Tirano IV. El rey del Bósforo (56 page)

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Authors: Christian Cameron

Tags: #Bélico, Histórico

BOOK: Tirano IV. El rey del Bósforo
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Neiron dio un coletazo con los remos de espadilla y la proa del
Loto Dorado
se apartó hacia la izquierda la estatura de un hombre, justo lo suficiente para cambiar al ángulo de ataque. La proa del
Loto
impactó contra la galería de remo de la cubierta superior y empujó la proa enemiga, solo un largo de caballo, pero de pronto el espolón enemigo apuntaba al este y no al sur, y el suyo ya estaba destrozando las tracas del barco enemigo.

Cuando la colisión los detuvo casi por completo, Sátiro le gritó al capitán de infantes de marina:

—Despejad el puente de mando. Ignorad a los remeros.

El infante sonrió.

—¡Sangre en el agua! —voceó Sátiro al encaramarse a la borda como si la armadura no le pesara. Estuvo encima de la borda una fracción de segundo, pero ese breve instante se eternizó al ver la eslora del barco enemigo, al ver que sería el primero en abordarlo, y se sintió como un dios.

Saltó a la cubierta enemiga. Una pierna le resbaló y el marinero que fue a por él con su lanza murió de un flechazo. Sátiro se puso de pie y estampó su escudo contra el vientre de un hombre, dando mandobles por debajo y por encima. Lo abatió y siguió adelante, empujó de nuevo, arrojó a su oponente a la cubierta de remo inferior y subió de un salto a la estrecha pasarela central. Los infantes del puente de mando salieron en estampida hacia él, pero tenían que ir en fila y la espada egipcia de Sátiro silbaba en su mano. Amagó deliberadamente un pesado golpe por encima de la cabeza contra el escudo del siguiente adversario, pero entonces giró las caderas, adelantando el pie de la espada y dando un revés con el largo
kopis
. La potencia del golpe decapitó al infante de un solo tajo, y sus hombres gritaron al unísono.

El próximo enemigo de la fila se acobardó y murió con la lanza de Helios clavada en la ingle, que el chico había hincado por debajo de los escudos de ambos, y Sátiro se vio libre para seguir avanzando. Sentía el empuje de sus hombres a sus espaldas, al tiempo que otros iban saltando a la cubierta.

—¡Despejad el puente de mando! —rugió Sátiro.

El hombre que iba detrás del que Sátiro tenía enfrente ya estaba dando la vuelta para huir.

Sátiro encajó un golpe en su escudo, un golpe tremendo que hizo saltar esquirlas de bronce. Dio dos mandobles tan seguidos como pudo, y luego un tercero y un cuarto, y su oponente los esquivaba todos, pero los golpes de Sátiro eran tan rápidos que no le daba ocasión a atacar, aunque su escudo se iba haciendo trizas a medida que avanzaba.

Sátiro golpeó por abajo, golpeó por arriba y el enemigo paraba los golpes, haciendo que sus espadas sonaran como un martillo y un yunque. Sátiro inició una finta para asestar el golpe de Harmodio y su oponente retrocedió para eludir la acometida. Tropezó con el cuerpo de un marinero y se cayó. Sátiro saltó por encima de él, dejando su sino en manos de Helios. Había luchado bien.

Notó que el hombro de Helios le empujaba la espalda, pero fue cosa de un momento porque el chico volvió a afianzar los pies en la pasarela a su lado. Acto seguido Terón estaba a su derecha, y en cuanto tuvo los flancos cubiertos, avanzó con el pie del escudo por delante. El hombre que tenía frente a él en el puente llevaba un elaborado penacho rematando un sencillo yelmo ático y una capa larga de color rojo. Estaba flanqueado de infantes y los maldijo por huir, y entonces se produjo una suerte de tregua, uno de esos momentos en que los hombres dejaban de luchar sin razón aparente, o por demasiadas razones.

—¡Eumeles! —llamó Sátiro.

El hombre del penacho púrpura se rio. Fue una risa ahogada, pero no la risa de un cobarde.

—Eumeles ha huido —dijo el penacho—. Soy Aulo, el navarco de Pantecapea.

Sátiro respiró profunda y entrecortadamente una vez, y luego otra. Lo embargó la decepción.

—Quiero a Eumeles —dijo—. Suelta tu espada y dejaré vivir a todos los hombres que llevas a bordo.

Aulo negó con la cabeza.

—Cuando me han comprado, no me revendo —y dio un toque al
aspis
de Sátiro con la espada—. Ven a por mí.

—¡Heracles! —rugió Sátiro, y salió disparado por la cubierta como el dardo de una máquina de guerra. Su
aspis
se hizo pedazos cuando lo estampó contra el navarco enemigo, pero su espada ya estaba en movimiento y, haciendo caso omiso del dolor en el brazo del escudo, dio un mandoblazo de arriba abajo. Notó que la hoja le penetraba en el muslo por debajo del escudo, y el navarco disfrazado gritó a escasos centímetros de su rostro.

Y entonces el puente quedó despejado y las olas mecían el barco. Se asomó desde la plataforma a las cubiertas de remo y vio que los remeros exhaustos lo miraban con desaliento, casi como si no les importara vivir o morir.

Dejó caer los restos de su
aspis
a la cubierta.

—Terón —dijo jadeando—. Terón, toma el mando de este barco.

Terón le hizo el saludo militar en silencio.

Sátiro subió a la borda con un esfuerzo cien veces mayor del que había hecho para subir a bordo y cayó a su barco como un peso muerto, pero unos marineros lo cogieron al vuelo y lo pusieron de pie, y Fileo lo abrazó.

—¡Mira, señor! —gritó al oído de Sátiro, como si Sátiro pudiese haber quedado sordo.

Neiron le estaba dando palmadas en la espalda.

El combate naval, como tal, ya había concluido. Y la escuadra enemiga seguía en la playa distante, con las proas cabeceando en las aguas mansas y las popas varadas en el fango de la orilla. Un único barco enemigo surcaba las olas, dirigiéndose a tierra.

—Ese será Eumeles —dijo Sátiro—. Aún no hemos terminado.

Neiron señaló hacia el campamento enemigo que quedaba detrás de la línea de barcos. En el lado del campamento que daba a tierra había un ejército en formación y, más allá, morían hombres.

—Ares —murmuró Sátiro.

—Han comenzado la batalla sin nosotros —dijo Neiron.

Sátiro no discernía quiénes estaban combatiendo, aunque sí veía el estandarte de los Gatos Esteparios de Urvara en una colina distante.

—Pero… —Sátiro negó con la cabeza. El brazo de la espada le colgaba fláccido y se daba masaje en los músculos del hombro—. Al Tártaro con ellos. Hemos vencido. No necesitamos una batalla terrestre.

Neiron señaló una arremolinada melé de caballería varios estadios al este.

—Intenta decírselo a ellos.

Sátiro respiró profundamente, tentado de clamar contra los dioses. Una batalla terrestre solo ponía en peligro a su hermana sin que sirviera de nada. Habiendo aplastado a Eumeles en el mar y atrapándolo allí, lejos de su ciudad, la guerra había terminado. Respiró otra vez.

—¡Helios! —llamó—. Envía la señal «volver a formar conmigo».

Helios tenía un brazo vendado y la mirada perdida.

—¡Helios! —dijo Sátiro otra vez.

—¿Señor? —contestó el chico.

—¡Envía la señal «volver a formar conmigo»! —Sátiro le revolvió el pelo—. ¿Vas a sobrevivir, muchacho?

Helios asintió con vergüenza.

Sátiro se volvió hacia Neiron.

—En cuanto llegue Pantero, lo pondré al mando con órdenes de quemar o apresar esos barcos. Luego bajaré a tierra con el esquife, a la almenara. —Señaló el fuego que ardía en el fuerte del otro lado del río.

Pero Pantero no llegó. En cambio quien lo hizo fue Abraham, y Sátiro le entregó el mando.

—No te demores. Arrastra sus barcos lejos de la playa o préndeles fuego con cobertura de tus arqueros.

Sátiro iba a continuar, pero se fijó en la expresión irritada de Abraham.

—Creo que se me puede confiar la quema de unos cuantos barcos —dijo, pero acto seguido sonrió—. ¡Por dios, Sátiro, lo estamos consiguiendo!

—Aún no hemos terminado —le advirtió Sátiro. Luego se dejó caer al esquife que remolcaban debajo de la popa.

—¡Remad! —ordenó.

24

El día siguiente al de la muerte de Samahe fue el menos belicoso desde el inicio de la campaña.

Ambos bandos estaban exhaustos.

Al alba, Melita trasladó su campamento treinta estadios al suroeste, arrastrando con fuerza de voluntad a su cansado ejército por la ribera del Tanais. Luego subieron al risco que se alzaba detrás del Santuario del Vado de Apolo y acamparon al otro lado de la cresta. El cielo estaba despejado y el sol brillaba en lo alto, y en cuanto pusieron fin a la marcha, la mayoría de los guerreros se tumbaron bocarriba a dormir.

Melita organizó turnos de guardia y puso a hacer y empendolar flechas a todos los hombres del campamento que sabían hacerlo. Hizo estas cosas ella misma o por mediación de sus escoltas, pues el grado de agotamiento era tan alto que no confiaba en que sus jefes consiguieran que se hiciera lo que debía hacerse. De modo que Laen y Agreint recorrieron el campamento, despertando a los hombres en busca de flecheros, mientras el resto de ellos, a las órdenes de Scopasis, se despojaban de la armadura y se convertían en patrullas de reconocimiento.

Coeno se mostraba impasible pese a haber cabalgado mil estadios y luchado. Se encogió de hombros.

—Esta ha sido mi vida —dijo simplemente.

Ataelo meneó la cabeza.

—Yo por caballo; cada día por caballo. ¿Pero tú? Eres griego.

Coeno asintió.

—Serviste con Kineas. Yo estuve ocho años con él.

Ataelo asintió.

—Necesitamos por Kineas.

Melita no supo cómo interpretarlo y optó por callar.

Una vez cubiertos los puestos de guardia y con las flechas amontonándose a un ritmo que le parecía lentísimo pero con el que tendría que conformarse, fue en busca de Coeno.

—Tengo que estar en contacto con Urvara a diario —dijo—. ¿Serías mi heraldo?

Coeno asintió.

—Bien pensado. Me voy ahora mismo. ¿Puedo plantar la simiente de una idea en tu cabeza?

Melita se encogió de hombros.

—Por supuesto.

Coeno señaló a Temerix.

—Los granjeros no podrán defender ese vado todo el día contra las fuerzas de Upazan.

Melita meneó la cabeza.

—¿Y eso a qué viene? Upazan está en la misma margen del río que nosotros.

—Lo está ahora —respondió Coeno. Ya tenía las riendas de su caballo en la mano—. Si te retiraras cruzando el río, se vería atrapado en el lado equivocado, solo con dos opciones: Una buena cabalgada hacia el norte hasta el vado siguiente o sufrir innumerables bajas enfrentándose a Temerix.

Melita se frotó la barbilla.

—Ya veo por dónde vas.

Coeno asintió bruscamente.

—No estoy diciendo que sea lo que haya que hacer, pero…

Melita miró río abajo.

—Ni un barco enemigo en dos días.

Coeno asintió una vez más.

—Hace que uno se pregunte cosas. Estaré de vuelta dentro de tres horas.

Y se marchó. Melita vio, con los ojos de un comandante, que los cascos de su caballo levantaban polvo donde el día antes el suelo era mullido.

«Bueno es saberlo.»

Se tumbó y durmió.

Coeno regresó cuando Melita estaba bebiendo cerveza con Temerix, explicándole cómo le gustaría que clavara estacas en el vado para defenderlo.

—¿Y bien? —preguntó a Coeno.

—Eumenes de Olbia está a un día de marcha; he visto a una chica que se llama Litra, una doncella lancera de los Manos Crueles, que acababa de llegar con un mensaje.

Coeno lo dijo en voz bien alta, y los hombres que hacían flechas levantaron la mirada, y muchos de ellos sonrieron. Los Manos Crueles eran la tribu real y la que contaba con más guerreros.

—Por el Guerrero y el Labrador —dijo Buirtevaert—. Lamento haber dudado de ti, griego.

Graethe se acercó. Tenía una herida en el pecho que le supuraba a través del abrigo de lana. Melita lo abrazó de todos modos.

—Tu carga fue muy audaz, señor de los Caballos Rampantes. Se recordará mucho tiempo que seguimos tu estandarte hasta la victoria.

Le tomó ambas manos, y Graethe hizo una mueca de dolor a causa de un movimiento del brazo, pero el elogio le iluminó el rostro.

—Si Kairax de los Manos Crueles está a dos jornadas a caballo —dijo—, te debía esa carga. —Sonrió—. ¡Y tenía que dar un buen golpe antes que él llegue y se lleve toda la gloria!

Melita se dirigió de nuevo a Coeno.

—Tú, en cambio, no pareces portador de buenas nuevas.

Coeno entornó los ojos para protegerlos del sol radiante.

—No sé si son buenas o malas, pero debes oírlas. Urvara está llevando a sus Gatos Esteparios y a todos los granjeros del fuerte al otro lado del río. Lleva dos días enviando jinetes contra los soldados de Nicéforo para dificultarle las incursiones río arriba. Nicéforo mantiene sus barcos tripulados en todo momento e intenta capturar a los hombres de Urvara, pero estos cruzan el río y ahora pueden usar sus arcos desde ambas orillas del río.

¡Por eso ya no vemos barcos aquí arriba! —dijo Melita. Dio una palmada—. ¡No es una mala noticia!

—No. Pero al enviar a tantos guerreros a la otra ribera, Urvara se está viendo obligada a luchar. Hoy he visto que Nicéforo sacaba a todas las fuerzas de su campamento fortificado para hacerlas formar. Han marchado tierra adentro en busca de alimento. Los hombres de Urvara han disparado contra ellos pero apenas han causado bajas. Y ahora está decidida a cruzar con todo su contingente para rodearlo en su campamento. Y, por supuesto, con el respaldo de Eumenes, puede hacerlo.

Melita entendió la situación.

—Urvara nos está conduciendo a una batalla.

Coeno asintió.

—Sí.

—Solo para dar cobertura a sus arqueros, a quienes necesitaba cerca del río, cosa que hizo para mantenernos con vida aquí arriba.

Melita fue contando cada razonamiento con los dedos.

Coeno asintió otra vez.

—Sí. Eres digna hija de tu padre, Melita. Muchos hombres maduros con diez campañas a sus espaldas jamás entenderían la causa y el efecto como tú.

—Me encantan tus cumplidos, tío. Tú ya lo sabías esta mañana, cuando has recomendado que cerráramos el vado —dijo Melita, no acusándolo sino inquiriendo.

—No lo sabía —contestó Coeno, encogiendo los hombros—. Solo lo sospechaba. Urvara tiene intención de luchar, o de cerrar el fuerte, mañana. Los Manos Crueles y toda la caballería de Eumenes cabalgan de sol a sol para unirse a ella, y la falange de Olbia llegará en cuanto pueda. No sé cómo haremos para que crucen el río, pero ya lo pensaremos cuando llegue el momento.

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