Tirano IV. El rey del Bósforo (55 page)

Read Tirano IV. El rey del Bósforo Online

Authors: Christian Cameron

Tags: #Bélico, Histórico

BOOK: Tirano IV. El rey del Bósforo
10.75Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Tu padre quería que te hiciera regresar a casa y, sin embargo, está muy orgulloso de ti. —Sátiro había tenido intención de decírselo antes, pero nunca encontraba el momento oportuno. Aquella era la lección principal de estar al mando: nunca había tiempo ni privacidad.

Diocles les hizo una seña y se alejó un poco, concediéndoles la ilusión de un paréntesis de intimidad.

—¿En serio? —Abraham sonrió, y los dientes le brillaron en la noche iluminada por las llamas—. ¿No te lo inventas para complacerme?

—Lo juro por Heracles —dijo Sátiro.

—Volveré a casa cuando esto termine —dijo Abraham—. Salvo si muero.

—Nunca digas esas cosas en voz alta —respondió Sátiro, haciendo el signo campesino para conjurar el mal fario.

Abraham se rio, pero lo hizo forzadamente.

—No todos hemos nacido para ser amados por los dioses, restaurar un reino y resplandecer con la luz de la batalla. Yo nací para contar monedas y aumentar la fortuna de mi familia. —Miró hacia otro lado—. Si mañana muero, maldeciré el sufrimiento; pero por mi dios que habrá valido la pena. Ser señor y ostentar el mando, vivir en la cresta de la ola. —Se rio—. Soy un idiota. O quizás haya bebido demasiado vino. Escucha, Sátiro, sé que parezco un malísimo actor de reparto, pero amo esta vida. Cada dos por tres, tengo que pellizcarme para comprobar que estoy despierto; ¡pasear por la playa contigo, aguardar el día de la batalla, con mi propio barco y mi espada! —Abraham se rio, y esta vez su risa fue sincera—. Es probable que mi celoso y antiguo dios mañana me quite la vida, aunque solo sea para demostrar quién es el jefe. —Fue hasta donde estaba Diocles y le dio una palmada en la espalda—. Tus marineros tienen mejores modales que la mayoría de mercaderes que conozco, pero no necesito intimidad. ¡Al infierno con eso!

Cogió el odre que llevaba al hombro, bebió un trago de vino y se lo pasó a Diocles.

—La víspera de una batalla, un hombre tiene que beber —dijo Diocles.

Abraham volvió a coger el odre y lo sostuvo en alto con destreza, de modo que un chorro curvo, reflejando la luz de las llamas, cayera en la oscuridad de su boca abierta.

—Ay, he aprendido toda suerte de cosas durante este año que he pasado en el mar —dijo.

Diocles meneó la cabeza con fingido pesar.

—Y nunca hay flautistas a mano cuando necesitas una —se lamentó.

Sátiro los tomó de la mano y los condujo a la fogata siguiente.

—Mañana venceremos —dijo. Y lo dijo en serio.

Se levantaron con el último turno de guardia y los remeros desfilaron a bordo antes de que el escudo de bronce del sol se asomara por el borde del mundo. Con la misma celeridad con que los barcos abandonaron la playa, entrando de proa en el mar y arrastrando las popas hasta liberarlas de la arena y el lodo, convirtiendo las aguas someras en una espuma fangosa al remar, formaron en columnas y viraron hacia el norte, de modo que cuando ya estuvieron en formación todavía flotaba en el aire el olor de sus fogatas; humo de leña y algas.

Sin embargo, Aulo, el navarco de Eumeles, no era idiota, y no había servido en la marina durante treinta años para dejarse atrapar por la mañana. Sus hombres sin duda se habían levantado igual de temprano, tanto si sabían lo cerca que estaba Sátiro como si no. El humo de sus fogatas aún ascendía a los cielos veinte estadios al norte de la bahía donde Sátiro había acampado, pero los barcos ya habían zarpado.

A mediodía avistaron los palos y las velas de la escuadra de Eumeles, pero en cuanto el vigía gritó que veía las vergas de diez velas, el humor en el puente de mando del
Loto
cambió.

—¡Quince! —gritó el vigía—. ¡Justo a proa!

Sátiro levantó la vista al cielo y al sol.

—¿Es demasiado tarde?

Terón se pasó la mano por el pelo.

—No me tomes por un marinero, señor; pero, no. Ahora sabremos si los dioses te aman o te han empujado a la locura.

Sátiro sonrió. Acortaban distancias con la escuadra enemiga tan deprisa que ya divisaba sus naves en el horizonte. Cruzó una mirada con Neiron. Neiron asintió, y su sonrisa fue como la de la muerte.

—Ahora o nunca —dijo Neiron.

—¡Helios! —gritó Sátiro, y el chico acudió a la carrera, quitando la funda de su escudo de bronce mientras corría.

—Envía la señal de «guerra sin cuartel» —ordenó Sátiro.

Helios emitió los destellos correspondientes; uno, dos, tres, cuatro. Y se oyó bramar a los remeros en todos los barcos.

El corazón de Sátiro se puso a latir tan deprisa que daba la impresión de interferir con su habla. Poniendo cuidado, dijo:

—Que un exceso de ímpetu no nos impida combatir.

Neiron meneó la cabeza.

—Ahora es todo o nada. Tú has hecho esa llamada. Deja que ocurra lo que tenga que ocurrir.

En el medio del barco, Fileo anunció la nueva estrepada y comenzó a marcar el ritmo, el más rápido que podían mantener, golpeando la cubierta con su bastón.

Los remeros rugieron y el barco sonó como un ser vivo. Sátiro notó el aumento de velocidad en las caderas y en las piernas. Los golpes sordos del bastón del maestro remero parecían los latidos del corazón del barco, bombeando sangre como el corazón de un corredor olímpico.

Sátiro procuraba no mirar hacia el horizonte. Los capitanes de Eumeles también estarían ordenando un aumento de velocidad. Todo dependía de la forma física y del entrenamiento; una larga persecución por popa, remero contra remero, con una ligera brisa tan de proa que nadie podía izar velas. De hombre a hombre.

Sus columnas tan cuidadosamente alineadas se desordenaron de inmediato, pues los barcos más rápidos adelantaban a los lentos como si la flota compitiera en una carrera. El
Loto Dorado
iba en cabeza a la par con el
Rosa
de Pantero y el
Jacinto
de Aekes. Detrás de ellos iban los piratas, naves más ligeras y bajas con tripulaciones muy numerosas, que quizá fueran más lentas a la hora de maniobrar pero cuyos tripulantes llevaban en la sangre aquel cometido: dar caza y captura a barcos que huían.

Una hora, según el sol, y la costa del Euxino se deslizaba rauda a su derecha, estadio tras estadio, sin que tuvieran la impresión de aproximarse ni un palmo al enemigo. Parte de sus barcos menos entrenados, como por ejemplo la media escuadra que había aportado Lisímaco, comenzaron a rezagarse, igual que dos de los barcos egipcios, el
Troya
y el
Maratón
. Con todo y con eso, los barcos más lentos se esforzaban.

Sátiro contemplaba impotente cómo comenzaba a desintegrarse su flota.

—No pierdas la cabeza —dijo Neiron.

—Ya es tarde para cambiar de opinión —terció Terón—. Tú iniciaste la llave. Mantén el brazo en su cuello hasta que pierdas el conocimiento.

Sátiro asintió. Le constaba que ambos tenían razón. Pero le dolía ver que los barcos abandonaban la columna, ya fuese por agotamiento de los remeros o por ser embarcaciones demasiado lentas; mal construidas o con los cascos sucios de algas.

«Si Eumeles tiene su segunda escuadra en Tanais; si ya están a flote y con los remeros listos…»

La segunda hora de la tarde transcurrió muy lentamente. Sátiro hizo un turno a los remos, igual que Terón. Neiron se mantuvo al timón. Todos los hombres remaban por turnos, incluso los marineros y los infantes mejor dispuestos. A bordo del
Loto
ya lo habían practicado, y aun avanzando a un ritmo tan rápido, todo hombre sabía que podría tomarse un respiro.

Sátiro remó una hora entera según el reloj de arena. Los hombres de su alrededor le sonreían, y él los amaba a todos ellos por su entrega y entusiasmo.

—¡Atraparemos a ese cabrón, seguro! —gritó el remero del otro lado del pasillo—. No te preocupes, señor. No te preocupes.

Sátiro le sonrió, con el corazón alentado por aquel dictamen en boca de un hombre que sabía mucho menos que él mismo lo que iba a depararles la jornada. Luego se dirigió a popa, habiéndose quitado el miedo con el sudor.

Para entonces la mitad de su flota se había perdido de vista, ocultada por el borde del mundo.

—A este ritmo, dos horas hasta Tanais —dijo Neiron. Iba asintiendo, como si escuchara música. El bastón seguía golpeando la cubierta con sus latidos rápidos pero regulares—. Aún quedan seis horas de luz.

Sátiro se obligó a mirar hacia proa.

De pronto la flota de Eumeles estaba cerca.

—¿Qué ha sucedido? —preguntó, y se le quebró la voz.

Neiron sonrió, y lo mismo hicieron los demás hombres presentes en el puente de mando.

—Hemos puesto a todos los oficiales a remar —dijo—. Será que estaban más descansados. —Neiron señaló—. Les hemos partido el corazón —agregó.

Fue una carrera mientras hubo competidores. Ahora solo eran un depredador y su presa.

El
Jacinto
de Pantero fue el primero en hacerla sangrar, empotrando su espolón contra la cubierta de remo de un pesado trirreme cuyos remeros estaban tan cansados que ni siquiera intentó efectuar un viraje y luchar. Pantero inutilizó el barco enemigo con destreza y siguió adelante sin apenas desviarse.

Cuando el
Loto
pasó veloz junto al barco zozobrante, sus arqueros tiraron contra la impotente tripulación, que se rindió; el capitán se arrodilló en el puente, suplicando clemencia.

Los barcos de Eumeles perdieron su brío por completo en cuanto vieron aquella primera baja, y comenzaron a desperdigarse. En su retaguardia, más de una docena de naves izaron las velas y emprendieron la huida hacia el oeste, aprovechando el viento de través tan bien como podían. Pocos lo consiguieron; la mayoría fueron alcanzados, indefensos, y acabaron hundidos. Los rodios, que eran capaces de izar las velas más deprisa, les quitaron el viento y los mandaron a pique.

La tarde tocaba a su fin y el mástil del
Loto
proyectaba una sombra alargada cuando el navarco de Eumeles decidió dar media vuelta y combatir. El cabo de Tanais estaba a la vista, con una almenara encendida en lo alto del acantilado. Sátiro no sabía qué significaba la señal ni a quién iba dirigida, pero aquel era el emplazamiento de la ciudad de su madre.

La desembocadura del río quedaba solo a veinte estadios costa arriba, oculta por varios cabos, pero Sátiro conocía las marcas de la zona tan bien como cualquier capitán. Los barcos enemigos tenían que presentar batalla o huir río arriba, y el río era poco profundo en pleno verano. Dieron media vuelta, y sus agotados remeros formaron una línea irregular. Solo un barco siguió su rápido avance hacia la desembocadura del Tanais.

Sátiro miró a su alrededor y se dio cuenta de que, por una ironía de los dioses, se enfrentaría a Eumeles con desventaja numérica, pues muchos de sus barcos habían perseguido a los enemigos que huían hacia el oeste o estaban detenidos para saquear a los vencidos. En la formación solo tenía a su propia escuadra y a un barco rodio, el
Gloria de Deméter
. Dédalo se asomó por la borda y saludó agitando el puño en alto. Sátiro le correspondió mientras Helios le ponía el
aspis
en el brazo.

—Veinte contra diez —dijo Sátiro.

Neiron torció el labio y escupió al agua.

—Están agitados —dijo—. Señaló con el mentón barbudo hacia los remeros sin apartar la vista de la línea enemiga—. Los nuestros ya están oliendo la victoria. Y este es el momento de la venganza, Sátiro.

Sátiro sonrió.

—Me estás dando a entender que debería decírselo —dijo.

Neiron asintió.

Sátiro corrió hacia proa y se asomó a la cubierta de remo.

—Eumeles acaba de formar un estropicio de línea y va a luchar. Sus remeros están hechos polvo. ¿Vosotros también?

Su respuesta no fue un rugido pero sí un bramido, un ruido grave que hizo que el barco entero temblara.

—Diez minutos —gritó Sátiro, levantando la voz—. Diez minutos dando lo mejor de vosotros y serán nuestros. ¡Sangre en el agua y plata en las manos!

Cual viento al arreciar, el bramido aumentó cuando los remeros, que sostenían los guiones en el punto más alto del giro, hundieron las palas en el agua gritando como un solo hombre, y el
Loto
pareció dar un salto adelante por voluntad propia.

Los demás barcos se situaron a sus bandas, formando una punta de flecha bastante ordenada. Dos barcos de los más lentos, al oler que se avecinaba el combate, redoblaron sus esfuerzos, acercándose lo suficiente para formar una segunda línea de ataque.

—No es la batalla que había planeado —dijo Sátiro.

Nadie le contestó.

—Pero me doy por satisfecho —agregó. Miró la línea enemiga, ahora a menos de un estadio de ellos—.
Diekplous
contra su almirante —ordenó, señalando el barco de casco azul situado en el centro de la línea.

Los barcos de Sátiro avanzaban mucho más deprisa que sus adversarios; de hecho, la escuadra enemiga iba en orden cerrado, con las palas casi tocándose, pero muchos de sus barcos aún no habían terminado de virar o seguían maniobrando para llenar los huecos de su formación, y llevaban muy poco impulso. El
Loto Dorado
iba una eslora por delante de su línea, aunque el
Troya
estaba tan cerca de su popa que ya se encontraba a la altura del
Gloria de Deméter
, y los tres avanzaban como caballos al galope, con el viento del avance como una canción de velocidad y locura.

—¿Vas a tomar el mando? —preguntó Neiron en voz baja.

—No —contestó Sátiro—. Iré al abordaje con los infantes.

Neiron asintió, y Sátiro le guiñó el ojo a Helios, que de súbito se sintió como si tuviera la estatura de los dioses. Ganaran o perdieran, la suerte estaba echada. Había llevado su flota hasta Tanais, y ahora todo se reducía a tener músculo y espíritu.

«Somos los mejores.»

Terón le dio el yelmo. Sátiro se lo puso, abrochó las mentoneras, y juntos echaron a correr hacia la proa.

—¡Remos dentro! —rugió Neiron, y Fileo se hizo eco de la orden con su voz cantarina. Mientras Sátiro corría, tuvo que dar varios saltos para sortear los guiones que los remeros metían en cubierta.

Se hizo un silencio extraño e inquietante mientras surcaban el agua volando sin bogar. Sátiro se detuvo poco antes de llegar al castillo de proa y se agarró con fuerza a la borda. Helios lo imitó.

—¡Preparaos! —berreó el maestro remero.

Sátiro se dio cuenta de que iban a impactar de proa. «¡Poseidón, vamos derechos contra el espolón enemigo!» Resultaba aterrador visto desde la proa, donde el espolón era parte de ti. Se le cerró el esfínter y una convulsión le sacudió el cuerpo entero.

Other books

War of Shadows by Gail Z. Martin
The Secret of the Emerald Sea by Heather Matthews
Carnal Captive by Vonna Harper
Snow Blind by Richard Blanchard
Immortal by Pati Nagle
His Pretend Girl by Sofia Grey