Todos los nombres (14 page)

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Authors: José Saramago

BOOK: Todos los nombres
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Cuando el enfermero apareció ya era de noche. Cumpliendo la orden que había recibido del conservador, traía consigo los comprimidos y las ampollas recetadas por el médico, mas, para sorpresa de don José, traía igualmente un paquete que colocó con todo el cuidado encima de la mesa mientras decía, Todavía está caliente, espero no haber derramado nada, lo que significaba que contenía comida, como las palabras siguientes confirmaron, Sírvase antes de que se enfríe, pero primero vamos a nuestra inyección. A don José no le gustaban las inyecciones, mucho menos en la vena del brazo, de donde siempre tenía que apartar la vista, por eso se quedó tan satisfecho cuando el enfermero le dijo que el pinchazo iba a ser en el glúteo, este enfermero es una persona educada, de otro tiempo, acostumbra a usar el término glúteos en vez de nalgas para no chocar los escrúpulos de las señoras, y casi acabó por olvidar la designación corriente, pronunciaba glúteo incluso cuando trataba con enfermos para los que nalga no pasaba de un ridículo preciosismo de lenguaje y preferían la variante grosera de culo.

La inesperada aparición de la comida y el alivio de no ser pinchado en el brazo desarmaron las defensas de don José, o simplemente no se acordó, o más simplemente aún no había notado que tenía los pantalones del pijama manchados de sangre a la altura de las rodillas, consecuencia de sus proezas nocturnas de escalador de colegios.

El enfermero, ya con la jeringuilla preparada en el aire, en vez de decir Vuélvase, preguntó, Qué es eso, y don José, convertido por esta lección de la vida a la bondad definitiva de las inyecciones en el brazo, respondió instintivamente, Me caí, Hombre, vaya mala suerte que tiene, primero se cae, después coge una gripe, menos mal que tiene el jefe que tiene, gírese, después le echo una ojeada a esas rodillas. Debilitado de cuerpo, alma y voluntad, crispado hasta el último nervio, poco le faltó a don José para romper a llorar como un niño cuando sintió el pinchazo de la aguja y la lenta y dolorosa entrada del líquido en el músculo, Estoy hecho un trapo, pensó, y era verdad, un pobre animal humano febril, acostado en una pobre cama de una pobre casa, con la ropa sucia del delito escondida y una mancha de humedad en el suelo que nunca acaba de secarse. Póngase boca arriba, vamos a ver esas heridas, dijo el enfermero, y don José, suspirando, tosiendo, obedeció, volvió trabajosamente el cuerpo, y ahora, inclinando la cabeza hacia delante, pudo ver cómo el enfermero le remangaba las perneras de los pantalones, enrollándolas por encima de las rodillas, cómo le retiraba los esparadrapos sucios, vertiendo agua oxigenada sobre ellos y despegándolos poco a poco con mucho cuidado, felizmente es un profesional de primera, la cartera que transporta es un perfecto botiquín de primeros auxilios, tiene remedios para casi todo.

Con las heridas a la vista, puso cara de no creer la explicación que don José le había dado, aquélla de la caída, su experiencia de desolladuras y contusiones hizo que comentara con inconsciente perspicacia, Pero hombre, parece que usted anduvo restregando las rodillas contra una pared, Ya le he dicho que me caí, Dio conocimiento de eso al jefe, No es asunto de trabajo, una persona puede tropezar sin tener que comunicárselo a los superiores, Excepto si el enfermero llamado para poner una inyección tiene que hacer una cura suplementaria, Que yo no le pedí, Si señor, de hecho no me la pidió, pero si mañana tuviera una infección grave causada por estas heridas, quien carga con la culpa, por comportamiento negligente y falta de profesionalidad, soy yo, además, al jefe le gusta saberlo todo, es la manera que tiene de aparentar que no le da importancia a nada, Se lo diré mañana, Le aconsejo vivamente que lo haga , así el informe quedará corroborado, Qué informe, El mío, No veo qué importancia pueden tener unas simples heridas para mencionarlas en un informe, Incluso la herida más simple tiene importancia, Las mías, después de curadas, van a dejar unas cicatrices insignificantes, que con el tiempo desaparecerán, Sí, en el cuerpo las heridas cicatrizan, pero en el informe permanecen siempre abiertas, no se cierran ni desaparecen, No lo entiendo, Cuánto tiempo hace que usted trabaja en la Conservaduría General, Pronto hará veintiséis años, Cuántos jefes ha conocido hasta ahora, Contando con éste, tres, Por lo visto, nunca notó nada, Notar, qué, Por lo visto, nunca se percató de nada, No comprendo adónde quiere llegar, Es o no es verdad que los conservadores tienen poco trabajo, Es verdad, todo el mundo habla de eso, Pues sepa que la ocupación principal que tienen, en las muchas horas libres de que gozan, mientras el personal está trabajando, es colegir informaciones sobre los subordinados, toda especie de informaciones, lo hacen desde que la Conservaduría General existe, uno tras otro, desde siempre. El estremecimiento de don José no pasó desapercibido al enfermero, Tuvo un escalofrío, preguntó, Sí, tuve un escalofrío, Para que se quede con una idea más clara de lo que estoy diciendo, hasta ese escalofrío debería constar en mi informe, Pero no constará, No, no constará, Supongo por qué, Dígamelo, Porque entonces debería escribir que el estrecimiento se produjo cuando me contaba que los jefes coleccionan informaciones sobre los funcionarios de la Conservaduría General, y el jefe querría saber a propósito de que surgió esta conversación conmigo, y también cómo un enfermero consigue tener conocimiento de un asunto reservado, tan reservado que en veinticinco años de servicio en la Conservaduría General nunca había oído hablar de eso, Hay mucho confidente en los enfermeros, aunque bastante menos que en los médicos, Pretende insinuar que el jefe suele hacerle confidencias, Ni él me las hace, ni yo insinúo que me las haga, simplemente recibo órdenes, Entonces sólo tiene que cumplirlas, Se equivoca, tengo que hacer algo más que cumplirlas, tengo que interpretarlas, Por qué, Porque entre lo que él manda y lo que él quiere hay generalmente una diferencia, Si le mandó venir aquí fue para que me pusiera una inyección, Ésa es la apariencia, Qué ha visto en este caso, además de la apariencia que tiene, Usted no es capaz de imaginar la cantidad de cosas que se descubren mirando unas heridas, Ver éstas ha sido por casualidad, Hay que contar siempre con las puras casualidades, ayudan mucho, Qué cosas ha descubierto en mis heridas, Que anduvo restregando las rodillas contra una pared, Me caí, Ya me lo ha dicho, Una información como ésa, suponiendo que fuera exacta, no iba a ser de gran provecho para el jefe, Que la aproveche o no la aproveche no es de mi incumbencia, yo me limito a rellenar los informes, De la gripe ya está informado, Pero no de las heridas de las rodillas, De aquella mancha de humedad en el suelo, tampoco, Pero no del escalofrío, Si no le queda nada más que hacer aquí, le ruego que se vaya, estoy cansado, necesito dormir, Tendrá que comer antes, no se olvide, ojalá que su cena, con la conversación, no se haya enfriado del todo, Cuerpo tendido aguanta mucha hambre, Pero no puede aguantarla toda, Fue el jefe quien le mandó traerme la comida, Conoce alguna persona más que lo hubiera podido hacer, Sí, si supiese dónde vivo, Quién es esa persona, Una mujer mayor que vive en un entresuelo, Heridas en las rodillas, un súbito e inexplicable estremecimiento, una vieja de un entresuelo, Derecha, Éste sería el informe más importante de mi vida si lo escribiese, No va a escribirlo, Sí, voy a escribirlo, pero sólo informando de que le puse una inyección en el glúteo izquierdo, Gracias por tratarme las heridas, De lo mucho que me enseñaron, fue lo que mejor aprendí. Después de que el enfermero hubiera salido, don José permaneció acostado todavía unos minutos, sin moverse, recuperando la serenidad y las fuerzas.

El diálogo fue difícil, con trampas y puertas falsas surgiendo a cada paso, el más pequeño desliz podría haberlo arrastrado a una confesión completa, si no fuese porque su espíritu estaba atento a los múltiples sentidos de las palabras que cautelosamente iba pronunciando, sobre todo aquellas que parecen tener un único sentido, con ellas es necesario tener mucho cuidado. Al contrario de lo que se cree, sentido y significado nunca han sido lo mismo, el significado se queda aquí, es directo, literal, explícito, cerrado en sí mismo, unívoco, podríamos decir, mientras que el sentido no es capaz de permanecer quieto, hierve de segundos sentidos, terceros y cuartos, de direcciones radicales que se van dividiendo y subdividiendo en ramas y ramajes hasta que se pierden de vista, el sentido de cada palabra se parece a una estrella cuando se pone a proyectar mareas vivas por el espacio, vientos cósmicos, perturbaciones magnéticas, aflicciones.

En fin, don José salió de la cama, calzó los pies con unas zapatillas, se puso la bata que le servía también de manta supletoria en las noches frías.

A pesar de que el hambre apretaba, abrió la puerta para mirar la Conservaduría. Percibía dentro de sí un desgarro extraño, una impresión de ausencia, como si hubiesen transcurrido muchos días desde la última vez que estuviera allí. Sin embargo, nada había mudado, veía el largo mostrador donde se atendía a los requirentes e impetrantes, debajo, los cajones que guardaban las fichas de los vivos, después las ocho mesas de los escribientes, las cuatro de los oficiales, las dos de los subdirectores, la gran mesa del jefe con la luz encendida suspendida en lo alto, las enormes estanterías subiendo hasta el techo, la oscuridad petrificada del lado de los muertos. A pesar de que no había nadie en la Conservaduría General, don José cerró la puerta con llave, no había nadie en la Conservaduría General, pero él cerró la puerta con llave. Gracias a las vendas nuevas que el enfermero le aplicó en las rodillas, podía andar mejor, no sentía tirantez en las heridas. Se sentó a la mesa, deshizo el paquete, había dos cazos sobrepuestos, el de encima con sopa, el de abajo con patatas y carne, todavía todo templado. Tomó la sopa con avidez, después, sin prisa, acabó la carne y las patatas. Lo que me salva es que el jefe sea como es, murmuró, recordando las palabras del enfermero, si no fuese por él, estaría ahora muriendo de hambre y de abandono, igual que un perro perdido. Sí, es lo que me salva, repitió como si necesitase convencerse de lo que acababa de decir. Ya reconfortado, tras pasar por el cubículo que servía de cuarto de baño, se metió en la cama.

Estaba listo para rendirse al sueño cuando se acordó del cuaderno de apuntes en que había narrado los primeros pasos de su búsqueda. Escribo mañana, dijo, pero esta nueva urgencia era casi tan apremiante como la de comer, por eso fue a buscar el cuaderno.

Luego, sentado en la cama, con la bata puesta, la chaqueta del pijama abotonada hasta el cuello, al abrigo de las mantas, continuó el relato a partir del punto donde se había quedado.

El jefe dijo, Si no está enfermo, cómo explica entonces el mal trabajo que está haciendo en los últimos días, No sé, señor, tal vez sea porque estoy durmiendo mal. Con la ayuda de la fiebre, continuó escribiendo hasta bien entrada la madrugada.

No tres días, sino una semana, fue lo que necesitó don José para que le remitiera la fiebre y se le mitigara la tos. El enfermero acudió todos los días para ponerle la inyección y traerle comida, el médico un día sí, otro no, mas esta asiduidad extraordinaria, nos referimos a la del médico, no deberá inducirnos a juicios apresurados sobre una supuesta eficacia habitual de los servicios oficiales de salud y asistencia domiciliaria, ya que era consecuencia, simplemente, de la clarísima orden del jefe de la Conservaduría General, Doctor, tráteme a ese hombre como si me estuviera tratando a mí, es importante. El médico no atinaba con las razones del obvio trato de favor que le estaba siendo recomendado y mucho menos con la falta de objetividad de la opinión valorativa expresada, conocía de alguna visita profesional la casa del conservador, su manera confortable y civilizada de vivir, un mundo interior sin ninguna semejanza con el tugurio tosco de este don José permanentemente mal afeitado, y que parecía no tener sábanas para mudar. Sí, sábanas tenía don José, no era pobre hasta tal punto, pero, por motivos que sólo él conocía, rechazó secamente la propuesta del enfermero cuando éste se ofreció para mullir el colchón y sustituir las sábanas, que olían a sudor y a fiebre, En menos de cinco minutos le dejo la cama fresca, Estoy bien así, no se moleste, No es molestia, forma parte de mi trabajo, Ya le he dicho que estoy bien así. Don José no podía descubrir ante los ojos de nadie que escondía entre el colchón y el somier las fichas escolares de una mujer desconocida y un cuaderno de apuntes con el relato de su asalto al colegio donde ella había estudiado en el tiempo de niña y moza. Guardarlos en otro sitio, entre las carpetas de los recortes de gente famosa, por ejemplo, resolvería de inmediato la dificultad, pero la impresión de estar defendiendo un secreto con su propio cuerpo era demasiado fuerte, incluso exultante, para que don José se dispusiera a renunciar a ella. Para no tener que discutir otra vez el asunto con el enfermero, o con el médico, que, aunque sin hacer ningún comentario, ya había lanzado una mirada reprensora a las arrugadas sábanas y fruncido ostensiblemente la nariz ante el olor que desprendían, don José se levantó una de esas noches y, sacando fuerza de flaqueza, cambió él mismo las sábanas. Y para que ni el médico ni el enfermero pudiesen encontrar el menor pretexto para insistir en el asunto y, quién sabe, dar parte al conservador del incorregible desaliño del escribiente, entró en el cuarto de baño, se afeitó, se lavó lo mejor que pudo, después sacó de un cajón un pijama viejo, pero limpio, y volvió a meterse en la cama. Tan satisfecho y repuesto se sentía que, como quien juega consigo mismo, decidió describir en el cuaderno de notas, explícitamente, todos los pormenores, los higiénicos arreglos y cuidados por los que acababa de pasar. Era la salud que ya quería volver, como el médico no tardó en enunciar al conservador, El hombre está curado, con dos días más podrá volver al trabajo sin peligro de recaída. El conservador sólo dijo, Muy bien, pero con aire distraído, como si estuviese pensando en otra cosa.

Curado estaba don José, pero había perdido mucho peso, no obstante el pan y el condumio que el enfermero le traía regularmente, es cierto que sólo una vez al día, aunque en cantidad más que suficiente para la manutención de un cuerpo adulto no sujeto a esfuerzos. Hay que tener en consideración, sin embargo, el efecto consuntivo de la fiebre y de los sudores sobre los tejidos adiposos, en particular cuando no abundaban antes, como era el caso.

No estaban bien vistas en la Conservaduría General del Registro Civil las observaciones de carácter personal, principalmente las que tuviesen que ver con el estado de salud, por eso la delgadez y el aspecto lastimoso de don José no fueron objeto de comentario alguno por parte de los colegas y superiores, comentario oral, se quiere decir, ya que las miradas de todos ellos fueron bastante elocuentes en la común expresión de una especie de conmiseración desdeñosa, que otras personas, desconocedoras de las costumbres del lugar, habrían interpretado erróneamente como una discreta y silenciosa reserva. Para que se notase cómo le preocupaba haber estado ausente del servicio durante tantos días, don José fue el primero en colocarse por la mañana ante la puerta de la Conservaduría, esperando la llegada del subdirector más reciente en el cargo, que era quien estaba encargado de abrirla, como encargado estaba de dejarla cerrada al final de la tarde. La llave original, obra de arte de un antiguo cincelador barroco y símbolo material de autoridad, de la que la llave del subdirector era apenas una copia austera y subalterna, se encontraba en posesión del conservador, que aparentemente nunca la usaba, sea por causa del peso y de la complejidad de los adornos, que la tornaban incómoda de trasportar, sea porque, según un protocolo jerárquico no escrito y en vigor desde tiempos remotos, era obligatorio que él fuese el último en entrar en el edificio. Uno de los muchos misterios de la vida de la Conservaduría General, que realmente valdría la pena averiguar si el caso de don José y de la desconocida mujer no hubiese absorbido en exclusiva nuestras atenciones, es cómo se las arreglaban los funcionarios para, a pesar de los embotellamientos del tráfico que atormentan la ciudad, llegar al trabajo siempre por el mismo orden, primero los escribientes, sin distinción de antigüedad, después el subdirector que abre la puerta, a continuación los oficiales, manteniendo la precedencia, luego el subdirector más antiguo, y finalmente el conservador, que llega cuando tiene que llegar y no da satisfacciones a nadie. De todos modos, queda registrado el hecho.

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