Tirano IV. El rey del Bósforo (7 page)

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Authors: Christian Cameron

Tags: #Bélico, Histórico

BOOK: Tirano IV. El rey del Bósforo
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—¿Y bien?

—Hay que atracar —dijo Diocles. Miró a Terón, que se encogió de hombros.

—Ya me pusiste al mando de un barco —dijo—. ¡No pienso hacerlo otra vez! Me crié junto al mar y sigo sin saber nada sobre él. Pero Diocles parece estar en lo cierto, chaval. Cuando el viento se levante al amanecer, nos abriremos como una flor. Filocles te pediría que pensaras en los remeros.

Sátiro asintió. Pese a todo, se le cerraron los párpados, como si fuera a dormirse, frío y mojado, a resguardo de la borda de un barco que se hundía.

—En cuanto caiga la noche —dijo—, levantaremos el mástil de trinquete. Si resiste, levantaremos el palo mayor. Viraremos al norte hasta embarrancar en el barro. Que todos los remeros suban a cubierta con su petate y cuantas armas tengamos a bordo. Nos llevaremos el equipo de los infantes muertos y todo lo que robamos al enemigo. Si conseguimos adentrarnos lo suficiente en la orilla, cargaremos con el agua potable.

Diocles asintió. Torció los labios en un amago de sonrisa.

—Tenía miedo de que trataras de abordar a ese cabrón y tomarlo.

Sátiro se desperezó con cuidado. La idea de volver a ponerse la armadura hizo que volviera a dolerle todo el cuerpo.

—No creas, se me había ocurrido —dijo, bromeando.

—Eso es lo que me da miedo —respondió Diocles.

Noche cerrada y media luna; una noche clara y fría con suficiente luz estelar para leer un rollo. En cuanto el
Halcón
hubo levantado el palo trinquete, su avance cambió. Diocles hizo que los marineros subieran sus petates a cubierta y los mandó a todos a popa, salvo al equipo de trabajo del palo mayor. Sátiro permaneció en la proa, agarrando con las manos las sogas que sujetaban el escudo. Su escudo.

Tampoco era que pudiera hacer gran cosa si el parche cedía, excepto maldecir y ahogarse.

Se volvió y observó cómo levantaban el palo mayor. Un mástil tan grande podría hundirlos si se salía de la fogonadura y caía sobre cubierta, pero carecía de energía para preocuparse por semejante eventualidad. De modo que optó por contemplar el rosado horizonte de poniente. El navío enemigo, si es que era enemigo, resultaba invisible con las velas arriadas. Incluso era posible que hubiese atracado para pasar la noche en tierra, aunque pocos marineros se arriesgarían a acercarse a las marismas de aquel tramo de costa.

La idea le hizo sonreír con tristeza, pues se disponía a varar su querido
Halcón
en aquellos mismos marjales. Y nunca recuperaría el
Halcón
. Agarró con más fuerza las cuerdas.

Antes de que el último obenque del palo mayor estuviera bien tirante, el rosa había desaparecido del cielo y el gran camino de las estrellas se desenvolvió sobre su cabezas de uno a otro horizonte. Solo unos pocos remeros tuvieron ánimo de mirar hacia arriba, pero los que lo hicieron se exclamaron: un cometa, brillante como la luna, cruzaba el cielo oriental.

«Ella lo verá en Heraclea», pensó Sátiro.

Durante la segunda guardia nocturna, todos los remeros iban apiñados en la popa, levantando la proa casi fuera del agua. Mientras el viento siguiera soplando, llegarían a tierra antes del amanecer.

—¿Veo un resplandor en poniente? —preguntó Terón con voz ronca. Se movía muy poco, las heridas se le habían endurecido y los músculos le dolían.

Diocles asintió.

—Han varado la nave. ¿Sabes qué me dice eso?

Sátiro gruñó.

—Me dice que saben que vas a bordo de este barco y que hay dinero en juego. Nadie estaría en esta costa a no ser por una recompensa. —Se encogió de hombros—. Con la proa fuera del agua como ahora, no hay peligro. Mantendré rumbo al oeste hasta que note que el viento comienza a cambiar.

Sátiro gruñó su asentimiento.

Cuando quiso darse cuenta, se estaba despertando. Empezaba a clarear, y estaba húmedo por la bruma matutina.

—¿Diocles? —preguntó.

Diocles gruñó.

—Deja que tome el timón —dijo Sátiro, obligándose a levantarse. Las articulaciones de las rodillas le dolían.

—La brisa está cayendo —dijo Diocles sin levantar la voz—. Hemos sobrepasado su hoguera hace un par de horas. No podemos estar a más de un estadio de la costa, pero esta maldita niebla…

Sátiro no veía nada.

—¿Qué rumbo llevamos? —preguntó.

—Noroeste —contestó Diocles—. ¡Escucha!

Sátiro escuchó. Oía pájaros y el suave murmullo de las olas del Euxino.

—Gracias por llevar el timón toda la noche —dijo Sátiro—. Me siento… como un idiota. Soy el navarco.

Diocles meneó la cabeza, quitándole importancia.

—Los hombres dicen cosas cuando se acaloran —respondió—. Tampoco es que esté muy orgulloso de cómo te hablé ayer.

Sátiro puso sus manos sobre las del timonel.

—Tengo el timón —dijo—. Yo tampoco estoy orgulloso… de nada. —Se agachó bajo el yugo de los remos de espadilla—. Lo tengo.

—Tienes el timón. —Diocles se detuvo un momento—. Llévanos a tierra, ¿eh?

Sátiro meneó la cabeza para aliviar su tortícolis.

—Esta es la última vez que gobernaré el
Halcón
—dijo—. Lo noto raro.

—Está muriendo —respondió Diocles, acurrucándose junto al banco del timonel—. Pero es un buen chico. Nos llevará a tierra.

Sátiro encontró tan difícil calcular el tiempo como saber el rumbo. En dos ocasiones entrevió las estrellas en lo alto, y en una oyó la rompiente, clara como un diálogo en el teatro, justo a mano derecha; un cuarto de arco más lejos de donde debería estar.

«¿Hago un viraje? ¿Mantengo el rumbo?»

Miraba con ojos escrutadores hacia proa, atento a que la luz creciente y la neblina blanca le dieran una respuesta. Para entonces ya tendría que estar en la orilla, tendría que haber notado el contacto del barro bajo la quilla.

Bajó la vista hacia Diocles y Terón que, abrazados, dormían profundamente. No quiso despertarlos.

Se sentía muy joven. Se sentía como cuando con doce años hizo su primera guardia con los veteranos macedonios Draco y Amintas, en las montañas de Asia. Temeroso de cualquier ruido, pero aún con más miedo de parecer un idiota.

Una gaviota chilló a proa del barco.

Aguzó mucho el oído sin lograr oír nada. El ruido del oleaje se había apagado.

Comenzó a murmurar sus plegarias.

—Poseidón, dios del mar, mantente a mi lado. Heracles, dios de los héroes, sé mi guía…

A su alrededor, los hombres, agotados, yacían acurrucados entre ronquidos.

El barco seguía navegando y el cielo era cada vez más claro.

Para entonces ya corría peligro de ser avistado, pues las velas izadas seguramente descollaban sobre la capa de bruma, siendo un blanco fácil para cualquier centinela apostado en la costa.

«Ya no hay nada que hacer.»

El cielo ganó más claridad. La bruma era densa, pero ya podía ver el cielo matutino directamente encima de él. Se obligó a relajar la espalda y se dio cuenta de que había estado esperando la colisión de la proa contra la arena. «¿Dónde está la tierra?», se preguntaba cada par de minutos, y el
Halcón
seguía navegando.

Cuando la niebla comenzó a pintarse de rosa por la amura de babor, Sátiro supo cuál era su posición como si hubiese oído la voz de un dios; navegaba hacia el noroeste. Se asomó por la borda junto a los remos de espadilla y escupió al agua.

Avanzaban a buen ritmo, surcaban el mar como un caballo al trote. Tendría que haber llegado a tierra antes de las primeras luces. Meneó la cabeza, disipó el pánico y dio un golpecito a Diocles con el pie descalzo.

—¡Eh! —rezongó Diocles—. ¿Qué pasa?

—Te necesito —dijo Sátiro en voz baja. Diocles percibió la urgencia de su voz, y el tirio se restregó los ojos, se arrebujó los hombros con su clámide y se sentó en el banco de gobierno.

—Seguimos a flote —comentó.

Sátiro asintió.

—Navegamos hacia el noroeste y ni siquiera hemos rozado un bajío. Hace una hora que ha amanecido.

Diocles escupió al agua, tal como lo había hecho Sátiro. Luego se dirigió a proa, maldiciendo, y regresó con la «marsopa», la sonda formada por un peso de plomo atado a una cuerda.

—Voy a enviar a la marsopa a darse un baño —dijo, y echó a correr entre la bruma.

Sátiro prestó atención al chapuzón de la marsopa. En torno a él, los hombres se iban despertando. La bruma se estaba disipando. En lo alto se veía el mástil con toda claridad. Tenía diez minutos para varar el
Halcón
antes de que los descubrieran, suponiendo que no los hubiesen descubierto ya.

Diocles llegó a paso ligero con un puñado de marineros pisándole los talones.

—Fondo arenoso en ligero ascenso, pero aún caben cinco hombres de pie debajo de la quilla. —Meneó la cabeza—. ¿Dónde demonios estamos? ¿Cómo es posible que naveguemos hacia el noroeste? ¡A estas alturas deberíamos estar surcando la hierba!

Terón acababa de despertarse con los ojos enrojecidos.

—Artemis, ya soy demasiado viejo para esto —dijo.

—Sigue lanzando la marsopa, timonel —ordenó Sátiro.

—Sí, señor. —Diocles sonrió con ironía—. ¿Así, no?

En voz más baja, Sátiro le preguntó:

—¿Qué opinas?

Diocles se acercó mucho.

—Se está filtrando agua por la proa. Creo que resistirá hasta que sol esté en lo alto del cielo, y que entonces se abrirá como las piernas de una puta en el Pireo. Más vale que lo varemos antes de que ocurra eso.

Sátiro negó con la cabeza.

—Lo he intentado. No he encontrado la costa. No sé cómo, pero así es.

Terón meneó la cabeza.

—A mí no me mires, chaval. Jamás tendría que haberme ofrecido a capitanear un trasto de estos. Mi pericia termina en la arena.

Antes de que corrieran rumores por toda la cubierta sobre el aprieto en el que se encontraban, el sol disipó la bruma y vieron árboles y maleza por la banda de estribor, una extensa costa que corría paralela a su rumbo.

Los hombres se quedaron boquiabiertos. Los que iban a popa se preguntaron cómo era posible que la orilla estuviera al este.

Diocles se rascó la barba.

—Ojalá contáramos con un verdadero piloto del Euxino —dijo. Señaló a uno de sus marineros—. Rufo piensa que nos hemos metido en el averno. Le daré un puñetazo si difunde esa idea.

Terón, ya de pie y frotándose los músculos con la parsimonia propia de un atleta, señaló con la barbilla a un grupo de hombres que se acercaba a ellos.

—Más vale que los escuches —dijo.

Un remero subió a la cubierta de popa como jefe de la delegación y, por un momento, Sátiro temió un motín, la clase de rebelión a la que podía empujarlos la desesperación, pero el cabecilla inclinó la cabeza respetuosamente.

—Tiseo, oriundo de Atenas, capitán. Segunda bancada, cuarto remo. Creo que sé dónde estamos.

—¡Habla, pues! —dijo Sátiro, procurando no chillar.

—Creo… —Tiseo titubeó, al parecer temeroso de comprometerse ahora que la autoridad le prestaba oído. A sus espaldas tenía un puñado de compañeros que obviamente lo habían animado a hablar. Le dieron un empujoncito.

Tiseo bajó la vista a la cubierta.

—Nikonion, capitán. Ha pasado entre los bajíos de Nikonion y estamos en esa monstruosa bahía profunda. Antes navegaba en un pentekonter mercante que hacía cabotaje por esta costa tan rica en grano. Los lugareños la llaman bahía de la Trucha.

Diocles le dio una fuerte palmada en el hombro.

—¡Acabas de ganar una lechuza de plata! —Se volvió hacia Sátiro—. Sin duda lleva razón. Estamos en una bahía.

—¡Por Poseidón! ¡Por los pechos húmedos y relucientes de Tetis! —Sátiro tuvo la sensación de que le quitaban el peso de la nave de encima de los hombros. Si estaban en una bahía, era imposible que los pantecapeos los hubiesen visto al amanecer—. Ayer debimos de correr como los propios dioses.

Diocles levantó la vista.

—Veinte parasangs, más o menos. —Asintió—. Quizá perder el espolón lo volviera más rápido.

—Ahora ya no importa —dijo Sátiro—. Hay que llevarlo a la orilla con tan pocos desperfectos como sea posible. Una granja provista de varadero podría salvarnos a todos.

Antes de que el sol fuese una pelota roja apoyada en el borde del mundo, la proa comenzó a ceder y el agua a entrar más deprisa, de modo que el
Halcón
resultó más difícil de gobernar.

—Llevémoslo a tierra —dijo Diocles.

Sátiro quería salvar todo el cargamento que pudiera.

—Escucha, timonel —dijo—. Estamos a más de treinta parasangs de una ciudad amiga; estamos en territorio hostil. Aunque logremos cruzar el delta a pie hasta Tomis, necesitaremos hasta el último trozo de comida que llevamos a bordo, además de las armas y armaduras. Es imperativo varar bien el
Halcón
.

—Y además quieres salvarlo, ¿verdad? —respondió Diocles.

Sátiro asintió.

—¡Indicador en la playa! —gritó el vigía—. Un indicador y una especie de desembocadura. Podría ser un canal.

Sátiro y Diocles cruzaron una mirada. Incluso la entrada de un pequeño río que se adentrara en la arena haría las veces de canal, permitiéndoles varar el casco donde pudieran salvarlo.

Sátiro corrió hacia proa, trepó a los obenques y al asomarse por la borda hizo que el
Halcón
escorara.

—¡Ahí lo tienes, señor! —Sátiro siguió la dirección de su brazo extendido y vio un mojón de piedras apiladas bajo el sol, y, justo después, un riachuelo que resplandecía como un río de fuego que surgiera de los riscos de más allá, y una voluta de humo en el cielo.

Sátiro asintió.

—Buen ojo —dijo, y se deslizó por el obenque hasta cubierta, quemándose las manos y el interior de los muslos con las prisas.

—Sigue dándonos el rumbo —gritó al vigía.

—¡Sí, señor! —contestó el vigía.

Diocles llevaba el timón.

—Desembárcanos —dijo Sátiro—. Yo vigilaré desde la proa.

—Si ese arroyo tiene una barra de arena, no lograremos cruzarla —dijo Diocles.

—Arriemos la vela y echemos los dados con Tiqué.

Sátiro dio las órdenes pertinentes y la vela fue arriada con suma eficiencia. Todos los tripulantes del
Halcón
eran conscientes de lo cerca que estaban del desastre, incluso con la orilla a la vista.

—Pon rumbo al este —dijo Sátiro, mientras los marineros doblaban la vela, enrollándola con las manos sin quitar ojo a las juntas de la proa y a la playa vecina.

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