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Authors: José Saramago

Todos los nombres (13 page)

BOOK: Todos los nombres
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No hay nada en casa para atajar esta fiebre y el médico sólo vendrá por la tarde, es posible que ni siquiera venga hoy, y no traerá remedios, se limitará a escribir la receta de costumbre para casos de enfriamiento y gripe. La ropa sucia aún está amontonada en medio de la casa, y don José la mira desde la cama con aire perplejo, como si aquello no le perteneciese, sólo un ápice de sentido común le impide preguntar, Quién vino aquí a desnudarse, y fue el mismo sentido común el que le forzó a pensar, por fin, en las complicaciones, tanto de naturaleza personal como profesional, que se derivarían de la entrada de un colega puertas adentro para informarse de su estado, por mandato del jefe o por propia iniciativa, y se encuentra de frente con aquella porquería.

Cuando se puso de pie sintió como si bruscamente le hubiesen empujado hacia lo alto de la escalera, pero este mareo no era igual que los otros, provenía de la fiebre, y algo también de la debilidad, pues lo que comiera en el colegio, pareciendo suficiente cada vez, le sirvió más para engañar los nervios que para alimentar la carne.

Con dificultad, amparándose en la pared, consiguió alcanzar una silla y sentarse. Esperó a que la cabeza volviese a su estado normal para pensar dónde convendría esconder la ropa sucia, en el cuarto de baño no, los médicos siempre se lavan las manos a la salida, debajo de la cama imposible, era de aquellas armazones antiguas de pata alta, cualquier persona, incluso sin agacharse, vería los trapos, en el armario de gente famosa no cabría ni sería propio, la triste verdad es que la cabeza de don José continuaba funcionando mal a pesar de que había dejado de dar vueltas, el único sitio donde evidentemente la ropa sucia estaría a salvo de las indiscreciones era donde se colocaba cuando estaba limpia, o sea, detrás de la cortina que tapaba el trastero utilizado como guardarropa, sería necesario que el colega o el médico fuesen muy maleducados para ir allí a meter la nariz.

Satisfecho consigo mismo por haber concluido, después de tan demorada ponderación, lo que en otras circunstancias sería más que obvio, don José empujó con el pie la ropa hacia la cortina para no ensuciar el pijama.

En el suelo quedó una gran mancha de humedad que necesitaría algunas horas para evaporarse por completo, si alguien entrase antes e hiciese preguntas explicaría que se le derramó agua en un descuido o que había una mancha en el suelo y la intentó limpiar. El estómago de don José, desde que se levantó, estaba implorándole la misericordia de una taza de café con leche, de una galleta, de una rebanada de pan con mantequilla, cualquier cosa que le apaciguase el apetito repentinamente despierto, ahora que las preocupaciones con el destino inmediato de la ropa han desaparecido. El pan estaba duro y seco, la mantequilla era mínima, no quedaba leche, sólo café, y de mediocre calidad, ya se sabe que un hombre a quien una mujer no quiso tanto que aceptase vivir en este tugurio, un hombre de ésos, salvo poquísimas excepciones sin lugar en esta historia, nunca pasará de un pobre diablo, es curioso que se diga siempre pobre diablo y nunca se diga pobre dios, sobre todo cuando se ha tenido la mala suerte de salir tan desaliñado como éste, atención, era del hombre de quien hablábamos, no de cualquier dios. A pesar de la poca y desconsoladora comida, a don José todavía le sobró ánimo para afeitarse, operación de la que creyó salir con mejor cara, tanto que al final dijo al espejo, Parece que tengo menos fiebre. Esta reflexión le indujo a pensar que no sería mala política presentarse voluntariamente al trabajo, en media docena de pasos estaría dentro, El servicio de la Conservaduría ante todo, serían sus palabras, el conservador, ciertamente, teniendo en cuenta el frío que hacía fuera, le perdonaría que no hubiera dado la vuelta por la calle como estaba obligado e, incluso quizá registrase en el expediente de don José una prueba tan clara de espíritu corporativo y de dedicación al trabajo.

Lo pensó pero no lo hizo. Le dolía todo el cuerpo, como si le hubiesen arrastrado, golpeado y zarandeado, le dolían los músculos, le dolían las articulaciones, y no era por culpa de los muchos esfuerzos que tuvo que hacer como escalador y revienta puertas, cualquier persona sería capaz de percibir que se trata de dolores diferentes, Lo que yo tengo es gripe, concluyó.

Acababa de meterse en la cama cuando oyó llamar a la puerta de comunicación con la Conservaduría, sería algún colega caritativo que tomaba en serio el precepto cristiano de visitar a los enfermos y a los presos, no, un colega no podía ser, el intervalo del almuerzo todavía estaba lejos, obras de misericordia sólo fuera de las horas de servicio, Entre, dijo, no está cerrada con llave, la puerta se abrió y en el umbral apareció el subdirector a quien le había notificado su enfermedad, El jefe quiere saber si está tomando algún remedio mientras viene el médico, No señor, no dispongo de nada apropiado en casa, Entonces aquí tiene unas pastillas, Muchas gracias, si no le importa, para no tenerme que levantar, le pago después, cuánto le debo, Fue una orden del jefe, al jefe no se le pregunta cuánto se le debe, Ya lo sé, disculpe, Sería conveniente que tomase ya un comprimido, y el subdirector entró sin esperar respuesta, Pues sí, muchas gracias, es muy amable de su parte, don José no podía cerrarle el paso, decir Alto, usted aquí no entra, esto es una casa particular, en primer lugar porque no se habla en esos términos a un superior, en segundo lugar porque no había memoria en la tradición oral, ni registro escrito en los anales de la Conservaduría de que alguna vez un jefe se hubiera interesado por la salud de un escribiente hasta el punto de mandarle un propio con pastillas. El mismo subdirector estaba perplejo con la novedad, por iniciativa personal nunca lo hubiera hecho, en todo caso no perdió el norte, como quien sabe perfectamente a lo que viene y conoce los rincones de la casa, no es de extrañar, antes de las alteraciones urbanísticas del barrio, vivió en una casa como ésta. La primera cosa que notó fue la gran mancha de humedad en el suelo, Esto qué es, alguna infiltración, preguntó, don José estuvo tentado de responder que sí para no tener que darle otras explicaciones, pero prefirió hablar de un descuido suyo, como pensó primero, sólo faltaría que viniera un fontanero a casa y después hiciese un informe al jefe declarando que las cañerías, a pesar de antiguas, no tenían ninguna responsabilidad en la aparición de la mancha de humedad.

El subdirector venía ya con el vaso de agua y el comprimido, la misión de enfermo designado le dulcificaba la habitual expresión autoritaria de la cara, que le volvió súbitamente, acentuada por algo que podría clasificarse como de sorpresa ofendida, cuando, al aproximarse a la cama, descubrió las fichas escolares de la niña desconocida encima de la mesilla de noche. Don José se dio cuenta de la extrañeza del otro en el instante en que se producía y fue como si el mundo entero se desplomase. El cerebro despachó instantáneamente una orden a los músculos del brazo de ese lado, Quita eso de ahí, so estúpido, pero luego, con la misma rapidez, impulso eléctrico tras impulso eléctrico, enmendó la plana, por decirlo de alguna manera, como quien acaba de reconocer su propia estupidez, Por favor, no las toques, disimula, disimula, Por eso, con una presteza totalmente inesperada en quien se encuentra en el estado de depresión física y mental que es la primera consecuencia conocida de la gripe, don José se sentó en la cama fingiendo querer facilitar la caridad del subdirector, extendió un brazo para recibir el comprimido, que se llevó a la boca, y el agua para que pasara por la oprimida y angustiada garganta, al mismo tiempo que, aprovechando el hecho de que el colchón donde yacía se encontraba a la altura de la mesilla, tapaba las fichas con el codo del otro brazo, dejando después caer el antebrazo, con la palma de la mano abierta, imperativa, como si ordenase al subdirector Alto ahí. Lo que le salvó fue la fotografía pegada en la ficha, es la diferencia más notable entre los certificados escolares y los de nacimiento y vida, lo que le faltaba a la Conservaduría General es recibir todos los años un retrato de los vivientes inscritos, y quien dice todos los años diría todos los meses, o todas las semanas, o todos los días, o una fotografía por hora, Dios mío, cómo pasa el tiempo, y el trabajo que daría, cuántos escribientes sería necesario reclutar, una fotografía cada minuto, cada segundo, la cantidad de pegamento, el gasto de tijeras, el cuidado en la selección del personal, de modo que quedaran excluidos los soñadores capaces de quedarse eternamente mirando un retrato, fantaseando como idiotas al paso de una nube. La cara del subdirector mostraba la expresión de sus peores días, cuando los papeles se acumulaban en todas las mesas y el jefe lo llamaba para preguntarle si realmente tenía la certeza de que estaba cumpliendo con su obligación. Gracias al retrato, no pensó que las fichas que estaban sobre la mesilla de noche del subordinado perteneciesen a la Conservaduría General, pero la premura con que don José las había tapado, sobre todo procediendo como si lo hiciera por casualidad o distraídamente, le pareció sospechosa, ya la mancha de humedad en el suelo le suscitó recelos, ahora eran unas fichas de modelo desconocido con retrato pegado, de niña, como aún podía ver. No lograba contar las fichas, dispuestas unas sobre otras, pero, por el volumen, no serían menos de diez, Diez fichas con retratos de jóvenes, qué cosa tan rara, que hará esto aquí, pensó intrigado, y mucho más intrigado se quedaría si pudiera saber que las fichas pertenecían todas a la misma persona y que los retratos de las dos últimas ya eran de una adolescente, de cara seria aunque simpática.

El subdirector dejó la caja de los comprimidos encima de la mesilla y se retiró. Cuando iba a salir, miró hacia atrás y vio al subordinado con el codo tapando las fichas, Tengo que contárselo al jefe, se dijo a sí mismo. Apenas la puerta se cerró, don José con un movimiento brusco, como si tuviese miedo a ser sorprendido en falta, metió las fichas debajo del colchón. No había nadie allí para decirle que era demasiado tarde, y él no quería pensar en eso.

Es gripe, dijo el médico, tres días de baja para comenzar. Mareado, inseguro de piernas, don José se había levantado para abrir la puerta, Perdone que lo haya hecho esperar, señor doctor, es el resultado de vivir solo, el médico entró refunfuñando, Vaya tiempo infame, cerró el paraguas que goteaba, lo dejó a la entrada, Dígame de qué se queja, preguntó cuando don José, tiritando, acabó de meterse entre las sábanas, y, sin esperar a que le respondiese, dijo, Es gripe.

Le tomó el pulso, le mandó abrir la boca, le aplicó velozmente el estetoscopio en el pecho y en la espalda, Es gripe, repitió, y está de suerte, podía ser neumonía, pero es gripe, tres días de baja para comenzar, luego ya veremos. Se acababa de sentar a la mesa para escribir la receta cuando la puerta de comunicación con la Conservaduría se abrió, estaba cerrada sólo con el picaporte, y el jefe apareció, Buenas tardes, doctor, Más exacto sería decir malas tardes, conservador, si fueran buenas tardes, yo estaría sentado confortablemente en el consultorio, en vez de andar por esas calles con el desgraciado tiempo que hace, Cómo va nuestro enfermo, preguntó el conservador, y el médico respondió, Le he dado tres días de baja, es sólo una gripe. En aquel momento no era sólo una gripe. Tapado hasta la nariz, don José temblaba como si tuviese un ataque de paludismo, hasta el punto de hacer vibrar la cama de hierro donde yacía, aunque el temblor, irreprimible, no le venía de la fiebre, sino de una especie de pánico, de una total desorientación del espíritu, El jefe, aquí, pensaba, el jefe en mi casa, el jefe que le preguntaba, Cómo se siente, Mejor, señor, Tomó los comprimidos que le mande, Sí señor, Le hicieron efecto, Sí señor, Ahora dejará de tomar ésos y tomará los remedios que el doctor le haya recetado, Sí señor, A no ser que sean los mismos, déjeme ver, pues sí, son los mismos, aparte de unas inyecciones, yo me ocupo de esto. Don José no daba crédito a lo que tenía ante sus ojos, que la persona que doblaba la receta y la guardaba cuidadosamente en el bolsillo fuera realmente el jefe de la Conservaduría General. El jefe que a duras penas aprendiera a conocer nunca se comportaría de esa manera, no vendría en persona a interesarse por su estado de salud, y la posibilidad de que él mismo quisiera encargarse de la compra de los medicamentos de un escribiente sería simplemente absurda. Después necesitará un enfermero que le ponga las inyecciones, recordó el médico dejando la dificultad para quien estuviera dispuesto y fuese capaz de resolverla, no el pobre diablo griposo, esmirriado de delgado, con la barba canosa asomándole, como si no fuera suficiente la manifiesta incomodidad de la casa, aquella mancha de humedad en el suelo con todo el aspecto de haber sido causada por canalizaciones deficientes, cuántas tristezas de la vida podría contar un médico, si no fuese por el secreto profesional, Pero le prohíbo que salga a la calle en este estado, remató, Yo me ocupo de todo, doctor, dijo el conservador, telefoneo al enfermero de la Conservaduría, él compra los medicamentos y viene aquí a poner inyecciones, Ya no se encuentran muchos jefes como usted, dijo el médico. Don José asintió ligeramente con la cabeza, era lo máximo que conseguía hacer, obediente y cumplidor, sí, siempre lo había sido, y con cierto paradójico orgullo de serlo, pero no rastrero ni servil, nunca diría, por ejemplo, lisonjas imbéciles del tipo, Es el mejor jefe de la Conservaduría, No hay en el mundo otro igual, Se rompió el molde después de que lo hicieran, Por él, a pesar de mis mareos, hasta subo aquella maldita escalera. Don José tiene ahora otra preocupación, otra ansiedad, que el jefe se vaya, que se retire antes que el médico, tiembla imaginándose a solas con él, a merced de las preguntas fatales, Qué significa la mancha de humedad, Qué fichas eran esas que había sobre su mesilla de noche, De dónde las sacó, Dónde las escondió, De quién es el retrato.

Cerró los ojos, dio al rostro una expresión de insoportable sufrimiento, Déjenme en paz en mi lecho de dolor, parecía suplicar, pero los abrió de pronto, amedrentado, el médico había dicho, Sigo con la ronda, llámenme si empeora, en cualquier caso podemos estar razonablemente tranquilos, de neumonía no se trata, Le mantendremos al corriente, doctor, dijo el conservador, mientras acompañaba al médico.

Don José volvió a cerrar los ojos, oyó cerrarse la puerta, Es ahora, pensó. Los pasos firmes del jefe se aproximaban, venían hacia la cama, se detuvieron, Ahora me está mirando, don José no sabía qué hacer, podría fingir que se había adormilado, levemente adormilado como se duerme un enfermo cansado, pero el temblor de los párpados denuncia la falsedad, también podría, mejor o peor, fabricar en la garganta un gemido lastimoso, de esos de romper el corazón, pero una gripe común no da para tanto, sólo un tonto se dejaría engañar, no este conservador, que conoce los reinos de lo visible y de lo invisible de carrerilla y salteado. Abrió los ojos y él estaba allí, a dos pasos de la cama, sin ninguna expresión en el rostro, simplemente observándolo. Entonces don José creyó haber tenido una idea salvadora, debía agradecer los cuidados de la Conservaduría General, agradecer con elocuencia, con efusión, tal vez de esa manera consiguiese evitar las preguntas, pero en el justo momento en que iba a abrir la boca para pronunciar la frase consabida, No sé cómo he de agradecerle, el jefe se volvió de espaldas, al mismo tiempo que pronunciaba una palabra, una simple palabra, Cuídese, fue lo que dijo en un tono que tenía tanto de condescendiente como de imperativo, sólo los mejores jefes son capaces de unir de forma armoniosa sentimientos tan contrarios, por eso cuentan con la veneración de los subordinados. Don José intentó, al menos, decir Muchas gracias, señor, pero el jefe ya había salido, cerrando delicadamente la puerta tras de sí, como en un cuarto de enfermo se debe hacer. Don José tiene dolor de cabeza, pero su dolor es casi nada si lo comparamos con el tumulto que lleva dentro. Don José se encuentra en un estado de confusión tal que su primer movimiento después de que el conservador saliera fue meter la mano debajo del colchón para verificar que las fichas todavía estaban allí. Más ofensivo para el sentido común fue su segundo movimiento, que le hizo levantarse de la cama y dar dos vueltas a la llave de la puerta de comunicación con la Conservaduría, como quien desesperadamente pone trancas después de que le hayan robado la casa. Acostarse de nuevo fue apenas el cuarto movimiento, el tercero había sido volverse atrás pensando, Y si al jefe se le ocurre reaparecer, en ese caso lo más prudente, para evitar sospechas, sería dejar la puerta cerrada sólo con el pestillo. Decididamente, a don José, si de un lado le sopla, del otro le yace viento.

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