Todos los cuentos de los hermanos Grimm (63 page)

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Authors: Jacob & Wilhelm Grimm

Tags: #Cuento, Fantástico, Infantil y juvenil

BOOK: Todos los cuentos de los hermanos Grimm
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—Señor, ha llegado a oídos del sastre que en el patio de palacio no hay modo de hacer brotar agua; él dice que es capaz de hacer salir un surtidor en el mismo centro del patio, tan alto como un hombre y de agua límpida como el cristal.

Mandó el Rey que se presentara el sastre, y le dijo:

—Si, como has prometido, mañana no brota en mi patio un gran chorro de agua, mandaré al verdugo que allí mismo te corten la cabeza.

El pobre sastre no lo pensó mucho rato, y apresuróse a salir de la ciudad; y como esta vez se trataba de salvar la vida, las lágrimas le rodaban por las mejillas.

Caminando así, vencido por la tristeza, acercósele saltando el potro al que antaño dejara en libertad y que, ya crecido, era a la sazón un hermoso corcel bayo.

—Ha llegado la hora —le dijo— en que puedo pagarte tu buena acción. Ya sé lo que te ocurre, y pronto le pondremos remedio. Móntame; ahora puedo llevar dos como tú.

Recobró el sastre los ánimos y, subiendo de un salto sobre el lomo del animal, emprendió éste el galope en dirección de la ciudad y, entrando en ella, no paró hasta el patio del palacio.

Una vez en él, dio tres vueltas completas a su alrededor con la velocidad del rayo y, a la tercera, cayó desplomado. Al mismo tiempo oyóse un terrible crujido y, volando por el aire un trozo de tierra del centro del patio, elevóse un chorro de agua hasta la altura de un hombre montado a caballo; y el agua era límpida como el cristal, y los rayos del sol danzaban en sus gotas.

Al verlo el Rey no pudo reprimir un grito de admiración y, saliendo al patio, abrazó al sastrecillo en presencia de toda la Corte.

Pero la felicidad no duró mucho. El Rey tenía varias hijas a cual más hermosas, pero ningún varón. Acudiendo el ruin zapatero por cuarta vez al Soberano, le dijo:

—Señor, el sastre no se apea de su arrogancia. Hoy se ha jactado de que si se le antojase, haría que le trajeran al Rey un hijo volando por los aires.

Otra vez mandó llamar el Monarca al sastre, y le habló así:

—Si en el término de nueve días eres capaz de proporcionarme un hijo, te casarás con mi hija mayor.

«Realmente, la recompensa es grande —pensó el hombre—, y vale la pena intentar obtenerla; pero las cerezas cuelgan muy altas, y si me subo a cogerlas corro el riesgo de que se rompa una rama y me caiga de cabeza».

Se fue a su casa, instalóse con las piernas cruzadas en su mesa de trabajo y púsose a reflexionar sobre el caso. «¡Para esto si que no hay solución! —exclamó al fin—. Me marcharé, pues aquí no se puede vivir en paz».

Lio nuevamente su hatillo y salió de la ciudad. Pero al llegar a un prado, he aquí que vio a su vieja amiga la cigüeña que paseaba filosóficamente; de vez en cuando se detenía a mirar una rana, que acababa tragándose. Acercósele la zancuda a saludarlo.

—Ya veo —le dijo— que llevas el morral a la espalda. ¿Por qué abandonas la ciudad?

Contóle el sastre lo que el Rey le había exigido, cosa que él no podía cumplir, y se lamentó de su mala suerte.

—¡Bah!, no te apures por eso —dijo la cigüeña—. Yo te sacaré del apuro. Hace ya muchos siglos que llevo a la ciudad a los niños recién nacidos; no me costará gran cosa sacar de la fuente a un principito. Vuélvete a casa y duerme tranquilo. Dentro de ocho días te presentas en el palacio real. Yo acudiré.

El sastrecillo se volvió a casa y el día convenido presentóse en palacio. Al poco rato llegó volando la cigüeña y llamó a la ventana; abrióla el sastre, y la amiga patilarga entró cautelosamente, avanzando con paso majestuoso por el pulimentado pavimento de mármol.

Llevaba en el pico un niño hermoso como un ángel, que alargaba las manitas a la Reina. Depositólo en su regazo, y la Reina lo besó y acarició fuera de sí de gozo.

Antes de reemprender el vuelo la cigüeña, descolgándose el bolso de viaje, lo entregó también a la Soberana. Contenía cucuruchos de grageas y peladillas, que fueron repartidas entre las princesitas. A la mayor no le dieron nada; pero, en cambio, recibió por marido al alegre sastrecillo.

—Me hace el mismo efecto —dijo éste— que si me hubiese caído el premio gordo de la lotería. Razón tenía mi madre al decir como de costumbre: «Con la confianza en Dios y la suerte, todo puede conseguirse».

El zapatero confeccionó los zapatos con los cuales el sastre bailó el día de la boda, y luego recibió orden de salir de la ciudad. El camino del bosque lo condujo al patíbulo, donde se tumbó a descansar agotado por la rabia, el enojo y el calor del día.

Al disponerse a dormir, bajaron los dos grajos posados en las cabezas de los ajusticiados y le sacaron los ojos. Entró en el bosque corriendo como un loco, y seguramente murió de hambre y sed, puesto que nadie volvió a saber jamás de su paradero.

Juan Erizo

E
RASE una vez un labrador que poseía buena cantidad de tierras y de dinero; más por rico que fuese, le faltaba algo para ser feliz: no tenía hijos. Con frecuencia, cuando iba a la ciudad con los demás campesinos, burlábanse éstos de él y le preguntaban por qué no tenía hijos.

Enfadóse el hombre al cabo y, al llegar a su casa, exclamó:

—¡Quiero un hijo, aunque haya de ser un erizo!

Y he aquí que su mujer tuvo uno el cual era, por la parte superior, un erizo, y por la inferior, un ser humano; y, al verlo, la madre exclamó asustada:

—¡Ay, nos han embrujado!

Dijo el hombre:

—Esto ya no tiene remedio. De todos modos hay que bautizar al niño; pero, ¿quién será el padrino?

—No podemos ponerle más nombre que «Juan Erizo» —observó la mujer.

Una vez estuvo bautizado, dijo el cura:

—Con las púas que tiene no puede dormir en una cama corriente.

Por lo cual le pusieron un montón de paja detrás del horno, y éste fue el lecho de Juan Erizo. Pero su madre tampoco podía amamantarlo, pues con sus púas la habría pinchado.

Se pasó ocho años allí tendido, y su padre estaba cansado de él y todo era pensar: «¡Ojalá se muriese!». Pero no se murió, sino que siguió viviendo.

Sucedió que, un día de mercado en la ciudad, el labrador quiso ir y preguntó a su mujer qué deseaba que le trajese.

—Algo de carne y unos panecillos —respondió ella.

Luego preguntó a la criada, la cual pidióle unas zapatillas y medias. Finalmente, dirigiéndose a Juan Erizo, díjole:

—¿Y tú qué quieres?

—Padrecito —respondió él—, tráeme una gaita.

De regreso, el campesino dio a su mujer lo que había comprado para ella: carne y pan; a la criada, las medias y las zapatillas, y a Juan Erizo, la gaita.

Cuando éste tuvo el instrumento, dijo a su padre:

—Padrecito, ve a la herrería y haz herrar mi gallo; montaré en él y me marcharé, y nunca más volveré.

Alegróse el padre al pensar que se libraría de aquel hijo; mandó poner herraduras al gallo y, cuando ya estuvo listo, montó en él Juan Erizo y partió, llevándose también cerdos y asnos con el propósito de criarlos en el bosque.

Ya en él, subió con el gallo a un alto árbol, y desde allí estuvo muchos años guardando sus cerdos y sus borricos, hasta que los rebaños aumentaron extraordinariamente; y durante todo aquel tiempo su padre no supo nada de él.

Mientras estaba en el árbol, sacaba su gaita y tocaba bonitas tonadas; pero he aquí que un buen día, acertó a pasar por aquellos lugares un rey que se había extraviado. Sorprendido al oír aquella música, envió a uno de sus criados a averiguar de dónde procedía. Miró el hombre a todas partes, mas sólo pudo descubrir un extraño animalito en la copa de un árbol; era una especie de gallo con un erizo encima, y éste era el músico.

Mandó el Rey al criado que le preguntase por qué estaba allí y si conocía el camino que llevaba a su reino. Juan Erizo bajó entonces de su árbol y dijo que estaba dispuesto a indicar el camino al Rey, a condición de que éste le prometiese, por escrito, darle lo primero que encontrase al llegar a la Corte.

Pensó el Rey: «Puedo muy bien suscribir la promesa; Juan Erizo no lo entenderá, y yo escribiré lo que me parezca». Y, cogiendo pluma y tinta, el Rey anotó unas palabras, con lo cual Juan Erizo le indicó el camino y el Monarca pudo llegar felizmente a su palacio.

Al verlo venir su hija desde lejos, corrió a recibirlo y abrazarlo llena de alegría; entonces se acordó el Rey de Juan Erizo y contó a la muchacha lo que le había ocurrido: que había prometido a un animal muy raro, mediante firma, entregarle lo primero que encontrase al llegar a su casa; y cómo aquel animal montaba en un gallo a guisa de corcel, y que tocaba muy bien la gaita. Él, empero, había escrito que no lo tendría, pues Juan Erizo no sabía leer.

La princesita se puso muy contenta y dijo que había obrado muy bien, pues de ninguna manera se habría avenido a ser entregada al animal.

Juan Erizo seguía guardando sus cerdos y asnos y, siempre alegre, se pasaba las horas encaramado en su árbol y tocaba la gaita.

Y he aquí que acertó a pasar otro rey, con sus criados y peones; también él se había extraviado y no sabía cómo salir de aquel bosque inmenso. Oyendo, a su vez, la melodiosa música, envió a uno de sus servidores a informarse y el criado, al llegar al pie del árbol, vio en la copa al gallo con Juan Erizo montado en él. Preguntóle el hombre qué hacía allí.

—Guardo mis cerdos y asnos —respondióle Juan—. Y vos, ¿qué queréis?

Díjole el criado que se habían extraviado, y el Rey no sabía cómo volver a su reino, por lo que le pedía que le mostrase el camino.

Bajó Juan Erizo del árbol con el gallo y manifestó al anciano rey que le indicaría el camino, a condición de que le diese lo primero que encontrase al llegar a su real mansión.

Conformóse el Rey y suscribió el compromiso. Y cuando Juan Erizo tuvo en su poder el documento, montado en su gallo guió hasta el camino a los extraviados, y el Rey pudo llegar sano y salvo a su Corte.

Al entrar en palacio hubo general regocijo, y su única hija, una princesa hermosísima, corrió a abrazarlo y besarlo contentísima de su regreso.

Al inquirir la causa de su larga ausencia, contóle el Rey que se había extraviado en el bosque, en el que habría muerto de no haber sido por un extrañe ser, mitad erizo mitad hombre (que, montado en un gallo tocaba la gaita en la copa de un árbol), el cual lo había sacado de apuros mostrándole el camino, si bien a condición de que él le entregaría lo primero que encontrase al llegar a casa; y ahora resultaba que era ella lo primero que había encontrado, y le dolía mucho que así fuese.

La princesa, empero, se mostró presta a entregarse cuando viniese a buscarla, por amor a su anciano padre.

Juan Erizo continuó guardando sus cerdos, los cuales criaron y se multiplicaron de tal modo que llenaban todo el bosque. Por lo cual el mozo creyó conveniente no seguir viviendo allí y envió recado a su padre de que vaciase todas las pocilgas de pueblo, ya que él llegaba con una piara tan numerosa que todo el mundo podría matar un cerdo.

La noticia afligió al padre, el cual creía a su hijo muerto desde hacía muchos años. Pero Juan Erizo montó en su gallo, condujo los cerdos al pueblo y empezó la matanza. Tal fue la carnicería, que los berridos podían oían a dos leguas a la redonda.

Dijo luego Juan Erizo:

—Padrecito, llevad otra vez el gallo a la herrería a que le cambien las herraduras, y me marcharé para no volver más.

El padre cumplió gustoso el encargo, satisfecho de que su hijo no compareciese más por el pueblo.

Entonces marchó Juan a ver al primero de los reyes a los que enseñó el camino cuando se hallaban extraviados en el bosque.

El Soberano había dado orden de que si se presentaba un sujeto montado en un gallo y llevando una gaita, se le recibiese a tiros, estocadas y palos, y no se le dejara llegar a palacio.

Al acercarse, pues, Juan Erizo, salieron todos los soldados con bayoneta calada para cortarle el paso, pero él espoleó al gallo el cual, levantando el vuelo y pasando por encima de la puerta, plantóse en la ventana del Rey y, a voz en grito, le reclamó lo prometido; en caso de negarse, les costaría la vida a él y a su hija.

El Rey, con buenas palabras, persuadió a su hija de que marchase con él, para salvar la vida de los dos. Vistióse la princesa de blanco, y su padre le dio una carroza tirada por seis caballos, amén de apuestos servidores, tierras y dineros.

Instalóse la joven en el coche y, a su lado, Juan Erizo con el gallo y la gaita. Despidiéronse y se alejaron, pensando el Rey que no volvería a verlos jamás. Pero los cosas no sucedieron según sus cálculos, pues, apenas habían salido de la ciudad, Juan Erizo, despojando a la princesa de sus hermosos vestidos, le pinchó con su erizada piel hasta hacerle brotar la sangre, y luego le dijo:

—Ésta es tu recompensa por tu falacia. Ahora vete, no te quiero.

Y enviándola a su casa, quedó ella afrentada para toda su vida.

Entonces, Juan Erizo montó nuevamente en su gallo y, armado de la gaita, fue a ver al otro rey. Este monarca había dado orden de que si llegaba un individuo del aspecto de Juan Erizo, se le presentasen armas, se le acogiese con aclamaciones y se le introdujese en el palacio.

Al verlo, la hija del Rey quedó asustada, porque realmente era extraño el aspecto del forastero; sin embargo, pensó que el único remedio era cumplir lo prometido a su padre.

Recibió, pues, a Juan Erizo con toda cortesía; casáronlos, y el novio se sentó a la real mesa, y ella a su lado, comiendo y bebiendo juntos.

Al llegar la hora de acostarse, la princesa sentía mucho miedo de sus púas; pero él la tranquilizó, asegurándole que nada había de temer; ningún daño le ocurriría.

Dijo luego al anciano rey que enviase cuatro hombres a guardar la puerta de la habitación, con orden de encender un gran fuego; cuando él entrase en la alcoba para acostarse, se quitaría la piel de erizo y la dejaría al lado de la cama. Entonces los hombres debían acudir rápidamente, cogerla y arrojarla al fuego, no perdiéndola de vista hasta que se hubiese consumido por completo.

Al sonar las campanadas de las once, el nuevo príncipe entró en su aposento y, despojándose de la erizada piel, dejóla al lado del lecho. Acudieron los hombres, lleváronsela rápidamente y la arrojaron al fuego; y, una vez se hubo consumido del todo, Juan quedó desencantado y en su natural figura humana. Sólo que el cuerpo le quedó negro como el carbón como si estuviera chamuscado.

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