Cuando se me acabaron los ahorros, trabajé unos tres o cuatro días hasta reunir algún dinero. Encontraba trabajo en cualquier sitio. Vagaba sin rumbo de un pueblo a otro. El mundo estaba lleno de cosas enigmáticas y de personas extrañas. En una ocasión llamé a Midori. Me moría de ganas de oír su voz.
—Hace siglos que han empezado las clases —me dijo—. Y tenemos que entregar un montón de trabajos… ¿Qué vas a hacer? Llevas tres semanas sin dar señales de vida… ¿Dónde estás? ¿Qué estás haciendo?
—Lo siento, pero no puedo volver a Tokio. Aún no.
—¿Eso es lo único que tienes que decirme?
—Ahora no puedo explicarte nada. En octubre…
Midori colgó sin añadir una palabra.
Continué mi viaje. De vez en cuando me alojaba en pensiones baratas, donde me daba un baño y me afeitaba. El espejo me devolvía una imagen desalentadora: la piel quemada por el sol, los ojos hundidos, las enflaquecidas mejillas llenas de manchas y cortes. Parecía que acabara de salir arrastrándome fuera del fondo de un agujero oscuro, pero, al mirarme con atención, comprendía que aquél era mi rostro.
Estuve recorriendo la costa del Mar de Japón: Tottori y la costa norte de Hyôgo. Era cómodo seguir la línea de la costa. En la playa siempre encontraba lugares agradables donde dormir. También podía reunir trozos de madera arrastrados por las olas, encender fuego y asar el pescado seco que había comprado en alguna pescadería. Entre trago y trago de whisky, escuchando el ruido de las olas, pensaba en Naoko. Era tan extraño que hubiese muerto, tan extraño que no estuviera ya en este mundo… Todavía no lo había asimilado. No podía creerlo. Había oído el repiqueteo de los clavos sobre su ataúd, pero no podía relacionarlo con el hecho, incontestable, de que Naoko hubiera vuelto a la nada.
Su recuerdo era demasiado nítido. Aún me imaginaba su boca envolviendo suavemente mi pene, su pelo cayendo sobre mi vientre. Me acordaba de su calor, de su aliento, del tacto desconsolado de la eyaculación. Lo recordaba tan claramente como si hubiera ocurrido cinco minutos antes. Y tenía la sensación de que Naoko se encontraba a mi lado, y de que si alargaba la mano podía tocarla. Pero ella no estaba. Su cuerpo ya no existía en este mundo.
En las noches de insomnio me asaltaban diferentes imágenes de Naoko. No podía evitar que acudieran a mi memoria. En mi corazón, se habían acumulado demasiados recuerdos de ella. En cuanto encontraban una grieta, por pequeña que fuera, iban saliendo, uno tras otro, imparables. Fui incapaz de detener esa fuga.
Me acordaba de Naoko en aquella mañana de lluvia, con el chubasquero amarillo, limpiando el gallinero y acarreando el saco de grano. Recordaba el pastel de cumpleaños medio deshecho y el tacto de mi camisa empapada por las lágrimas de Naoko. Sí, aquella noche también llovía. Era invierno; Naoko caminaba a mi lado, con aquel abrigo de piel de camello. Ella siempre se sacaba el pasador del pelo y jugueteaba con él. Y siempre me miraba fijamente con aquellos ojos transparentes. Ahora llevaba una bata azul y estaba sentada en el sofá, con el mentón descansando en las rodillas.
Sus imágenes me golpeaban, una tras otra, como las olas de la marea, arrastrándome hacia un lugar extraño. Y en este extraño lugar yo vivía con los muertos. Allí Naoko estaba viva y los dos hablábamos, nos abrazábamos. En ese lugar, la muerte no ponía fin a la vida. Allí la muerte conformaba la vida. Y Naoko, henchida de muerte, allí continuaba viviendo. Me decía: «Tranquilo, Watanabe. No es más que la muerte. No te preocupes».
En ese lugar no me sentía triste. Porque la muerte era sólo la muerte, y Naoko era Naoko. «No te preocupes. Estoy aquí, ¿no es cierto?», me decía sonriendo. Sus gestos habituales serenaban mi corazón, me consolaban. Y yo pensaba: «Si la muerte es esto, después de todo no es algo tan malo». «Claro. Morir no es nada del otro mundo», me decía Naoko. «La muerte es la muerte. Además, aquí todo es muy fácil», me contaba en los intervalos entre una ola y la siguiente.
Pronto la marea se retiraba y me dejaba solo en la playa, impotente, sin un lugar adónde ir, con la tristeza envolviéndome como un manto de tinieblas. Solía llorar en esos momentos. De hecho, más que llorar, unas lágrimas gruesas brotaban como gotas de sudor.
Cuando murió Kizuki aprendí una cosa. Quizá me resigné a hacerla mía: «La muerte no se opone a la vida, la muerte está incluida en nuestra vida».
Es una realidad. Mientras vivimos, vamos criando la muerte al mismo tiempo. Pero ésta es sólo una parte de la verdad que debemos conocer. La muerte de Naoko me lo enseñó. Me dije: «El conocimiento de la verdad no alivia la tristeza que sentimos al perder a un ser querido. Ni la verdad, ni la sinceridad, ni la fuerza, ni el cariño son capaces de curar esta tristeza. Lo único que puede hacerse es atravesar este dolor esperando aprender algo de él, aunque todo lo que uno haya aprendido no le sirva para nada la próxima vez que la tristeza lo visite de improviso». Pensé en ello, noche tras noche, en mi soledad, oyendo el ruido de las olas y el rugido del viento. Vacié muchas botellas de whisky, mordisqueé pan, bebí agua de la petaca en mi larga marcha hacia el oeste, con la mochila dando bandazos a mi espalda y el pelo lleno de arena…, día tras día de aquel principio de otoño.
Un atardecer en que soplaba un fuerte viento, yo estaba acurrucado dentro de mi saco de dormir, llorando, al resguardo de un barco abandonado, cuando se me acercó un joven pescador y me ofreció un cigarrillo. Lo acepté y fumé por primera vez en diez meses. El pescador me preguntó por qué estaba llorando. En un acto reflejo, le mentí diciéndole que mi madre había muerto. Estaba tan triste que vagaba de un lugar a otro. Él me compadeció de todo corazón. Y trajo de su casa una botella grande de sake y dos vasos.
Bebí en su compañía en aquella playa barrida por el viento.
—A los dieciséis años, yo también perdí a mi madre —me dijo el pescador.
Me contó que su madre, a pesar de no haber gozado de buena salud, se había matado trabajando de la mañana a la noche. Yo lo escuchaba abstraído, asintiendo de vez en cuando. Sus palabras parecían llegarme de un mundo lejano. «¿Y a mí qué me importa?», pensé. Me enfurecí y de repente me asaltó un violento impulso de rodearle el cuello con mis manos y estrangularlo. «¿Qué me importa lo que le haya pasado a tu madre? ¡Yo he perdido a Naoko! ¡Un cuerpo tan hermoso como el suyo ya no está en este mundo! ¿Cómo te atreves a hablarme de tu madre?»
Pero la ira se disipó muy pronto. Cerré los ojos y escuché sin escuchar, distraído, la interminable historia del pescador. Poco después me preguntó si ya había cenado. Le respondí que no, pero que en la mochila llevaba pan, queso, tomates y chocolate. Me preguntó qué había comido al mediodía.
—Pan, queso, tomates y chocolate —le respondí.
Entonces me dijo que esperara y se fue. Intenté detenerlo, pero él desapareció a toda prisa en la oscuridad.
Me quedé bebiendo solo. La arena estaba cubierta de restos de petardos; las olas rompían en la playa con un bramido salvaje. Un perro flaco se acercó moviendo la cola y se quedó rondando alrededor de la pequeña hoguera que había encendido, con aire de estar preguntándose si conseguiría comida; al comprender que no se alejó, resignado.
Media hora después, el joven pescador volvió con dos cajas de
sushi
y otra botella de sake.
—Cómete primero ésta —me dijo señalando la caja de encima—. En la de debajo hay
norimaki
e
inarizushi
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, que aguantarán hasta mañana.
Se sirvió sake y me llenó el vaso. Tras beber todo el alcohol que fuimos capaces de soportar, me propuso que pasara la noche en su casa, pero al decirle que prefería dormir allí, no insistió. Al despedirnos, se sacó del bolsillo un billete de cinco mil yenes y lo metió en el bolsillo de mi camisa diciendo que, con aquel dinero, debía comprarme algo nutritivo, porque tenía muy mala cara. Lo rechacé aduciendo que ya había hecho demasiado por mí, que sólo faltaba que me diera dinero, pero él no quiso tomarlo.
—No es dinero, son mis sentimientos. Acéptalo sin darle más vueltas.
No pude hacer otra cosa que darle las gracias y aceptarlo.
En cuanto el pescador se marchó, me acordé de la primera chica con la que me acosté, en tercero de bachillerato. Sentí escalofríos al pensar en lo grosero que había sido con ella. Apenas había tenido en cuenta lo que ella pensaba, lo que sentía, si podía herirla. Y hasta aquel instante no había vuelto a recordarla. Era una chica muy cariñosa. Pero yo en aquella época daba la dulzura por sentada. «¿Qué estará haciendo ahora?», pensé. «¿Me habrá perdonado?»
Sentí náuseas y vomité junto al casco del barco abandonado. Tenía la cabeza embotada por el alcohol y me sentía muy mal por haber mentido al pescador y haber aceptado su dinero. Pensé que ya iba siendo hora de volver a Tokio.
No podía seguir llevando aquella vida indefinidamente, hasta la eternidad. Enrollé mi saco de dormir, lo guardé en la mochila, que me eché a la espalda, me dirigí a la estación de los ferrocarriles nacionales y allí le pregunté al empleado cómo podía llegar a Tokio lo antes posible. Consultó los horarios y me dijo que si lograba enlazar con varios trenes nocturnos, llegaría a Osaka a la mañana siguiente. Una vez allí, podía subir a un Shinkansen que se dirigiera a Tokio. Tras agradecerle la información, compré un billete para Tokio con los cinco mil yenes que me había dado aquel hombre. Mientras esperaba el tren, compré un periódico y miré la fecha. Estábamos a 2 de octubre de 1970. Llevaba un mes viajando. «Tengo que volver al mundo real», pensé.
El mes de viaje no me levantó el ánimo, ni suavizó el impacto producido por la muerte de Naoko. Regresé a Tokio en un estado similar al de un mes atrás. Ni siquiera me sentí capaz de llamar a Midori. No sabía cómo abordarla. ¿Qué podía decirle? ¿«Todo ha terminado. Intentemos ser felices»? ¿Podía decirle esto? Por supuesto que no. Sin embargo, le dijera lo que le dijera, utilizara las palabras que utilizara, en definitiva había un único hecho cierto. Naoko estaba muerta y Midori seguía viva. Naoko se había convertido en blanca ceniza; Midori era de carne y hueso.
Me sentía manchado. Al volver a Tokio, pasé varios días encerrado en mi habitación. Mi memoria no estaba ligada a los vivos, sino a los muertos. Las habitaciones que le había reservado a Naoko permanecían con las persianas bajadas, los muebles estaban cubiertos con trapos blancos, en el alféizar de la ventana se había posado una fina capa de polvo. Pasaba la mayor parte del día en aquellas habitaciones. Y pensaba en Kizuki. «¡Vaya, Kizuki! Al final has conseguido a Naoko, ¿eh? Al principio ella fue tuya. Quizás es allí adónde ella debía ir. Pero, en este mundo imperfecto de los vivos, he hecho todo lo posible por ella. He intentado empezar una nueva vida con ella. En fin… Tú ganas. Te la cedo. Ella te ha elegido. Se ha ahorcado en lo más profundo de un bosque tan oscuro como su mente. Kizuki, hace tiempo arrastraste una parte de mí hacia el mundo de los muertos. Y ahora es Naoko quien arrastra otra parte. A veces me siento como el portero de un museo. Un museo vacío, desierto, que ya nadie visita. Y yo lo custodio exclusivamente para mí.»
Cuatro días después de regresar a Tokio recibí una carta de Reiko. En el sobre había pegado un sello de correo urgente. El contenido de la carta era conciso.
«No he podido localizarte. Estoy muy preocupada por ti. Llámame. Te espero a las nueve de la mañana y a las nueve de la noche en este número.»
Marqué el número de teléfono a las nueve de la noche. Reiko contestó enseguida.
—¿Cómo estás? —me preguntó.
—No muy bien —dije.
—¿Puedo venir a visitarte pasado mañana?
—¿Venir a visitarme dices? ¿A Tokio?
—Sí. Quiero hablar contigo con calma.
—¿Te marchas de la residencia?
—Si no, no podría visitarte —afirmó—. Ha llegado el momento de irme. Ya llevo ocho años aquí… Si sigo más tiempo en este lugar, me pudriré.
Las palabras no acudían a mi boca; permanecí en silencio durante un momento.
—Llegaré a la estación de Tokio pasado mañana en el Shinkansen de las tres y veinte. ¿Vendrás a buscarme? Aún recuerdas mi cara, ¿verdad? ¿O quizás, ahora que Naoko ha muerto, ya no te intereso?
—¡No digas tonterías! Te espero pasado mañana a las tres y veinte en la estación de Tokio.
—Enseguida me reconocerás. No hay muchas mujeres maduras que lleven una funda de guitarra.
Efectivamente, no me costó nada localizarla. Llevaba una chaqueta de corte masculino de
tweed,
unos pantalones blancos, unas zapatillas de deporte rojas, el pelo tan corto y alborotado como de costumbre, con las puntas levantándose aquí y allá. Cargaba con una maleta de viaje de piel marrón en la mano derecha, y una funda de guitarra de color negro en la izquierda. Cuando me vio, contrajo las arrugas de su rostro en una sonrisa. No pude evitar sonreír. Le llevé la maleta hasta el andén de la línea Chûô.
—Watanabe, ¿desde cuándo tienes tan mal aspecto? ¿O tal vez ésta es la última moda en Tokio?
—He estado viajando durante un tiempo. Y no he comido nada que fuera mínimamente alimenticio —me excusé—. ¿Qué te ha parecido el Shinkansen?
—Horrible. Las ventanas no se abren. Me ha costado sudor y lágrimas comprar algo para comer en una estación a medio camino.
—Pero dentro del tren había gente vendiendo cosas, supongo.
—¿Te refieres a esos sándwiches caros y asquerosos? Ni siquiera un caballo hambriento comería esa basura. A mí me gustaba el besugo que vendían en la estación de Gotenba.
—Si hablas así, te tomarán por una vieja.
—¡Y qué más da! Soy vieja —dijo Reiko.
De camino a Kichijôji, Reiko estuvo mirando por la ventanilla del tren la zona de Musashino con gran curiosidad.
—¿Tanto ha cambiado esto en ocho años? —le pregunté.
—¿Puedes imaginarte cómo me siento en estos momentos?
—No.
—Tengo tanto miedo que siento que voy a enloquecer —reconoció Reiko—. No sé qué debo hacer. Parece que me han soltado aquí, sola. La expresión «siento que voy a enloquecer» no tiene desperdicio, ¿no te parece?
Le tomé la mano, entre risas.
—Tranquila. Todo irá bien. Además, has logrado salir de allí por tu propio pie.
—No, no ha sido gracias a mí —dijo Reiko—. Lo he conseguido gracias a Naoko y a ti. Sin Naoko, no soportaba permanecer en ese sitio. Además, necesitaba venir a Tokio y hablar contigo. Por eso me he marchado. Si no hubiera sucedido nada, tal vez me hubiera quedado allí para siempre.