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Authors: Chinua Achebe

Tags: #Clásico, Histórico

Todo se derrumba (3 page)

BOOK: Todo se derrumba
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Nna ayi
—dijo—, he traído esta pequeña cola. Como dice nuestro pueblo, el que muestra respeto a los grandes inicia el camino de su propia grandeza. He venido a mostrarte mi respeto y también a pedir un favor. Pero primero bebamos el vino.

Todo el mundo dio las gracias a Okonkwo y los vecinos sacaron los cuernos de beber de las bolsas de piel de cabra que llevaban. Nwakibie bajó su propio cuerno, que estaba colgado de las vigas. El menor de los hijos, que además era el más joven del grupo, fue al centro, levantó el pote en la rodilla izquierda y empezó a servir el vino. La primera taza le correspondió a Okonkwo, que debía probar el vino antes que nadie. Después bebió el grupo, primero el más anciano de todos. Cuando todo el mundo se hubo bebido dos o tres cuernos, Nwakibie envió a buscar a sus esposas. Algunas de ellas no estaban en casa, y sólo acudieron cuatro.

— ¿No está Anasi? —les preguntó. Le dijeron que ya llegaba. Anasi era la primera esposa y las otras no podían beber antes que ella, de modo que se quedaron de pie esperándola.

Anasi era una mujer de mediana edad, alta y fuerte. Tenía un porte autoritario y en todo se le veía que era ella quien gobernaba a las mujeres de una familia numerosa y próspera. Llevaba en el tobillo la cadenita con los títulos de su marido, que sólo podía llevar la primera esposa.

Se acercó a su marido y le aceptó el cuerno de vino. Después puso una rodilla en tierra, bebió un poco y le devolvió el cuerno. Se levantó, pronunció su nombre y volvió a su casa. Las otras esposas bebieron del mismo cuerno, por el orden que les correspondía, y se fueron.

Los hombres siguieron bebiendo y hablando. Ogbuefi Idigo estaba hablando del extractor de vino de palma, Obiako, que había dejado repentinamente de trabajar.

— Tiene que tener algún motivo — dijo limpiándose del bigote la espuma del vino con el dorso de la mano—. Tiene que tener algún motivo. Un sapo no se echa a correr a la luz del día sin más ni más.

— Hay quien dice que el Oráculo le advirtió que se caería de una palmera y se mataría —dijo Akukalia.

— Obiako siempre ha sido algo raro —dijo Nwakibie—. Me han contado que hace muchos años, cuando hacía poco de la muerte de su padre, fue a consultar al Oráculo. El Oráculo le dijo: «Tu difunto padre quiere que le sacrifiques una cabra.» Y, ¿sabéis lo que le dijo al Oráculo? Le dijo:

«Pregúntale a mi difunto padre si cuando estaba vivo tuvo alguna vez ni un pollo.» Todos se echaron a reír a carcajadas, salvo Okonkwo, que se rió sin ganas porque, como dice el proverbio, la vieja siempre se siente incómoda cuando se mencionan huesos secos en un proverbio.

Okonkwo se acordaba de su propio padre.

Por fin el muchacho que estaba sirviendo el vino alargó medio cuerno lleno de heces blancas y espesas, y dijo:

— Lo que estábamos tomando se ha acabado.

— Ya lo hemos visto —dijeron los demás. — ¿Quién va a beber las heces? —preguntó el muchacho. — El que tenga un trabajo que hacer —dijo Idigo mirando a Igwelo, el hijo mayor de Nwakibie con un brillo malicioso en los ojos.

Todo el mundo convino en que Igwelo se bebiera las heces. Aceptó el medio cuerno que le ofrecía su hermanastro y se lo bebió. Como había dicho Idigo, Igwelo tenía un trabajo que hacer, pues hacía uno o dos meses que se había casado con su primera mujer. Se decía que las heces espesas del vino de palma eran convenientes para los hombres que iban a yacer con sus mujeres.

Terminado de beber el vino, Okonkwo expuso sus dificultades a Nwakibie.

— He venido a pedirte ayuda — dijo—. Quizá ya te supongas de qué se trata. He despejado un campo, pero no tengo ñames que sembrar. Ya sé lo que significa pedir a alguien que le confíe sus ñames a otro, especialmente en estos tiempos en que los jóvenes le tienen miedo al trabajo duro. Yo no le tengo miedo al trabajo. El lagarto que saltó del alto árbol de iroko al suelo dijo que si nadie más lo aplaudía se aplaudiría él solo. Yo empecé a ganarme la vida a una edad en que casi todos los demás chicos seguían mamando del pecho de sus madres. Si me das unos ñames que sembrar no te fallaré.

Nwakibie carraspeó:

— Me agrada ver un joven como tú en estos tiempos en que nuestra juventud se ha ablandado tanto. Muchos jóvenes han venido a pedirme ñames, pero se los he negado porque sabía que no iban a hacer más que tirarlos al suelo y dejar que se los comieran las malas hierbas. Cuando les digo que no, creen que tengo mal corazón. Pero no es eso. Eneke, el pájaro, dice que desde que los hombres han aprendido a disparar sin errar él ha aprendido a volar sin planear. Yo he aprendido a ser roñoso con mis ñames. Pero en ti puedo confiar. Lo sé con sólo mirarte. Como decían nuestros padres, por su aspecto se sabe cuándo está maduro el maíz. Te daré dos veces cuatrocientos ñames. Adelante, prepara tu campo.

Okonkwo le dio las gracias una vez y otra y se fue a casa sintiéndose contento. Sabía que Nwakibie no le iba a decir que no, pero no había previsto que fuera tan generoso. No había esperado más que cuatrocientas semillas. Ahora tendría que hacer un campo más grande. Esperaba que uno de los amigos de su padre, de Isiuzo, le diera otros cuatrocientos ñames.

El trabajo como aparcero constituía una forma muy lenta de irse haciendo un granero propio. Después de todo el trabajo, sólo se quedaba uno con un tercio de la cosecha. Pero un muchacho cuyo padre carecía de ñames no tenía otro remedio. Y lo peor en el caso de Okonkwo era que tenía que alimentar a su madre y a sus dos hermanas con aquella magra cosecha. Y el alimentar a su madre significaba también alimentar a su padre. No podía pedírsele a ella que cocinara y comiera mientras su marido pasaba hambre. Así que a una edad muy temprana, cuando luchaba desesperadamente por hacerse un granero con la aparcería, Okonkwo también sustentaba la casa de su padre. Era como echar granos de maíz en un saco lleno de agujeros. Su madre y sus hermanas trabajaban mucho, pero cultivaban cosas de mujeres, como cocos, alubias y cazabe. El ñame, el rey de las plantas, era cosa de hombres.

El año en que Okonkwo aceptó a Nwakibie ochocientas semillas de ñame fue el peor año que se recordaba. Nada vino a su tiempo; todo llegaba demasiado pronto o demasiado tarde. Parecía que el mundo se hubiera vuelto loco. Las primeras lluvias llegaron tarde, y cuando llegaron no duraron más que un momento. Volvió el sol cegador, más ardiente de lo que nadie recordara, y quemó todo el verdor que había aparecido can las lluvias. La tierra quemaba como carbón caliente y recoció todos los ñames que se habían sembrado. Como todos los buenos agricultores, Okonkwo había empezado a sembrar con las primeras lluvias. Ya había sembrado cuatrocientos ñames cuando se fueron las lluvias y volvió el calor. Se pasaba el día mirando al cielo en busca de nubes de lluvia y las noches en vela. Por la mañana volvía a sus campos y veía cómo se iban secando los tallos. Había tratado de protegerlos de la tierra ardiente haciendo círculos de gruesas hojas de sisal en torno a ellos. Pero al anochecer los círculos de sisal estaban quemados y grises. Los cambiaba todos los días y rezaba para que de noche lloviese. Pero la sequía continuó ocho semanas de mercado y los ñames murieron.

Algunos campesinos todavía no habían plantado sus ñames. Eran los tranquilos y perezosos que siempre dejaban el desbroce de los campos hasta lo más tarde posible. Aquel año ésos fueron los inteligentes. Simpatizaban con sus vecinos con muchas sacudidas de cabeza, pero en su interior celebraban lo que interpretaban como su propia previsión.

Okonkwo plantó las semillas de ñame que le quedaban cuando por fin volvieron las lluvias. Tenía un consuelo. Los ñames que había sembrado antes de la sequía eran los suyos la cosecha del año pasado. Todavía le quedaban los ochocientos de Nwabikie y los cuatrocientos del amigo de su padre. De manera que podía volver a empezar.

Pero el año se había vuelto loco. Llovió como jamás había llovido antes. Llovió días y noches, llovió en torrentes violentos que se llevaron los montones de ñames. La lluvia arrancó árboles y por todas partes aparecieron profundas torrenteras. Después la lluvia se hizo menos violenta. Pero continuó días y días sin parar. El intervalo de sol que siempre se daba en medio de la temporada de lluvias no se produjo esta vez. Los ñames echaron unas hojas brillantísimas, pero todos los agricultores sabían que sin sol no crecerían los tubérculos.

Aquel año la recolección fue triste, como un funeral, y muchos agricultores lloraron al extraer los ñames raquíticos y putrefactos. Hubo uno que ató su túnica en la rama de un árbol y se ahorcó.

Okonkwo recordaría con sudores fríos aquel año durante el resto de sus días. Cuando pensaba en él después siempre se sorprendía de no haberse hundido bajo tanta desesperación. Sabía que era un buen luchador, pero aquel año hubiera sido suficiente para partirle el corazón a un león.

— Si sobreviví a aquel año —decía siempre—, puedo sobrevivir a todo. Lo atribuyó a su voluntad inquebrantable.

Su padre Unoka, que ya entonces estaba enfermo, le dijo durante aquel terrible mes de la cosecha:

— No te desesperes. Sé que no vas a desesperarte. Tienes un corazón viril y orgulloso. Un corazón orgulloso puede sobrevivir a un fracaso general, porque ese fracaso no afecta a su orgullo. Es más difícil y resulta más amargo cuando se fracasa a rolar.

Así era Unoka en sus últimos días. Su amor a las palabras había aumentado con la edad y la enfermedad. Aquello exasperaba a Okonkwo hasta lo indecible.

Capítulo IV

S
I
se le mira a un rey en la boca —dijo un anciano— nunca se sospecharía que ha mamado del pecho de su madre. Hablaba de Okonkwo, que había ascendido rápidamente de la mayor pobreza y la desgracia hasta convertirse en uno de los señores del clan. El anciano no le tenía mala voluntad a Okonkwo. De hecho, lo respetaba por su laboriosidad y su éxito. Pero le asombraba, como a casi todo el mundo, la rudeza de Okonkwo en sus tratos con gente de menos éxito. Hacía sólo una semana que uno le había llevado la contraria en una reunión de parientes que se había celebrado para tratar de la próxima fiesta de los antepasados. Sin siquiera mirarlo, Okonkwo había dicho: «Esta es una reunión de hombres.» El que le había llevado la contraria no tenía títulos. Por eso lo había tratado de mujer. Okonkwo sabía cómo desanimar a la gente.

Todos los presentes en la reunión de parientes se pusieron de parte de Osugo cuando Okonkwo lo llamó mujer. El más anciano de los asistentes dijo con voz severa que quienes consiguen que un espíritu benévolo les parta las nueces de palma no deben olvidar la humildad. Okonkwo dijo que lamentaba lo que había dicho y la reunión continuó.

Pero en realidad no era cierto que a Okonkwo le partiera las nueces de palma un espíritu benévolo. Se las partía él solo. Nadie que supiera de su áspero combate contra la pobreza y la desgracia podía decir que hubiera tenido suerte. Si alguien merecía el éxito, ése era Okonkwo. A temprana edad se había hecho famoso por ser el mejor luchador del país. Eso no era suerte. Lo máximo que se podía decir era que su
chi
o dios personal era bueno. Pero los ibos tienen un proverbio según el cual cuando un hombre dice sí, su
chi
también dice sí. Okonkwo decía sí muy fuerte; de manera que su
chi
estaba de acuerdo. Y no sólo su
chi
; sino también su clan, porque juzgaba a un hombre por el trabajo de sus manos. Por eso habían escogido las nueve aldeas a Okonkwo para que llevase el mensaje de guerra a sus enemigos si no aceptaban darles un muchacho y una virgen para expiar el asesinato de la mujer de Udo. Y tan profundo era el temor que tenían sus enemigos a Umuofia que trataron a Okonkwo como a un rey y le llevaron una virgen que se le entregó a Udo como esposa, y al muchacho Ikemefuna.

Los ancianos del clan habían decidido que Ikemefuna pasara un tiempo al cuidado de Okonkwo. Pero nadie pensó que aquello fuera a durar nada menos que tres años. Parecieron olvidarse totalmente de él en cuanto tomaron la decisión.

Al principio, lkemefuna tenía muchísimo miedo. Trató de escaparse una o dos veces, pero no tenía la menor idea de cómo lograrlo. Pensaba en su madre y en su hermana de tres años y lloraba mucho. La madre de Nwoye era muy amable con él y lo trataba como si fuera uno de sus propios hijos. Pero él no decía más que: «¿Cuándo me voy a casa?» Cuando Okonkwo se enteró de que no quería comer fue a la cabaña con un garrote en la mano y se quedó vigilándolo mientras se tragaba tembloroso los ñames. Un momento después salió de la cabaña y se puso a vomitar con retortijones. La madre de Nwoye fue a él y le puso las manos en el pecho y en la, espalda. Pasó enfermo tres semanas de mercado y cuando se recuperó pareció que había superado su terror y su tristeza.

El muchacho era de carácter muy animado y gradualmente se fue haciendo popular en la familia de Okonkwo, especialmente entre los niños. Nwoye, el hijo de Okonkwo, que tenía dos años menos que él, se hizo inseparable suyo, porque parecía saberlo todo. Sabía hacer flautas con tallos de bambú e incluso con hierba de guinea. Sabía cómo se llamaban todos los pájaros y hacer trampas muy astutas para los pequeños roedores de la sabana. Y sabía con qué madera se hacían los arcos más fuertes.

Incluso el propio Okonkwo se encariñó mucho con el chico, aunque no se lo dijo a nadie, naturalmente. Okonkwo nunca mostraba ninguna emoción abiertamente, salvo la emoción de la cólera. El mostrar afecto era una señal de debilidad; lo único que merecía la pena mostrar era la fuerza. Por eso trataba a lkemefuna igual que a todo el mundo: con mano dura. Pero no cabía duda de que el muchacho le agradaba. A veces, cuando iba a las grandes reuniones del pueblo o a las fiestas comunitarias de los antepasados permitía que Ikemefuna lo acompañara, como un hijo, que le llevara el taburete y la bolsa de piel de cabra. Y, de hecho, Ikemefuna le llamaba padre.

Ikemefuna llegó a Umuofia al final de la temporada de ocio, entre la cosecha y la siembra. De hecho, no se recuperó de su enfermedad hasta unos días antes de que empezara la Semana de la Paz. Y aquél también fue el año en que Okonkwo rompió la paz y recibió su castigo, como era costumbre, de Ezeani, el sacerdote de la diosa de la tierra.

Okonkwo se vio provocado a una ira justificable por su esposa más joven, que fue a hacerse las trenzas a casa de su amiga y no volvió a la hora de cocinar la comida de la tarde. Al principio, Okonkwo no se enteró de que la esposa no estaba en casa. Tras esperar en vano el plato que le correspondía a ella fue a su cabaña a ver qué estaba haciendo. En la cabaña no había nadie y la chimenea estaba apagada.

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