Rayaba el sol sobre los muros y las chatas cimas de esta plaza, y ésta era mi pregunta verdadera, desechando las más inmediatas, las más cercanas de todas, las que impulsivamente hubiese querido hacer en ese instante, ¿quién eres, viejo?, ¿no moriste de terror cuando te mostré tu verdadera faz?, ¿no fuiste pasto de buitres, gusanos y víboras en la espesa selva donde abandonamos tu cadáver? No, mi pregunta fue ésta:
—Señor: ¿he vivido ya los veinte días olvidados, o los he de vivir aún? Pues ahora sé que fueron o serán días de muerte, dolor y sangre, y temo por igual haberlos vivido aver que vivirlos mañana.
El anciano de cráneo manchado y blancos mechones sonrió con su boca desdentada.
Sé muy bienvenido, mi hermano, dijo. Te hemos esperado. Te esperaremos siempre. Ya has estado aquí antes. No lo recuerdas. Qué importa. Has estado en tantas partes, y no lo recuerdas. Qué lejos miran mis ojos. Qué lejos de esta tierra nacida de ardientes mares, que es levantada desde las costas pútridas y abundantes, asciende por perfumados valles de fruta y culmina en un desierto de piedra y fuego. Conozco tantas ciudades fundadas por ti. Junto a los ríos. Junto a los mares. Desde el inmóvil centro de los desiertos. Descubre quién fundó esas ciudades lejanas y cercanas y te descubrirás siempre a ti mismo, olvidado de ti mismo. Serpiente de plumas fuiste llamado en esta parte del mundo. Otros nombres portaste en tierras de dátil y arcilla, de aluvión y marea, de vino y loba. Entre dos ríos naciste. La leche de las bestias te amamantó. Junto al padre de las aguas, blancas y azules, creciste. Bajo un árbol soñaste. En el monte pereciste, y volviste a nacer. Fuiste siempre el educador primero, el que plantó la semilla, el que aró la tierra, el que trabajó los metales, el que predicó el amor entre los hombres. El que habló. El que escribió. Y siempre te acompañó un hermano enemigo, un doble, una sombra, un hombre que quería para sí lo que tú querías para todos: el fruto del trabajo y la voz de los hombres.
El largo y huesudo dedo del anciano emergió de entre los algodones que le calentaban e indicó hacia una de las entradas de la plaza de Tlatelolco.
Fracasarás siempre. Regresarás siempre. Volverás a fracasar. No te dejarás vencer. Conoces el orden original de la vida de los hombres, porque tú lo fundaste, con los hombres, que no nacieron para devorarse entre sí como fieras, sino para vivir de acuerdo con las enseñanzas del alba: las tuyas.
—Lo maté con mis propias tijeras; yo también soy un asesino…
No; sólo has matado, una vez más, a tu hermano enemigo. El que lucha contigo. El que lucha dentro de ti. Ese gemelo oscuro renacerá en ti, y seguirás combatiéndole. Y renacerá aquí. Volveremos a sufrir bajo su yugo. Volveremos a esperar que regreses a matarlo de nuevo.
—Señor: me hablas de una fatalidad sin fin, circular y eterna.
¿Nunca se resolverá con el triunfo definitivo de uno de los dos: mi doble o yo?
Nunca. Porque lo que tú representas sólo vivirá si es negado, agredido, secuestrado en un palacio, una prisión o un templo. Pues si tu reino pudiese establecerse sin contrincantes, pronto se convertiría en reino idéntico al que combates. Tu bien, hijo mío, sólo se mantiene vivo porque tu doble lo niega.
—¿Nunca?
Nunca, hermano, hijo mío, nunca. Tu destino es ser perseguido. Luchar. Ser derrotado. Renacer de tu derrota. Regresar. Hablar. Recordarles lo olvidado a todos. Reinar por un instante. Ser derrotado de nuevo por las fuerzas del mundo. Huir. Regresar. Recordar. Un trabajo sin fin. El más doloroso de todos. Libertad es el nombre de tu tarea. Un nombre con muchos hombres.
—¿Como yo, derrotados siempre, señor?
Mira, hermano, hijo mío. Mira…
La plaza de Tlatelolco se llenaba de vida, actividad, rumores, músicas, mil tareas pequeñas y sonrientes; quiénes daban forma al barro con sus manos o en el torno, quiénes tejían el cáñamo, quiénes bailaban y cantaban; los plateros, que con primor y artificio fundían alegres juguetes argentinos: una mona que jugaba pies y cabeza y tenía en las manos un huso, que parecía que hilaba, o una manzana, que parecía que comía; y los pacientes trabajadores de la pluma, quitándola y asentándola y mirando a una parte y a otra, por ver si dice mejor a pelo o contrapelo o al través, de la haz o del envés, y que de toda perfección hacían de pluma un animal, un árbol, una rosa; niños sentados a los pies de viejos maestros; mujeres amamantando a sus hijos, y otras guisando las comidas de la tierra, la carne de venado, de gamo, de liebre, de tuza, de pescado, envuelta siempre en el blando pan redondo como tortilla, y con sabor de humo; escribanos, poetas que hablaban en alta voz o con sosegados tonos de la amistad, la breve vida, el gusto del amor, el placer de las flores; cerca sentí sus voces, escuché alrededor de mí, esa mañana, mi última mañana, sus palabras:
No cesarán mis flores…
No cesará mi canto…
Lo elevo…
Nosotros también cantos nuevos elevamos aquí…
También las flores nuevas están en nuestras manos…
Deleítese con ellas el grupo de nuestros amigos…
Disípese con ellas la tristeza de nuestro corazón…
Tus cantos reúno: como esmeraldas los ensarto…
Adórnate con ellas…
Es en la tierra tu riqueza única…
¿Se irá tan solo mi corazón como las flores que fueron pereciendo?
¿Nada mi nombre será algún día?
Al menos flores, al menos cantos…
El viejo me miró, mirando y oyendo. Y cuando al cabo volví a mirarle a él, poseído yo por un conflictivo sentimiento de alegría y tristeza, me preguntó:
¿Comprendes?
—Sí.
Entonces el anciano de la memoria tomó con fuerza mi puño y acercó mi rostro al suvo y sus palabras eran como aire labrado, aire escrito:
Hablan; y todo el poder del Señor de la Gran Voz no puede impedirlo. Diste la palabra a todos, hermano. Y por temor a la palabra de todos, tu enemigo se sentirá siempre amenazado. Prisionero él mismo. Encerrado en su palacio. Imaginando que no hay más voz que la suya. ¡Señor de la Gran Voz! Oye las voces de todos en esta plaza. Sábete más derrotado que todas tus víctimas.
Dirigíase el sol a su mediodía. Levantóse el sol encima de la gran plaza de vida y muerte, de libertad y esclavitud, de interminable lucha, y como su luz bañó a todos estos hombres y mujeres y niños que con sus manos y sus brazos y sus voces y sus pies y sus miradas mantenían presente y vivo algo precioso, una labor gustosa, una sabiduría amiga, un placer del cuerpo, una secreta esperanza, otra luz, quizás nacida de ellos, me bañó a mí por dentro, iluminó mi sangre y mis huesos, ascendió a mi mirada y la nubló de lágrimas, también, muy luminosas:
—¿Viví o viviré lo que ya sé, señor?
Lo viviste y lo vivirás. ¿Por qué habías de ser ajeno al conflicto de todos, en el pasado o en el futuro?
—Creí que me mentiste. Sólo conocí en tu mundo los signos de una dualidad petrificada.
Somos tres, seremos siempre tres. La vida. La muerte. Y la memoria que las reúne en una sola flor de tres pétalos.
—¿Ayer…?
Ahora…
—¿Mañana…?
El presente que nunca dejó de ser pasado y ya está siendo futuro. Entonces nos reuniremos, como te lo prometí, con nuestra madre la tierra. Seremos uno con ella y soportaremos todas las batallas de la historia, la victoria de tu derrota, y la derrota de los victoriosos.
Los tiempos se reunieron en la mirada del anciano.
Lo supe, pero no acerté a leerlos.
Apretó mi mano:
Ahora ve con tus amigos. Ellos te guiarán de regreso.
La soltó y se hundió en su cesto de algodones, tapándose la cara con las manos.
Por última vez, sofocada, renació la voz de ese anciano que creí muerto para siempre; sofocada por el algodón, la canastilla, el sol, sus propias manos:
Que nadie te engañe, antiguo hermano, hijo reciente. La libertad fue la orilla que el hombre primero pisó. Paraíso fue el nombre de esa libertad. La perdimos palmo a palmo. La ganaremos palmo a palmo. Que nadie te engañe, hijo, hermano. Nunca volverás a esa orilla. Nunca más habrá una libertad absoluta, anterior a la primera muerte. Pero habrá una libertad a pesar de la muerte. Puede ser nombrada. Y cantada. Y amada. Y soñada. Y deseada. Lucha por ella. Serás vencido. Ésa es la victoria que te ofrezco en nombre de ella.
Un espantoso estruendo siguió a estas palabras. Nublóse el cielo. Una lluvia lodosa descendió sobre la plaza. Mis jóvenes compañeros me rodearon, como si quisieran protegerme. Me impidieron ver lo que sucedía, me obligaron a voltearme:
—No mires hacia atrás…
—Pronto, corre…
—La barca te espera…
Corrí con ellos hasta la calzada, mientras detrás de nosotros las detonaciones se sucedían bajo la lluvia, y los gritos eran más fuertes que las detonaciones primero, y luego más leves que la lluvia parda y pertinaz.
Triunfó el silencio.
Y del silencio se levantó un nuevo coro de voces, que nos perseguían mientras corríamos de prisa a lo largo de la calzada:
—El llanto se extiende…
—Las lágrimas gotean allí en Tlatelolco…
—¿Adonde vamos?, ¡oh amigos!
—El humo se está levantando…
—La niebla se está extendiendo…
—El agua se ha acedado, se acedó la comida…
—Gusanos pululan por calles y plazas…
—En las paredes están salpicados los sesos…
—Rojas están las aguas…
—Bebemos agua de salitre…
—Es nuestra herencia una red de agujeros…
—Se nos pone precio…
—Precio del joven, del sacerdote, del niño y de la doncella…
—Llorad, amigos míos…
Nos detuvimos junto a una barcaza de anchos leños, amarrados entre sí con cuerpos de serpientes, que estaba atracada a una estela.
Miré por última vez las siluetas de la ciudad. Caía una precipitada noche, convocada a deshora por las nubes negrísimas, la lluvia y los remolinos de polvo que luchaban contra ella, sin que la tormenta pudiese aplacarlos: ciudad bañada por la turbiedad, no la reconocí en su nueva faz de espectro: más altas eran las torres, y relampagueaban en la tormenta sus infinitas ventanas, todas de espejos, como la vara del desollado, y agrietados sus muros; coronábanlas parpadeantes luces, rojas, blancas, azules, verdes, empolvadas, guiños y signos que se apagaban y encendían con regularidad, insensibles a la furia de los elementos, tenaces como los fuegos que vi a mí llegada, que el agua sólo los hacía crecer.
Escuché campanadas hondas, y rugidos impacientes, y ya no el solitario rumor del atabal y el caracol, sino miles y miles de roncos pitos, como si la ciudad hubiese sido invadida por un ejército de ranas, tal era el croar que se sepultaba bajo la pestilente nata gris que a su vez comenzaba a sepultar todo el paisaje, velaba la proximidad de los volcanes, cubría este valle entero de velos lentos, pesados, asfixiantes: un sudario cayó sobre México y Tlatelolco.
Era la noche. Era también una imitación de la noche.
A pesar de todo, venciendo esta avalancha de tinieblas, perdida como un alfiler en un lodazal, la miré brillando, renaciendo, lejana pero a la altura de mi mirada: la estrella vespertina iluminaba la última noche de mis incógnitas en esta tierra. Ahora, al fin, yo sabría.
Me aguardaba la barcaza de serpientes. Mis veinte jóvenes se habían detenido conmigo, sobre la calzada entre México y Tlatelolco, a contemplar la noche de la ciudad. Uno de ellos se disponía a desamarrar las cuerdas que atracaban la barca a una baja estela de piedra. Una tensa melancolía se suspendía sobre nuestro grupo. Era el momento de decirnos adiós, mas hasta este momento nada, o casi nada, nos habíamos dicho estos jóvenes y yo. Y sin embargo, me dije sonriendo, ellos son los únicos que aquí hablan la lengua de Castilla, aunque con el dejo propio de los pobladores de esta tierra: dulce, cantarín, despojado de los brutales tonos de la nuestra; trino de pájaros, el suyo; rumor de botas, el nuestro.
No, pensé en seguida, turbado, no son los únicos; también el anciano de las memorias, también él me habló en castellano, en esa lengua contestó a mis preguntas… Mis preguntas. ¿Cuántas le dirigí, cuántas me contestó; por qué, si yo sólo tenía derecho a una cada día y a otra cada noche; por qué se rompió ese compromiso en el centro de la gran plaza de Tlatelolco; por qué? La pregunta se me salió de la boca antes de que pudiera apresarla, sin pensar en que era la última que podría hacer:
—¿Por qué sigue vivo ese anciano con el que hablé en la plaza? Os lo juro: yo lo vi morir, un día, de miedo, y ser entregado a los buitres…
Los jóvenes se miraron entre sí. Miradas nuevas, impresas por el agua. No sé explicarlo, Señor. No había visto miradas iguales aquí, aunque recordase, en mi paso por esta tierra ajena, tantos ojos de opuestas pasiones, terror y ternura, amistad y odio, veneración y venganza, sí, pero nunca unas miradas que eran nuevas, por primera vez de ellos y mías, nuevas: ¿quién troqueló el rostro de la tierra, quién hizo arder su campo sin palabras?
Un muchacho habló. Cómo le entendí al escucharle, qué tristeza y qué alivio sentí: un joven, un muchacho, que no hablaba en nombre del origen, la leyenda, el poder, la tradición, sino por sí mismo, aquí, en esta calzada junto a las aguas de la laguna de México.
—Yo no vi a nadie en esa plaza.
—El viejo, murmuré amedrentado, el viejo dentro del cesto…
El muchacho negó con la cabeza. —Nadie. No había nadie, salvo nosotros.
Una cifra ardía en mi cuerpo: —¿Con quién hablé, entonces? ¿Quién contestó a mis preguntas?
Ahora fue una muchacha la que habló: —Hablaste contigo mismo. Te hiciste preguntas. Te las contestaste. Nosotros te escuchamos.
Si el tiempo es un cazador, en ese instante me flechó, casi herido, y el juramento de mis días en esta tierra caía hecho pedazos conmigo; alcancé a balbucear:
—Entonces todo lo he soñado… Entonces nada ha sido cierto… Entonces debo despertar…
—No, no despiertes, dijo un joven, debes terminar tu viaje, debes regresar a tu tierra…
—¿Y regresar aquí, una y otra vez, para ser derrotado, siempre derrotado, derrotado por el crimen si lo cometo al regresar, derrotado por los criminales si regreso a castigarles?
La cabeza me giraba, Señor, las palabras salían atropelladamente de mi boca, yo ya no sabía dónde estaba, qué día era éste… Soñaba. Pero si soñaba, ¿dónde soñaba?, ¿a partir de qué momento soñaba? Quizás en ese instante, soñándome de pie sobre la calzada, junto a una barca y rodeado de mis veinte amigos, dormía plácidamente en la barca del viejo Pedro, inmóvil en el centro de los Sargazos; o quizás todo lo soñaba, mareado, en el centro del vértigo que nos atrapó en el gran océano; o quizás, realmente, como entonces lo pensé, salí del mar para pisar las playas de la muerte y allí permanecí para siempre, imaginando a los fantasmas de mi vida; no sabía, en fin, si todo lo soñaba a partir del momento en que fui colocado dentro del cesto del anciano de la memoria, bajo el cielo de la selva, rodeado de enramadas y cueros de venado, abandonado allí sin más compañía que mi espejo, destinado a soñar y amanecer un día y verme tan viejo como el memorioso señor; no sabía, no sabía en qué momento había dejado de vivir despierto y comenzado a vivir dormido; mas aquí estábamos, sobre la calzada que unía los islotes de la laguna de un lugar inexistente llamado México, el lugar del ombligo de la luna, ellos y yo, yo y ellos, los que arranqué del suelo de la muerte, los huesos que vivieron cuando los apreté contra mi pecho, el más irreal, el más fantástico de todos mis sueños…