Vida; traído aquí, silencioso, nunca ha dicho una palabra, es un cuerpo, ama, ama sin fatiga, como nadie, un cuerpo cuerpo, sin palabras que lo prolonguen, unos ojos en blanco, sin signos, vacíos, blancos como la arena de la alcoba; cualquier cosa puede escribirse sobre esa arena, un nombre, Juan, una posesión, mío, no era nada, no era nadie, antes de llegar aquí; sólo será lo que aquí aprenda a ser; no sé si duerme, si nos escucha, si simula su ausencia, pero aun dormido, ¿qué puede inscribirse en esa mente que es un muro en blanco, de fresca cal, sin marcas anteriores, qué, sino lo que aquí, conmigo, escuche, vea, entienda, sienta? ¿Este hombre es mi espejo?
—Éste la abandonará, Señora, como todos los otros jóvenes que pasen o hayan pasado por esta alcoba. Usted les da lo que antes no tenían, lo que les hace falta; luego quieren probarlo en el mundo, fuera de usted. Recuerde al que murió en la hoguera: sucumbió a la tentación del mundo. Lo mismo sucederá con este que aquí yace.
—Jamás saldrá de aquí.
—Saldrá, porque usted es como la nodriza de este muchacho.
—Sea. En el mundo me prolongaré con él.
—A cambio de la soledad.
—Cuanto creamos sólo sigue siendo nuestro si deja de ser nuestro. ¿Entiendes, criado?
—La leche de sus pechos sabe a hiel, Señora.
—Y tú nunca la probarás.
—Más bien, Señora, piense que vendrán otros, nada tiene que temer, no incurra en contradicción, si éste se va, otros vendrán, muchachos sobran, aquí hay tres: ¿piensa apoderarse también de los otros dos?
—No hay ninguno como éste, y por nadie lo cambiaría. Aprovecha mi debilidad.
—En cambio usted y yo, Señora…
—Faquín. Belitre. No has justificado tu falta de respeto al entrar aquí sin anunciarte. Eso es lo que no te perdono.
—Cierre usted su puerta, aherrójela, Señora. Se acabó el tiempo de las apariencias. Ha llegado el desorden. Hay oídos. Hay orejas.
Hasta las fregonas y los alabarderos espían, corren, dicen, ven, cuentan. Eso vine a decirle. Empiece a tomar precauciones. Y recuerde siempre quién la ayudó para encontrar y traer aquí a este muchacho, engañando al Señor y exponiéndose al más severo castigo. ¿Por qué cree usted que lo hice?
La Señora rió: —Sin duda, porque me amas, Guzmán.
—¿Usted lo sabe?
—No tiene importancia. Lo que tú haces por amor, yo lo acepto como servicio. Anda, denúnciame, midamos nuestras fuerzas. Y permíteme dudar de las tuyas. Mi amante sigue vivo a mi lado. No lo has matado. Yo sigo aquí intocada. No te has atrevido a tomarme. Hablas mucho y haces poco, faquín.
Guzmán inclinó la cabeza y salió sin dar la espalda; se juró a sí mismo que, hiciera lo que hiciera y para hacer lo que tenía que hacer, nunca más se dejaría tentar por ese cuerpo tan luminoso y tan oscuro; y que si alguna vez lo hacía, sería porque antes, como el Señor, lo habría deseado sin verlo ni tocarlo ni siquiera pensar en él. Desearlo sin tocarlo; Guzmán se sintió momentáneamente vencido por el maldito código caballeresco; no, tomar, tomar en seguida, de inmediato, coger lo que se desea. Estuvo a punto de regresar a la alcoba de la Señora. Lo detuvo el sabor a hiel en la boca, como si de verdad hubiese bebido la leche de los senos de esa mujer. Amarga le sabía el alma y por un momento colgó la cabeza, entristecido y humillado. Sólo los halcones enfermos podrían escuchar sus penas de hombre.
—Rápido, le dijo al montero que le aguardaba afuera con la antorcha en alto, no hay tiempo que perder.
Muchísimos años después, viejo, solo y enclaustrado, el Señor recordaría que esta noche, a la hora del crepúsculo, había acariciado por última vez el tibio hueco de la espalda de Inés porque allí, en esa dulzura animada, en ese suave remanso del cuerpo, había encontrado, y guardado en un puño, su verdadero placer; besó con el labio colgante esa comba que transformaba la deliciosa estrechez de la cintura en la magnífica plenitud de las caderas y se separó del cuerpo conciente de la novicia, que para él era un cuerpo, a pesar de todo, desconocido; siempre se preguntaría, entonces y después, pero siempre con la misma febril angustia, acaso acrecentada por el veloz paso del tiempo que se dispararía hacia el futuro en tanto que la memoria de la realidad, de lo verificable por acontecido, corría hacia atrás, dejaba de ser lo más tangible y seguro para convertirse en lo más espectral y dudoso, en pasado: ¿quién eres, Inesilla, princesa o aldeana?; traída por Guzmán, librada por Guzmán a mi placer: ¿hija de mercader, labriego o noble?; qué bien disfrazan los hábitos los orígenes, qué bien oculta su condición, apenas los asume, el judío converso, el herético doctor, el hijo de miserables porquerizos: ni la armadura del soldado ni el armiño del emperador disfrazan tan bien a los hombres, y en tan superior calidad les igualan, como la túnica de la devoción; ¿qué linaje he violado: el más alto o el más bajo?, ¿qué juventud he ensuciado para siempre?, ¿quién ha sido este sujeto mío, más sujeto que el campesino que me entrega sus cosechas, el vasallo que me rinde pleitesía o el peón que trabaja en mis canteras; el sujeto de mi carne enferma, el dulce depósito de la plata que corre por mis huesos, la heredera de mis plagas vergonzantes?, ¿quién?, ¿y a quién he de librarla yo, a mi vez, para que el reino mismo se cubra de plata enferma?, ¿o estamos condenados, ella y yo, a vivir juntos desde ahora, encadenados y en secreto, ocultando nuestro amor como ocultaremos nuestros males, desde ahora, comunes? He pecado en ti, he pecado a sabiendas, Inés desconocida, yo no lo quería, yo no lo deseaba, Guzmán adivina mis flaquezas, el momento en que mi voluntad desfallece; la muerte me rodeaba, mis treinta cadáveres menos exhaustos que yo, le había dictado a Guzmán ese falso testamento, imaginando mi muerte, y de mi conciencia de muerte se aprovechó Guzmán para ofrecerte a ti, ¿quién, hasta yo, no flaquea rodeado de tanta muerte y cae en la tentación de afirmar la vida, aunque haciéndolo emponzoñe a la vida, la enferme y la prepare, amándola, para morir?: me fuiste ofrecida como una vida provisional. Inés, para hacerme creer que yo, un fantasma, podía amar impunemente, sin plagas, sin cuerpo, a una virgen; poseerte, Inés, con el terror de la mente más que con el estremecimiento del cuerpo; imaginarte, Inés, echada en la cama sólo para considerar que así como hoy te echas en la cama, algún día echarás el cuerpo en la tumba; y lo he logrado, ¿verdad, Inés?; tú no has cerrado los ojos una sola vez y amar con los ojos abiertos es tener ya un pie dentro de la tumba, es avizorar la muerte pequeña, niña muerte, muerte criada, que a su vez nos acecha detrás de los rosales; tú no has suspirado, tú me has mirado todo el tiempo que hemos estado juntos con los ojos abiertos, tú no has deseado el calor, empero, irreprimible de tu propio cuerpo, tu cuerpo es ardiente a pesar de tu fría voluntad de saberlo todo, de mirarlo todo, de entregarte a mí para saber mas no para gozar…
El Señor se levantó de la cama y trató de escuchar, de ver, de sentir algún signo del paso normal del tiempo. Se envolvió en el oscuro manto verde. Pero sus ojos penetrantes y ávidos sólo pudieron ver las pruebas de la anormalidad: las velas de la alcoba, en vez de consumirse, habían aumentado de tamaño; el reloj de arena, en vez de llenar durante todo ese tiempo el huso inferior del horario, mostraba el huso superior lleno de diminutos granos amarillos; miró la vasija de donde había bebido, durante la larga jornada de sus amores, el agua que ahogaba las telarañas de su garganta; estaba colmada. Pensó que era un hombre ávido de maravillas que quería, simultáneamente, aceptar y rechazar, y que esta disposición todas las ventajas le daba a lo maravilloso, que al ser convocado se impone y vence, precisamente porque se le ha llamado con rechazo; y en la negación prospera la magia.
Tomó el espejo de mano con el cual había ascendido, una mañana, los treinta y tres peldaños de la escalera inconclusa y, otro día, había interrogado, con este mismo espejo, las figuras del cuadro traído, asegurábase, de Orvieto: quería, ahora, mirar en él al hombre que pensaba estas cosas, como si el espejo también pudiese reflejar el rostro del pensamiento, y una ráfaga de locura cruzó su cara; ¿no cayó ese mismo espejo, hecho añicos, sobre la piedra de la capilla, aquella aciaga mañana?, ¿cómo, cuándo, por qué se recompuso en sus partes, entre esa mañana y el día en que dictó su primer testamento?, ¿uniéronse por sí los dispersos fragmentos, más enamorados de su reunión en azogada lisura que el propio Señor en su afán de poseer un destino unitario, y no una monstruosa metamorfosis de joven en viejo en cadáver en materia disgregada, mutilada, espolvoreada, reunida a materias enemigas, reintegradas, formadas de nuevo en esperma de bestia, en huevo de loba, en parto resucitado, nuevo afán de alimentarse, crecer, matar, morir, ciclo sin fin, materia inmortal, y no el alma?
Caminó, tambaleándose, hasta la puerta de la alcoba, apartó el tapiz que le separaba de la capilla, miró hacia los escalones que conducían al llano, enloquecía, ¿por qué no estaba terminada esa escalinata?, ¿por qué no pudieron descender por allí sus treinta cadáveres?, no estaba terminada, debía tener sólo treinta peldaños, jamás la terminaban, ya tenía treinta y tres, enloquecía…
—Malhaya quien así gobierna. Todo lo deberá perder a menos que logre imponer, con esfuerzo tan extenuante como el que emplea para impetrar la fantasía caliente, una helada lucidez. ¿Quién no se agota?
E Inés, desde el lecho, seguía los movimientos del Señor con otro leve movimiento de la cabeza redonda y espinosa como breva de la costa barbárica, tratando de adivinar el sentido de las pesquisas del Señor, sus pasos como perdidos, como inciertos, alrededor de la recámara, mirándose a un espejo, deteniéndose de un tapiz; él la miró mirando, inquiriendo con la cabeza casi rapada, de rapaz y, con un incontenible sobresalto de cariño, le atribuyó una inocencia que sólo acentuaba la extrema culpabilidad de los actos en este claustro donde los espejos, rotos, reunían por sí solos sus dispersos pedazos; las escaleras, al terminarse, se continuaban para siempre interminadas, las velas, al quemarse, crecían, el agua, al beberse, aumentaba y las horas, al perderse, regresaban. El Señor sintió que su cuerpo y su alma se separaban; el hacha que los dividía era el tiempo enloquecido; ¿a cuál de los momentos así divorciados pertenecía el cuerpo y a cuál el alma: ésta, al que con demasiadas pruebas cangrejeaba hacia atrás, hacia el fatal origen, culminación de todo, anunciado por su madre la llamada Dama Loca que pretendía haber llegado aquí con el hijo del padre que a la vez sería padre del abuelo; o aquél al que, a pesar de todo, con cada paso del Señor por la alcoba, con cada movimiento lento e interrogante de la cabeza de Inés, insistía en proyectarse hacia adelante?