Las 58 baterías de coque están numeradas y se yerguen verticales en una larga fila, igual que ataúdes abiertos. Por fuera son de ladrillo, por dentro están revestidas de arcilla refractaria que se desmenuza. Pienso en
vergonzosas ardillas revestidas
. En el suelo brillan los charcos de aceite, la arcilla desmenuzada cristaliza como una costra amarilla. Huele a los arbustos de crisantemos amarillos del patio del señor Carp. Pero aquí la hierba que crece es de una lividez tóxica. El mediodía se esconde en el viento caliente, la escasa hierba está subalimentada como nosotros, soporta su propio peso y exhibe tallos ondulados.
A Albert Gion y a mí nos toca el turno de noche. Al oscurecer, voy al sótano y paso ante los tubos, algunos envueltos en fibra de vidrio, otros desnudos y herrumbrosos. Unos a la altura de la rodilla, otros por encima de mi cabeza. Tendría que recorrer un tubo al menos una vez, en ambas direcciones. Tendría que saber al menos una vez de dónde viene un tubo y adonde va. Entonces seguiría sin saber lo que transporta, suponiendo que transporte algo. Tendría que recorrer al menos una vez un tubo que desprenda vapor blanco, porque ése al menos transporta vapor blanco, vapor de naftalina. Tendría que haber alguien que me explicara al menos una vez el funcionamiento de la planta de coque. Por un lado me gustaría saber qué ocurre aquí. Por otro, no sé si el progreso de la técnica, que también tiene su vocabulario, no perturbaría mis palabras de huida. Si debería recordar siquiera los nombres de todos los esqueletos en los cortafuegos y calveros. Por las válvulas sale siseando el vapor blanco, se percibe una vibración subterránea. Enfrente, repica la campana que da los cuartos de hora en la batería 1, y pronto repicará la de la 2. Los ventiladores exhiben sus costillas de hierro saliendo de escaleras y escalas. Y por detrás de los ventiladores, la luna se encamina hacia la estepa. En esas noches recuerdo los pináculos de la pequeña ciudad de mi tierra, el puente de las mentiras, la escalera diminuta y, al lado, el monte de piedad
joyero
. También recuerdo a Muspilli, el profesor de química.
En la maraña de tubos, las válvulas son
fuentes de naftalina
, gotean. Por la noche se nota lo calientes que están las espitas de las válvulas. Distintas de la nieve, de un blanco fluido. Y las torres son de una negrura diferente a la de la noche, de una negrura punzante. La luna vive aquí una vida, y otra en casa, sobre los pináculos de la pequeña ciudad. Y tanto aquí como allí posee un patio en el que la luz permanece encendida toda la noche, iluminando su antiquísimo inventario: un sillón afelpado y una máquina de coser. El sillón afelpado huele a flores de limonero, la máquina de coser, a cera para muebles.
La torre parabólica, la
matrona
, la grandiosa torre de refrigeración, sin duda de 100 metros de altura, merecía toda mi admiración. Su corsé impermeabilizado en negro olía a resina de abeto. Su blanca nube de torre de refrigeración, siempre idéntica, era de vapor de agua. El vapor de agua no huele, pero estimula las mucosas nasales y potencia todos los olores existentes y la invención del vocabulario de la huida. Sólo el ángel del hambre era capaz de engaños tan refinados como la matrona. Al lado de la torre parabólica yacía una montaña de fertilizante químico de antes de la guerra. El fertilizante químico, había dicho
Kobelian
, también es un derivado del carbón.
Derivado
sonaba consolador. Desde lejos, el fertilizante químico de antes de la guerra brillaba como jabón de glicerina envuelto en celofán. Me vi a los once años en el Bucarest veraniego, 1938, en la Calea Victoriei, por primera vez en unos grandes almacenes modernos, en el departamento de caramelos, largo como una calle. Aliento dulce en la nariz, celofán crujiendo entre los dedos. Siento escalofríos y el calor me inunda por fuera y por dentro. Tuve mi primera erección. Los grandes almacenes todavía se llamaban Sora, hermana. El fertilizante químico de antes de la guerra se aglomeraba en capas, era amarillo transparente, verde mostaza y gris. Desde muy cerca, exhalaba un olor amargo parecido al del alumbre. En la piedra de alumbre había que confiar, era antihemorrágica. Aquí crecían algunas plantas que sólo comían alumbre, producían flores lilas como la sangre restañada, y más tarde bayas lacadas en marrón como la sangre seca de las ardillas de tierra en la hierba de la estepa.
El antraceno es otra de las sustancias químicas. Yacía en todos los caminos y corroía los chanclos de goma. El antraceno es arena oleosa o aceite cristalizado en arena. Cuando se pisa, vuelve a convertirse enseguida en aceite, de color azul tinta, verde plateado, como setas pisoteadas. El antraceno olía a alcanfor.
Y a veces, a pesar de las calles aromáticas y el vocabulario de la huida, me asaltaba el olor del depósito
Pek
con su alquitrán de hulla. Desde mi envenenamiento de luz diurna, lo temía y me alegraba de que existiera el sótano.
Pero en el sótano tiene que haber sustancias invisibles, inodoras e insípidas. Son las más alevosas. Como no se notan, no puedo darles ningún nombre de huida. Se ocultan de mí y envían por delante la leche saludable. Una vez al mes, a Albert Gion y a mí, después del turno, nos dan leche, saludable contra las sustancias invisibles, para que nos envenenemos más lentamente que Yuri, el ruso, con el que Albert Gion trabajó en el sótano antes de mi envenenamiento por luz diurna. Para que resistiéramos más tiempo, una vez al mes nos entregaban en la casita del portero de la fábrica medio litro de leche saludable en un cacharro de hojalata. Es una ofrenda de otro mundo. Sabe al que uno habría podido seguir siendo de no estar con el ángel del hambre. Creo que ayuda a mis pulmones. Y cada trago destruye el veneno como nieve pura, superior a toda comparación.
A toda, toda, toda.
Y todos los días: confío en que actúe durante un mes entero, y me proteja. Aunque no me atrevo, lo digo: Confío en que la leche fresca sea la hermana desconocida de mi pañuelo blanco. Y el deseo fluido de mi abuela. Sé que volverás.
D
urante tres noches seguidas me ha visitado el mismo sueño: cabalgaba de nuevo hacia mi casa a lomos de un cerdo blanco atravesando las nubes. Pero esta vez desde el aire el país tenía otra forma. Ya no lindaba con el mar. Ni en el centro había una cordillera, los Cárpatos no existían. Una tierra llana sin una sola localidad. Por doquier, sólo avena silvestre, amarilleada ya por el otoño.
Quién ha cambiado el país, pregunté.
El ángel del hambre, mirándome desde el cielo, respondió: América.
Y dónde está Siebenbürgen, pregunté.
En América, contestó.
Dónde se ha metido la gente, inquirí.
Él guardó silencio.
La segunda noche tampoco dijo dónde se había metido la gente. Ni la tercera. Eso no me dejó ni un momento de respiro durante toda la jornada siguiente. Después de terminar el turno, Albert Gion me envió al otro barracón de los hombres a ver a Cítara-Lommer, que sabía interpretar los sueños. Tras agitar trece gruesas alubias blancas en mi gorra de guata, las volcó sobre la tapa de la maleta y estudió las trece distancias que mediaban entre ellas. Después observó los agujeros de los gorgojos, las abolladuras y arañazos de cada una de las alubias. Entre la tercera y la novena había una calle, y la siete era mi madre, me comunicó. Y la dos, cuatro, seis y ocho eran ruedas, pero pequeñas. El vehículo era un cochecito de niño. Un cochecito blanco de niño. Argumenté que en casa no podíamos tener ese cochecito, porque en cuanto eché a andar mi padre lo transformó en un carrito para la compra. Cítara-Lommer preguntó si el cochecito transformado era blanco, y, señalando la nueve, dijo que el cochecito albergaba una cabeza con un gorro azul, seguramente un niño. Tras ponerme mi gorra, le pregunté qué más veía. Nada más, contestó. Yo llevaba un trozo de pan ahorrado en la chaqueta. No quería nada porque era la primera vez, informó. Pero creo que me dio esa respuesta por lo abatido que me vio.
Regresé a mi barracón. No me había dicho una palabra de Siebenbürgen, ni de América, ni de adónde había ido la gente. Tampoco sobre mí mismo. Lástima de alubias, pensé, tal vez se hayan estropeado de tanto soñar aquí, en el campo. Se podría preparar una sopa estupenda con ellas.
No me canso de repetirme que albergo pocos sentimientos. Cuando me tomo algo a pecho, sólo me afecta moderadamente. Casi nunca lloro. No soy más fuerte que los de los ojos húmedos, sino más débil. Ellos se atreven. Cuando no eres más que piel y huesos, los sentimientos son valientes. Yo prefiero ser cobarde. La diferencia es mínima, y aprovecho mi fuerza para contener el llanto. Si alguna vez me permito un sentimiento, convierto ese punto débil en una historia que insista en la ausencia de nostalgia. Por ejemplo: el olor a castañas, o lo que es lo mismo, nostalgia en definitiva. Pero después son únicamente las castañas imperiales y reales con olor a cuero fresco de las que me hablaba mi abuelo. Siendo marinero en el puerto de Pula, peló y comió castañas antes de zarpar para dar la vuelta al mundo en el velero Donau. Por consiguiente, mi ausencia de nostalgia es la nostalgia relatada por mi abuelo, y con ella mantengo a raya la nostalgia de aquí. Es decir, si alguna vez tengo un sentimiento, es un olor. El olor de las palabras castaña o marinero. Con el tiempo, el olor de cada palabra se torna sordo como las alubias de Cítara-Lommer. Cuando uno ya no llora, puede convertirse en un monstruo. Lo que me lo impide, en caso de no serlo desde hace tiempo, no es mucho, una frase a lo sumo: Sé que volverás.
Hace tiempo que mi nostalgia se ha familiarizado con los ojos secos. Y ahora me gustaría, además, que mi nostalgia también dejase de tener dueño. Entonces ya no pensaría más en mi situación aquí ni me preguntaría por la de los de casa. Tampoco pasaría por mi mente una sola persona más de casa, únicamente objetos. Entonces los movería de un lado a otro sobre el punto débil, igual que se mueven los pies en la Paloma. Los objetos, grandes o pequeños, algunos acaso demasiado grandes, son mensurables.
Si consigo todo esto, mi nostalgia ya no será sensible al anhelo y únicamente será hambre del lugar donde antaño estuve harto.
D
urante dos meses, además de la bazofia de la cantina, he comido patatas en el campo de trabajo. Dos meses de patatas, cocidas con reparto riguroso, a veces de primero, otras como plato principal y en ocasiones de postre.
Si las tomaba de primero, eran patatas cocidas con sal y espolvoreadas con eneldo silvestre. Guardaba las mondas porque al día siguiente el plato principal se componía de dados de patata cocidos con pasta, hecha con las mondas de patata del día anterior y de las recién peladas. Y el tercer día comía de postre patatas sin pelar, cortadas en rodajas, asadas al fuego y espolvoreadas con granos tostados de avena silvestre y un poco de azúcar.
Yo le había pedido prestada a Trudi Pelikan media medida de azúcar y otra media de sal. Como todos nosotros, después de la tercera paz también Trudi Pelikan pensaba que pronto podríamos regresar a casa. Bea Zakel cambió en el bazar el abrigo de corte acampanado con bonitos puños de piel por cinco medidas de azúcar y otras tantas de sal. El negocio con el abrigo de señora salió mejor que el cambio de mi bufanda de seda, que seguía llevando Tur Prikulitsch durante el recuento. Pero no de continuo. Con los calores del verano desapareció, pero en otoño reapareció cada pocos días. Y cada pocos días yo preguntaba a Bea Zakel cuándo me darían algo a cambio ella o Tur.
Tras un recuento nocturno sin la bufanda de seda, Tur Prikulitsch nos mandó presentarnos en su oficina a mí, a mi compañero de sótano Albert Gion y al abogado Paul Gast. Tur apestaba a aguardiente de remolacha. Además de sus ojos, también su boca parecía lubricada. Tachó columnas en la lista, llenó otras con nuestros nombres y explicó que ni Albert Gion ni yo teníamos que ir al sótano al día siguiente, ni el abogado a la fábrica. En sus columnas acababa de anotar otra cosa. Todos nos sentíamos confundidos. Tur Prikulitsch empezó por el principio y explicó de nuevo que al día siguiente Albert Gion tenía que ir al sótano como siempre, pero no conmigo, sino con el abogado. Cuando pregunté por qué conmigo no, entornó los párpados y contestó: Porque, mañana a las seis en punto irás al
koljós
. Sin equipaje, regresarás por la noche. Cuando pregunté cómo, respondió: Cómo va a ser, a pie. A la derecha hay tres escombreras, bordéalas. El
koljós
empieza a mano izquierda.
Yo estaba seguro de que no sería sólo por un día. En el
koljós
la muerte llegaba antes, vivías en agujeros hechos en la tierra, cinco, seis escalones por debajo, con tejados de ramas secas y hierba. Por arriba se colaba la lluvia, por abajo se filtraba el agua subterránea. Disponías de un litro de agua diario para beber y lavarte. No se moría uno de hambre, sino de sed a causa del calor; la suciedad y los insectos provocaban heridas purulentas y tétanos. Todos en el campo temían el
koljós
. Yo estaba seguro de que en lugar de pagarme la bufanda, Tur Prikulitsch me haría reventar en el
koljós
para heredarla.
A las seis de la mañana me puse en camino con mi funda de almohada dentro de la chaqueta, por si acaso podía robar algo en el
koljós
. El viento silbaba sobre los campos de coles y nabos, la hierba se mecía, anaranjada, el rocío brillaba en oleadas. En aquella zona crecía armuelle de fuego. El viento soplaba de frente, toda la estepa se adentraba en mí deseando que me desplomase, porque yo era flaco y ella ávida. Detrás de un campo de coles y una franja estrecha de bosque de acacias apareció la primera escombrera, después prados, más allá un maizal. Luego venía la segunda escombrera. Las ardillas de tierra acechaban por encima de la hierba, alzando sobre las patas traseras sus lomos de piel parda, con colas de un dedo de largo y barrigas pálidas. Con las cabezas inclinadas, sus patas delanteras estaban unidas como las manos humanas en actitud de plegaria. También sus orejas sobresalían de los laterales de la cabeza igual que en los seres humanos. Las cabezas se inclinaron un segundo más, después la hierba vacía se balanceó sobre sus madrigueras, pero de manera muy distinta a cuando la movía el viento.
Sólo entonces comprendí que las ardillas de tierra se dan cuenta de que voy por la estepa solo y sin vigilancia. Las ardillas de tierra poseen un instinto delicado, rezan por la huida, pensé. Ahora podría huir, pero adónde. A lo mejor quieren advertirme, a lo mejor llevo mucho tiempo huido. Escudriñé a mi alrededor para comprobar si me seguía alguien. Allá a lo lejos se veían dos figuras, parecían un hombre y un niño, portaban dos palas de mango corto, pero no fusil. El cielo era una red azul extendida sobre la estepa y unida a la tierra en lontananza sin una abertura por la que escurrirse.