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Authors: Albert Espinosa

Tags: #Drama, Fantástico

Todo lo que podríamos haber sido tú y yo si no fuéramos tú y yo (2 page)

BOOK: Todo lo que podríamos haber sido tú y yo si no fuéramos tú y yo
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Desde pequeño, si sabía que algo bueno me pasaría al día siguiente no pegaba ojo en toda la noche. Dejaba la persiana totalmente subida para que el amanecer me golpeara en el rostro y el nuevo día llegara tan y tan rápido que el sueño no durase más que unos anuncios. Sí, siempre he pensado que los sueños son anuncios; algunos largos como publirreportajes, otros cortos como tráilers y otros minúsculos
teasers
. Y todos hablan sobre nuestros deseos. Sin embargo no los entendemos porque es como si los rodara David Lynch.

Pero volvamos al tema, soy un impaciente, lo sé y me gusta. Creo que aunque la impaciencia se convirtió un día en un defecto horrible, todos sabemos que es una virtud. Algún día, el mundo será de los impacientes. O eso espero.

El interfono volvió a sonar y se introdujo en mi profundo sueño. Recuerdo que aquel día soñaba con ciervos que tenían cabeza de águila. Sí, me encanta mezclar los conceptos, sentirme un poco Dios en mis sueños.

Crear nuevas criaturas mezclando partes de otras o sentir cómo amigos que ni tan siquiera se conocen son íntimos y hasta me entusiasma soñar con personas con las que no he estado nunca ni remotamente cerca pero que en el sueño forman parte de mi vida de una manera muy íntima. Y es que a veces pienso que la gente viola con sus sueños: viola la intimidad, viola el lenguaje con el que se expresa, viola esa imagen como mejor le parece.

Cuántas veces he tenido sexo con gente en sueños y al día siguiente no me he atrevido ni a saludarla, pensando que en el «buenos días» se notará las «buenas noches que hemos pasado».

Quizá el mundo iría mejor si contásemos nuestros sueños eróticos a los que han sido protagonistas de ellos.

Aunque en la época que me tocó vivir eso era imposible. Ni yo me imaginaba que aquel día cambiaría mi mundo y seguramente el de todos los demás. Quizá esos días deberían marcarse en el calendario en fucsia. Deberíamos tener constancia de que es uno de aquellos momentos a partir del cual nada más volverá a ser igual, que perforará a todo el mundo de manera semejante y creará recuerdos colectivos. Así, podríamos decidir si vale la pena levantarse en un día fucsia.

Mi tío vivió el 11 de septiembre de 2001; él tenía 22 años cuando pasó. Dice que lo realmente fuerte fue ver en directo la colisión del segundo avión. Siempre se preguntaba: «¿El segundo avión tardó en impactar el tiempo justo para que todas las televisiones pudieran informar de la colisión del primer avión? ¿O debía chocar a la vez que el primer avión pero se retrasó?». Eso le preocupaba enormemente. Deseaba saber si en realidad los artífices de aquello querían que todo el mundo conectara la televisión y viera el segundo impacto o fue una casualidad macabra. A veces, él mismo se respondía: «Si es lo primero, la maldad humana no tiene límites». Y os juro que sus ojos se inundaban de una tristeza extrema.

Volviendo a aquel día, el día en el que llegó el paquete, yo soñaba con ciervos con cabeza de águila. Me desperté porque el animal me miraba con su mirada de águila y sus cuernos de ciervo, como si me estudiara y estuviera a punto de lanzarse sobre mí y sacarme los ojos con sus pezuñas de ciervo-águila…

Pero, de repente, irrumpió en el sueño una luz roja que parpadeaba en sus ojos y que sonaba como mi interfono. Tardé quince segundos en darme cuenta del error y despertarme. Aunque quizá fue menos tiempo, no puedo asegurar cuánto tardé. El tiempo en sueños es un misterio, es tan relativo…

Pero creo que son de agradecer esos fallos de
raccord
en los sueños. Aunque a veces descubres uno de esos errores de continuidad y sigues durmiendo, porque no deseas despertarte. Lo que demuestra que mucha gente prefiere dormir a vivir, aunque sepa que la realidad que está gozando es falsa.

Yo no soy de ésos; no me gusta percatarme de que lo que estoy sintiendo es un sueño. Si presiento un fallo de este tipo, me despierto al instante.

El interfono volvió a sonar, pero esta vez no interfirió; ya me estaba despertando. Miré el reloj: las tres de la mañana, justo la hora a la que prometieron que llegarían.

Me levanté sin zapatillas; hay veces en la vida que debes ir descalzo a la puerta, como si así el momento se volviera más épico.

Y éste debía serlo, me traían la medicina que acabaría con mi sueño, que me permitiría vivir veinticuatro horas al día sin tener que descansar…

Y como debía ser, su llegada había interferido en mi descanso. Había rajado de arriba abajo mi imaginación ficticia.

Al fin y al cabo, a partir de aquel momento lo interrumpiría para siempre.

Fui al interfono, vi por el visor a un chico tailandés de unos 25 años vestido de manera informal, acompañado de un hombre mayor que parecía holandés, rondaría los 70 y llevaba un traje gris. Aunque también pudiera ser que tuvieran 20 y 60. No me hagáis caso, nunca he sido bueno para las edades, aunque sí en lo que se refiere a las nacionalidades y los sentimientos.

Me creo cualquier tipo de inexactitud en lo que respecta a los años. Si tú me dices 30 y es razonable, yo me lo creo aunque rondes los 40. Creo que la edad sirve de poco en esta vida. Mi madre decía que la edad verdadera está en el estómago y en la cabeza. Las arrugas son tan sólo fruto de las preocupaciones y de comer mal. Yo siempre he pensado que tenía razón, así que he intentado preocuparme poco y comer mucho.

He notado que la gente suele sentirse bien cuando me comenta su edad. Yo les respondo: «Te hacía más joven». Y eso vuelve loca a la gente. Esto y comentar el moreno de su piel es lo que más agradecen. Si le dices a alguien: «Te hacía más joven y estás muy moreno», la locura ya es máxima.

Es curioso el hijo de mi primo, que ahora tiene 6 años. Siempre que le pides que adivine la edad de alguien que supera los 20 años, le mira, le observa detenidamente y responde: «Tienes 10 años». Tengas 70, 50 o 20, para ese niño todos tienen 10 años. Que poseas las primeras dos cifras implica que te ve muy mayor. Tiene sentido; cuando se tiene una sola cifra las dos es el fin de todo.

Yo, cuando veo a alguien muy mayor, pienso: «debe de tener 100 años», las tres cifras es lo máximo para alguien de dos. No cambiamos tanto de niños a adultos; tan sólo nos separa una cifra más.

Sentí que mis pies se estaban enfriando. Pero no volví a la habitación a buscar las zapatillas; cuando decides que vas a ser épico tienes que mantenerte en tus trece. ¡Si no, qué mierda de épico estás hecho!

Esperé con impaciencia a que el ascensor llegara a mi piso. La luz roja del ascensor parpadeaba, y recordé nuevamente a los ciervos con cabeza de águila. Sus ojos también centelleaban. Me sentí nervioso. Me toqué el ojo izquierdo suavemente. Siempre lo hacía cuando estaba nervioso o mentía; por eso, desde que lo había averiguado, casi nunca lo hacía en público.

Me sentí muy solo mientras esperaba. La verdad es que no esperaba pasar a solas ese momento épico.

Creo que para cambiar una parte esencial de ti mismo, en este caso dejar de dormir, no se debería vivir solo. Debería haber alguien a tu lado, alguna persona diciéndote: «Va a ser genial, es tu gran día».

¿No es eso lo que pasa siempre que tomas una decisión importante en la vida? En las bodas hay personas a tu alrededor que te dicen cosas de éstas. Incluso cuando firmas una hipoteca a 35 años, hay alguien con la frase perfecta para animarte. Y, sobre todo, justo antes de que el celador se te lleve para operarte, alguien te desea suerte.

Pero yo no tenía a nadie en ese momento. Siempre he sido un solitario.

Bueno, creo que es importante que os relate un hecho que me ha acontecido hace pocas horas. No sé por qué no os lo he contado antes…

En realidad sí que lo sé: a veces te vas por las ramas para no tener que ir directo a la raíz. Sobre todo si la raíz es dolorosa y puede derribar el árbol.

Mi madre murió ayer.

Me llamaron de Boston, donde realizaba su última gira. Ella era una reconocida coreógrafa de danza que siempre había pasado más tiempo fuera del país que dentro. Siempre creando, siempre imaginando mundos, siempre viviendo por y para su arte… A veces, cuando yo no entendía el porqué de tanto trabajo ella me recordaba una frase de James Dean sobre qué es la vida en el teatro: «No pretendo ser el mejor. Únicamente quiero volar tan alto que nadie pueda alcanzarme. No para demostrar nada, sólo quiero llegar a donde se llega cuando entregas tu vida entera y todo lo que eres a una única cosa».

Y lo hizo. La verdad es que cuando ayer supe que mi madre me había dejado, me di cuenta de que yo dejaría al mundo.

Decidí que el mundo había perdido su gran activo y dejé de creer en él, porque nadie la había retenido; el mundo ni tan siquiera se había detenido ni se había escandalizado por su pérdida.

No quiero decir que desee suicidarme, ni desaparecer de este mundo. Sino que necesitaba que algo cambiara, que algo se modificara, porque ya no podía vivir en el mundo tal como lo conocía.

Mi madre se había marchado y el dolor era insoportable. Os juro que nunca había sentido nada igual.

Pero no creáis que era la primera muerte que me acontece. A veces, tus primeras muertes son tan intensas que te parecen insuperables. Yo he sufrido varias en mi vida. Mi abuela, que siempre me quiso con pasión, murió hace tres años y también fue un duro golpe en mi vida. Los últimos años, ella ya no recordaba casi nada, pero se emocionaba al verme cuando la visitaba. Su felicidad era tan grande cuando me veía que gritaba de emoción. Me sentía tan querido… La lloré mucho.

Recuerdo que una noche, en Capri (me entusiasman las islas; sólo hago viajes de placer a islas, cuanto más pequeñas mejor; hacen que me sienta persona), una novia que tenía se despertó en plena noche y me vio llorando desconsoladamente porque recordaba a mi abuela. Tan sólo hacía dos meses que había muerto. La chica en cuestión me miró con una ternura que tardé tiempo en volver a ver en otro ser humano. Me abrazó con fuerza (no era un abrazo de sexo, ni de amistad sino de dolor). Yo me dejé. Estaba tan deshecho que me dejé apretar con fuerza por ella. Aunque jamás dejo que eso ocurra; no me gusta ser el abrazado sino el que abraza.

Pero ella me abrazó con fuerza y me susurró: «No pasa nada, Marcos, ella sabía que la querías». Eso me hizo llorar todavía más.

Rompí a llorar. Me encanta esa expresión. No se dice rompí a comer o rompí a caminar. Rompes a llorar o a reír. Creo que vale la pena hacerse añicos por esos sentimientos.

No pude volver a conciliar el sueño aquella noche en Capri. Ella sí, ella se durmió en mis brazos, entre mis brazos. Mis lágrimas se secaron y a los pocos meses fue nuestra relación la que se acabó.

Pensé que el día de la ruptura ella hablaría de ese momento, del instante en el que me abrazó y me calmó. Si lo hubiera hecho me habría quedado seis meses más a su lado. Sé que puede sonar frío y calculador. ¿Un abrazo por un llanto desconsolado en Capri vale seis meses de relación extra sin amor? La verdad es que para mí es lo que vale; lo calculé. No lo hice matemáticamente sino sentimentalmente. Pero ella no comentó nada y yo lo agradecí.

Siempre he pensado que la perdí por estúpido, aunque nunca se lo he dicho. Sé que luego se casó en Capri y sentí que de alguna manera me dedicaba un guiño, aunque quizá tan sólo fue una coincidencia.

Pero yo no le dije que era la persona a la que más había amado y por ello la perdí. Hay tantas cosas que si se pronunciaran en voz alta desvelarían secretos de una intensidad que quizá no podríamos asumir.

Yo aún no he podido contarle a nadie que de vez en cuando lloro desconsoladamente por la pérdida de mi abuela. No sé si la gente lo entendería; no sé si la gente intentaría entenderlo.

Y respecto a mi madre, aún no había llamado a nadie. No había comentado mi pérdida a ninguno de mis allegados. La gente entiende lo que quiere, lo que le interesa.

Sé que puede parecer que esté dolido con esta sociedad, y la verdad es que en aquel momento lo estaba.

El ascensor se abrió justo cuando el dolor se hacía insoportable. Salieron el joven informal tailandés y el hombre mayor holandés trajeado.

El joven portaba una maleta gris metálica, de esas que tan sólo llevas si sabes que lo que hay dentro es valioso. Me miraron de arriba abajo. Creo que les sorprendió que fuera descalzo. O quizá no… La verdad es que siempre que me siento diferente pienso que el resto del mundo se dará cuenta, pero la mayoría no se da cuenta de nada.

Recuerdo una canción que decía: «Los guapos son los raros, lo sabe todo el mundo pero nadie se atreve a decirlo. Tampoco se gustan y tienen complejos por ser diferentes». Siempre me gustó esa letra, sé que es mentira esa afirmación sobre la gente bella pero me encantó pensar que ser guapo no es la panacea. Yo no lo soy, eso es obvio, si lo fuera no me gustaría la canción.

Mi madre decía que me parecía mucho a James Dean. Cosas de madres. Aunque años más tarde he escuchado a más de una docena de personas que opinaban igual. Yo conocí a Dean en Menorca. No físicamente, ya hacía años que su coche se había estrellado, pero recuerdo que mi madre tenía que actuar en la isla y la lluvia lo impidió.

Allá estábamos, en un hotel de Fornells, ella y yo mirando cómo la lluvia había convertido un posible domingo de playa en un soso día de espera. Días que parece que no cuenten en la vida.

Mi madre me preguntó si quería conocer a una estrella, una de esas que pasan por el firmamento poco tiempo pero todo el mundo queda tan embelesado que nadie las olvida. Yo, con 12 años, ansiaba ver estrellas fulgurantes o cualquier cosa que me entretuviera en aquel día lluvioso.

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