Todo lo que tengo lo llevo conmigo (15 page)

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Authors: Herta Müller

Tags: #Histórico

BOOK: Todo lo que tengo lo llevo conmigo
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Sobre el ángel del hambre

E
l hambre es un objeto.

El ángel se ha metido en el cerebro.

El ángel del hambre no piensa. Piensa correctamente.

Él nunca falla.

Conoce mis límites y sabe su dirección.

Sabe mi procedencia y conoce su acción.

Lo sabía antes de encontrarme, y conoce mi futuro.

Está adherido como mercurio a todos los capilares. Un dulzor en el paladar. Ahí la presión atmosférica ha comprimido estómago y tórax. Miedo es demasiado.

Todo se ha vuelto ligero.

El ángel del hambre camina, por un lado, con un ojo abierto. Vacilante, describe círculos estrechos y se balancea en el columpio del aliento. Conoce la nostalgia en el cerebro y callejones sin salida en el aire.

Por otro, el ángel del hambre camina con el hambre abierta.

Se susurra y me susurra al oído: Donde se carga también se puede descargar. Está hecho de la misma carne a la que engaña. A la que habrá engañado.

Conoce el pan propio y el pan de mejilla y envía por delante a la liebre blanca.

Dice que volverá, pero se queda.

Cuando viene, lo hace con fuerza.

La claridad es meridiana:

1 palada = 1 gramo de pan.

El hambre es un objeto.

Los secretos latinos

D
espués de tomar la bazofia de la cantina, arrimamos a la pared los largos bancos y las mesas de madera. De vez en cuando, los sábados nos permiten bailar hasta las doce menos cuarto de la noche. Después volvemos a colocarlo todo en su sitio. A las doce en punto el himno ruso brota por el altavoz del patio, a esa hora todos deben estar ya en su barracón. Los sábados, el aguardiente de remolacha pone de buen humor a los guardias y es fácil que se les escape un tiro. Cuando el domingo por la mañana aparece alguien tendido en el patio, aducen: Intento de fuga. Que el finado se viera obligado a atravesar el patio a la carrera y en calzoncillos hacia las letrinas, debido a las dolencias estomacales causadas por la sopa de col, no es una disculpa. No obstante, de vez en cuando el sábado ponemos un tango en la cantina. Cuando bailas, vives de puntillas, como la
Madona de la Media Luna
del Café Martini en el mundo del que procedes. Es una sala de baile con guirnaldas y farolillos, trajes de noche, broches, corbatas, pañuelos en el bolsillo de la pechera y gemelos. Mi madre, con dos bucles en la mejilla y un moño como una cestita de mimbre, baila con sus sandalias beige de tacón alto y tiras finas como mondas de pera en el talón. Lleva un vestido verde de raso, y justo encima del corazón, un broche con cuatro esmeraldas, el trébol de la suerte. Y mi padre, el traje de color gris arena con un pañuelo blanco en el bolsillo de la pechera y un clavel blanco en el ojal.

Yo, sin embargo, bailo como trabajador forzoso que soy y llevo piojos en la
fufáika
y paños hediondos para los pies en los chanclos de goma, y la sala de baile de mi tierra y el vacío en el estómago me provocan mareos. Bailo con una de las dos Siris, con Siri Kaunz, la de la pelusilla sedosa en las manos. La otra, la de la verruga del tamaño de una aceituna debajo del dedo anular, se llama Siri Wandschneider. Mientras bailamos, Siri Kaunz me asegura que es oriunda de Kastenholz, no de Wurmloch como la otra; que su madre se crió en Agneteln y su padre en Wolkendorf; que, antes de que ella viniera al mundo, sus progenitores se trasladaron a Kastenholz, donde su padre compró una viña muy grande. También existe un pueblo llamado Liebling, explicó, y una ciudad llamada Großscham, pero no en Siebenbürgen, sino en el Banato. Del Banato no sé nada, dice Siri, no lo conozco. Yo tampoco, replico, girando con mi
fufáika
sudada alrededor de Siri, cuya
fufáika
sudada gira alrededor de mí. La cantina entera gira. Cuando todo gira, no es preciso entender nada. Tampoco hay que entender las casas de madera situadas detrás del campo, digo, se llaman casas finlandesas, pero en ellas habitan rusos ucranianos.

Después de la pausa suena el tango. Bailo con la otra Siri. Nuestra cantante, Loni Mich, se sitúa medio paso por delante de los músicos. En la Paloma avanza otro medio paso más, porque quiere tener la canción toda para ella. Mantiene rígidos brazos y piernas, pone los ojos en blanco, balancea la cabeza. Su bocio tiembla, su voz se enronquece como la resaca de aguas profundas:

Si a tu ventana llega una paloma,
trátala con cariño que es mi persona.
Cuéntale tus amores, bien de mi vida,
corónala de flores, que es cosa mía
.

Con la Paloma, que se baila plegado, todos enmudecen. Uno se queda sin habla y piensa en lo que tiene que hacer aunque no quiera. En ese sentido todos empujan su nostalgia como si fuera una pesada caja. Sin arrastrar los pies, yo le aprieto la mano en los riñones hasta que recupera el ritmo. Desde hace un rato mantiene la cabeza ladeada para que no le vea la cara. Su espalda tiembla, noto sus sollozos. Al arrastrar los pies se produce bastante ruido, no digo nada. Qué podría decir, salvo que no llore.

Como no se puede bailar sin dedos en los pies, Trudi Pelikan se sienta en el borde del banco y me acomodo a su lado. El primer invierno se le congelaron los dedos. En verano se los aplastó el carro de la cal. En otoño se los amputaron porque aparecieron gusanos bajo el vendaje. Desde entonces, Trudi Pelikan camina sobre los talones, echa los hombros hacia delante y se inclina hacia atrás. Eso encorva su espalda y estira sus brazos como si fueran mangos de pala. Como ya no servía para trabajar en la obra, ni en la fábrica, ni como ayudante en el garaje, en el segundo invierno se convirtió en auxiliar en el barracón de los enfermos.

Hablamos del barracón de los enfermos, de que es una simple habitación para diñarla, Trudi Pelikan relata: No disponemos de ningún remedio, sólo ictiol para dar friegas. Porque la auxiliar sanitaria es rusa y opina que los alemanes mueren en oleadas. La más nutrida es la oleada de invierno. Le sigue la de verano, por las epidemias. En otoño, cuando madura el tabaco, llega otra oleada y se envenenan con tisanas de tabaco, es más barato que el aguardiente de hulla. Seccionarse las venas con fragmentos de cristal es tan inútil como cortarse la mano o el pie. Estrellar la cabeza contra el muro de ladrillos hasta desplomarse es asimismo inútil, aunque más duro, dice Trudi Pelikan.

A la mayoría sólo los conocía de vista, del recuento o de la cantina. Yo ya sabía que muchos no vivían. Pero si no se desplomaban ante mis ojos, no los consideraba muertos. Me guardaba de preguntar dónde estaban ahora. Cuando hay tanto material ilustrativo de otros que tiran la toalla antes que uno mismo, el miedo se vuelve poderoso. Con el tiempo demasiado poderoso, es decir, cobra un sorprendente parecido con la indiferencia. Qué vivo hay que ser cuando eres el primero en descubrir al fallecido. Hay que desnudarlo rápidamente, mientras mantiene la flexibilidad y antes de que otro se lleve su ropa. Hay que sacar del almohadón el pan ahorrado antes de que aparezca otro. La recolección es nuestra forma de duelo. Cuando la camilla llega al barracón, la dirección del campo no debe tener nada que llevarse, salvo el cadáver.

Si el fallecido no es un conocido personal, sólo se ve la ganancia. La recolección no es mala; en el caso inverso el cadáver haría lo mismo contigo y no se lo tomarías a mal. El campo de concentración es un mundo práctico. Uno no puede permitirse sentir vergüenza u horror. Se actúa con una indiferencia estable, quizá con acobardada satisfacción. Ésta no tiene nada que ver con la alegría por el mal ajeno. Creo que cuanto más disminuye el temor a los muertos, más apego se tiene a la vida. Más aumenta la disponibilidad para cualquier mentira. Uno se convence de que los ausentes han sido trasladados a otro campo. Lo que sabes no vale, crees lo contrario. Igual que el tribunal del pan, la recolección sólo conoce el presente, pero no actúa con violencia. Transcurre de manera objetiva y tranquila.

Delante de mi casa paterna hay un tilo
Delante de mi casa paterna hay un banco
Y si alguna vez los encuentro de nuevo
Me quedaré allí toda la vida
.

Loni Mich, nuestra cantante, canta con gotas de sudor en la frente. Y Cítara-Lommer tiene su instrumento sobre las rodillas, su anillo metálico en el pulgar. Tras cada verso de la canción, toca otro acorde y se suma al canto. Y Kowatsch Anton empuja el tambor un par de veces hacia delante, hasta que consigue observar de reojo la cara de Loni entre los palillos de su tambor. Las parejas bailan y saltan como los pájaros al posarse cuando sopla un viento fuerte. Trudi Pelikan dice que nosotros de todos modos ya no podemos andar y sólo podemos bailar, que somos algodón grueso con agua que se balancea y huesos maltrechos, más débiles que los redobles de tambor. Como razones para ello enumera sus secretos latinos del barracón de los enfermos.

Poliartritis. Miocarditis. Dermatitis. Hepatitis. Encefalitis. Pelagra. Distrofia con la boca torcida, llamada cara de monito muerto. Distrofia con manos frías y rígidas, llamada garra de gallo. Demencia. Tétanos. Tifus. Eccema. Ciática. Tuberculosis. Añádase disentería con sangre clara al evacuar, forúnculos, úlceras, atrofia muscular, piel reseca y agrietada, periodontitis con caída de los dientes, caries. Trudi Pelikan no menciona las congelaciones. Ni siquiera las faciales, con la piel rojo ladrillo y manchas blancas y angulosas que adquieren una tonalidad parda oscura con los primeros calores de la primavera, como las que ahora tiñen las caras de los bailarines. Y como no digo ni pregunto nada, lo que se dice nada, Trudi Pelikan me propina un fuerte pellizco en el brazo y me suelta: Leo, te lo digo en serio, no te mueras en invierno.

Y el tamborilero canta a dúo con Loni:

Ay, chinita, que sí;
ay, que dame tu amor
.

Trudi añade a esta canción que durante todo el invierno los muertos permanecen unas cuantas noches apilados y cubiertos con la nieve que se amontona en el patio trasero hasta que se endurecen lo suficiente. Que los enterradores son unos haraganes, que se limitan a partir los cadáveres en trozos para no tener que cavar una tumba, sino un simple agujero.

He escuchado con atención a Trudi Pelikan y advierto en mi interior un atisbo de los secretos latinos. La música anima a la muerte, ésta sabe mecerse a su compás.

Escapo de la música hacia mi barracón. En las dos torres de vigilancia ubicadas en la fachada del patio del campo, los centinelas permanecen enjutos e inmóviles como si hubieran bajado de la luna. De los focos de vigilancia fluye leche, del cuarto de guardia situado a la entrada del campo salen, risas que llegan hasta el patio, están emborrachándose de nuevo con aguardiente de remolacha. Y en el paseo principal del campo hay un perro guardián sentado. Tiene fuego verde en los ojos y un hueso entre sus patas. Creo que es un hueso de pollo, le envidio. Él lo intuye y gruñe. Tengo que hacer algo para que no se me abalance y le digo: Vania.

Seguro que no se llama así, pero me mira como si también fuese capaz de pronunciar mi nombre con sólo desearlo. Debo irme antes de que lo haga, camino a grandes zancadas y giro la cabeza un par de veces para comprobar que no me sigue. Una vez en la puerta del barracón, veo que todavía no se ha agachado a por el hueso. Aún me sigue con la mirada mientras evoca mi voz y el Vania. También un perro guardián pierde y recobra la memoria. Pero no se pierde y se recobra el hambre. Y la soledad es como ésta. A lo mejor la soledad rusa se llama Vania.

Me meto en mi catre vestido. Como siempre, por encima de la mesita de madera luce la luz reglamentaría. Como siempre que no puedo conciliar el sueño, miro fijamente el tubo de la estufa, con sus pliegues negros en la rodilla, y las dos piñas de hierro del reloj de cuco. Pero después recuerdo mi infancia.

Estoy en casa en la puerta del mirador, tengo el cabello negro y rizado y ni siquiera llego al picaporte. Llevo en brazos a mi animal de peluche, un perro de color marrón. Se llama Mopi. A través de la galería de madera, mis padres regresan de la ciudad. Mi madre ha enrollado la cadena de su bolsito rojo de charol alrededor de su mano para que no haga ruido al subir las escaleras. Mi padre, con el sombrero de paja blanco en la mano, se dirige a la habitación. Mi madre se detiene, me retira el pelo de la frente y me quita mi peluche. Lo coloca sobre la mesa del mirador, la cadena del bolsito de charol tintinea, y le digo: Dame a Mopi, o estaré solo.

Ella ríe: Me tienes a mí.

Tú puedes morirte, Mopi no, replico.

Escucho mi voz infantil entre los suaves ronquidos de los débiles que ya no van al baile. Es tan aterciopelada que me produce escalofríos.
Pelushito
, menuda palabra para un perro de trapo relleno de serrín. Y ahora en el campo todo es
shist
, o como se llame callar por miedo. Comida en ruso se dice
kushat
. Ahora no me apetece ponerme a pensar en comida. Me quedo dormido y sueño.

Cabalgo hacia mi casa atravesando el cielo a lomos de un cerdo blanco. Desde el aire se aprecia bien la tierra, los contornos coinciden, incluso se ven los cercados. Pero en la tierra hay maletas sin dueño desperdigadas entre las cuales pastan ovejas sin dueño. De sus cuellos cuelgan piñas, pero suenan como campanitas. Digo: Esto es un gran aprisco con maletas o una gran estación con ovejas. Ahí ya no vive nadie, adonde iré ahora.

El ángel del hambre me mira desde el cielo y dice: Regresa cabalgando.

Entonces me moriré, contesto.

Si te mueres, lo haré todo naranja, y no te dolerá, replica.

Regreso, pues, cabalgando, y él mantiene su palabra. Mientras muero, el cielo por encima de las torres de vigilancia es naranja, y no duele.

En ese instante me despierto y me limpio las comisuras de los labios con la almohada. Por la noche, a las chinches les encanta ese sitio.

Bloques de escoria

L
os bloques de escoria son sillares de mampostería hechos con escoria, cemento y lechada de cal. Se mezclaban en una hormigonera y se prensaban en una prensa compactadora accionada manualmente mediante una palanca. La fábrica de ladrillos se ubicaba detrás de la planta de coque, al otro lado de la
yáma
, junto a las escombreras. Allí había espacio suficiente para secar millares de bloques recién prensados. Se depositaban en el suelo unos al lado de otros, en apretadas hileras, cual lápidas sepulcrales de un cementerio militar. Donde el terreno mostraba abombamientos y oquedades, las hileras se ondulaban. Además, cada uno depositaba el bloque a su manera. Todos lo transportaban con las manos encima de una tablita. Debido a los numerosos bloques mojados, las tablitas estaban hinchadas, agrietadas y agujereadas.

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