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Authors: Alberto Vázquez-Figueroa

Tags: #Aventuras, Histórico

Tierra de bisontes (20 page)

BOOK: Tierra de bisontes
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Durmió a pierna suelta, pese a que los cantos y bailes continuaron casi hasta el amanecer y cuando las primeras sombras comenzaron a diluirse descubrió a su izquierda, a unos treinta metros de distancia, una pequeña cueva, por lo que no dudó en arrastrarse hasta ella.

No era muy profunda, apenas el largo de su cuerpo, pero constituía un magnífico refugio, y desde la altura en que se encontraba disfrutaba de una perfecta visión sobre el poblado indígena.

Éste estaba constituido por seis amplias cabañas de madera, sin paredes pero con un grueso techo de paja, y ocho o diez grandes cuevas distribuidas a todo lo largo de una escarpada ladera y comunicadas entre sí por medio de anchos senderos y cortas escalinatas talladas en la roca.

De momento no se advertía más presencia humana que una pareja que dormía a la orilla del agua, no lejos del punto en que aparecían varadas en tierra una docena de canoas pintadas de vivos colores entre los que predominaba el rojo.

A la derecha del poblado se distinguía la entrada de un ancho cañón que aparecía recubierto por una compacta plantación de maíz a punto de madurar, y poco más allá el punto por el que el río se estrechaba nuevamente para perderse de vista en dirección sur.

Mediada la mañana, cuando el sol coronó la montaña que se alzaba a espaldas del cabrero y dejó caer sus rayos directamente sobre el techo de las cabañas, los somnolientos nativos comenzaron a dar señales de vida y resultó evidente que lo hacían con la desgana propia de quien ha pasado una larga y agitada noche de parranda.

Algunos se alejaron río abajo a hacer sus necesidades y dejaron que la corriente se llevara sus excrementos y algún que otro vómito; al poco rato, hizo su aparición en la entrada de la mayor de las cavernas un grupo de cautivos atados los unos a los otros, a los que empujaban dos guerreros que los condujeron hasta un punto en el que se distinguían montones de piedras de todos los tamaños. Los obligaron a tomar asiento, y muy pronto tanto las mujeres como los hombres se pusieron a golpear unas piedras contra otras.

Cienfuegos lanzó un hondo suspiro de alivio al descubrir que el gaditano se encontraba entre ellos.

—¡Bendito sea Dios! —exclamó en voz alta—. ¡Mil veces bendito! Por lo menos está vivo.

Prestó atención a lo que estaban haciendo y al cabo de un largo rato llegó a la conclusión de que al parecer los cautivos se dedicaban a la pesada tarea de partir piedras, tallándolas y afilándolas con objeto de convertirlas en hachas y puntas de flecha.

—¡Qué jodidos! —no pudo menos que exclamar—. Siempre imaginé que ése era un trabajo de guerreros, y ahora resulta que los muy cabrones se lo traspasan a los esclavos.

Poco después, un joven piel roja armado de un largo arco trepó desganadamente por la colina, tropezando y dando muestras de que aún no se había recuperado de la sonada juerga, para ir a tomar asiento en la cima de un otero desde el que al parecer dominaba una gran extensión de terreno en todas direcciones, en especial el cauce del río, tanto aguas abajo como aguas arriba.

Quien había elegido el emplazamiento del poblado sabía lo que hacía, ya que un puñado de arqueros apostados en la cima de la montaña y en la entrada de las cuevas lo convertían en prácticamente inexpugnable.

Difícil desafío para un solo hombre armado de un viejo arcabuz y una única bala.

Por más que esa bala fuera de oro.

El día se le hizo infinitamente largo debido a que la noche anterior no había tenido la precaución de cargar con el odre del agua, por lo que la sed empezó a martirizarlo a media tarde.

Ver la laguna tan cerca y no poder aproximarse a ella por miedo a ser descubierto desde la otra orilla aumentaba su desazón, y la necesidad de beber comenzó a hacerse perentoria cuando los rayos del sol de poniente penetraron hasta el fondo de la diminuta cueva, lo que la convirtió en poco tiempo en una especie de horno en el que el mero hecho de respirar exigía un notable esfuerzo.

Se maldijo en voz baja por haberse metido sin ayuda de nadie en tan absurda ratonera, lo que resultaba a todas luces impropio de su experiencia en situaciones difíciles. Se sabía capaz de resistir varios días sin comer, pero sabía de igual modo que el agua resultaba imprescindible, especialmente en un lugar tan árido y caluroso como aquel.

Se acurrucó en posición fetal y, sudando a mares y deshidratándose por minutos, y se esforzó en un vano intento de dejar la mente en blanco con el fin de no permitir que lo venciera la tentación de echar a correr ladera abajo para lanzarse de cabeza a un agua que parecía estar, llamándolo a gritos.

La angustiosa sensación que experimentaba podía compararse a la de quien se está ahogando en el fondo del mar, pero a pesar de ello lucha con todas sus fuerzas por no ascender a una superficie en la que sabe que le espera la muerte.

Una vez más el tiempo vino a demostrar cuán caprichoso puede llegar a ser cuando decide alargarse a su antojo.

Una hora en el interior de una sofocante cueva abrasada por el sol en pleno corazón del cañón del río Colorado podía convertirse en un año, y dos horas en toda la eternidad.

La oscuridad no acababa de llegar y aquél fue, probablemente, el día más largo en la vida del canario.

Ninguna tortura puede compararse de ningún modo a la sed, puesto que cada tipo de tortura, por sofisticada que sea, actúa sobre uno o varios puntos muy concretos del cuerpo, mientras que la sed actúa sobre todos ellos, incluida la última célula del último rincón del cerebro.

Y cuando ese cerebro ordena lanzarse de cabeza a un agua que se encuentra a tan sólo unos metros de distancia, resulta muy difícil desobedecer.

Aquella tarde, el gomero padeció en carne propia el suplicio de Tántalo.

Cierto que no había sido tan soberbio como el mítico rey de Lidia, que sacrificó a su hijo con el fin de ofrecérselo a los dioses en un exclusivo banquete, por lo que Zeus castigó su prepotencia obligándolo a sufrir eternamente el tormento de la sed mientras tenía el agua al alcance de la mano; pero igualmente cierto era que Cienfuegos había sobrevalorado sus fuerzas, y ahora no era el severo Zeus sino su padre, el vengativo Cronos, quien castigaba su soberbia por el sencillo procedimiento de avanzar por la bóveda del cielo mucho más lentamente de lo que tenía por costumbre.

Las tinieblas debían de tener una cita importante en cualquier otro lugar de una Tierra plana, puesto que ni siquiera daban señales de vida. Mientras tanto, el sol semejaba un doblón de oro incandescente clavado en un cielo de un azul impoluto.

El canario siempre juró que aquella tarde le sudaron hasta los dientes y las uñas.

Advirtió que comenzaba a renacer con el tardío ocaso, pero tan sólo regresó a la vida en el momento en que, ya noche cerrada, se dejó caer de bruces en el río para beber con tanta ansiedad que casi se atraganta.

Luego permaneció largo rato contemplando el poblado, en el que ahora no brillaba más que una pequeña hoguera que se consumió al poco rato, y cuando las tinieblas se adueñaron por completo del mundo comenzó a nadar muy lentamente aguas arriba en busca del punto en el que había ocultado su diminuta balsa.

El día siguiente lo dedicó a reflexionar sobre cuanto había visto, tratando de calcular las posibilidades que tenía de volver a arrancar al andaluz de manos de sus captores, y tras darle muchas vueltas llegó a la dolorosa conclusión de que no es que se le antojaran escasas: es que no existía ninguna.

En caso de intentarlo tendría que enfrentarse a casi medio centenar de guerreros armados de largos arcos, afiladas lanzas y contundentes hachas de piedra, parapetados en lo que podía considerarse un fortín al que todo un regimiento de arcabuceros le hubiera costado un notable esfuerzo asaltar.

—Aquí me gustaría ver a don Alonso de Ojeda —murmuró entre dientes—. Cuando capturó a Canoabo tenía un caballo y una armadura, mientras que yo ando semidesnudo y descalzo.

Tras reflexionar largamente decidió que lo más sensato que podía hacer era aproximarse de noche al poblado, apoderarse de una de las muchas canoas que se encontraban varadas justo al borde del agua, y continuar con ella su viaje río abajo lo más aprisa posible.

Con suerte obtendría unas ocho horas de ventaja antes de que los pieles rojas advirtieran que les faltaba una embarcación, y ésa era sin duda una notable ventaja si sabía aprovecharla.

El plan resultaba a su modo de ver bastante lógico, aunque presentara, eso sí, un notable inconveniente: no le apetecía en absoluto la idea de alcanzar el confín de la Tierra a solas.

Una y otra vez acudía a su mente la imagen del grupo de esclavos sentados al sol, e imaginaba lo que significaría pasarse el resto de la vida golpeando una piedra contra otra hasta que fallaran las fuerzas, por lo que admitió a regañadientes que tenía que buscar una forma de intentar ayudar al andaluz.

Pero ¿cómo?

No contaba más que con un viejo arcabuz capaz de realizar un solo disparo, una herrumbrosa ballesta poco fiable y alrededor de una libra de pólvora.

Ni aunque consiguiera sentar a todos los guerreros del poblado sobre el triste barrilito de explosivos lograría acabar con ellos.

Esa noche cerró los ojos convencido de que tenía que pensar.

Y mucho.

Ocultó entre los arbustos la balsa y el arcabuz, que en semejantes circunstancias constituía más un engorro que una ayuda, y ascendió sin prisas hasta la extensa meseta, a la búsqueda de lo que estaba necesitando y de cuya existencia había reparado durante sus largas caminatas por aquellos lugares desolados e inhóspitos.

Pese a tener constancia de que abundaba, tardó día y medio en encontrar un yacimiento que, a su modo de ver, pudiera proporcionarle la suficiente materia prima, y casi otro tanto en recoger, moler y limpiar de escoria unos dos kilos de azufre que consideró de aceptable calidad.

Mucho más fácil de conseguir le resultó el salitre, en un lugar que millones de años atrás debía de encontrarse en el fondo del océano, y, aunque no existían por los al rededores tilos o sauces, sustituyó su madera por la de un arbusto que se le antojó apropiado.

Cortó diez o doce troncos de aproximadamente medio metro de largo por diez centímetros de ancho, los apiló tal como había visto hacer de niño a los carboneros de la Gomera y tras cubrirlos de tierra, practicó cuatro o cinco respiraderos por los que introdujo fuego con el fin de que ardieran muy lentamente durante toda la noche.

A la mañana siguiente raspó con sumo cuidado la parte exterior de los troncos hasta reunir unos tres kilos de un polvo de carbón vegetal que se parecía, al menos exteriormente, al que tantas veces había utilizado en la Escondida.

Con todo ello se instaló en una de las innumerables cuevas de las proximidades y se concentró en la tarea de medir con el mayor rigor posible las partes exactas que la milenaria fórmula china exigía.

Siete y media de salitre, una y media de carbón, y una de azufre.

Las primeras pruebas resultaron, a decir verdad, harto decepcionantes: la mezcla chisporroteaba y en ocasiones incluso parecía estar dispuesta a arder con alegría, pero al poco rato lanzaba una especie de suspiro de aburrimiento y se quedaba tan inerte como un puñado de arena.

Algo fallaba.

Y mucho.

Decidió tomarse las cosas con calma para intentar descubrir dónde radicaba la raíz del problema y al fin llegó a la conclusión de que tanto el azufre como el salitre parecían ofrecer garantías de calidad, por lo que el fallo debía encontrarse en un carbón que había obtenido de madera recién cortada, razón por la cual la combustión no debía resultar tan correcta como era de esperar.

Así pues, fue aumentando poco a poco la proporción de carbón hasta que al fin la mezcla se comportó como si se tratara de auténtica pólvora, pese a que resultaba arriesgado confiar ciegamente en su eficacia.

Cuando al día siguiente la comprimió en varios pedazos de caña hueca advirtió que, al prender fuego a las mechas, en ocasiones reventaban, pero en otras se limitaban a lanzarle una ridícula pedorreta.

—¡Magnífico! —exclamó—. Si el explosivo falla no me quedará otro recurso que insultar a los guerreros, pero no creo que sirva de mucho porque ni siquiera me entenderán.

Se planteó una vez más que un arcabuz para el que no tenía más que una sola bala recuperada de un montón de mierda, y unos ridículos «fuegos artificiales» propensos a lanzar pedorretas, no constituían en verdad un armamento apropiado para enfrentarse a medio centenar de salvajes pieles rojas.

—David contaba con una buena honda, una piedra digna de toda confianza, y un enemigo grande y lento al que resultaba muy fácil atinarle en plena cabezota. ¡Así cualquiera!

Personalmente, el cabrero siempre había opinado que el famoso rey David, también pastor como él, no debía haber sido en absoluto un personaje heroico y valiente, sino más bien por el contrario un maldito y cobarde ladino que había abusado de la buena fe de un pobre hombre dispuesto a luchar según las reglas de honor de su tiempo, pero al que ni siquiera le había dado la oportunidad de desenvainar la espada.

Estaba convencido de que, en el caso de haber fallado con la honda, el escurridizo David no hubiera parado de correr hasta Samaria, donde el buenazo de Goliat aún lo andaría buscando.

Una cosa era plantar cara al enemigo, y otra muy distinta darle con un pedrusco en la cara sin darle tiempo a presentarse.

Resultaba evidente que la historia la escribían los vencedores, sin importar qué clase de sucias estratagemas hubieran empleado a la hora de conseguir la victoria.

—¡Necesito encontrar una estratagema! —concluyó convencido—. ¡Por sucia que sea…!

Descendió una vez más a la orilla del río, cargando con las cañas rellenas de pólvora, para pasar el resto del día descansando, pero apenas hicieron su aparición las primeras sombras lo colocó todo con sumo cuidado sobre la balsa.

A continuación se introdujo en el agua sin subirse a la frágil embarcación, que prefirió ir empujando suavemente.

En el momento de partir había tomado una firme resolución que se prometió a sí mismo respetar: tan sólo actuaría si consideraba que existía una aceptable posibilidad de éxito; en caso contrario, continuaría su viaje río abajo e intentaría olvidar para siempre al infeliz Silvestre Andújar.

La oscuridad era total en el momento en que alcanzó el poblado, en el que tan sólo brillaba una tímida luz en el fondo de una de las cuevas, pero a los pocos minutos incluso ésta se extinguió por completo.

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