—Soy y no soy; soy aquélla; soy otra. Jerónimo, no te pertenezco.
—¿De quién eres? ¿De ese muchacho que llegó contigo?
Celestina negó con la cabeza, con una agitada severidad, varias veces y el muchacho se apartó del umbral tristemente. No, no he sido suya, negó Celestina, en la hora del sueño; no como tú lo crees; y yo pensé que él había sido mío, y me equivoqué; cuando fornicamos el joven y yo, una noche, de camino hacia este palacio, desnudos bajo las estrellas, sobre la tierra caliente de la montaña, ardorosa de tanto beber el sol de julio, impermeable al frío manto de la noche repentina, creía que yo lo poseería, puesto que no sabía quién era él y él me desconocía a mí, porque yo había aprovechado las primeras horas del sueño del joven para violar el sello de esa verde botella y leer el manuscrito que contiene y así confirmar que este joven era el mismo niño al que yo vi nacer, siendo niña, de vientre de loba en las zarzas del bosque; pero luego me dormí y al despertar él había colocado sobre mi rostro una tela de plumas de varios colores, de zonas de plumas que irradian desde un negro sol, un centro de arañas muertas; y supe que no había descubierto sino la mitad de sus secretos y que la otra mitad sólo la conocería entregándome a él; lo abracé, vestida de paje, temiendo el paso de arrieros del monte que nos vieran y creyeran que dos muchachos se entregaban al amor prohibido, aprovechando la noche y la sierra despobladas; él me desnudó lentamente, lentamente me recorrió a besos, lentamente me tomó, me hizo suya hasta que yo arañé esa cruz de su espalda y grité, de placer, sí, pero también de horror, pues sentí en el abrazo del joven un vacío insondable, como si al entrar su carne en la mía los dos nos hubiésemos despeñado a la nada, caídos desde una tierra alta, sostenidos por el aire, prisioneros de la catarata donde termina el mundo; allí terminaba mi conocimiento y empezaba el suyo, en el centro del nudo del amor, Jerónimo; perdóname; debes saber toda la verdad; al abrirle todas las ventanas de mi carne, supe que él había estado donde ningún otro hombre de nuestro mundo había estado jamás; no sé bien si le escuché hablar, o si la suave presión de sus manos sobre mis caderas me lo decía, o si su aliento en mi oreja me contaba historias de aire o si su mirada fija y tierna y apasionada, cuando separó su cabeza de la mía para ser testigo pleno de mi placer, dejó pasar entre los ojos, desenrollándolo con la mirada, un frágil pergamino en el que se grababan las letras de un mensaje simple pero incomprensible, sereno en su certeza pero aterrador en su novedad; voz, cuerpo, aliento, mirada, probable sueño, manos: todo en él era cifra, mensaje, palabra, la verdadera y grande nueva, no la que inútilmente esperan los cristianos siglo tras siglo, no; ¿lo poseí, me poseyó?; no lo sé, Jerónimo, y no importa; nos poseyó, quizás, la noticia que mi propio cuerpo recibió en el amor con este muchacho encontrado en la playa del Cabo de los Desastres; pues en el amor resucitó la memoria del joven y la nueva recordada es ésta, Jerónimo: teníamos razón, nuestra juventud no se equivocó, nuestro amor no se equivocó, el viejo Pedro tenía razón, su barca pudo habernos llevado a una tierra nueva, la tierra no termina donde tú y yo y el Señor hemos creído, hay otra tierra, más allá del océano, una tierra que desconocemos y que nos desconoce; esto me dijo el muchacho; él sabe; él ha estado allí; él conoce el mundo nuevo, Jerónimo…
Mantuvieron un largo silencio. El muchacho encontrado en la playa no les había escuchado; regresó a reunirse con los peones; pero levantó los ojos y miró la violación de la hora del sueño: una luz corría, quebrada pero insistente, detrás de las ventanas del palacio; descendía de una torre, se desplazaba a lo largo de los pasillos, luego desaparecía, cada vez más tenue, en las lóbregas entrañas de la construcción: fray Julián, convocado con urgencia, se dirigía, con una vela en la mano, a los aposentos de la Dama Loca. Pasillos, mazmorras, cocinas, tejares: Azucena se lo contó a Lolilla, Lolilla a Nuño, Nuño a Catilinón, Catilinón, a carcajadas, lo gritó desde la entrada de la fragua a Jerónimo y Celestina y salió rápidamente a reunirse con la Lola en una carreta de heno.
El herrero dijo: —Nos gobierna la muerte. Estamos dispuestos a morir para darle una oportunidad a la vida.
—¿Cuándo?
—En cuanto llegue Ludovico.
—¿Tardará?
—Esta misma noche estará aquí.
—Han tomado veinte años en decidirse, Jerónimo.
—Era preciso esperar.
—Quemaron la choza de Pedro, y mataron a sus hijos.
—Te arrancaron de mis brazos el día de nuestra boda, y te violaron, Celestina.
—Nos llevaron a la matanza en el alcázar. Veinte años, Jerónimo. ¿Por qué han esperado tanto?
—Nuestras dolencias propias debían convertirse en la cólera de todos. Pero tú y tu compañero no tienen por qué exponerse con nosotros. Pueden seguir camino, esta noche, sin tardar.
—No.
—Actuaremos en tu nombre también, Celestina; no temas.
—No; yo ya obtuve mi venganza.
—¿Cuándo?
—La noche misma del crimen.
—Tú y el estudiante fueron salvados por Felipe.
—Y yo envenené a Felipe. Sin saberlo, ciegamente, Jerónimo. Mientras toda esa gente moría en las salas del alcázar, yo mataba, amándole, al joven príncipe. Le pasé el mal corrupto que a mí me pasó, al violarme, su padre. Su padre me pudrió a mí; yo pudrí al hijo.
Jerónimo apretó la cabeza de Celestina contra su pecho; temía la siguiente fase de la noche. El hombre y la mujer, dominados por la prolongada hora del sueño, bajaron las voces.
—Pero tu juventud, Celestina…
—Ludovico y Celestina huyeron aquella noche del castillo ensangrentado. Cada uno siguió su camino, como antes habían seguido los suyos el monje Simón y Pedro el labriego. Todos decidieron ser lo que Felipe les había condenado a ser: un deseo vencido, un sueño fracasado. No volvieron a saber de los demás. Imaginó al monje en las ciudades apestadas, al siervo construyendo una barca a orillas del mar, construyéndola sólo para destruirla al terminar y empezar otra vez; imaginé a Ludovico en su desván, abierto a las creaciones gemelas de la gracia y de la creación. Lo siento, Jerónimo; no pude imaginar a Celestina otra vez contigo, añadiendo daño al daño.
—Pero ese muchacho… amaste con él… le contagiaste…
—Él es incorruptible.
—Pero tu lozanía, tu frescura; eres la misma que el día que nos casarnos en la troje.
—Debes imaginar.
—No me alcanzan las luces, mujer. Dime tú.
—Espera. Aún no es tiempo. ¿Cuánto falta para la aurora?
—Muchas horas todavía. ¿Qué sucederá dentro del palacio?
—Prométeme una cosa, Jerónimo.
—Di.
—Que antes de que tú y tus hombres entren al palacio, me des un día de gracia para que mi compañero y yo entremos primero.
Y otra cosa, Jerónimo.
—Di, Celestina, di.
—Recuerda el día de la antigua matanza. Si encuentras la puerta del palacio abierta de par en par, precávete, duda.
Y sin quererlo, Jerónimo pensó en Guzmán, que el otro día nada más llegó a pedirle al herrero que en viejo marco patinado colocase nuevo espejo, pues el anterior se había quebrado, mala suerte, ya sabes, hazlo rápido, ¿no tenía compostura?, no, viejo, mira los pedazos, todos rotos, tómalos, te los regalo, guárdalos, o tíralos, quizás valgan una fortuna, o menos que la mierda, no sé…
A la hora en que los augures proscriben toda actividad, fray Julián entró a la mazmorra habitada por la Dama Loca, el príncipe bobo y la enana Barbarica. Entró: hubo de abrirse paso, tal era la muchedumbre allí congregada; buscó con la mirada, blanca y deslumbrante de tanto mirar estrellas con fray Toribio, el tronco inmóvil y la mirada vertiginosa de la anciana que hasta aquí le había convocado con estas precisiones:
—Que lo vista todo; alba y dalmática, delantal y cíngulo, estola y cúcula. Y que entre las manos traiga un misal iluminado por ellas.
¿Qué misa le pedía celebrar en la fase de la nox intempesta? Se abrió paso entre los criados que disponían una mesa colmada de melones, ensaladas de berros, tortillas de huevo, paté de oca, lechones ensartados en ardientes lanzas, platos de criadillas, salseras llenas de gelatinas, platones de hirvientes cáscaras de manzana, lenguas escarlatas, peras, quesos cubiertos de negras semillas y más: vaca salpresa, palominos duendos, menudos de puerco, ansarones gruesos, capones asados, francolines y faisanes, mirrauste y torradas: todos los placeres de la mesa castellana.
La enana metía las manos, indiscriminadamente, en los recipientes, se llenaba la boca con los manjares, se hinchaba los mofletes y el Príncipe bobo, en un rincón, yacía por tierra y se tapaba, alternadamente, las orejas y los ojos con los puños cerrados, mientras el bonete de terciopelo se le resbalaba cada vez más sobre la frente; ¿qué misa se celebraba?
—¡Todas!, aulló la Dama Loca, ¡la misa de misas!, la misa solemne y la misa baja, la misa del rosario y la misa seca, la misa de los presantificados y la misa media, la misa capitular y la misa adventicia, la misa legada y el requiem total: a un tiempo, la oración al pie del altar, el introito, el kyrie, la gloria, la colecta, la epístola, el gradual y el aleluya, el evangelio, el credo, el ofertorio, el lavatorio, la secreta, el prefacio, el santo y el tersanto, el canon, el recuerdo de los vivos, la consagración, la elevación, la anamnesis y el recuerdo de los muertos; el paternóster, la fracción, el agnus dei, la comunión, el váyanse al diablo, la bendición y el evangelio final: la unción extrema, el crismatorio, la subpanación y la transubstanciación: ¡todo, fraile, todo, aquí mismo, ahora mismo, la misa de misas, porque la sangre ha encontrado a la sangre, la imagen a la imagen, la herencia a la herencia, ya no habrá mentiras ni aplazamientos ni esperanzas ni búsquedas donde nada ha de encontrarse: el heredero se casa esta noche con la enana, y tú oficias!
Todo el servicio de la Dama Loca estaba presente; los alabarderos, los mayordomos, los alguaciles, los cocineros, los pinches, los mozos, los alcaides, los muleros, los botelleros y las falsas damas de compañía, antes disfrazadas para guardar las apariencias durante la larga expedición fúnebre por sierras y monasterios: ahora volvían a ser dignos caballeros españoles vestidos de negro y con la mano sobre el pecho; hasta los mendigos del séquito estaban allí; pero había hombres que eran menos que mendigos; como el Príncipe bobo, buscaban los rincones de esta mazmorra, y con sus sombras demostraban gran familiaridad, y en sus rostros oscuros la palidez de las prisiones no había logrado desterrar el color cobrizo del desierto y del mar.
—¡Sólo falta mi paje y atambor!, volvió a gritar la vieja señora; ¡me hace falta que ese tambor funerario acompañe las bodas de nuestro heredero!
Al escucharla, los mendigos, riendo, empezaron a tamborilear sobre lo que encontraron a la mano: muros, baldosas, cazuelas vaciadas de la comida que la enana feliz recogió del suelo y se llevó a la boca glotona, sin labios, sin dientes, puro orificio húmedo, rozado por el uso excesivo, curado por el milagro aséptico de la boca que, como el buitre, más se limpia mientras más inmundicias devora; los prisioneros moros entonaron los altos cantos plañideros del muezín y secretamente voltearon las caras hacia el lejano oasis sagrado; los cautivos hebreos, con los labios cerrados y las gargantas vibrantes, gimieron las hondas estrofas de los himnos aprendidos en las juderías; los mendigos pegaron con los nudillos lacerados sobre las escudillas, contra el respaldo mismo de la silla de cuero sobre la cual reposaba el cuerpo mutilado de la Dama aullante, encaramada en su trono provisional, expuesta a los accidentes de esta turba golosa y borracha, rencorosa y vengativa; los mozos vaciaban los cántaros de vino tinto en las copas de cobre y los propios mendigos se permitieron brindar, libar, sorber ruidosamente en presencia de la Altísima Señora: había allí hombres inferiores a ellos, inferiores a los propios pordioseros, que al cabo se consideraban hombres libres, y eran esos cautivos que se arrinconaban y canturreaban y esperaban, por costumbre, la cruel recompensa de la fiesta cristiana:
—Mira, mira, le exigió la Dama al aterrado Príncipe, te he traído a los judíos y a los moros, míralos allí, en los rincones, como guiñapos, como retazos de humanidad, apartados para siempre de la vera de Dios Padre e inmunes al sacrificio redentor de Dios Hijo; míralos: quiero que en el momento de tus nupcias conozcas a nuestros enemigos, enemigos de nuestra fe, objeto de tu soberbia cólera, carne para tus prisiones y cebo para tu batalladora espada; los he mandado traer a tus bodas para que hagas de ellos lo que tu soberana voluntad decida; no tengas compasión; el garrote, la picota, el caballejo, la decapitación, lo que tú quieras el día de tus nupcias, la hoguera, fúndate en la sangre, amante, hijo, esposo, antepasado y descendiente mío; apresura tus actos, dales alas, no tengas reposo ni paciencia, que tu tiempo será breve y culminante: eres sólo el tránsito hacia la resurrección de nuestra estirpe, en ti ha renacido mi esposo, de ti renacerá nuestro abuelo, nuestra dinastía se remontará a sus orígenes, renuévase nuestra sangre: tú te casas con mi damisela Barbarica. ¡Mayordomo! Pon en manos del Príncipe la espada de las batallas contra el infiel; Barbarica, levántate del suelo, deja de atragantarte, enróllate bien tus blancos tafetanes nupciales alrededor de la cintura, ¡camarero!, colócale la corona de azahares sobre la cabeza a la pequeña reinecita, ¡fraile!, abre tu breviario y demos comienzo a la ceremonia.
—¡Ay mi Ama! ¿Por qué me colmas así de bienes? Bien te he servido, y fidelísima te soy. Pero no merezco tal recompensa.
—Pienso en mi pobre marido, Barbarica, y en todas las mujeres que lo desearon, ¡ah qué burla, burla feroz, chiquitica!
—¡Ay mi Ama! Algo mejor que yo debe merecer tu digno heredero.
—Nada mejor que tú, te digo, sólo contigo soporto que se case el fantasma de mi esposo; revuélquense de envidia todas las putas, las monjas y las aldeanas que amaron a mi marido y por él fueron amadas; muéranse de rabia al verte a ti en su lugar, monstruito, cachito de hembra, fetillo, tú en el lecho del príncipe, tú renovando la sangre de España.
—¡Ay mi Ama! No cabe el gozo en mi cuerpecito.
—Une las manos alrededor de la empuñadura, Príncipe, no te tambalees, que de ti también se diga: en buenhora ciñó espada; bórrate esa mueca de la cara, Barbarica, más dignidad, damisela; y tú allá en tu alcoba junto a la capilla, ya no te afanes, hijo mío, nacido de padre enfermo en letrina flamenca: la sucesión está asegurada, ya tienes un heredero y una heredera, ya hay una pareja real, ya está salvada España, ya no habrá más que una fatal esterilidad o una monstruosidad azarosa, ya aquí nada nacerá o lo que nacerá será irreconocible, un paso más hacia nuestra maravillosa separación: que nadie se parezca a nosotros, que nadie se reconozca en nosotros, somos distintos, ¡somos únicos!, no hay correspondencia posible, no la hay, el poder debe culminar en la separación absoluta o no vale la pena, nadie se nos parezca, nadie tome un espejo y diga nosotros podríamos ser ustedes, nadie, nadie; y tú, mi yerma Señora del hueco guardainfante, revuélcate en tu blando lecho y en tu piso de arena con un hombre hermoso, prefiere la ilusión de la belleza y el espejismo del placer a la fuerza incontrastable de lo que a nada se asemeja, a lo perfectamente singular, definitivo, inmutable, heráldico; piérdanse tu placer y tu belleza con el tiempo, teme al tiempo, míralo gastar, morder, arrugar, secar, luir, deshebrar, podrir, carcomer; contempla y teme la acción corrosiva de los años contra tu cuerpo vencido y tu mente empastada y envidia, Señora, envidia a los que nada tememos porque ya estarnos devorados por el tiempo, nos hemos adelantado a sus miserias y sabernos que el tiempo no sabría arruinar a las ruinas mismas. Aquí vivimos: en el abismo, que es el centro mismo, el punto ciego, el corazón inmóvil del campo heráldico. Hártense, mendigos; beban, alguaciles; coman, mayordomos; tiemblen, infieles; más dignidad, Barba— rica; firme la espada, Príncipe; oficia, oficia, fraile; mi monstruosa pareja contra tu hermoso amante, Señora: mis herederos contra el tuyo. Corran la leche y la sangre; suden néctares, lambíquense olores.