Tierra de bisontes (14 page)

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Authors: Alberto Vázquez-Figueroa

Tags: #Aventuras, Histórico

BOOK: Tierra de bisontes
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—¿Acaso nos consideras la avanzadilla de la plaga de langosta?

—Contra nuestra voluntad, sin duda alguna; al igual que el par de saltamontes que llegan a la Gomera empujados por el viento contra su voluntad. Pero ese primer paso es siempre el más importante. Y, si no, pregúntaselo a los nativos de La Española, que en diez años pasaron de ser libres y felices a su modo, a ser desgraciados y esclavos a nuestro modo.

—Eso es muy cierto —admitió el gaditano—. En los meses que pasé en La Española no encontré ni a un solo indígena que pareciera mínimamente satisfecho.

—Cuando los europeos invadamos estas praderas tampoco se podrá ver a un solo piel roja satisfecho, porque lo peor que les aportaremos no serán nuestras enfermedades o nuestras malas costumbres; lo peor es algo que desconocen y contra lo que jamás serán capaces de luchar.

—¿Y es…?

—La avaricia. No he conocido a un nativo del Nuevo Mundo que desee más de lo que puede necesitar en ese justo momento, ni a un originario de nuestro Viejo Mundo que no desee más de lo que podrá necesitar nunca. —El canario hizo un amplio gesto con las manos como si con ello quisiera dar más énfasis a sus palabras al añadir—: Ésa es, a mi modo de ver, la insalvable diferencia, que existe entre nosotros.

—De hecho, ningún sioux que haya conocido ha demostrado tenerle apego a nada que no fuera sus hijos —reconoció Andújar al tiempo que asentía con un leve ademán de cabeza—. Los adoran, se desviven por ellos, y cuando un niño muere, no sólo sus padres sino la tribu entera parece sumirse en una profunda desesperación. Lo lloran durante meses en los que casi no comen y apenas se mantienen con unos sorbos de agua.

—¿Y acaso no sienten el mismo amor por sus mujeres? —quiso saber Cienfuegos.

—Supongo que no. Y, si en verdad lo sienten, a los guerreros les está vedado manifestarlo. Un verdadero sioux debe mostrarse estoico e impertérrito ante la adversidad o el dolor, por lo que tan sólo le está permitido ser tierno con los niños. Nunca los he visto reprenderlos, y de hecho les consienten barrabasadas que un padre europeo zanjaría al instante con una buena azotaina. Sin embargo… —añadió el de Cádiz—, aquí un hombre y su mujer pueden enzarzarse en una feroz trifulca en la que se zurran de lo lindo hasta cansarse ante la indiferencia de sus vecinos. Cuando se cansan de pegarse, pero sin utilizar nunca ningún tipo de armas, uno de ellos se marcha del poblado, se pasa una temporada fuera, y cuando vuelve todos se comportan como si nada hubiera sucedido.

—¡Sorprendente!

—¡Y tanto! A mi modo de ver, no conocen el resentimiento ni el rencor, por lo menos entre miembros de la misma tribu, porque cuando dos hombres o dos mujeres se pelean entre sí se comportan de idéntica manera. Es como si no tuvieran memoria.

—¿Pero la tienen…?

El otro asintió convencido.

—Para todo, excepto para los enfrentamientos de tipo doméstico.

—¡Curioso! —señaló el canario—. Cuando, en muy raras ocasiones, he discutido con Ingrid o con Araya, se pasan una semana de morros y sin dirigirme apenas la palabra.

—Nuevo mundo, nuevas costumbres…

Las costumbres de aquel Nuevo Mundo eran en verdad muy diferentes, y Cienfuegos pudo comprobarlo tres días más tarde, cuando, al atisbar a media mañana sobre la hierba de la pradera, distinguió sentado en mitad de la llanura, y casi a tiro de piedra de donde habían dormido, a un anciano cubierto con una piel de bisonte, tan inmóvil que más parecía una estatua de mármol que un ser viviente.

Se apresuró a despertar al andaluz con el fin de mostrarle lo que había descubierto, pero éste se limitó a comentar, como si se tratara de lo más natural del mundo:

—No te preocupes; no es más que un muerto que camina.

—¿Un qué…?

—Un muerto que camina. Un viejo que se siente ya muy cansado, no quiere seguir siendo una carga para los suyos y ha decidido alejarse del campamento para morir en paz.

—Pues éste ni siquiera camina —le hizo notar el gomero—. Y no me extrañaría que estuviera muerto, porque no mueve un músculo.

—Recuerda algo que puede salvarte la vida —puntualizó Andújar—: en las praderas nada está muerto hasta que los buitres certifican que lo está. Nunca te fíes ni de una bestia ni de un hombre tendido en la llanura a no ser que compruebes que los carroñeros le han sacado los ojos.

—Así pues, ¿crees que ese pobre viejo puede hacernos daño?

—¡No! Ése no, desde luego. Ése lo único que pretende es que la muerte lo alcance cuanto antes.

—¿Y a sus hijos no les importa que muera en mitad de la nada y como un perro?

—¿Y qué otra cosa pueden hacer? —fue la respuesta—. Éstos son pueblos nómadas que viven de seguir a las manadas de bisontes, por lo que no pueden quedarse en un mismo lugar a la espera de que un viejo impedido tarde tres meses o tres años en morir. Sería tanto como condenar al hambre a toda la tribu, y los ancianos demuestran su amor a la familia alejándose solos en mitad de la noche. Como suelen decir: «El hombre debe nacer rodeado de risas y alegrías, pero no debe morir rodeado de lágrimas y llantos. Es mejor el silencio».

—Veo que has aprendido mucho de ellos.

—Mucho. ¡Lástima que lo aprendí como esclavo!

—¿Cuál hubiera sido la diferencia?

—Que yo habría aprendido muchas más cosas de ellos, pero ellos habrían aprendido de mí cosas que les hubieran resultado tremendamente útiles.

—¿Como por ejemplo?

—Como por ejemplo el uso de la rueda.

El cabrero canario tardó en responder; recorrió con la vista por enésima vez la obsesiva llanura de una hierba cuyas raíces se afirmaban firmemente al suelo hasta convertirlo en una especie de mullido tapiz interminable, y se vio en la obligación de reconocer que probablemente no existía un lugar más apropiado sobre el planeta para que un carruaje de anchas llantas avanzase casi como sobre una nube.

—¿Realmente no conocen la existencia de la rueda? —inquirió al fin como si le costase admitir semejante disparate.

—No creo que la conozcan, puesto que no la usan… —le hizo notar su compañero de fatigas—. Cuando llega el momento de seguir a una manada, desmontan el campamento, lo cargan todo a la espalda, incluidas las pesadas pieles de bisonte y los largos palos de las tiendas, e inician una lenta marcha a pie que en ocasiones se prolonga durante semanas. Cada día de viaje, con frío, con viento, con calor o con lluvia, constituye un auténtico suplicio, y te lo dice alguien que lo ha padecido en sus propias espaldas. No existe peor pesadilla que uno de esos agónicos viajes en los que, en cuanto te retrasas unos pasos, te azotan con una fusta.

—¡Lo imagino! Y ahora entiendo que ese pobre viejo prefiera sentarse ahí, a morir en paz.

—Sin embargo —añadió el andaluz—, la vida de estos mendrugos cabezotas sería muy diferente si dispusieran de carromatos que les sirvieran de viviendas, como las de los gitanos europeos. Podrían marchar tranquilamente en pos de los búfalos y no pasarían tantas calamidades. Si tienen el agua y la comida asegurada lo único que necesitarían sería un buen medio de transporte, pero han sido incapaces de procurárselo pese a que lleven en estas llanuras miles de años.

—Tal vez no hayan inventado los carromatos porque no tienen con qué arrastrarlos —le hizo notar Cienfuegos—. No he visto ni un solo burro, mulo o caballo.

—Es que no los hay —admitió el otro—. En alguna ocasión les he hablado de ellos, pero se niegan a admitir que pueda existir un animal tan grande y sobre el que se pueda montar un hombre. Cuando una vez les hice un dibujo, bastante bueno por cierto, rompieron a reír asegurando que estaba completamente loco y se estuvieron burlando de mí durante meses. Perdí mucho prestigio ese día —confesó pesaroso—. Mucho, y a partir de ese momento llegué a la conclusión de que lo mejor que podía hacer era callarme. Hace tiempo aprendí que no hay nadie más obtuso, vengativo y cruel que el ignorante que prefiere continuar siéndolo.

—Sin embargo, de poco les hubieran servido los carromatos sin mulas ni caballos —puntualizó el canario.

—En mi tierra las carretas las arrastran los bueyes —fue la rápida respuesta—. Y estoy convencido de que con tiempo, ¡cientos de años!, y su infinita paciencia, estos cretinos habrían conseguido domesticar bisontes y enseñarles a tirar de los carros.

Cienfuegos observó largo rato a su interlocutor con el ceño fruncido, tal vez un tanto confundido por sus palabras, y al fin no pudo menos que inquirir:

—¿Los odias o los admiras?

—¿Qué quieres decir con eso?

—Que en ocasiones hablas de los pieles rojas con respeto y admiración, y otras con un absoluto desprecio. Aún no he conseguido averiguar qué es lo que sientes por ellos.

El andaluz Silvestre Andújar, quien pese a haberse enrolado como contramaestre en una estúpida aventura a la búsqueda de la inexistente isla de Bímini y su prodigiosa Fuente de la Eterna Juventud, demostraba, no obstante, haber sabido aprovechar las enseñanzas de un cura gaditano y poseer unas notables dosis de sentido común, se tomó un tiempo antes de responder:

—Ningún pueblo, nación o raza, ni de aquí, ni de Europa, ni supongo que de cualquier otro lugar del mundo, es digno de una total admiración, ni merecedor de un absoluto desprecio. Los sioux, dakotas, pieles rojas o como queramos llamarlos, tienen, al igual que todos los demás, incluidos naturalmente los españoles, virtudes y defectos, y yo no soy tan lerdo como para no reconocerlo. —Hizo una corta pausa, para añadir luego, seguro de lo que decía—: Sin embargo, tú has dicho algo en lo que reconozco que tienes muchísima razón: en cuanto los europeos aparezcan por aquí, de esta gente no va a quedar ni el recuerdo porque son incapaces de adaptarse a cualquier tipo de cambios y por lo tanto no acertarían a enfrentarse a aquello que desconocen.

—¡Lástima!

—¡Lástima, en efecto, pero así es!

Al atardecer reiniciaron la marcha.

Se vieron obligados a cruzar muy cerca de donde se encontraba el anciano, que los observó con total indiferencia, sin demostrar sorpresa por el hecho de que dos hombres blancos y de largas barbas que contrastaban con las pieles lampiñas y cobrizas de los miembros de su raza, pasaran tranquilamente frente a él en pos del sol y rumbo a la noche.

Tal vez imaginó que ya había muerto y formaban parte del mundo del más allá.

Tal vez sus cansados ojos le impidieron distinguirlos con claridad.

Tal vez, y eso era sin duda lo más probable, ya nada le importaba.

Ingrid hizo unos instantes después su aparición en el horizonte y, con la fidelidad acostumbrada, la siguieron Rocío, Araya y Catalina, de tal modo que los dos españoles siguieron avanzando hacia el oeste en lo que constituía el viaje más desesperantemente monótono que nadie hubiera realizado jamás. Cuando en una ocasión la llanura se les acabó de pronto, no fue por culpa de encontrarse ante un abismo en el que concluyera el planeta, sino a causa de un ancho y caudaloso río que fluía rumbo al sudeste.

Aguardaron a que amaneciera y lo estudiaron, evidentemente preocupados.

—¡Jamás había visto un río tan grande! —reconoció Silvestre Andújar—. Es tan ancho como la bahía de Cádiz.

—Yo sí —dijo el canario—. Uno muchísimo mayor, allá abajo, junto al mar. Y me pregunto si puede ser el mismo.

—De este país lo creo todo —replicó el otro encogiéndose de hombros—. Pero si fuera el mismo que desemboca en el mar del que venimos, y ya aquí arrastra tanta agua, ¡imagínate dónde nacerá y cómo será de largo…!

—Prefiero no imaginármelo porque se me ponen los pelos de punta.

Dejaron pasar un largo rato observando las turbias aguas que corrían mansamente a través de la planicie arrastrando árboles y ramas, pero que no parecía constituir en absoluto una frontera entre dos regiones diferentes, puesto que lo que se distinguía allá en la otra orilla tan sólo era más de lo mismo.

Por último, el gaditano masculló con tono malhumorado:

—Si no fuera porque en ciertas ocasiones paso un frío del carajo y tengo enormes ampollas en los pies, llegaría a la conclusión de que estoy viviendo una pesadilla, por que realmente cuanto me está ocurriendo carece de lógica.

—Las pesadillas nunca han sido compartidas y te recuerdo que somos dos con el mismo maldito sueño.

—¿Y qué vamos a hacer ahora?

—¿Y qué quieres que hagamos? Cruzar el río y seguir adelante. ¿Sabes nadar?

—Preguntarle eso a un gaditano que se crió en el puerto, es ofenderlo. ¿Sabes tú?

—Lo suficiente. ¿Crees que habrá caimanes?

—Lo dudo. Estas aguas deben de ser demasiado frías para su gusto y hace mucho tiempo que no vemos ninguno.

No habían visto, en efecto, caimanes, pero tampoco habían visto excesivas manadas de bisontes, y tan sólo en tres ocasiones habían podido distinguir, muy a lo lejos, partidas de cazadores no demasiado numerosas.

Resultaba en verdad difícil entender cómo era posible que tan extensos territorios ricos en agua, carne y toda clase de posibilidades para implantar una floreciente agricultura, se encontrasen, no obstante, tan escasamente poblados.

Desde el punto de vista humano, las grandes praderas constituían prácticamente un desierto.

—En cualquier otro lugar del mundo, tan magníficas condiciones de vida darían lugar a una brutal superpoblación —señaló un desconcertado Cienfuegos—. Y sin embargo, aquí no se ve a un gato. ¿Por qué?

—Porque los pieles rojas son la gente menos prolífica qué existe —fue la rápida y segura respuesta.

—¿Y eso?

—Cuestión de costumbres.

—¡Venga ya! Todo el mundo tiene la divertida costumbre de reproducirse lo más rápidamente posible. ¿O me vas a decir que a los sioux no les gusta hacer el amor?

—Naturalmente que les gusta —admitió Silvestre Andújar, convencido de lo que decía—. Pero tienen mucho cuidado a la hora de reproducirse porque saben que una de cada cinco mujeres suele morir durante el parto, y aquí las mujeres no abundan. Debido a ello la costumbre ordena que desde el día en que se quedan embarazadas no vuelvan a tener relaciones, digamos «normales», con su marido hasta los dos años de haber dado a luz.

—¿Dos años…? —se sorprendió el gomero—. ¡Qué barbaridad! De esa manera, entre unas cosas y otras, y con mucha suerte, no podrán tener un hijo más que cada cuatro.

—Lo cual quiere decir que, en el mejor de los casos, una mujer sólo tendrá un máximo de cinco hijos a lo largo de toda su vida fértil, de los cuales prácticamente la mitad no llegarán a adultos puesto que la mortalidad infantil es muy acusada por culpa de las infecciones intestinales y las serpientes.

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