Read Toda la Historia del Mundo Online
Authors: Jean-Claude Barreau & Guillaume Bigot
Tags: #Historia
No hay nada más horrible que una guerra religiosa, por lo que se debe agradecer al buen rey Enrique el hecho de haber terminado con ellas tiempo atrás. ¡Ojalá no resurgiesen en la actualidad!
T
RAS LA MUERTE
de Enrique IV
,
María de Médicis actuó como regente de Francia en nombre de su hijo Luis XIII. En los Estados Generales de 1614 tuvo que hacer concesiones a la nobleza. Poco inteligente, influida por un entorno detestable (los Concini), quiso conservar el poder cuando el rey cumplió su mayoría de edad. Pero tuvo el inmenso mérito de introducir a Richelieu en el Consejo.
Cuando la Regente cayó en desgracia, Luis XIII conservó a Richelieu. Era el año de 1624. El rey tenía veinticuatro años; el ministro, convertido en cardenal, treinta y nueve. Luis XIII era un hombre de pobre aspecto con un ingrato físico, tartamudo y tímido con las mujeres (tardó trece años en tener un hijo con la suya, Ana de Austria).
No obstante, aquel tímido rey fue capaz, porque reconocía su talento, de mantener junto a él al cardenal como ministro durante veinte años. Armand du Plessis tenía sentido de Estado. Luchó contra todo lo que podía entorpecer la autoridad monárquica. Cuando los protestantes, que dominaban La Rochelle, aprovecharon la muerte de Enrique IV para dejar entrar a los ingleses, Richelieu mandó tirar un dique situado delante del puerto marítimo y obligó a las gentes de la RSR (Religión Supuestamente Reformada) a obedecer, al mismo tiempo que respetó su libertad religiosa. Empujó al rey a castigar a los «grandes» sediciosos. Aquello no era fácil: «Me resultó más difícil conquistar los cuatro pies cuadrados del gabinete del rey que los campos de batalla de Europa», diría Richelieu. Luis XIII no era un «florero». Pero Montmorency y Cinq-Mars fueron decapitados.
En Europa, Richelieu practicó una política hábil para restaurar la preponderancia francesa, sin dudar en aliarse con los príncipes protestantes contra los Habsburgo católicos, lo que escandalizaba a los devotos. Subvencionó al rey de Suecia, Gustavo Adolfo, para que interviniera en Alemania. En aquel tiempo, Suecia vivió sesenta años de grandeza militar.
Eficaz y fructífera, aquella política tuvo consecuencias desastrosas para Alemania. La guerra de los Treinta Años, de 1618 a 1648, que terminó de manera ventajosa para Francia y Suecia con el tratado de Westfalia* (1618), para Alemania fue una terrible tragedia (destrucción y muerte) de la que tardaría mucho tiempo en recuperarse; Prusia y los Estados hereditarios de los Habsburgo se salvaron.
Richelieu también intervino en el terreno cultural; fundó la Academia Francesa en 1634, mandó construir la iglesia de la Sorbona y el Palacio Real en París. Frágil de salud a pesar de su enorme energía, murió en 1642, y su rey, tuberculoso, pocos meses más tarde, en 1643.
En aquella época, un extraño acontecimiento se produjo en Inglaterra: la proclamación de una República en 1649, tras la decapitación del rey Carlos. (No, los franceses no fueron los primeros en cortar la cabeza a su rey.) Oliver Cromwell, se convirtió en el dictador (el «lord protector») de aquella República, que dirigió con puño de hierro hasta su muerte (el 3 de septiembre de 1658). Aprovechó para conquistar Escocia e Irlanda, que hasta entonces habían permanecido prácticamente independientes.
Los partidarios del lord protector se llamaban «puritanos», protestantes rígidos. El nombre se ha conservado. La anexión de Escocia, protestante como Inglaterra, resultó bastante fácil a pesar de las revueltas. Ésta será ratificada por medio de un tratado de unión en 1765. Y éste es el motivo por el que desde entonces se habla del Reino Unido. La anexión de Irlanda, católica, fue sangrienta. Cromwell envió allí a sus puritanos, quienes se apropiaron de las mejores tierras, robadas a los nobles católicos (muchos de los cuales se refugiaron en Francia). Desde entonces surgió un odio secular de los irlandeses para con los ingleses, que llevará a la independencia de Irlanda en 1920. Durante la Segunda Guerra Mundial, y a pesar de Hitler, Irlanda se mantendrá neutral por su aversión hacia Inglaterra.
Los ingleses, aglutinados en el Ulster, siempre conservaron un cuarto de Irlanda. Este vestigio explica los combates del IRA —es de esperar que finalicen, puesto que en la actualidad han concluido con la firma de un armisticio—. Es probable que este conflicto secular (en el que ahora Estados Unidos ejerce de árbitro, puesto que son muchos los americanos católicos de origen irlandés, por ejemplo, el presidente Kennedy) conduzca a la reunificación de la isla; los protestantes del Ulster tienen que elegir entre hacerse realmente irlandeses o volver al país del que partieron sus antepasados.
Dicho esto, la República inglesa, al contrario que la francesa, no durará. A la muerte de Cromwell se restableció la monarquía en Gran Bretaña. Y todavía se mantiene.
Muerto Luis XIII, su esposa, Ana de Austria, una descerebrada hasta entonces, sabe ponerse a la altura de las circunstancias. Empezó por mantener en su puesto al primer ministro que Richelieu había elegido para sucederle: Giulio Mazarini, conocido como Mazarino, un diplomático pontificio que Richelieu había «señalado» y reclutado. Mazarino, aparentemente un pusilánime, en realidad tenía mucho carácter. Y necesitaría de ese carácter. Tras la muerte de Richelieu y de Luis XIII, los nobles se sublevaron. Esta última sedición de los «notables» es conocida como «la Fronda», y quizá tuvo su origen en el divorcio existente en Francia entre el pueblo y las élites. Los componentes de la Fronda no dudaron en aliarse con enemigos extranjeros; el famoso «partido del extranjero», ¡ya!
Mazarino y Ana de Austria formaron una sólida pareja. No eran amantes (aunque Mazarino fuera un cardenal laico, la unión entre un plebeyo y una descendiente de Carlos I era impensable), pero sí muy amigos. Se enfrentaron a la Fronda. Y a pesar de que huyeron cuando fue necesario (por este motivo el joven delfín, el futuro Luis XTV, tuvo una tormentosa infancia), siempre regresaban. En 1653, la Fronda quedó aplastada. Dos extranjeros habían salvado al Estado: una española y un italiano. El tratado de los Pirineos, firmado en 1659, puso igualmente fin a las hostilidades exteriores. Mazarino, por mucho que confundiera el tesoro público con su tesoro privado (hoy en día, se le acusaría de malversación de fondos públicos), fue digno de la patria.
Con Richelieu y Mazarino, el prestigio intelectual de Francia eclipsó al de Italia. René Descartes, instalado en Holanda —más por comodidad que por prudencia— pero leído y comentado con fervor en Francia, había publicado en 1637 su famoso
Discurso del método.
Regresó en tres ocasiones a París, en donde se reunió con otro genio, Blaise Pascal, un excepcional físico autor de sabios estudios sobre la vida, el pensamiento y la mecánica de los fluidos. Los dos hombres tenían en común el «método experimental»; Pascal, además, era un místico más conocido por sus famosos
Pensamientos
que por su
Tratado del triángulo aritmético.
Cuando, en 1661, Mazarino —el padrino y maestro en política del Luis XTV— murió, el rey tenía veinticuatro años. Mientras el cardenal vivió, le había dejado actuar. Nadie sabía lo que le rondaba por el cerebro (excepto Mazarino, quien juzgaba grandes las capacidades de su ahijado y alumno). En la corte se pensaba que seguiría con sus amoríos (el joven, muy atractivo, era un gran amante de las damas) y permitiría gobernar a su madre.
Mientras Europa se reformaba, ¿qué sucedía en Asia?
En el Imperio otomano y en China, la respuesta puede ser: nada.
Los turcos conservaban su poder militar: Se presentaron a las puertas de Viena por última vez en 1682, y libraron con la República de Venecia una guerra de veinticinco años (1644-1669) disputándose la isla de Creta. Pero su Estado estaba muy mal administrado, y esto era demasiado grave dado el enorme tamaño del Imperio, que alcanzaba desde Serbia hasta Armenia y desde La Meca hasta Argelia (Marruecos siempre se le escapó). Se iniciaba su larga decadencia.
China, por su parte, estaba bien administrada por parte de sus mandatarios, pero se mantenía cerrada (excepto el preciso comercio de la ruta de la seda). En aquella época vivió el último ciclo —continuamente reiniciado durante miles de años— de su conquista por parte de los nómadas de las estepas y de la rápida adaptación a su cultura por parte de los conquistadores. Por lo demás, persistía dentro de su majestuosa inmovilidad. En 1644, los nómadas manchúes se instalaron en Pekín. Se hicieron chinos y la dinastía Manchú durará hasta 1911.
Japón se había centrado en la persecución de sus cristianos.
En la India, un emperador mongol, además de musulmán, Akbar el Grande (1542-1605), intentó fundar una nueva religión,
Din i ihali,
en sincretismo con el islam, el cristianismo y el hinduismo (las tres religiones del subcontinente). Pero fracasó, y su hijo Selim se sublevó. Por culpa de este fracaso, Aurangzeb, el último gran soberano mongol (1658-1707), fue un fanático musulmán que mandó destruir multitud de templos de Siva y persiguió a los hinduistas: el 90% de la población del subcontinente le era hostil, lo que favorecerá enormemente las ulteriores empresas europeas.
Sin embargo, en Persia, en esta época, con la dinastía Safevida, se asiste a un renacimiento de la antigua cultura iraní tradicional. Si bien es verdad que los Safevidas oficialmente seguían siendo musulmanes, en la práctica lo eran muy poco. Abas el Grande (1571-1629) modernizó su ejército con ayuda de consejeros ingleses y consiguió que su país evolucionara siguiendo los pasos de Europa. Estableció la capital en Ispahan, ciudad del estilo de las romanas, con un
cardo
y un
decumanus,
grandes avenidas, magníficas plazas, mezquitas, pero principalmente, con palacios. Potenció la pintura (algo herético para el islam) y los partidos de polo. Todavía se pueden admirar los frescos en Shehel Sotun: unas jóvenes y bellas mujeres sirven vino a los jóvenes príncipes. También se pueden admirar bonitas esculturas. Gran tolerante, Abas instaló en la capital a numerosos cristianos armenios, de los que admiraba su ciencia y su artesanía. «Ispahan, es la mitad del mundo», se decía. Se esforzó por enviar suntuosas embajadas a los soberanos de Europa, proponiendo una alianza de espaldas á los turcos, a los que detestaba. Todos los
shas
de la dinastía le imitaron (también Napoleón recibirá una embajada persa en Polonia durante el invierno de 1807).
En París, mientras tanto, el apuesto Luis XIV reunía a su Consejo por primera vez desde la muerte de su Padrino. Dijo a los ministros:
Señores, hasta ahora he tenido a bien dejar la tarea de gobernar mis Estados en combate al cardenal Mazarino. A partir de ahora, esto ya no será así, no designaré primer ministro y seré yo mismo quien gobierne. Solicitaré vuestros consejos cuando así lo necesite. Podéis estar preparados.
Al mismo tiempo, ordenaba a sus mosqueteros detener al poderoso superintendente de finanzas Nicolas Fouquet, quien le hacía sombra. Una detención injusta, cierto, pero dictada por la «razón de Estado» tan querida por Maquiavelo. El fastuoso superintendente, constructor del castillo de Vaux, murió ignorado en la ciudadela real de Pignerol.
Este auténtico golpe de efecto revelaba una energía que su padrino Mazarino había sabido discernir. El rey había sucedido a su padre en 1643 («¡El rey ha muerto, viva el rey!»), pero este año de 1661 inició un reinado personal que durará cincuenta y cuatro años, y que será grande.
Sólo Holanda consiguió detener realmente a Luis XIV. Holanda, aquella porción de los Países Bajos, había encontrado en el protestantismo, en la circunstancia calvinista, un pretexto para liberarse del pesado dominio español. En 1609, España había reconocido la independencia del norte de los Países Bajos, guardándose para sí el sur. Éste es el motivo por el que los flamencos, que hablan holandés, son católicos. A partir de 1648, Ámsterdam arrebataba a Venecia la supremacía marítima.
Los holandeses enviaron muchos colonos al sur de África, a Ciudad del Cabo (allí siguen todavía, y los
afrikaners
aún hablan neerlandés). Conquistaron el gran archipiélago de Indonesia, que les pertenecerá hasta 1945. Fundaron en América, en la desembocadura del Hudson, la «Nueva Ámsterdam», que, cuando los ingleses sucedan en el mar a Holanda, se convertirá en Nueva York.
Siempre se ha subestimado el papel de los holandeses.
Desde el punto de vista cultural, su actuación fue fundamental. Ámsterdam había dado cobijo a Erasmo, y allí vivió Descartes. Spinoza (1632-1677) fue en aquel país una figura dominante. Al ser excomulgado por la Sinagoga, debido a su racionalismo, fue a vivir a La Haya, donde escribió la
Ética,
al tiempo que imponía el uso de las lentes. De igual modo que había una pintura flamenca, hubo una pintura holandesa.
La guerra franco-holandesa (1672-1678) se saldó como un partido nulo. Los republicanos batavios habían confiado su defensa a un príncipe alemán, que también era señor de la ciudad francesa de Orange (por eso llevaba el título de Guillermo de Orange), quien galvanizó su resistencia y salvó a los holandeses abriendo los diques (una parte del país se encuentra por debajo del nivel del mar). Tras la paz de Nimega (1678), Guillermo fue llamado a Inglaterra, en donde se convirtió en rey (ésta es la razón por la que los protestantes monárquicos del norte de Irlanda, en el Ulster, en la actualidad se llaman «orangistas»). El naranja sigue siendo el color holandés.
En todos los demás frentes, Luis XIV salió victorioso. Había formado, junto con su ministro de la Guerra, Louvois, el mejor ejército de Europa, y el más numeroso (cuatrocientos mil hombres más de los que tuvo el Imperio romano). En ocasiones, las guerras fueron cruentas. La llamada de «sucesión de España» estuvo a punto de terminar mal, y Luis XIV se vio obligado a apelar a la buena voluntad de las personas por medio de una carta que se leyó en todas las parroquias de Francia. Este episodio es significativo. Demuestra que, a pesar de las apariencias, el Rey Sol seguía siendo fiel a la tradición de los Capetos y se apoyaba en el pueblo. Francia logró la victoria en Denain (1712) y Luis consiguió asentar a uno de sus nietos en el trono de España, poniendo así fin a una rivalidad secular. En la actualidad, la Corona de España está en manos de los Borbones: Juan Carlos es descendiente de Luis XIV.