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Authors: Jacob & Wilhelm Grimm

Tags: #Cuento, Fantástico, Infantil y juvenil

Todos los cuentos de los hermanos Grimm (65 page)

BOOK: Todos los cuentos de los hermanos Grimm
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Entró en el palacio, donde reinaba un silencio absoluto pues todo el mundo dormía. Al abrir la puerta de la primera sala vio, colgando en la pared, un sable de plata maciza que tenía grabados una estrella de oro y el nombre del Rey; a su lado, sobre una mesa, había una carta lacrada.

Abrióla y leyó en ella que quien dispusiera de aquel sable podría quitar la vida a todo el que se pusiese a su alcance. Descolgando el arma, se la ciño y prosiguió avanzando.

Llegó luego a la habitación donde dormía la princesa, la cual era tan hermosa que él se quedó contemplándola, como petrificado. Pensó entonces: «¡Cómo voy a permitir que esta inocente doncella caiga en manos de unos desalmados gigantes, que tan malas intenciones llevan!».

Mirando a su alrededor, descubrió al pie de la cama un par de zapatillas; la derecha tenía bordado el nombre del Rey y una estrella; y la izquierda, el de la princesa, asimismo con una estrella. También llevaba la doncella una gran bufanda de seda y, bordados en oro, los nombres del Rey y el suyo, a derecha e izquierda respectivamente.

Tomando el cazador unas tijeras, cortó el borde derecho y se lo metió en el morral, y luego guardóse en él la zapatilla derecha, la que llevaba el nombre del Rey. La princesa seguía durmiendo, envuelta en su camisa; el hombre cortó también un trocito de ella y lo puso con los otros objetos; y todo lo hizo sin tocar a la muchacha.

Salió luego cuidando de no despertarla y, al llegar a la puerta, encontró a los gigantes que lo aguardaban seguros de que traería a la princesa. Gritóles él que entrasen, que la princesa se hallaba ya en su poder. Pero como no podía abrir la puerta, debían introducirse por un agujero.

Al asomar el primero, lo agarró el cazador por el cabello, le cortó la cabeza de un sablazo y luego tiró del cuerpo hasta que lo tuvo en el interior. Llamó luego al segundo y repitió la operación. Hizo lo mismo con el tercero, y quedó contentísimo de haber podido salvar a la princesa de sus enemigos.

Finalmente, cortó las lenguas de las tres cabezas y se las guardó en el morral. «Volveré a casa y enseñaré a mi padre lo que he hecho —pensó—. Luego reanudaré mis correrías. No me faltará la protección de Dios».

Al despertarse el Rey en el palacio, vio los cuerpos de los tres gigantes decapitados. Entró luego en la habitación de su hija, la despertó y le preguntó quién podía haber dado muerte a aquellos monstruos.

—No lo sé, padre mío —respondió ella—. He dormido toda la noche.

Saltó de la cama y, al ir a calzarse las zapatillas, notó que había desaparecido la del pie derecho; y entonces se dio cuenta también de que le habían cortado el extremo derecho de la bufanda y un trocito de la camisa.

Mandó el Rey que se reuniese toda la Corte, con todos los soldados de palacio, y preguntó quién había salvado a su hija y dado muerte a los gigantes; y adelantándose un capitán, hombre muy feo y, además, tuerto, afirmó que él era el autor de la hazaña. Díjole entonces el anciano rey que, en pago de su heroicidad, se casaría con la princesa; pero ésta dijo:

—Padre mío, antes que casarme con este hombre prefiero marcharme a vagar por el mundo hasta donde puedan llevarme las piernas.

A lo cual respondió el Rey que si se negaba a aceptar al capitán por marido, se despojase de los vestidos de princesa, se vistiera de campesina y abandonase el palacio. Iría a un alfarero y abriría un comercio de cacharrería.

Quitóse la doncella sus lujosos vestidos, se fue a casa de un alfarero y le pidió a crédito un surtido de objetos de barro, prometiéndole pagárselos aquella misma noche si había logrado venderlos.

Dispuso el Rey que instalase su puesto en una esquina, y luego mandó a unos campesinos que pasasen con sus carros por encima de su mercancía y la redujesen a pedazos. Y, así, cuando la princesa tuvo expuesto su género en la calle, llegaron los carros e hicieron trizas de todo.

Prorrumpió a llorar la muchacha, exclamando:

—¡Dios mío, cómo pagaré ahora al alfarero!

El Rey había hecho aquello para obligar a su hija a aceptar al capitán. Mas ella se fue a ver al propietario de la mercancía y le pidió que le fiase otra partida. El hombre se negó; antes tenía que pagarle la primera.

Acudió la princesa a su padre y, entre lágrimas y gemidos, le dijo que quería irse por el mundo. Contestó el Rey:

—Mandaré construirte una casita en el bosque, y en ella te pasarás la vida cocinando para todos los viandantes, pero sin aceptar dinero de nadie.

Cuando ya la casita estuvo terminada, colgaron en la puerta un rótulo que decía: «Hoy, gratis; mañana, pagando». Y allí se pasó la princesa largo tiempo, y pronto corrió la voz de que habitaba allí una doncella que cocinaba gratis, según anunciaba un rótulo colgado de la puerta.

Llegó la noticia a oídos de nuestro cazador, el cual pensó: «Esto me convendría, pues soy pobre y no tengo blanca»; y, cargando con su escopeta y su mochila, donde seguía guardando lo que se había llevado del palacio, fuese al bosque.

No tardó en descubrir la casita con el letrero: «Hoy, gratis; mañana, pagando». Llevaba al cinto el sable con que cortara la cabeza a los gigantes, y así entró en la casa y pidió de comer.

Encantóle el aspecto de la muchacha, pues era bellísima, y al preguntarle ella de dónde venía y adónde se dirigía, díjole el cazador:

—Voy errante por el mundo.

Preguntóle ella a continuación de dónde había sacado aquel sable que llevaba grabado el nombre de su padre, y el cazador, a su vez, quiso saber si era la hija del Rey.

—Sí —contestó la princesa.

—Pues con este sable —dijo entonces el cazador— corté la cabeza de los tres gigantes.

Y en prueba de su afirmación, sacó de la mochila las tres lenguas, mostrándole a continuación la zapatilla, el borde del pañuelo y el trocito de la camisa. Ella, loca de alegría, comprendió que se hallaba en presencia de su salvador.

Dirigiéndose juntos a palacio y, llamando la princesa al anciano rey, llevólo a su aposento donde le dijo que el cazador era el hombre que la había salvado de los gigantes.

Al ver el Rey las pruebas, no pudiendo ya dudar por más tiempo, quiso saber cómo había ocurrido el hecho, y le dijo que le otorgaba la mano de su hija, por lo cual se puso muy contenta la muchacha.

Vistiéronlo como si fuese un noble extranjero, y el Rey organizó un banquete. En la mesa colocóse el capitán a la izquierda de la princesa y el cazador a la derecha, suponiendo aquél que se trataba de algún príncipe forastero.

Cuando hubieron comido y bebido, dijo el anciano rey al capitán que quería plantearle un enigma: Si un individuo que afirmaba haber dado muerte a tres gigantes hubiese de declarar dónde estaban las lenguas de sus víctimas, ¿qué diría, al comprobar que no estaban en las respectivas bocas?

Respondió el capitán:

—Pues que no tenían lengua.

—No es posible esto —replicó el Rey—, ya que todos los animales tienen lengua.

A continuación le preguntó qué merecía el que tratase de engañarlo. A lo que respondió el capitán:

—Merece ser descuartizado.

Replicóle entonces el Rey que acababa de pronunciar él mismo su sentencia y, así, el hombre fue detenido y luego descuartizado, mientras la princesa se casaba con el cazador.

Éste mandó a buscar a sus padres, los cuales vivieron felices al lado de su hijo y, a la muerte del Rey, el joven heredó la corona.

El mayal del cielo

C
IERTO día salió un campesino a arar, conduciendo una yunta de bueyes.

Cuando llegó al campo, los cuernos de los animales empezaron crece que te crece tanto que, al volver a casa, no podían pasar por la puerta.

Por fortuna acertó a encontrarse allí con un carnicero, el cual se los compró concertando el trato de la siguiente manera: Él daría al carnicero un celemín de semillas de nabos, y el otro le pagaría a razón de un escudo de Brabante por grano de semilla. ¡A esto llamo yo una buena venta!

El campesino entró en su casa y regresó al poco rato llevando a la espalda el celemín de semillas de nabos; por cierto que en el camino se le cayó un grano del saco.

Pagóle el carnicero según lo pactado, con toda escrupulosidad; y si el labrador no hubiese perdido una semilla, habría cobrado un escudo más. Pero al volverse para entrar en casa, resultó que de aquella semilla había brotado un árbol que llegaba hasta el cielo.

Pensó el campesino: «Puesto que se me ofrece esta ocasión, me gustaría saber qué es lo que hacen los ángeles allá arriba. Voy a echar una ojeada». Y trepó a la cima del árbol.

Es el caso que los ángeles estaban trillando avena, y él se quedó mirándolos. Y estando absorto con el espectáculo, de pronto se dio cuenta de que el árbol empezaba a tambalearse y oscilar.

Miró abajo y vio que un individuo se aprestaba a cortarlo a hachazos. «¡Si me caigo de esta altura la haremos buena!», pensó; y, en su apuro, no encontró mejor expediente que coger las granzas de la avena, que estaban allí amontonadas, y trenzarse una cuerda con ellas.

Luego, echó también mano de una azada y un mayal que había por allí y se escurrió por la cuerda. Al llegar al suelo, fue a parar al fondo de un agujero profundo, y suerte aún que cogió la azada, con la cual se cortó unos peldaños que le permitieron volver a la superficie.

Y como traía el mayal del cielo como prueba, nadie pudo dudar de la veracidad de su relato.

Los dos príncipes

E
RASE una vez un rey que tenía un hijo, todavía niño. Una profecía había anunciado que al niño lo mataría un ciervo cuando cumpliese los dieciséis años.

Habiendo ya llegado a esta edad, salió un día de caza con los monteros y, una vez en el bosque, quedó un momento separado de los demás. De pronto se le presentó un enorme ciervo; él quiso derribarlo, pero erró la puntería. El animal echó a correr perseguido por el mozo hasta que salieron del bosque.

De repente, el príncipe vio ante sí, en vez del ciervo, un hombre de talla descomunal que le dijo:

—Ya era hora de que fueses mío. He roto seis pares de patines de cristal persiguiéndote, sin lograr alcanzarte.

Y, así diciendo, se lo llevó.

Después de cruzar un caudaloso río, lo condujo a un gran castillo real, donde lo obligó a sentarse a una mesa y comer.

Comido que hubieron, le dijo el Rey:

—Tengo tres hijas. Velarás una noche junto a la mayor desde las nueve hasta las seis de la madrugada. Yo vendré cada vez que el reloj dé las horas, y te llamaré. Si no me respondes, mañana morirás; pero si me respondes, te daré a la princesa por esposa.

Los dos jóvenes entraron, pues, en el dormitorio, y en él había un San Cristóbal de piedra.

La muchacha dijo a San Cristóbal:

—A partir de las nueve vendrá mi padre cada hora, hasta que den las tres. Cuando pregunte, contestadle vos en lugar del príncipe.

El Santo bajó la cabeza asintiendo, con un movimiento que empezó muy rápido y luego fue haciéndose más lento, hasta quedarse de nuevo inmóvil.

A la mañana siguiente díjole el Rey:

—Has hecho bien las cosas; pero antes de darte a mi hija mayor, deberás pasar otra noche con la segunda, y entonces decidiré si te caso con aquélla. Pero voy a presentarme cada hora, y cuando te llame, contéstame. Si no lo haces, tu sangre correrá.

Entraron los dos en el dormitorio, donde se levantaba un San Cristóbal todavía mayor, al que dijo, asimismo, la princesa:

—Cuando mi padre pregunte, respóndele tú.

Y el gran Santo de piedra bajó también la cabeza varias veces, rápidamente las primeras, y con más lentitud las sucesivas, hasta volver a quedar inmóvil. El príncipe se echó en el umbral de la puerta y, poniéndose la mano debajo de la cabeza, se durmió.

Dijo el Rey a la mañana siguiente:

—Lo has hecho bien, pero no puedo darte a mi hija. Antes debes pasar una tercera noche en vela, esta vez, con la más pequeña. Luego decidiré si te concedo la mano de la segunda. Pero volveré todas las horas y, cuando llame, responde; de lo contrario, correrá tu sangre.

Entraron los dos jóvenes en el dormitorio de la doncella, y en él había una estatua de San Cristóbal, mucho más alta que los dos anteriores. Díjole la princesa:

—Cuando llame mi padre, contesta.

El gran Santo de piedra estuvo lo menos media hora diciendo que sí con la cabeza, antes de volverse a quedar inmóvil. El hijo del Rey se tendió en el umbral y durmió tranquilamente.

A la mañana siguiente le dijo el Rey:

—Aunque has cumplido puntualmente mis órdenes, todavía no puedo otorgarte a mi hija. Tengo ahí fuera un extenso bosque; si eres capaz de talarlo todo desde las seis de esta mañana hasta las seis de la tarde, veré lo que puedo hacer por ti.

Y le dio un hacha, una cuña y un pico, todo de cristal.

Al llegar el mozo al bosque, púsose a trabajar; pero al primer hachazo se le partió la herramienta; probó entonces con la cuña y el pico; más también al primer golpe se le deshicieron como si fuesen de arena. Afligióse mucho y pensó que había sonado su última hora; sentóse en el suelo y se echó a llorar.

A mediodía dijo el Rey:

—Que vaya una de las muchachas a llevarle algo de comer.

—No —contestaron las dos mayores—, no le llevaremos nada. Que lo haga la que pasó con él la última noche.

Y la menor hubo de ir a llevarle la comida.

Al llegar al bosque preguntóle qué tal le iba, y él contestó que muy mal. Díjole la doncella que comiese algo; pero el príncipe se negó. ¿Para qué comer, si tenía que morir? Ella lo animó con buenas palabras y, al fin, pudo persuadirlo de que comiera.

Cuando hubo tomado algún alimento, le dijo:

—Te acariciaré un poquitín, y así te vendrán pensamientos más agradables.

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