Toda la Historia del Mundo (21 page)

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Authors: Jean-Claude Barreau & Guillaume Bigot

Tags: #Historia

BOOK: Toda la Historia del Mundo
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A pesar del coste financiero y humano, aquellas guerras, llevadas a cabo por un ejército profesional en la periferia del reino, fueron más bien acciones de propietarios deseosos de redondear sus campos que aventuras de conquista. A Luis XTV no se le habría ocurrido la peregrina idea de ocupar Berlín. De hecho, fue él quien prácticamente acabó de dibujar el actual hexágono francés al anexionar al reino Artois, Flandes (Lille), Alsacia, el Franco-Condado y el Rosellón.

En política interna, su único error fue abolir en 1685 el edicto de Nantes. Entonces, muchos franceses protestantes emigraron a Prusia o a Sudáfrica, en manos holandesas. Aquello supuso una gran pérdida para el país, mal compensada con la llegada de católicos irlandeses.

Por lo demás, su política fue eficaz (el edicto de Nantes, sin embargo, fue puesto de nuevo en vigor por su sucesor). Luis XIV conservaba desde su infancia, bajo la Fronda, una profunda desconfianza hacia la nobleza. Hay que entender que la construcción de Versalles fue un acto de alta política. Versalles, inaugurado en 1682, no fue sólo el palacio más bello del mundo imitado en toda Europa; era una máquina para domesticar a los «grandes»; todos los «importantes» estaban prácticamente obligados a vivir en la nueva ciudad para formar la corte del rey. Hay que imaginar a todos los nobles reunidos en la galería de los espejos y a un guardia gritando: «Señores, el Rey». Todos se inclinaban...

Aquel palacio de espejos, sublime y frágil, también nos demuestra hasta qué punto reinaba el orden en el interior del país: el castillo era indefendible en caso de revuelta, como demostrará la Revolución. El orden tras las fronteras queda patente por el hecho de que el París de Luis XIV (seguía siendo la capital) no tenía murallas. «La muralla que amuralla París crea un murmurante París», no era más que una muralla de fielato adornada con unas bonitas puertas: Saint-Denis, Saint-Martin. La paz francesa hacía inconcebible un ataque enemigo. Hasta el siglo siguiente no aparecerán fortificaciones en París.

A un buen dirigente se le reconoce por las personas que le rodean: los jefecillos no soportan el talento de los demás y eligen a incapaces; los grandes jefes saben que la gloria de sus consejeros no les hace sombra, sino que recae sobre ellos.

Desde este punto de vista, a Luis XIV bien se le podría considerar Luis el Grande:
«Nec pluribus impar»
—«No hay otro igual»— era su lema. Hoy, éste es el lema oficial de Estados Unidos
(y
la consideración oficiosa de Francia respecto a sí misma).

Entre los que rodeaban al Rey Sol, se podía ver al arquitecto Mansart, al músico Lully, al paisajista Le Notre, y a una pléyade de hombres de letras: Corneille, Racine, La Fontaine, Moliere, Boileau, La Bruyère.

Hay que detenerse en Moliere. Jean-Baptiste Poquelin (1622-1673) había renunciado al banquillo de los abogados por las tablas del teatro. Luis XTV le nombró «actor oficial del Rey», con una pensión y la creación de la Comédie-Française. Lo más importante es que le dejó escribir e interpretar piezas sediciosas que todavía hoy serían escandalosas —pensemos en
Tartufo,
una despiadada crítica de los talibanes de todos los tiempos—. Al final de la representación, los bienpensantes, ofendidos, guardan un gélido silencio, el rey aplaude muy fuerte, desencadenando los aplausos de los cortesanos. Ante Luis XIII o Luis XIV se permitía que un personaje del
Cid
dijera: «Por muy grandes que sean los reyes, son como nosotros. Pueden equivocarse como el resto de los humanos», y que los reyes aplaudieran.

Hay que subrayar el genio de Racine y de Corneille, que, con unos miles de palabras» ateniéndose a unas reglas extremadamente estrictas, dicen de todo sobre todo, exploran con una increíble precisión el alma humana, la desmenuzan como nunca antes se había hecho, con escalpelo, y condensan en algunos actos las pasiones del hombre (el amor, el odio, la ambición, la gloria, la avaricia, la hipocresía, el miedo). Se acercan al genio de los antiguos griegos: Racine es Sófocles; Moliere, Aristófanes.

La sencillez «clásica» expresa la complejidad de las cosas. La sobriedad sugiere brillantez, la ligereza revela profundidad. Boileau, un genio clásico, lo resume: «Lo que bien se concibe, bien se enuncia». Es el genio propio de Francia, su capacidad de acceder a la grandeza dentro de la mesura. Todo el estilo Luis XIV está ahí. «Pues bien, conozco Fedro y toda su exaltación. Me gusta», escribía Racine con sobriedad.

Si se habla del Gobierno, Francia ha conocido pocos más brillantes. Hemos citado a Louvois en el departamento de Guerra. Pero evidentemente hay que pensar en Colbert como ministro de Finanzas, de Interior y de Economía. El rey mandó edificar famosas fábricas manufactureras, como la de los Gobelins, a partir de las cuales nacieron grandes empresas capitalistas, como la de Saint-Gobain. El «Estado colbertista» existió realmente. Todavía marca el estilo de gobierno francés, una armoniosa mezcla, como quien dice, de iniciativa privada y de intervención pública.

Vauban fue el más característico de aquellos grandes administradores franceses. Vauban mandó construir en Francia innumerables fortalezas de nueva concepción, capaces de resistir los cañonazos. Se recuerda: menos que fue un gran fiscalista. En cierto modo, se le podría atribuir la creación del INSEE, porque estaba obsesionado con los censos.

Cada gran nación europea marcó un siglo: el siglo XV fue Italiano; el XVI español. Los siglos XVII y XVIII fueron franceses. La lengua francesa era universal: en Austerlitz, todos los soberanos, enemigos de Francia, hablaban francés entre ellos. En el siglo XIX y en el XX se impondrá el inglés; en primer lugar debido a Inglaterra, luego debido a América.

El rey «muy cristiano» era un vividor. Tuvo multitud de amantes, tres de ellas marcaron las etapas de su reinado. La señorita de La Vallière fue la mujer de los inicios triunfantes; la señora de Montespan, la de la gloriosa madurez, y la señora de Maintenon, la mujer del ocaso. Esta última fundó la casa de educación para señoritas de Saint-Cyr. Pero estas amantes no tuvieron ninguna capacidad de decisión en asunto públicos. Luis XIV montaba a caballo y cazaba lobos y ciervos durante dos horas seguidas; por la noche, presidía las cenas rodeado de mujeres bonitas, pero, antes que nada, era un trabajador consagrado a desarrollar su «oficio de rey» (como él decía), estudiando los informes en su oficina durante diez horas al día.

Además de Versalles, nos dejó magníficos monumentos. Todas las ciudades de Francia le deben edificios públicos de magnífica imagen. París, que podría pensarse abandonado porque la corte estaba en Versalles, debe a Luis XIV tres grandes hospitales situados en la línea del bulevar sur: los Inválidos (para los viejos soldados heridos), el Val-de-Grâce y la Salpêtrière, con sus cúpulas y capillas.

Los Inválidos, quizá el monumento más bonito de París, sólo era un hospital. Pero estos edificios dicen más en favor de Luis XTV de lo que pueda decir Versalles. Cuando se quiere juzgar la grandeza de una civilización, no hay que mirar las moradas de los ricos, sino los hospicios destinados a los pobres.

Todos los soberanos europeos, adversarios o aliados, querían imitar al rey de Francia.

Cerca de Viena, el emperador de los Habsburgo mandaba construir su propio Versalles en Schönbrunn.

En Rusia, al otro extremo de Europa, el zar Pedro el Grande abandonaba el Moscú ortodoxo para construir, mirando hacia Occidente, una nueva capital de estilo clásico, San Petesburgo, un sueño europeo en el extremo del Báltico. Modernizó su país con violencia (comparado con el zar, Luis XIV fue blando). Bajo el reinado de Pedro el Grande (1672-1725), Rusia se convirtió en una potencia del concierto europeo.

Cuando Luis XIV murió «viejo y harto de días», el antiguo elector de Brandeburgo, convertido en rey de Prusia en 1701, inauguró en Berlín su Consejo de Ministros diciendo sólo en francés: «El rey ha muerto». No tuvo necesidad de precisar de qué rey se trataba.

¿Y el pueblo francés? Ya hemos indicado que Luis XIV, durante la guerra de sucesión española, se había vuelto hacia el pueblo y que el pueblo le había respondido como él esperaba (contribuciones, voluntarios, vajillas, etcétera).

Los protestantes (que volverán a ser numerosos en el reino cuando la monarquía hubo restablecido el edicto de Nantes) le detestaron, y muchos nobles también (como el duque de Saint-Simon). Pero la burguesía le amaba. En lo que a los veinte millones de campesinos se refiere, no fueron tan desgraciados durante el mandato del Rey Sol como afirma una determinada escuela histórica contemporánea. Se beneficiaron de la paz (excepto en las regiones del noreste y del este) y de una buena administración. En los últimos tiempos, el fisco —que de manera injusta recaía esencialmente sobre ellos— se volvió aplastante. Guerras, edificios, diplomacia: todo aquello costaba muy caro. Al final de aquel largo —demasiado largo— reinado, los campesinos no podían más. La muerte del rey fue para ellos una liberación, igual que para los «importantes» a los que mantuvo durante medio siglo bajo su puño de hierro.

Capítulo
18
El Siglo de las Luces

U
NA SERIE
de trágicas muertes habían trastocado el orden de sucesión al trono (y oscurecido los últimos años de Luis XIV), de modo que la Corona recayó, en 1715, en un sobrino nieto —todavía niño— del difunto rey, y la Regencia en su sobrino Felipe de Orleans (de 1715 a 1723).

Aquello fue como la descompresión de una máquina de vapor. Los nobles estallaban de alegría. La Regencia fue una fiesta muy bien ilustrada en la película de Bertrand Tavernier
Que empiece la fiesta.

Felipe de Orleans habría podido limitarse a permitir que escapara el vapor. Pero cometió un grave error: rompió la secular alianza entre los Capetos y el pueblo.

Luis XIV, su tío, se había cuidado mucho de gobernar con los nobles, limitándoles a una función militar. Pues ahora, Felipe les dio el poder del que el Rey Sol les había alejado. Nombró a nobles dentro de las comisiones cuyas opiniones eran necesarias para todo: la «polisinodía».

Los burgueses (clase media), en quienes confiaban los reyes Capetos, quedaron descontentos (ésta es una de las lejanas causas de la Revolución) y el gobierno se volvió bastante ineficaz.

De hecho, el siglo XVIII empezó en 1715, con la muerte de Luis XIV La duración secular se adapta a la psicología, a la duración de la vida humana. Un siglo son cuatro generaciones. Un hombre mayor puede tener todavía padre y también nietos. Pero el principio y el final convencionales de los siglos no se corresponden con los hechos históricos.

El siglo XVII había empezado en 1610, con el asesinato de Enrique IV, y duró hasta 1715. El siglo XVIII empezó en 1715 y terminará cien años más tarde, en 1815, en el campo de batalla de Waterloo.

En Europa central y oriental, los soberanos continuaron practicando la monarquía absoluta de Luis XIV (aunque en todos los casos, su poder quedaba limitado por las exenciones municipales, los privilegios de los nobles y del clero).

En Prusia reinaba el gran Federico II (1712-1786). A la cabeza de un ejército eficaz y agresivo, el rey estratega amplió Prusia, que se convirtió en una potencia militar en detrimento de sus vecinos. En el Imperio —ampliado hacia el este de Hungría, tras las victorias sobre los turcos—, María Teresa (1740-1780), quien compartirá el poder desde 1765 con su hijo José II, construyó el Imperio de los Habsburgo, que durará hasta 1918.

En Rusia, Catalina II (1762-1796) consiguió, a pesar de ser mujer, mantener el mismo puño de hierro que Pedro el Grande.

Prusia, Rusia y Austria se las arreglaron para repartirse el aciago reino de Polonia, que en 1772 desapareció de entre los Estados independientes (y no resurgirá hasta 1918).

Pero, en el Reino Unido, la monarquía se había vuelto «constitucional». Tras Walpole (1721-1742), los Pitt serán los primeros ministros (el primero de 1757 a 1760, y el segundo de 1783 a 1789) bajo una dinastía descendiente de los Hanover.

En Francia, Luis XV, ya mayor de edad, realmente no gobernó, acaparado como estaba por los placeres y sus amantes (la Pompadour y la Du Barry). Todos sus primeros ministros fueron mediocres, excepto el cardenal Fleury (1726-1743). Luis XVI, coronado rey a la muerte de Luis X en 1774, no tendrá amantes y será de costumbres austeras; sin embargo, se mostrará tan indeciso como su predecesor.

El siglo XVIII estuvo marcado por la rivalidad naval anglo-francesa.

En efecto, aunque Inglaterra había reemplazado con rapidez a Holanda en los océanos, Francia también disponía de una buena marina. Los robles que Colbert había plantado en los bosques comunales, al siglo siguiente se convirtieron en poderosos navíos de guerra.

Aquella época vivió el apogeo de la navegación a vela. Tres magníficos mástiles, armados con decenas de cañones en cada flanco, y manejados por centenares de marineros (de Cornualles o del Támesis, de Bretaña o de Provenza) podían dar fácilmente la vuelta al mundo transportando pesadas cargas (aquello distaba mucho de las carabelas de Cristóbal Colón). Eran los tiempos de la exploración de los mares del Sur, guiados por el inglés James Cook y el francés La Perouse, quienes descubrieron Australia y Oceanía.

En América, los franceses, instalados en San Lorenzo desde 1607 (fecha en la que Champlain fundó Quebec), se habían extendido por el continente. En el siglo XVIII, los franceses eran los dueños de casi toda América del Norte, cuya toponimia da muestras de su presencia: Montreal, Detroit, San Luis, Nueva Orleans. Éstos poseían los dos grandes ríos: el San Lorenzo al norte y el sistema del Misisipí hacia el sur, recorridos por intrépidos barqueros (Cavelier de La Salle). Nueva Orleans, capital de Luisiana, estaba fundada. Sin embargo, aquella inmensa América francesa tenía una debilidad: la falta de hombres.

Los franceses siempre se han negado a expatriarse. ¿Por qué iban a hacerlo? ¿No hay un refrán alemán que dice «felices como Dios en Francia»? Aventuras científicas o militares, sí. Emigración, no.

Resultado: la parte francesa de América estaba ocupada por menos de cien mil colonos, obligados a mantener excelentes relaciones con las tribus indias nómadas (los hurones). Por su parte, el Reino Unido sólo poseía en América una estrecha franja costera (las trece; colonias), que se alargaba desde Maine hasta Carolina; pero aquel territorio atlántico lo poblaban cerca de un millón de colonos británicos, muy a menudo puritanos enfrentados con la iglesia anglicana (los peregrinos del
Mayflower
habían fundado Plymouth en 1620).

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