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Authors: Alberto Vázquez-Figueroa

Tags: #Aventuras, Histórico

Tierra de bisontes (29 page)

BOOK: Tierra de bisontes
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—No tengo ni la menor idea, ni interés en intentar imaginármelo, porque si algo he aprendido en estos últimos meses es que nos podemos tropezar con lo más inesperado. Lo que sea, sonará.

—Hay otro problema.

—¿Sólo uno? —se asombró el cabrero.

—Éste es grave. —Silvestre Andújar se tomó un tiempo antes de añadir—: ¿Qué hay de L’ardilla?

—¿Qué pasa con ella?

—Que ya se ha convertido en mujer y lo sabes.

—Que le haya bajado la menstruación no significa que se haya convertido en mujer; por lo menos, no para mí.

—Se ha jugado la vida por nosotros, ha matado a un guerrero comanche, ha pasado infinidad de calamidades sin lanzar un lamento, y ha demostrado tener más coraje y ser más mujer que la mayoría de las que conozco. Está esperando su recompensa; que la conviertas en tu esposa, y en mi opinión no tienes derecho a rechazarla.

—¡Pero si no debe de tener más de trece años!

—Es más madura a los trece que mi madre a los cincuenta; la pobre era una santa pero se ahogaba en un vaso de agua.

—No quiero hacerle daño.

—¿Daño? —se sorprendió el gaditano—. La clase de daño al que te refieres le durará como mucho un par de días, hasta que le coja el gusto, pero el que le estás haciendo al despreciarla la está matando.

—Exageras.

—¡Lo dudo! ¡Ponte en su lugar! Para L’ardilla eres una especie de semidiós que llegó de un mundo muy lejano para salvarla de una esclavitud en la que cualquiera tendría derecho a abusar de ella en cuanto se convirtiera en mujer. Te adora, es ya una fruta madura, sus costumbres le dictan que te pertenece, pero tú la ignoras pese a cuanto ha hecho por nosotros. —El andaluz agitó la cabeza una y otra vez como pretendiendo darle más fuerza a sus palabras al concluir—: ¡No es justo! ¡Nada justo!

—Lo que no sería justo es que me aprovechara de esas circunstancias que hacen que me vea como un semidiós, cuando no soy más que un gomero analfabeto que casi le triplica en edad. Y tras pensármelo mucho he llegado a la conclusión de que, según las leyes de su pueblo, no me pertenece a mí, sino a ti.

—¿Qué diablos pretendes decir con eso? —inquirió el andaluz, que de improviso mostró una visible inquietud.

—Que no fui yo quien la salvó, puesto que ni siquiera tenía la menor idea de su existencia; fuiste tú —le apuntó acusadoramente con el dedo y añadió—: Y lo que más me molesta es que lo has sabido desde el primer momento pero te lo has callado.

—¿Pero qué tonterías estás diciendo? —protestó ruidosamente su interlocutor—. ¿Cómo se te ocurre?

—¿Tontería? ¡Ninguna tontería! —insistió el canario—. ¿Cuántos años tienes?

—Veinticuatro.

—La edad justa para fijarse en una muchacha tan bonita, avispada y llena de vida, e insistir en cargar con ella con la disculpa de que el padre podría sernos de utilidad pese a que en esos momentos tu vida corría serio peligro. —Cienfuegos chasqueó la lengua y le guiñó un ojo como si acabara de cogerle en un claro renuncio al insistir—: El mérito no es mío, muchachito, y por lo tanto no estoy dispuesto a aceptar un premio que no me pertenece.

—¡Pero ella te quiere!

—Ése no es mi problema, sino el suyo. Y en todo caso el tuyo, que no supiste luchar por lo que, según la ley de los navajos, te pertenece. Lo que tengo muy claro, es que no voy a ir contra mis convicciones, ni estoy dispuesto a arriesgarme a destrozar a una criatura tan frágil.

—Ahora eres tú el que exagera.

—¡Tal vez! Pero Ingrid me explicó que debo tener mucho cuidado puesto que, dadas mis especiales circunstancias, me arriesgo a desgarrar a una mujer hasta el punto de que se desangre interiormente o no pueda tener hijos. Recuerdo sus palabras: «Lo que la naturaleza te ha proporcionado con tanta generosidad es para hacer disfrutar a las mujeres, no para hacerlas sufrir. Úsalo con prudencia».

—¿Y fue tu propia esposa quien te dijo algo así?

—Precisamente es mi esposa, y lo será hasta el día de mi muerte, porque es capaz de decir algo así.

—¡Ver para creer! ¡Bien! —añadió el gaditano dando por concluida la discusión—. Haz lo que quieras, pero ten presente que si continúas despreciando a L’ardilla conseguirás que te odie.

Eligieron una tranquila cala rodeada de bosques en la que desembocaba un pequeño arroyo, y decidieron que había llegado el momento de tomarse un más que merecido descanso y coger fuerzas mientras decidían qué camino seguir, pese a que resultaba evidente que no les quedaba otra salida que la larga costa que se abría hacia el sur.

Eran cuatro seres humanos perdidos en el confín del universo, lejos de sus hogares, sin la más mínima esperanza de regresar a ellos, desorientados y abatidos ante la certeza de que jamás volverían a ver a sus seres queridos.

La naturaleza, adversa, hostil e incluso cruel a veces hasta unos días antes, les mostraba ahora su rostro más amable: el de la placidez, la belleza y la abundancia; pero quizás el hecho de no tener que luchar por sobrevivir por primera vez en mucho tiempo, propiciaba que una de las más graves enfermedades que suelen aquejar el alma humana, la nostalgia, comenzara a apoderarse del ánimo de Cienfuegos.

Cuanto le rodeaba era ciertamente hermoso y placentero, pero el simple hecho de no tener que estar siempre atento a la difícil tarea de sobrevivir, y disponer ahora de tiempo para pensar en sí mismo y en su incierto futuro, permitía que los recuerdos llegaran en tropel como si tratara de una manada de bisontes desbocados.

No podía dejar de pensar en Ingrid o en Araya, y seguía teniendo muy presente que la mayor de sus hijas abultaba casi el doble que aquella frágil chicuela que aspiraba a que la convirtiese en su nueva esposa.

Admiraba a L’ardilla. Era en verdad una criatura inteligente, adorable, divertida y sexualmente atractiva; una especie de sorprendente ninfa salvaje de las que suelen excitar a cierta clase de hombres maduros a los que fascina la inocencia, o enamorar a un joven tan inexperto como Silvestre Andújar, pero pese a que la naturaleza se hubiera empeñado en asegurar lo contrario, a sus ojos aún no era una mujer a la que pudiera amar, acariciar, poseer y penetrar con la fuerza con que acostumbraba a hacerlo.

Puede que, como aseguraba el gaditano, «fuera ya una fruta madura», pero a su modo de ver no era una fruta que él debiera arrancar de su rama, por más que la muchacha acabara odiándole por ello.

Existen circunstancias en la vida de un ser humano en que se ve obligado a elegir entre ser injustamente amado o injustamente aborrecido, y es en esos momentos cuando debe demostrar su auténtica valía al elegir la menos gratificante de las opciones.

Del mismo modo que «el corazón tiene razones que la razón desconoce», la conciencia tiene razones que el corazón desconoce, y para ciertos seres humanos los dictados de su conciencia suelen estar por encima de los dictados de su corazón.

Al fin y al cabo, con demasiada frecuencia los dictados del corazón no son más que los dictados del deseo recubiertos de un ligero barniz de romanticismo.

Y por si eso no bastara, su corazón continuaba estando muy lejos de allí; continuaba en una perdida isla, la Escondida, oculta entre las incontables islas de los Jardines de la Reina, frente a las costas de Cuba.

Por ello le alegró sobremanera que, tres días más tarde, Silvestre Andújar acudiera a tomar asiento a su lado para decirle:

—He hablado con L’ardilla; entiende tus razones, y sabe que, según la ley, yo soy su marido. Te quiere y supongo que te seguirá queriendo hasta el fin de sus días, pero estoy seguro de que, si tengo paciencia, conseguiré que se convierta en una buena esposa. Ni ella, ni su padre, ni yo deseamos continuar huyendo, por lo que hemos llegado a la conclusión de que éste es un buen lugar en el que fundar una familia. ¡Nos quedamos!

Una semana más tarde, el canario Cienfuegos emprendió el camino de regreso a un hogar que no sabía dónde estaba, ni cómo ni cuándo llegaría a él.

Madrid-Lanzarote, 2005

Alberto Vázquez-Figueroa
(1936). Nació en Santa Cruz de Tenerife. Antes de cumplir un año, su familia fue deportada por motivos políticos a África, donde permaneció entre Marruecos y el Sahara hasta cumplir los dieciséis. A los veinte años se convirtió en profesor de submarinismo a bordo del buque-escuela
Cruz del Sur
. Cursó estudios de periodismo, y en 1962 comenzó a trabajar como enviado especial de
Destino
,
La Vanguardia
y posteriormente de Televisión Española. Durante quince años visitó casi un centenar de países y fue testigo de numerosos acontecimientos clave de nuestro tiempo, entre ellos las guerras y revoluciones de Guinea, Chad, Congo, República Dominicana, Bolivia, Guatemala… Las secuelas de un grave accidente de inmersión le obligaron a abandonar sus actividades como enviado especial. Tras dedicarse una temporada a la dirección cinematográfica, se centró por entero en la creación literaria. Ha publicado más de cuarenta libros, entre los que cabe mencionar:
Tuareg
,
Ébano
,
Manaos
,
Océano
,
Yáiza
,
Maradentro
,
Viracocha
,
La iguana
,
Nuevos dioses
,
Bora Bora
, la serie
Cienfuegos
, la obra de teatro
La taberna de los Cuatro Vientos
,
La ordalía del veneno
,
El agua prometida
y
Alí en el país de las maravillas
. Nueve de sus novelas han sido adaptadas al cine. Alberto Vázquez-Figueroa es uno de los autores españoles contemporáneos más leídos en el mundo.

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