Authors: José Saramago
La idea que el techo dio a don José fue que interrumpiera las vacaciones y volviera al trabajo, Le dices al jefe que ya estás con fuerzas suficientes y le pides que te reserve el resto de los días para otra ocasión, esto en el caso de que todavía encuentres manera de salir del agujero en que te has metido, con todas las puertas cerradas y sin una pista que te oriente, El jefe va a encontrar extraño que un funcionario se presente al trabajo sin tener obligación y sin haber sido llamado, Cosas mucho más extrañas has estado tú haciendo en los últimos tiempos, Vivía en paz antes de esta obsesión absurda, andar buscando a una mujer que ni sabe que existo, Pero tú sí sabes que ella existe, el problema es ése, Mejor sería desistir de una vez, Puede ser, puede ser, en todo caso acuérdate de que no sólo la sabiduría de los techos es infinita, las sorpresas de la vida también lo son, Qué quieres decir con esa sentencia tan rancia, Que los días se suceden y no se repiten, Ésa es más rancia aún, no me digas que en esos lugares comunes consiste la sabiduría de los techos, comentó desdeñoso don José, No sabes nada de la vida si crees que hay alguna cosa más que saber, respondió el techo, y se calló.
Don José se levantó de la cama, escondió la credencial en el armario, entre los papeles del obispo, después buscó el cuaderno de apuntes y se puso a narrar los frustantes sucesos de la mañana, acentuando en particular los modos antipáticos del farmacéutico y su afilada mirada. Al final del relato, escribió, como si la idea hubiese sido suya, Creo que lo mejor es volver al trabajo. Cuando estaba guardando el cuaderno debajo del colchón se acordó de que no había almorzado, se lo dijo la cabeza, no el estómago, con el tiempo y el descuido de comer las personas acaban por dejar de oír el reloj del apetito. De continuar don José las vacaciones, no le importaría nada meterse en la cama el resto del día, quedarse sin comer, no cenar, dormir toda la noche pudiendo ser, o refugiarse en el sopor voluntario de quien ha decidido dar la espalda a los hechos desagradables de la vida. Pero tenía que alimentar el cuerpo para trabajar al día siguiente, detestaba que la debilidad lo pusiese otra vez a sudar frío y con ridículos mareos ante la conmiseración fingida de los colegas y la impaciencia de los superiores. Batió dos huevos, les añadió unas cuantas rodajas de chorizo, una buena pizca de sal gruesa, puso aceite en una sartén, esperó que se calentara hasta el punto justo, éste era su único talento culinario, el resto se resumía en abrir latas. Se comió la tortilla despacio, en pedacitos geométricamente cortados, haciéndola rendir lo más posible, apenas para ocupar el tiempo, no por deleite gastronómico. Sobre todo, no quería pensar. El imaginario y metafísico diálogo con el techo le sirvió para encubrir la total desorientación de su espíritu, la sensación de pánico que le producía la idea de que ya no tendría nada más que hacer en la vida si, como tenía razones para recelar, la búsqueda de la mujer desconocida había terminado.
Sentía un nudo duro en la garganta, como cuando le reñían de pequeño y querían que llorase, y él resistía, resistía, hasta que por fin las lágrimas se le saltaban, como también comenzaban a saltársele ahora, por fin.
Apartó el plato, dejó caer la cabeza sobre los brazos cruzados y lloró sin vergüenza, al menos esta vez no había nadie para reírse de él. Éste es uno de aquellos casos en que los techos nada pueden hacer para ayudar a las personas afligidas, tienen que limitarse a esperar allá arriba a que la tormenta pase, que el alma se desahogue, que el cuerpo se canse. Así le ocurrió a don José. Al cabo de unos minutos ya se sentía mejor, se enjugó bruscamente las lágrimas con la manga de la camisa y se fue a lavar el plato y el cubierto. Tenía la tarde entera ante él y nada que hacer. Pensó en visitar a la señora del entresuelo derecha, contarle más o menos lo que aconteciera, pero después consideró que no merecía la pena, ella le había dicho todo lo que sabía, y tal vez acabase preguntándole por qué demonios la Conservaduría General se esforzaba tanto a causa de una simple persona, de una mujer sin importancia, sería indecente falsedad responderle, además de estupidez rematada, que para la Conservaduría General del Registro Civil somos todos iguales, tal como el sol lo es para todos cuando nace, hay cosas que conviene no decir delante de un viejo si no queremos que él se nos ría en la cara. Don José recogió de un rincón de la casa un brazado de revistas y de periódicos antiguos, de los que ya había recortado noticias y fotografías, podía ser que algo interesante le hubiese pasado inadvertido, o que en ellos se comenzara a hablar de alguien que se presentaba como una aceptable promesa en los difíciles caminos de la fama. Don José volvía a sus colecciones.
De todos, el menos sorprendido fue el conservador. Habiendo, como de costumbre, entrado cuando todo el personal ya estaba en sus lugares y trabajando, paró durante tres segundos al lado de la mesa de don José, pero no pronunció palabra. Don José esperaba ser sometido a un interrogatorio directo sobre los motivos de su regreso anticipado al trabajo, pero el jefe se limitó a oír las explicaciones inmediatamente presentadas por el subdirector de la sección, a quien después despidió con un movimiento seco de la mano derecha, unidos y tensos los dedos índice y corazón, medio recogidos los restantes, lo que, según el código gestual de la Conservaduría, significaba que no estaba dispuesto a oír una palabra más del asunto. Confundido entre la primera expectativa de ser interrogado y el alivio de que lo hubieran dejado en paz, don José procuraba aclarar las ideas, concentrar los sentidos en el trabajo que el oficial le había puesto encima de la mesa, dos decenas de declaraciones de nacimiento cuyos datos deberían ser transcritos en las fichas y éstas archivadas en los ficheros del mostrador, en el competente orden alfabético. Era un trabajo simple, pero de responsabilidad, que, para don José, todavía débil de piernas y de cabeza, al menos tenía la ventaja de que se podía hacer sentado.
Los errores de los copistas son los que menos disculpa tienen, no resuelve nada que nos digan, Me distraje, por el contrario, reconocer una distracción es confesar que se pensaba en otra cosa, en vez de tener la atención puesta en nombres y en fechas cuya suprema importancia les viene de ser ellos, en el caso presente, quienes dan existencia legal a la realidad de la existencia. Sobre todo el nombre de la persona que nació. Un simple error de transcripción, el cambio de la letra inicial de un apellido, por ejemplo, haría que la ficha se colocara fuera de su lugar, incluso muy lejos de donde debería estar, como inevitablemente tendría que acontecer en esta Conservaduría General del Registro Civil, donde los nombres son muchos, por no decir que son todos.
Si el escribiente que, en tiempos pasados, copió en una ficha el nombre de don José hubiese escrito Xosé, equivocado mentalmente por una semejanza de pronunciación que casi alcanza la coincidenia, sería el colmo de los trabajos dar con la desorientada ficha para inscribir en ella cualquiera de los tres registros corrientes y comunes, el de matrimonio, el de divorcio, el de muerte, dos más o menos evitables, el otro nunca. Por eso don José va copiando con prudentísimo cuidado, letra a letra, las comprobaciones de vida de los nuevos seres que le fueron confiados, ya lleva transcritas dieciséis declaraciones de nacimiento, ahora atrae hacia sí la decimoséptima, prepara la ficha, y la mano de pronto le tiembla, los ojos vacilan, la piel de la frente se cubre de sudor. El nombre que tiene frente a él, de un individuo de sexo femenino, es, en casi todo, idéntico al de la mujer desconocida, sólo en el último apellido existe una diferencia, y, aun así, la primera letra es la misma. Se dan, por tanto, todas las probabilidades de que esta ficha, llevando el nombre que lleva, tenga que ser archivada a continuación de la otra, por eso don José como quien ya no puede dominar más la impaciencia al aproximarse el momento de un encuentro muy deseado, se levantó de la silla apenas acabó de hacer el registro, corrió al cajón respectivo del fichero, fue pasando los dedos nerviosos por encima de las fichas, buscó, encontró el lugar. La ficha de la mujer desconocida no estaba allí. La palabra fatal relampagueó inmediatamente dentro de la cabeza de don José, la fulminante palabra, Murió. Porque don José tiene la obligación de saber que la ausencia de una ficha del archivo significa irremisiblemente la muerte de su titular, son incontables las fichas que él mismo, en veinticinco años de funcionario, retiró de aquí y transportó al archivo de los muertos, pero ahora se niega a aceptar la evidencia, que sea ése el motivo de la desaparición, algún descuidado e incompetente colega cambió la ficha de lugar, tal vez esté un poco más delante, un poco más atrás, don José, por desesperación, quiere engañarse a sí mismo, nunca, en tantos y tantos siglos de Conservaduría General, una ficha de este archivo estuvo colocada fuera de su sitio, sólo hay una posibilidad, una sola, de que la mujer aún esté viva, es que su ficha se encuentre temporalmente en poder de uno de los otros escribientes para cualquier asentamiento nuevo, Tal vez se haya vuelto a casar, pensó don José, y, durante un instante, la inesperada contrariedad que le causó la idea le mitigó la perturbación. Después, casi sin darse cuenta de lo que hacía, puso la ficha que había copiado de la declaración de nacimiento en el lugar de la que desapareciera y, con las piernas trémulas, volvió a su mesa.
No podía preguntar a los colegas si tendrían, por casualidad, la ficha de la señora, no podía andar alrededor de sus mesas mirando de soslayo los papeles en los que trabajaban, no podía hacer nada aparte de vigilar el cajón del fichero, para ver si alguien iba a reintegrar en su sitio el pequeño rectángulo de cartulina distraído de allí por equivocación o por un motivo menos rutinario que la muerte. Las horas fueron pasando, la mañana dio lugar a la tarde, lo que don José consiguió digerir del almuerzo fue casi nada, alguna cosa tendrá en la garganta para que tan fácilmente le surjan estos nudos, estas estrecheces, estas angustias. En todo el día ningún colega abrió aquel cajón del fichero, ninguna ficha desencaminada encontró el camino de regreso, la mujer desconocida estaba muerta.
Esa noche don José volvió a la Conservaduría. Llevaba consigo la linterna de bolsillo y un rollo de cien metros de cuerda resistente. La linterna contenía una pila nueva, para varias horas de duración de uso continuo, pero don José, más que escarmentado por las dificultades que se vio obligado a enfrentar durante su peligrosa aventura de escalada y robo en el colegio, había aprendido que en la vida todas las preocupaciones son pocas, principalmente cuando se abandonan las vías rectas del proceder honesto para encaminarse por los atajos tortuosos del crimen. Imagínese que la minúscula lámpara se funde, imagínese que la lente que la protege y que intensifica la luz se suelta del encaje, imagínese que la linterna, con pila, lente y lámpara intactas, se cae en un agujero al que no llega ni con el brazo ni con un gancho, entonces, a falta del auténtico hilo de Ariadna, que no se atreve a usar a pesar de que nunca se cierra con llave el cajón de la mesa del jefe donde, con una linterna potente, se encuentra guardado para las ocasiones, don José utilizará un rústico y vulgar rollo de cuerda comprado en la droguería que le hará las veces y que reconducirá al mundo de los vivos aquel que, en este momento, se prepara para entrar en el reino de los muertos. Como funcionario de la Conservaduría General, don José dispone de toda la legitimidad para acceder a cualquier documento de registro civil, que es, no sería necesario repetirlo, la propia sustancia de su trabajo, por tanto alguien podrá extrañarse de que, al notar la falta de la ficha, no hubiese dicho al oficial de quien depende, Voy adentro a buscar la ficha de una mujer que ha muerto. La cuestión es que no bastaría anunciarlo, tendría que dar una razón administrativamente fundada y burocráticamente lógica, el oficial no dejaría de preguntar, Para qué la quiere, y don José no podría responderle, Para tener la certeza de que está muerta, adónde iría a parar la Conservaduría General si comenzase a satisfacer estas y otras curiosidades, no sólo morbosas sino también improductivas. Lo peor que podrá resultar de la expedición nocturna de don José será que no consiga encontrar los papeles de la mujer desconocida en el caos que es el archivo de los muertos.
Claro que, en principio, tratándose de un óbito reciente, los papeles deberán estar en lo que vulgarmente se designa entrada, pero aquí el problema comienza en la imposibilidad de saber, exactamente, dónde está la entrada del archivo de los muertos. Será demasiado simple decir, como insisten optimistas recalcitrantes, que el espacio de los muertos empieza necesariamente donde acaba el espacio de los vivos y viceversa, tal vez en el mundo exterior las cosas, de alguna manera, pasen así, dado que, salvo acontecimientos excepcionales, aunque no tan excepcionales cuanto nos gustaría, como son las catástrofes naturales o los conflictos bélicos, no es habitual que se vea en las calles a los muertos mezclados con los vivos. Ahora bien, por razones estructurales, y no sólo, en la Conservaduría General esto puede acontecer. Puede acontecer, y acontece. Ya habíamos explicado antes que, de tiempo en tiempo, cuando la congestión causada por la acumulación continua e irresistible de los muertos comienza a impedir el paso de los funcionarios por los corredores y, en consecuencia, a dificultar cualquier investigación documental, no hay más remedio que echar abajo la pared del fondo y volver a levantarla uno cuantos metros atrás. Sin embargo, por un involuntario olvido nuestro, no se mencionaron entonces los dos efectos perversos de esa congestión. En primer lugar, durante el tiempo en que la pared está siendo construida, es inevitable que las fichas y los expedientes de los muertos recientes, por falta de espacio propio en el fondo del edificio, se vayan aproximando peligrosamente y rocen, del lado de acá, los expedientes de los vivos que se encuentran ordenados en la parte extrema interior de las respectivas estanterías, dando origen a una franja de delicadas situaciones de confusión entre los que aún están vivos y los que ya están muertos. En segundo lugar, cuando la pared se encuentra levantada y el techo prolongado, y ya el archivo de los muertos puede volver a la normalidad, esa misma confusión, fronteriza, por decirlo así, tornará imposible, o por lo menos pernicioso en alto grado, el transporte, para la tiniebla del fondo, de la totalidad de los muertos intrusos, con perdón de la impropia palabra. Se añade aún a estos no pequeños inconvenientes la circunstancia de que los dos escribientes más jóvenes, sin que el jefe o los colegas lo sospechen, no tienen reparos, de vez en cuando, sea por deficiencia de su formación profesional, sea por graves carencias en su ética personal, en soltar en cualquier parte un muerto, sin darse el trabajo de ir allá adentro para ver si habría o no un espacio libre. Si esta vez la suerte no estuviera del lado de don José, si no le favoreciera el azar, la aventura del asalto a la escuela, comparada con la que aquí le espera, a pesar de lo arriesgada que fue, había sido un paseo.