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Authors: Albert Espinosa

Tags: #Drama, Fantástico

Todo lo que podríamos haber sido tú y yo si no fuéramos tú y yo (5 page)

BOOK: Todo lo que podríamos haber sido tú y yo si no fuéramos tú y yo
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—No, estaba… durmiendo.

—Pues pon las noticias y alucina. Los medios acaban de enterarse hace diez minutos. Ven rápido, te necesitamos.

Mi jefe ya no dormía. Se notaba en el tono que utilizaba cuando todavía no eran ni las tres y pico de la madrugada. Los que no dormían siempre tenían un tono de las diez de la mañana fuera la hora que fuese. Me sentí tonto al tener que decirle que dormía.

Encendí la televisión. Me lo esperaba todo menos lo que vi. Era tan alucinante como mi jefe me había advertido.

Así que decidí cambiar de un canal a otro para constatar que era cierto lo que estaba viviendo en ese instante.

El titular de la noticia del primer canal era impresionante y hablaba por sí solo: «Confirmada la llegada del primer extraterrestre al planeta Tierra».

Los titulares de los otros canales sólo diferían en aspectos puramente de redactado, pero siempre se repetía la palabra extraterrestre.

No salían fotos de él. Tan sólo un presentador informando desde un estudio e imágenes de archivo sacadas de películas famosas.

Me senté, bueno, me desplomé en el sofá. Me quedé minutos y minutos embobado mirando el titular y observando el circo que habían montado sin más información que la misma noticia.

Ni un dato más, ni una imagen, ni alguien que confirmara lo que decían. La nada absoluta que te absorbía.

Acababan de conseguir la noticia hacía apenas diez minutos y ya presentías que se pasarían el día sacándole punta a aquel desconcertante titular, aunque no consiguieran nada más de lo que tenían en ese instante.

Seguro que sería récord de audiencia.

Mi abuela me contó que ella vivió por televisión la llegada del hombre a la Luna. Siempre recordaba que mi madre no paraba de llorar porque le estaban saliendo los dientes y que, además, ese día era increíblemente caluroso, como si el sol se opusiera a ese momento con toda su fuerza.

Quién habría dicho que otro verano caluroso sería el marco de la llegada del primer extraterrestre a la Tierra. Afiné el oído hacia la calle en busca de niños chillando por problemas bucales pero tan sólo escuché un par de ladridos suaves.

Decidí vestirme; sabía lo que me esperaría cuando llegase al trabajo. Lo supe enseguida, porque me habían llamado y aquello hacía que me sintiera nervioso pero a la vez tremendamente especial.

Elegí tonos oscuros. Me bebí una botella de litro y medio de leche en un par de sorbos directamente del envase.

Bajé por la escalera porque necesitaba pensar. No sé por qué, pero el ejercicio físico breve pero intenso me ayudaba. Todo lo que fuera rutinario como lavar platos, montar en la bici estática o bajar escaleras fortalecía mis ideas y mi imaginación.

Ya en la plaza Santa Ana noté que la gente comenzaba a conocer la noticia.

De boca en boca, de susurro en susurro, como si el aire inocuo transportara la noticia y fuera llevándola a todos los que estaban en la terraza.

Los de la barra la trasladaban a los camareros, éstos a los clientes y ellos a los transeúntes. Poco a poco, dejaban las cañas sobre las mesas y se agolpaban alrededor de la televisión, como hipnotizados. Su rutina diaria o su gran reunión quedaban suspendidas por ese hecho desconcertante que cambiaba la vida de todos.

Fui a pillar un taxi, pero justo cuando mi mano se alzaba al ver uno libre… la retuve.

El Teatro Español, ahí delante, impasible a la gran noticia, me llamaba.

Enseguida lo pensé: ¿sabía ella lo que había pasado? ¿Cuando entró se lo comentó el acomodador mientras le indicaba la fila y el asiento? ¿O acaso era ajena a todo mientras veía
Muerte de un viajante
? Pensé que en aquel instante, Willy Loman estaría explicándole a su mujer su altercado con el coche o quizá ya estaría criticando a Biff. Pobre Biff…

Me acerqué a esa mole de piedra teatral. Parecía un búnker. Todas las puertas estaban cerradas. Me fui en dirección al póster donde se indicaba en pequeñito el elenco y la duración. En el teatro la duración de los espectáculos nunca está clara, pero allí ponía: «Alrededor de 120 minutos». Pensé que durante dos horas ella estaría perdida en esa muerte del viajante sin conocer la llegada de ese viajante de otro planeta, que a lo mejor provocaba la muerte de nuestra vida tal como la conocíamos.

—¿Quiere un taxi o no?

El taxista al que le había ocultado mi mano se había percatado, había aminorado y me miraba ansioso. De reojo vi que ya había puesto en marcha el taxímetro. Nunca me han gustado los taxistas; no me fío de ellos. Mi madre tomaba tantos que me decía que no había elección: «Los taxis son como miembros de la familia. Son la suegra o el tío que sabes que te la jugará pero a los que tienes que querer».

—Si no lo quiere, no levante la mano.

Odiaba coger aquel taxi, pero aquella plaza o estaba a rebosar de taxis libres o igual no aparecía otro. No quería arriesgarme.

Subí lentamente mientras escuchaba la fuerza del teatro, ese sonido que parece imperceptible pero que está lleno de un intenso poder. Se oye cerca de todos los teatros; es un sonido muy leve que contiene interpretaciones teatrales, suspiros de espectadores y movimientos suaves de tramoyistas.

Ése es el sonido de mi infancia, ya que me crié en numerosos teatros de cientos de países. Mi madre era mujer de teatros. Si me oyera decir esto me mataría, porque ella era mujer de danza.

—¿Adónde?

—A Torrejón. Al Bloque E.

—¿En serio? —Noté cómo el corazón de aquel taxista palpitaba al ritmo de su taxímetro. Todo su ser se emocionaba, hasta quizá tuvo una erección pensando en lo que ganaría, ya que Torrejón era un buen destino para sacarme mucho dinero.

—En serio. Y si no le importa apague el aire acondicionado, bajaré las ventanillas.

Lo hizo sin rechistar. El taxi arrancó y dejé mi plaza y a aquella chica que me había conmocionado.

Cerré los ojos fingiendo cansancio, para que el taxista captara que no deseaba hablar. El comportamiento en los primeros cinco minutos es el que marca el trayecto en el taxi. Sentí cómo él me miraba por el retrovisor; luego puso la radio y se olvidó de mí.

Yo continué un rato con los ojos cerrados, sabiendo que en pocos minutos me encontraría «rostro a rostro» con ese extraterrestre que tanto fascinaba a todo el mundo.

Poco a poco, kilómetro a kilómetro, fui abriendo los ojos. Era la primera vez que salía de casa después de conocer la muerte de mi madre. Lo del banco, por estar en mi mismo portal, no contaba.

Todo seguía igual en la calle. La gente caminaba sin rumbo, los coches circulaban nerviosos y la noche continuaba tan latente como siempre.

¿Quién debe morir para que el mundo se paralice por completo y desistamos de nuestras costumbres diarias? ¿Qué persona es suficientemente importante para que todo varíe de manera visceral?

Mientras sorteábamos el intenso tráfico de domingo a las cuatro de la mañana fui repasando dentro de aquel taxi mi vida junto a mi madre.

Ella siempre deseó que yo fuera creativo. Jamás lo dijo con estas palabras, pero sé que lo pensaba.

Primero me instruyó en la danza. A mí siempre me ha gustado observar cómo los bailarines y bailarinas ejecutan sus coreografías. Ella era muy dura con ellos, no los consideraba sus hijos, ni tan siquiera sus amigos. Creo que eran simplemente el instrumento para lograr lo que deseaba. Cuchillos y tenedores que acercaban el manjar a su boca.

Cómo explicaros su danza… Eran coreografías diferentes, llenas de vida y de luz. Odiaba todo lo que fuera clásico. En el baile y en su vida.

—¿Qué es la danza? —le pregunté un invierno frío en Poznan donde la temperatura no superaba los -5 ºC.

—¿Tienes tiempo para escuchar la respuesta, Marcos? —me respondió de manera gélida.

Cómo odiaba que pensase que mis catorce años no eran jamás suficientes y que siempre que le consultara algo que oliese a adulto tuviera que escuchar esa dichosa respuesta. Me molestaba enormemente. Hacía que me sintiera como un niño sin concentración y cuestionaba mi interés.

—Claro —repliqué ofendido.

—La danza es la forma de mostrar el sentimiento de nuestro esófago —sentenció.

Y como supondréis no entendí nada.

Os pongo en antecedentes. Ella creía que el corazón era el órgano más sobrevalorado que existía. El amor, la pasión y el dolor pertenecían en exclusiva a ese pequeñajo rojo a síncope. Y eso la molestaba en exceso.

Por ello, no sé cuándo, me parece que antes de que yo naciese, decidió que el esófago sería el órgano que poseería la vitalidad artística. Y según ella, la danza plasmaba su vitalidad; la pintura mostraba sus colores; el cine, su movimiento, y el teatro, su lenguaje.

—¿Por la M-30 o por la M-40? —me consultó el taxista devolviéndome a la realidad con una de las dudas más terrenales que existen.

—Usted mismo —repliqué, y él volvió a su mundo y yo al mío.

A los dieciséis años decidí pintar.

La danza la abandoné porque era su mundo, el mundo de mi madre. Sabía que jamás podría llegar a nada, que no tenía ni una mínima parte de su talento. ¿O acaso el hijo de Humphrey Bogart o de Elizabeth Taylor se sintieron capaces de emular a sus progenitores?

Yo quería pintar la vida, quería hacer una serie de cuadros, una trilogía de conceptos. Plasmarlos en pinturas. La vida en tres lienzos.

No era una idea al azar, me vino cuando vi el cuadro de
La Vida
de Picasso. Es mi cuadro favorito del artista. Lo vi en Cleveland; mi madre estrenaba en esa ciudad su último e innovador gran espectáculo y yo me pasé tres horas observando aquella maravilla en el museo. No vi ningún lienzo más. Con dieciséis años quedé fascinado con aquella obra maestra de color azul.

¿De qué va «la vida»? Pues de amor.

Mi madre siempre decía que todo lo bueno a nivel artístico habla del amor. Las míticas películas que se reponen, las obras eternas que se representan una y otra vez en teatro y hasta los libros épicos que se releen durante lustros y lustros. Todos tienen en común el amor o la pérdida de ese amor.

En particular, en el cuadro de
La vida
hay cuatro grupos de personas: una pareja que se ama, otra que se desea, un chico solo que ha perdido a su amada y otro feliz por no tenerla ya consigo. Yo creo que cada grupo simboliza una etapa de nuestra vida, los momentos puntuales que tenemos, que sentimos.

Yo, en ese instante de mi vida, me sentía como el chico solo, el que había perdido a su amada pero que no deseaba eso. El amor solitario no deja de ser amor, pero es totalmente diferente al de la pareja que se quiere, la que se desea y el que se alegra de su propia pérdida.

Me pregunté si aquel taxista estaría enamorado en aquel instante. Si deseaba a alguien en silencio, si aquella noche había practicado sexo, si había disfrutado.

Ojalá pudiésemos hacernos estas preguntas sin rubor. De la misma manera que ese cuadro te obliga a respondértelas con tan sólo observarlo un largo rato.

Mi madre jamás me culpó por no ir a su estreno en Cleveland. Le hablé del cuadro de Picasso y de mi idea de pintar una trilogía sobre la vida.

Ella me escuchó atentamente, se tomó sus buenos diez minutos (jamás respondía con rapidez a cuestiones importantes; además, opinaba que el mundo iría mejor si todos lo hiciéramos) y me dijo:

—Si quieres pintar una trilogía sobre la vida, habla sobre infancia, sexo y muerte. Eso es la vida en tres conceptos. —Luego se marchó a darse su baño postestreno.

Le encantaba el agua. Decía que las ideas, la creación, dependen de lo que te rodea.

Opinaba que la gente piensa que el aire que respiramos es el conductor ideal para crear, pero que están totalmente equivocados. Podría ser el agua, y me explicaba que muchos inventores habían tenido sus mejores ideas cuando su cuerpo estaba sumergido del todo. O también podría ser el oxígeno mezclado con la música en un concierto o escuchando la misma canción una y otra vez mientras se busca la idea perfecta. O a veces, tan sólo oliendo la madera quemada de una chimenea podía ser que encontrases la inspiración.

Ella se pasó la vida buscando su atmósfera ideal para crear. Yo siempre creí que eran sus baños postestreno, hasta que un día en un avión me dijo:

—Creo que mi olor de creación es la mezcla de tu respiración junto con la mía. —Entonces respiró fuertemente y me indicó que yo también lo hiciera. Exhalamos e inspiramos dos o tres veces—. Ya vienen las ideas… —dijo mientras me sonreía.

Me sentí halagado y a la vez muy avergonzado.

No volví a hablar en aquel avión. Casi intenté no respirar y fue un viaje largo de ocho horas entre Montreal y Barcelona.

A veces es difícil aceptar que te digan algo tan bonito.

El taxista cambió de emisora; la música desapareció y volvió la noticia sobre el extraterrestre. El taxista, que parecía que la desconocía, subió al máximo el volumen como si con ello obtuviese más información de la que en realidad daban.

—¿Oye lo que dicen? —preguntó sobresaltado.

—Sí.

—¿Cree que es verdad? —Cambió de emisora varias veces—. Joder, qué fuerte, ¿no? Un extraterrestre aquí, ya no saben qué inventarse.

—No, ya no saben qué inventar —repetí sin saber qué más responder.

La conversación cesó nuevamente. Él aceleró; creo que le molestaba mi indiferencia. Si supiera que dentro de dieciséis minutos yo estaría junto a aquel extraterrestre, supongo que entonces estaría mucho más interesado en ese pasajero tan poco comunicativo.

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