Tirano IV. El rey del Bósforo (9 page)

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Authors: Christian Cameron

Tags: #Bélico, Histórico

BOOK: Tirano IV. El rey del Bósforo
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—Hora de despedirse.

Nihmu abrazó a Safo.

—Venceremos —dijo sin más.

Safo asintió.

—Me consta.

Se oyó pisar fuerte en la arena y apareció Fiale, corriendo con sandalias de suela de corcho, atendida por Alcea.

—¡Melita! —llamó.

—¡Fiale! —contestó Melita, abrazándola—. ¿Qué haces aquí?

—¡Me ha llegado el rumor de que te escabullías! —dijo Fiale—. ¿Dónde vas?

—A Marsella —dijo Melita—. Para estar a salvo.

—¡Oh! —exclamó sorprendida Fiale—. Supongo que es un secreto. ¡Perdona que haya sido tan descuidada! Pero estoy tan preocupada por… ¡por todos vosotros!

Calisto seguía moviéndose con ligereza pese a su avanzada preñez, y se interpuso entre Melita y Fiale.

—Permíteme servirte una copa de vino ya que te has unido a nuestra fiesta playera —dijo alegremente.

Una chispa brilló en los ojos de Melita. Se volvió hacia Safo.

—No dejes que se vaya hasta dentro de un par de días —dijo en voz baja.

A la luz de la hoguera, el rostro de Safo reflejó comprensión.

—¡Por supuesto! Qué tonta he sido al no darme cuenta. Maldita sea.

Melita se arrimó más a su tía.

—No lo sabemos con certeza pero, ¿por qué ha venido? —Se le atragantó un sollozo—. ¡Cuídalo por mí! —agregó, renuente a separarse de su hijo en el último instante.

Antes de marcharse fue a abrazarlo una vez más, pese a que se había prometido no hacerlo. Mientras lo sostenía, Hama surgió de la penumbra a espaldas de Fiale. Cruzó unas frases inaudibles con Safo y regresó al interior de la mansión.

—No se irá de aquí durante un tiempo —declaró Safo satisfecha—. Con un poco de suerte, se delatará como traidora.

Mostró a su sobrina una papelina de polvo naranja.

—Será espantoso si vamos erradas —dijo Melita.

—¡Qué lástima! —respondió Safo, mirando con dureza—. Adiós, dulzura.

Y de pronto estuvieron a bordo entre olores a verdín y pescado rancio, y los remeros batieron los remos al compás, y desaparecieron cuando despuntaba el alba.

Llegaron a Rodas en seis días, tras recorrer la costa sur de Chipre. Melita había estado en Rodas con su hermano, pero la Ciudad de las Rosas seguía siendo un lugar misterioso que la intrigaba. El timonel fue a presentarse al templo de Poseidón, y Coeno lo acompañó. Ambos regresaron mesándose la barba.

—Hay más piratas que nunca —anunció Coeno a la mesa de oficiales en una confortable taberna de los muelles—. Es una pena que Rodas ya no sea capaz de acabar con ellos y que su comercio esté tan resentido. Lo peor es que esos cabrones andan en los alrededores de Bizancio, en la Propóntide.

—Que es hacia donde nos dirigimos —agregó Melita—. ¿Por qué los griegos llaman Propóntide a todo? Los asagatje tienen nombres de verdad: el Estrecho del Agua Rápida, el Estrecho de los Caballos.

Cardias se encogió de hombros.

—El Bósforo Tracio divide las tierras de los tracios en Asia y Europa, y es la entrada al Euxino. Esa es la Gran Propóntide. El Bósforo cimerio divide…

—¡Tierras que los cimerios ya no poseen en la Bahía del Salmón! —concluyó impaciente Melita.

—En efecto. —Cardias negó con la cabeza y miró a la esposa de su amo—. Señora, soy contrario a esto. ¿Un barco tan pequeño? Nos acorralarán en los estrechos y seremos carnaza para los peces… y tú adornarás un burdel.

Nihmu se encogió de hombros.

—No. Eso no ocurrirá.

Coeno meneó la cabeza.

—Señora, te he visto en acción, y tienes una puntería tan infalible como lo eran tus palabras aladas —dijo Coeno a Nihmu—. Ahora bien, tú misma has dicho que al casarte perdiste el don de la profecía.

Nihmu se encogió de hombros.

—Ningún pirata tocará esta nave —manifestó—. Lo he visto.

—Por la verga de Poseidón, y que me perdonen las señoras. Muy bien. Escuchad, dentro de diez días zarpa un convoy rodio hacia el Euxino. ¿Podemos aguardar y navegar con él? —pidió Cardias, casi suplicando.

—¡Por supuesto! —dijo Nihmu—. ¿Crees que porque estoy convencida además soy idiota?

Coeno negó con la cabeza.

—Siempre he recordado tal como eres —dijo—, pero no te he extrañado.

El convoy estuvo listo en tan solo ocho días y zarpó remontando la costa de Asia. Hicieron escala en Quíos y en Mitilene, y luego siguieron remando hacia el norte, contra el viento, para llegar a la embocadura del Helesponto antes de la noche. Todas las naves pasaron ante Troya con las últimas luces del sol, y Melita y Coeno recitaron versos mientras los remeros impulsaban el barco ante la tumba de Aquiles. Llegaron a la población pesquera de Sigeion cuando ya había anochecido, y corrieron los peligros de acampar en una playa abierta, encendiendo hogueras en hoyos cavados en la arena, buscando a tientas maderos y ramas que las olas habían escupido a la orilla.

Melita se arrellanó agradecida en sus pieles de borrego y soñó que había perdido a su hijo y que los espíritus le traían sus pañales manchados de sangre, y se despertó chillando entre los brazos de Nihmu.

Por la mañana se levantó sintiéndose como si le hubiesen dado una paliza y observó a los hombres mientras volvían a cargar todo el equipo en el pentekonter. El convoy rodio tardó en formar con la brisa en contra, y los dos triemioliai proporcionados por la armada rodia iban dando bordadas como perros preocupados por un rebaño recalcitrante, pero antes de que el sol estuviera en lo alto, navegaban de nuevo mientras los remeros maldecían el viento contrario y la mala suerte.

A primera hora de la tarde ya estaban en la Propóntide, el pequeño mar al que conducía el Helesponto, y avistaron el puerto de Pario mientras avanzaban despacio por la costa norte. Llegaron a Rodosto impulsados por un viento fresco que acalló el descontento de la tripulación, y comieron cangrejos en la playa y bebieron el horrible vino de la zona que les vendieron unos granjeros.

—Tenemos suerte —dijo Coeno, mirando a Nihmu—. Los piratas locales, la flota entera, están en la costa opuesta, saqueando una de las ciudades, lo creas o no. Son una fuerza a temer: cincuenta barcos de guerra, o eso me han asegurado los granjeros. —Bebió y torció el gesto—. Dioses, ¿quién querría ser colono?

—De modo que la tía Safo llevaba razón —dijo Melita.

—Sacrificaré un cordero a Poseidón cuando hayamos cruzado el estrecho —respondió Coeno—. Pero sí, creo que llevaba razón.

5

Túmulo de Graco, mar Euxino, 311 a.C.

—Lo que necesitamos es madera —dijo Sátiro.

Les había llevado un día entero montar un campamento en el promontorio que quedaba detrás de la granja de piedra, invisible desde la costa y bien abastecido de agua gracias al río. Otro día se dedicó a cortar el mástil de trinquete, reflotar el
Halcón
, remendar la proa y remolcar el casco río arriba hasta el campamento, de modo que pudiera recibir los cuidados que merecía, oculto a la vista de los barcos que surcaran la gran bahía.

El tercer día, Sátiro se encontraba en el mayor de los graneros de piedra de Alejandro, observando las viguetas curvas que sostenían las vigas principales.

—Lo que necesitamos es madera —dijo otra vez.

—Dudo que a Alejandro, por más bien dispuesto que esté hacia nosotros, le gustase que arrancáramos las tripas de sus graneros para reconstruir la proa.

Terón seguía estando cansado y aún se movía con rigidez. Seis hombres habían muerto a causa de sus heridas, y Sátiro comenzaba a preguntarse si alguna vez volvería a correr como antes; la cadera no se le soldaba bien, y le costaba dormir porque le dolía el brazo, pero Terón estaba recuperando su sentido del humor, y Sátiro había comenzado a pensar que quizá sobreviviría.

—Estas vigas y viguetas han salido de alguna parte —insistió Sátiro.

—Preguntemos a Alejandro —dijo Terón. Y Sátiro lo hizo.

—Las trajeron los sakje; las arrastraron desde los montes de tierra adentro en trineos —explicó Alejandro—. Las canjeé por vino; cuarenta ánforas del mejor caldo de Mitilene.

Sátiro reflexionó mientras contemplaba la proa de su barco, que ahora sobresalía del agua un poco inclinado, remolcado por la fuerza de doscientos hombres y cuatro bueyes hasta que todo el casco salió del río. La proa destrozada se alzaba por encima de la cabeza de un hombre. Caminaba de un lado a otro.

—Aunque consigamos madera —dijo a Diocles—, necesitamos un espolón.

—Una cosa después de otra —respondió Diocles—. Propongo que reconstruyamos la proa sin espolón y que lo llevemos de regreso a casa tan deprisa como podamos. En Alejandría, un espolón nuevo solo es cuestión de dinero. —Miró a Sátiro, y Sátiro temió ver compasión en su mirada—. Piensas que puedes aparejarlo para la guerra y rescatar a tu tío, pero ese barco partió hace cuatro días, señor. León está preso, o muerto. Somos nosotros quienes precisamos liberarnos, y ningún espolón nos salvará en estas aguas.

Sátiro bebía una infusión de hierbas y caminaba de aquí para allá, mirando alternativamente su barco y a Diocles. Al cabo de una hora, asintió.

—De acuerdo —dijo—. Tienes razón. Proa de madera. Habrá que reconstruirlo, cambiar de sitio los mástiles. Sin el espolón es ingobernable, y lo sabemos bien. Hay que reequilibrar todo el casco.

Diocles asintió lentamente.

Terón se aproximó a ellos con su clámide oscura echada para atrás porque hacía buen tiempo.

—Tengo cierto talento para las matemáticas —dijo Terón—. Y Sátiro también. Diseñemos la nueva estructura mientras Alejandro manda aviso a los sakje, y a lo mejor ya tendremos la madera cuando estemos listos para comenzar.

Los sakje aparecieron un día después de que se encendiera la almenara, tal como Alejandro había predicho; treinta jinetes con doscientos caballos que llegaron al atardecer. Alejandro les dio la bienvenida en la huerta, donde lo único que Sátiro vio fue un destello de oro y un remolino de corceles que le arrasaron los ojos en lágrimas por su familiaridad. Sin darse cuenta de lo que hacía, echó a correr hacia la huerta, ya no como un formal navarco y señor sino como un niño que regresara al seno del pueblo de su madre.

Un hombre alto que montaba un caballo cubierto de pintura roja estrechó las manos de Alejandro, y se pusieron a hablar rápidamente como viejos amigos separados por demasiado tiempo. Sátiro reconoció de inmediato a aquel hombre del hogar de su infancia.

—¡Kairax! —llamó Sátiro. Era el tanista
[5]
de su madre en el oeste, ahora soberano por derecho propio de la puerta occidental de la confederación asagatje. Tenía canosa la barba antaño morena, y arrugas en las mejillas, pero el tatuaje de su clan seguía siendo bien visible en su bíceps, y sus brazos todavía eran musculosos.

Al oír su grito, Kairax se volvió y se exclamó. Acto seguido, Sátiro se vio envuelto por los fuertes brazos del sakje, y tuvo que esforzarse para que no se le saltaran las lágrimas.

—¡No sabía que eras tú! —dijo, titubeando al hablar en sakje.

—¡Yo tampoco, joven primo! ¡Aunque no tan joven! —Kairax asintió en señal de aprobación—. Eres un hombre. Sin embargo, ¿has venido aquí en barco y no a caballo? ¿Cómo es eso?

Sátiro refirió, tal vez extendiéndose demasiado, las aventuras del exilio, y Kairax inclinó la cabeza cuando Sátiro le contó el asesinato de su madre.

—Demasiado tiempo hemos aguantado a ese Eumeles —dijo Kairax—. Marthax siempre aconseja paciencia; pero odiaba a tu madre y es viejo, y mis hombres jóvenes se están impacientando. —Miró a Sátiro a través de sus pobladas cejas—. ¿Qué clase de primo eres tú, que vienes con barcos antes de pedir ayuda a tus parientes? Creo que has pasado demasiados veranos en el mar de agua y no suficientes en el mar de hierba.

Sátiro inclinó la cabeza en señal de reconocimiento.

—Primo, admito mi error —dijo, recuperando el sakje como un recuerdo de juventud.

Kairax sonrió.

—¡Bah! Eres demasiado mayor para que te dé una paliza —dijo—. Alejandro de la Casa de Piedra dice que necesitas madera.

—Maderos grandes, árboles grandes. Como los de su granero —dijo Sátiro.

Kairax asintió.

—Si los traigo, ¿luego qué?

Sátiro no supo qué decir.

—Escucha, muchacho —dijo Kairax—. Los asagatje son como hierba seca un día de verano, y tú podrías ser un rayo en el cielo. Ven conmigo y enciende la hierba.

Sátiro estuvo tentado, tan tentado que tuvo que recordar todo lo que sus tíos León y Diodoro habían dicho sobre el poderío naval para rechazar la propuesta.

—Hay que derrotar a Eumeles en el mar —dijo—. Hasta entonces, puede utilizar sus barcos para luchar contra los sakje.

Kairax se rio.

—¿Barcos contra los sakje? ¡Me gustaría verlo!

—¿Todas las ciudades cerradas a vosotros? —dijo Sátiro—. ¿Guarniciones de hombres que pueden ir y venir por mar sin estar nunca al alcance de los arcos? —Sátiro recordó otro dato—. Y una parte de los sakje son leales a Eumeles, Kairax. Había arqueros sakje en todos sus barcos; muy buenos, y tiraban bien, como hombres que han dado su palabra.

Ahora le tocó a Kairax bajar la cabeza.

—Es tal como dices —admitió—. Marthax envía jóvenes a servir a Eumeles y ellos van de buen grado, por el tesoro.

Sátiro le agarró el brazo y se lo apretó.

—He vuelto para quedarme —dijo—. Tengo intención de matar a Eumeles y establecer un reino en el Euxino.

Kairax negó con la cabeza.

—Eso no es propio de los sakje —dijo.

Sátiro asintió.

—No, es propio de los griegos, pero daré la libertad a los sakje y a los granjeros. Y vosotros os libraréis de Marthax y yo de Eumeles.

Kairax hizo un gesto con la nariz, como si oliera algo interesante: una señal de aprobación, si conocías sus costumbres.

—Es un sueño ambicioso —señaló.

—Necesito madera para hacerlo realidad. Tengo que reparar este barco, escabullirme de la flota de Eumeles y buscar a mis amigos. —Se guardó de añadir que necesitaba armar una flota propia—. Regresaré con más barcos.

Kairax ya no estaba solo. Mientras habían estado conversando, su trompetero y varios de sus principales guerreros oyeron retazos de lo que decían, y ahora se estaban congregando en torno a ellos.

—¡El hijo de Srayanka! —exclamaban—. Una muchacha alargó el brazo y le tocó la mejilla.

—¡Para suerte! —dijo en griego.

Sátiro se acordó de Ataelo, y las lágrimas volvieron a asomarle a los ojos.

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