Les dio la espalda para agarrar su
aspis
. Cada movimiento le resultaba eterno por saberse expuesto a las armas de los enemigos: la mano izquierda en el borde forrado de bronce, la mano derecha levantándolo del armero, el brazo izquierdo encajando en el
porpax
, el hombro soportando el peso mientras se volvía… ¡pum! …cuando el infante enemigo chocó escudo contra escudo y el armónico bronce resonó.
Sátiro afianzó los pies y alargó la mano derecha para agarrar el borde del escudo de su oponente. Con una sola mano, giró el escudo medio círculo a la derecha, rompiéndole el brazo, y luego se lo clavó en la nariz. El enemigo se desplomó y Sátiro saltó hacia su compañero, desenvainando el pesado
kopis
de su padre al tiempo que agachaba la cabeza y arremetía contra su nuevo oponente. Movimiento en la popa. Sátiro arremetió escudo contra escudo y dio un mandoblazo por debajo del borde inferior de su
aspis
. Le clavó la hoja en el muslo y lo arrojó por la borda. Sátiro dio media vuelta, pero el hombre que se aproximaba desde la popa era una marinero armado con una lanza; uno de los suyos.
—¡Ciad! —gritó Sátiro. Los remos se hundieron en el agua; habían perdido la estrepada y era preciso recuperarla.
Mientras los remos ascendían, vio que venían más hombres desde la proa. ¿Estaría muerto Abraham?
—¡Ciad! —gritó cuando los remos estuvieron en lo alto de la palada—. ¡Neiron! Necesito que marques el ritmo. ¡Ciad!
Neiron estaba sentado contra el mástil, con la mirada perdida.
Había otros tres infantes de marina enemigos, pero se mostraban cautos. A una orden de su jefe, lanzaron sus jabalinas a la vez, y Sátiro las repelió con su escudo y cargó contra ellos, gritando «¡Ciad!» como si fuese su grito de guerra. Chocó con su escudo contra el del medio, el que tenía a la derecha le hizo un tajo superficial en la greba y Sátiro le asestó un golpe en la cara con la empuñadura de su espada egipcia, por encima del borde de su escudo; un amago de ataque para dar el mandoble invertido que los griegos llamaban «golpe de Harmodio». Sátiro dio un paso al frente con el pie de la espada, cambiando su peso con la finta y empujando a los otros dos con el escudo, y entonces dio un mandoble hacia atrás al hombre que lo había herido, y la fuerza de su golpe atravesó el yelmo del enemigo.
Sátiro arrancó el arma egipcia de la cabeza del muerto y la hoja se partió; y Sátiro retrocedió un paso. «¡La espada de mi padre!», pensó.
El marinero de cubierta que estaba detrás de él le salvó la vida, clavando su lanza por encima del hombro de Sátiro en plena cara del adversario. El golpe resbaló en su mentón, se hundió en su mejilla y lo derribó, cortando el paso a su compañero de filas, cuyos pies agarró un avispado remero desde le cubierta inferior. El enemigo cayó y murió a manos de los remeros.
—¡Ciad! —gritó Neiron.
Con un chillido como el de una mujer herida, el
Halcón
se liberó del navío verde, atrapando en sus cubiertas a los infantes enemigos. Muchos decidieron saltar por la borda, pues los hombres con armadura ligera podían nadar lo suficiente para ser rescatados, pero los oficiales con sus pesadas protecciones de bronce quedaron atrapados. Sátiro vio que unos marineros agarraban a uno y lo arrojaban a una muerte segura en el agua. Abraham aceptó la rendición de otro; Abraham era el único hombre a quien Sátiro había visto aceptar una rendición durante un combate naval.
—¡Oh, Ares! —dijo Sátiro. No podía caminar.
—¡Ciad! —gritó Neiron, y el
Halcón
se encontró a una eslora de su enemigo.
—¡Cambiad de bancada! —gritó Sátiro. Miró hacia popa. Diocles tenía una flecha clavada en el muslo y se servía de los timones de espadilla para sostenerse erguido.
De hecho, su espolón había abierto una brecha en la parte derecha de la popa del navío verde, que empezaba a hacer agua, pero el enemigo estaba tratando de hacerse con el barco de Terón desde la proa, como quien roba una balsa salvavidas. Sátiro veía a Terón luchando con sus hombres en la proa. Era el hombre más corpulento del combate.
Desde el noroeste, toda la flota enemiga se les estaba viniendo encima. El resto de sus escuadras se había marchado. Tan solo a un estadio de allí, las proas de un par de trirremes dorados levantaban espuma al surcar las aguas a velocidad de embestida.
—¡Diocles! —chilló Sátiro, señalando al nuevo enemigo.
Diocles ya estaba apoyándose en sus timones, aprovechando el impulso de la ciada para girar la proa del barco hacia el sur.
Sátiro lo vio como si un dios se hubiese puesto a su lado y le hubiese metido la idea en la cabeza: vio el combate y lo que tenía que hacer.
Mientras la proa viraba hacia el sur, vio que cada vez más marineros e infantes abordaban el
Heracles
.
—Abarlóame al
Heracles
—dijo Sátiro.
Diocles se mordió el labio pero no dijo nada.
Sátiro aceptó su crítica no expresada y echó a correr hacia proa, llamando a cuantos marineros armados encontraba a su paso.
—¡Abraham! —gritó.
Neiron ordenó la primera estrepada del nuevo orden de marcha. Su voz sonaba débil, pero tenía que mantenerse firme. Sátiro se estaba quedando sin alternativas y no estaba dispuesto a abandonar a Terón.
Abraham estaba arrodillado junto a un marinero agonizante. El hombre se estaba desangrando y Abraham le estrechaba la mano.
Sátiro aguardó a que los ojos del moribundo se cerraran. Luego le cogió la jabalina y la espada.
—Vamos a abordar el
Heracles
—anunció.
Abraham negó con la cabeza.
—Estás loco —respondió en voz baja.
—No voy a dejar que Terón muera mientras pueda salvarlo —replicó Sátiro.
—¿Y qué pasa con el resto de nosotros? —preguntó Abraham—. ¡Atravesar la línea enemiga! ¿No era eso lo que se suponía que debíamos hacer?
Sátiro meneó la cabeza para aclarar sus ideas. Él lo veía con toda claridad.
—Ponemos a la nave verde entre nosotros y esas dos —dijo, señalando a los nuevos enemigos más cercanos, ahora ya a tan solo medio estadio—. Rescatamos a Terón y nos largamos.
Abraham se encogió de hombros. Le goteaba sangre de un ojo, o quizá solo le saliera de debajo del yelmo.
—Lo que tú digas, príncipe.
El resto de los infantes de marina parecían cansados pero ni por un asomo derrotados. La mayoría había combatido en Gaza.
—A la cubierta del
Heracles
—dijo Sátiro—. La limpiamos y nos largamos. Una rosa de oro de Rodas para cada hombre que me siga a esa cubierta.
Mientras Sátiro hablaba, Diocles tuvo suficiente arrancada para hacerlos virar de nuevo hacia el este, de modo que los remeros recogieron los remos y el
Halcón
pudo abarloarse a su hermano siniestrado.
Sátiro se encaramó a la borda.
—Limpiemos esa cubierta —gritó, y aunque se le quebró la voz, acto seguido se encontraba a bordo del
Heracles
y su jabalina golpeó la sien de un infante enemigo, dejándolo inconsciente dentro de su yelmo. Sátiro fue derecho hacia el siguiente hombre, levantando el escudo de modo que el borde de su
aspis
chocara contra el mentón de su enemigo, cuyo sudor llegó a oler mientras este trataba de dar media vuelta y un marinero le clavaba una lanza entre los dientes. Sátiro lo tiró al suelo y arremetió contra el flanco de la fuerza de abordaje enemiga, contra los marineros desarmados que no llevaban ni escudos y morían como animales sacrificados bajo su espada prestada. Y cuando se retiraban, los seguía matando, asestándoles mandobles mientras huían hacia la proa, matándolos incluso cuando saltaban por la borda, como si matando a aquellos hombres que servían a su enemigo fuera a recuperar su reino perdido.
Terón yacía junto al mástil, apoyando la espalda contra él. Estaba cubierto de sangre a causa de varias heridas; tenía el muslo izquierdo lacerado, con cortes poco profundos, y la sangre le corría por las piernas como la lava de un volcán en erupción. Levantó una mano, tal como lo habría hecho en un combate de pancracio, en la arena de la palestra de Alejandría, al aceptar una derrota. Se las arregló para sonreír.
—¿Todavía en la lucha, eh? —dijo.
Sátiro le cogió la mano y lo ayudó a ponerse de pie. Miró a proa y a popa. Los infantes de marina del pesado cuadrirreme verde se estaban reagrupando en la proa de su navío, y una lluvia de flechas barrió las cubiertas del
Heracles
.
—Podríamos abordarlo —dijo Sátiro.
—Si quisieras morir gloriosamente, ese sería tu camino —dijo Abraham a su lado. Estaba envolviendo el brazo del escudo con un trozo de lino que había arrancado a un cadáver—. ¡Mira!
Los dos trirremes de casco dorado de Pantecapea estaban casi encima de ellos, remando con ganas, si bien habían perdido velocidad porque habían iniciado la carrera demasiado pronto y sus tripulaciones no estaban bien entrenadas. Con los barcos agolpados, no podían discernir cuál era amigo y cuál enemigo, y detrás de ellos se aproximaba otra docena de trirremes.
—Podríamos tomarlo —dijo Sátiro.
—Estás poseído por un mal espíritu —dijo Abraham—. No sucumbas a sus lisonjas. —Se inclinó hacia él—. Debes vivir, o todo esto habrá sido en balde. Déjate de heroicidades y piensa como un comandante.
Sátiro notó que se le encendía el rostro, notó la ira que bullía en su fuero interno. Pero también vio los rostros de los hombres que lo rodeaban. Vio el asentimiento de Terón. La estudiada falta de expresión de los infantes de marina.
—Muy bien —dijo, con más aspereza de la que quería. Miró hacia el
Halcón
—. Abraham, impide que nos aborden de nuevo. En cuanto libere al
Heracles
de este cabronazo verde, toma el mando y alejaos. ¿Entendido? Terón; que alguien se ocupe de que atiendan a Terón. No, mejor será trasladarlo al
Halcón
.
Tenía la cabeza despejada; cansada pero despejada. Era como despertar de unas fiebres. Ahora podía ver con claridad, y lo que veía eran los últimos momentos de un desastre. En cuanto los dos trirremes dorados supieran a qué bando pertenecía cada nave, sería hombre muerto.
Saltó a bordo de su barco, aterrizando con un estrépito de bronce contra la cubierta.
—¡Diocles! —rugió.
—¡A la orden! —gritó su timonel. La flecha había desaparecido de su muslo, que ahora estaba envuelto con un trozo de lana.
—¡Remos de babor! ¡Empujad! ¡Apartadnos del
Heracles
!
Sátiro corrió en pos de Neiron, que yacía a los pies del mástil; daba órdenes con un hilo de voz, articulando para que Thron pudiera leerle los labios. Thron era uno de los chicos egipcios que servían a los marineros, y chillaba las órdenes a las cubiertas de los remeros.
—¿Sigues consciente? —preguntó Sátiro a Neiron, que enarcó una ceja.
—Debe ser estupendo… joven —contestó Neiron con voz ronca—. Poseidón, cómo me duele. Hermes que velas por los marineros, vela por mí. ¡Arghh! —gritó, y arqueó la espalda.
Un poco más adelante, un puñado de marineros subieron a Terón a bordo y lo dejaron caer sobre la cubierta sin miramientos, para poder agarrar de nuevo sus lanzas y empujar contra el casco del
Heracles
. Sátiro aflojó las correas de la coraza de Neiron y acto seguido, sin previo aviso, arrancó la punta de flecha de la herida. Había penetrado poco, aunque lo suficiente para que manara como una fuente, pero no era forzosamente una herida mortal.
Sátiro ocupó su puesto.
—¡Banda de babor, empujad! —gritó. Los remeros se servían de las palas de sus remos para empujar contra el casco del
Heracles
.
—¡Empujad!
—¡Estamos sueltos! —gritó Diocles desde la popa. La distancia entre los dos barcos se agrandaba. El
Halcón
era ligero, cincuenta hombres fornidos podían separarlo muy deprisa.
Una ojeada a popa: los cascos dorados estaban cambiando de rumbo, el sol matutino se reflejaba en el bronce de sus espolones, volviéndolos de fuego. No iba a conseguirlo.
Tampoco iba a dejar de intentarlo.
—¡Cambiad de bancada! —rugió, con toda la potencia de su voz, como si algo se hubiese roto en su pecho, permitiéndole gritar a pleno pulmón.
Un ligero griterío jubiloso en el cuadrirreme verde. Los tripulantes enemigos pedían socorro, gritando a los barcos dorados.
Su capitán de arqueros disparó contra el enemigo y un arquero enemigo cayó: un hombre con túnica. Un sakje. Sátiro maldijo a Eumeles por haber sobornado a su pueblo. Había muchas cosas que Sátiro y León habían dado por sentadas.
Los tripulantes del navío verde gritaron de nuevo y los trirremes dorados afinaron el rumbo, seguros de cuál era su presa.
—¡Remos fuera! ¡A bogar en retirada! ¡Ar! —gritó Sátiro en cuanto la mayoría de sus remeros hubieron cambiado de bancada. Sopesó todo lo que había aprendido acerca de la guerra: que los hombres respondían mucho mejor si entendían lo que se precisaba de ellos. Sus maestros habían insistido mucho en ello.
Se asomó a la cubierta de remo.
—Escuchad, amigos. Tres estrepadas atrás y cambio de bancada; dos estrepadas avante; cambio otra vez. ¿De acuerdo? Después de eso, a toda marcha. ¿Listos?
Un gruñido por respuesta, no una ovación.
—¡Bogad! —gritó Sátiro.
—¡Atenea y brazos fuertes! —exclamó un veterano.
—¡Atenea y brazos fuertes! —gritaron todos los remeros al unísono, y el barco retrocedió una eslora entera.
—¡Atenea y brazos fuertes! —repitieron, y de nuevo el
Halcón
se movió, deslizándose libremente.
—¡Cambio de bancada! —gritó Sátiro, pero muchos de los hombres ya estaban cambiando de sitio aprovechando la palada, cambiando de bancada con una fluidez nunca antes vista por Sátiro.
Echó a correr hacia Diocles. Quería detenerse y jadear para recobrar el aliento, pero no había tiempo que perder.
El casco dorado más próximo se hallaba tan solo a tres esloras.
—¡Contra la amura de estribor del verde! —gritó Sátiro—. Tenemos que embestirlo para liberar al
Heracles
.
Diocles se volvió y miró hacia el barco dorado que iba en cabeza.
—¡Sí! —gritó Sátiro. Había leído los pensamientos de Diocles al mismo tiempo que el timonel leía los suyos. Con un poco de suerte por parte de Tiqué, el primer barco dorado chocaría con su compañero.