No era la primera vez que hablaba de matar a la Montaña.
—Pero es vuestro hermano —dijo Arya, titubeante.
—¿No has querido matar nunca a uno de tus hermanos? —Se volvió a reír—. ¿Ni a tu hermana? —Algo debió de verle en el rostro, porque se inclinó hacia ella—. A Sansa. Es eso, ¿verdad? La niña lobo quiere matar al pajarito.
—No —le espetó Arya—. Quiero matarte a ti.
—¿Porque corté en dos a tu amiguito? No fue el primero, te lo aseguro. Pensarás que soy un monstruo. Bueno, es posible, pero también le salvé la vida a tu hermana. El día en que la turba la tiró del caballo me metí entre aquella gentuza y la llevé de vuelta al castillo, si no le habría pasado lo mismo que a Lollys Stokeworth. Y ella cantó para mí. ¿A que eso no lo sabías? Tu hermana me cantó una canción.
—Es mentira —replicó al instante.
—No sabes ni la mitad de lo que crees. El Aguasnegras... por los siete infiernos, ¿dónde crees que estamos? ¿Adónde crees que vamos?
El desprecio que teñía su voz la hizo dudar.
—De vuelta a Desembarco del Rey —dijo—. Me vais a entregar a Joffrey y a la reina. —No era verdad, se había dado cuenta de repente al oír cómo le planteaba la pregunta. Pero algo tenía que decir.
—Lobita idiota y ciega. —Tenía la voz dura y tosca como una lima de hierro—. Que le den por culo a Joffrey, que le den por culo a la reina, que le den por culo a esa gárgola retorcida de su hermano... Estoy harto de su ciudad, de la Guardia Real y de los Lannister. ¿Qué pinta un perro entre leones? —Cogió el odre de agua y bebió un largo trago. Se secó la boca y ofreció el odre a Arya—. Ese río era el Tridente, niña. El Tridente, no el Aguasnegras. Imagínate el mapa. Mañana llegaremos al camino real. Después podremos avanzar más deprisa, directos hacia Los Gemelos. Seré yo quien te entregue a tu madre. No el noble señor del relámpago ni ese falso sacerdote de las llamas, ese monstruo. —Sonrió al ver su expresión—. ¿Pensabas que tus amigos los bandidos eran los únicos que podían oler un rescate desde lejos? Dondarrion se quedó con mi oro, así que yo me quedo contigo. Calculo que vales el doble de lo que me robaron. Tal vez más si te entregara a los Lannister como tanto temes, pero no lo haré. Hasta un perro se harta de recibir patadas. Si ese Joven Lobo tiene los sesos que los dioses dieron a un sapo me nombrará señor y me suplicará que entre a su servicio. Puede que aún no lo sepa, pero me necesita. Es posible que hasta mate a Gregor por él. Eso le encantaría.
—Nunca te tomará a su servicio —le espetó—. ¿A ti? Jamás.
—Entonces cogeré todo el oro con el que pueda cargar, me reiré en su cara y me marcharé. Si no quiere mi ayuda haría mejor en matarme, pero no lo hará. Tengo entendido que se parece demasiado a su padre. Por mí, perfecto. De cualquier manera salgo ganando. Igual que tú, loba. Así que deja de lloriquear y de lanzarme dentelladas, ya estoy harto. Cierra la boca como te he dicho, y hasta es posible que lleguemos a tiempo para la mierda de la boda de tu tío.
La yegua estaba reventada, pero Jon no le podía dar descanso. Tenía que llegar al Muro antes que el Magnar. Habría dormido en la silla de tenerla; careciendo de ella ya le costaba bastante mantenerse sobre el caballo cuando estaba despierto. La pierna le dolía cada vez más. No se atrevía a descansar lo suficiente para que se le cerrara la herida, de manera que se le abría de nuevo cada vez que volvía a montar.
Cuando llegó a la cima de una pendiente y vio ante él la estela serpenteante entre llanuras y colinas que era el camino real dio unas palmadas a la yegua en el cuello.
—Ahora sólo tenemos que seguirlo, preciosa. Pronto llegaremos al Muro.
Para entonces tenía la pierna tan rígida como si fuera de palo, y la fiebre lo había aturdido tanto que en dos ocasiones se encontró cabalgando en la dirección que no debía.
«Pronto llegaremos al Muro.» Se imaginó a sus amigos bebiendo vino especiado en la sala común. Hobb estaría entre sus pucheros, Donal Noye en la forja, el maestre Aemon en sus habitaciones bajo la pajarera... «¿Y el Viejo Oso? ¿Y Sam, Grenn, Edd el Penas y Dywen con su dentadura de madera...?» Jon rezaba por que alguno hubiera conseguido escapar del Puño.
Ygritte también ocupaba buena parte de sus pensamientos. Recordaba el olor de su cabello, la calidez de su cuerpo... y la expresión de su rostro mientras degollaba al anciano.
«No debiste amarla —le susurraba una voz—. No debiste abandonarla —insistía una voz diferente. Se preguntaba si su padre se habría sentido así de desgarrado cuando abandonó a la madre de Jon para volver con Lady Catelyn—. Estaba comprometido con Lady Stark, igual que yo estoy comprometido con la Guardia de la Noche.»
Estaba tan trastornado por la fiebre que casi pasó de largo Villa Topo sin darse cuenta. La mayor parte del pueblo estaba bajo tierra, a la escasa luz de la luna sólo se veían unas cuantas casuchas de pequeño tamaño. El burdel era un cobertizo poco más grande que una letrina, el farol rojo crujía sacudido por el viento, era un ojo ensangrentado que escudriñaba la oscuridad. Jon se detuvo en el establo contiguo y estuvo a punto de caerse de la yegua mientras desmontaba, antes de conseguir despertar a gritos a dos mozos.
—Necesito un caballo descansado, con silla y riendas —les dijo en un tono que no admitía discusión. Le llevaron lo que pedía y también un odre de vino y media hogaza de pan moreno—. Despertad a todo el pueblo —les ordenó—. Dad la alarma. Hay salvajes al sur del Muro. Recoged vuestras cosas e id al Castillo Negro.
Montó en la silla del caballo negro que le habían entregado, apretó los dientes para soportar el dolor de la pierna y emprendió el galope hacia el norte.
A medida que las estrellas se iban difuminando en el cielo del este, el Muro apareció ante él, por encima de los árboles y las nieblas matutinas. La luz de la luna brillaba clara sobre el hielo. Espoleó al capón por el camino embarrado y resbaladizo hasta que vio las torres de piedra y los edificios de madera del Castillo Negro amontonados como juguetes rotos contra el gran acantilado de hielo. Para entonces el Muro brillaba ya rosado y púrpura con las primeras luces del amanecer.
No había centinelas que le dieran el alto cuando pasó por las edificaciones más periféricas. Nadie le impidió el paso. El Castillo Negro parecía casi tan ruinoso como Guardiagrís. En las grietas de las losas de los patios crecían hierbajos oscuros y quebradizos. El tejado de los Barracones de Pedernal estaba cubierto de nieve vieja, que también se amontonaba contra la cara norte de la Torre de Hardin, donde había dormido Jon antes de pasar a ser el mayordomo del Viejo Oso. Largos dedos de tizne veteaban la Torre del Lord Comandante allí donde el humo había salido por las ventanas. Después del incendio, Mormont se había trasladado a la Torre del Rey, pero Jon tampoco vio luces allí. Desde donde se encontraba no alcanzaba a ver si había centinelas en el Muro, a doscientos metros de altura, pero no vio a nadie en la zigzagueante escalera que ascendía por la cara sur del hielo como un relámpago de madera gigantesco.
En cambio sí había humo en la chimenea de la armería, apenas un jirón casi invisible ante el cielo gris del norte; pero con eso bastaba. Jon desmontó y cojeó hacia allí. Una ola de calor salió por la puerta abierta como el aliento cálido del verano. Dentro, el manco Donal Noye manejaba los fuelles junto al fuego. Al oírlo llegar alzó la vista.
—¿Jon Nieve?
—El mismo.
Pese a la fiebre, el agotamiento, la pierna, el Magnar, el anciano, Ygritte, Mance, pese a todo, Jon sonrió. Era agradable estar de vuelta, era agradable ver a Noye con su barrigón, su manga sujeta con un alfiler y la mandíbula erizada por la negra barba incipiente.
—¿Qué te ha pasado en la cara? —preguntó el herrero soltando el fuelle.
—Un cambiapiel intentó sacarme el ojo. —Casi se le había olvidado aquello.
—Con o sin cicatrices es una cara que no creía volver a ver. —Noye tenía el ceño fruncido—. Nos enteramos de que te habías pasado al bando de Mance Rayder.
—¿Quién os ha dicho eso? —Jon se agarró a la puerta para mantenerse en pie.
—Jarman Buckwell. Volvió hace dos semanas. Sus exploradores aseguran que te vieron con sus propios ojos, que cabalgabas con la columna de salvajes y que llevabas una capa de piel de oveja. —Noye se quedó mirándolo—. Ya veo que al menos lo último es verdad.
—Todo es verdad —confesó Jon—. En cierto modo.
—Entonces, ¿debería clavarte una espada en las tripas?
—No. Obedecía órdenes. Las últimas órdenes de Qhorin Mediamano. ¿Dónde está la guarnición, Noye?
—Defendiendo el Muro de tus amigos los salvajes.
—Sí, pero ¿dónde?
—Por todas partes. Harma Cabeza de Perro ha sido vista en Guardiabosque del Lago, Casaca de Matraca en Túmulo Largo y el Llorón en Marcahielo. Están por todo el Muro, aquí y allá, están escalando cerca de Puerta de la Reina, intentan derribar las puertas de Guardiagrís, se agrupan en Guardiaoriente... pero en cuanto ven una capa negra se marchan, y al día siguiente aparecen en otra parte.
—Es una estratagema. —Jon tuvo que contenerse para no gemir—. Mance quiere que nos dispersemos, ¿no te das cuenta? —«Y Bowen Marsh lo ha complacido»—. La puerta está aquí. El ataque será aquí.
—Tienes la pierna empapada de sangre —dijo Noye cruzando la estancia.
—Una herida de flecha... —Jon bajó la vista. Era verdad. La herida se le había vuelto a abrir.
—Una flecha salvaje. —No era una pregunta. Noye sólo tenía un brazo, pero de buenos músculos. Lo deslizó bajo el de Jon para que se apoyara—. Estás blanco como la leche y ardiendo de fiebre. Te voy a llevar con Aemon.
—No tenemos tiempo. Hay salvajes al sur del Muro, vienen de Corona de la Reina para abrir la puerta.
—¿Cuántos? —Noye casi tuvo que sacar en volandas a Jon.
—Ciento veinte, y bien armados para ser salvajes. Armaduras y armas de bronce, algunas piezas de acero. ¿Cuántos hombres quedan aquí?
—Cuarenta y tantos —dijo Donal Noye—. Los tullidos, los enfermos, unos cuantos novatos que aún se están entrenando...
—Si no está Marsh, ¿a quién nombró castellano?
El herrero se echó a reír.
—A Ser Wynton, los dioses lo guarden. El último caballero del castillo y todo eso. Pero por lo visto a Stout se le ha olvidado, y ninguno tenemos prisa por recordárselo. Me imagino que soy lo más parecido a un comandante que tenemos ahora mismo. El mejor de los tullidos.
Eso al menos era una buena noticia. El armero manco era testarudo, duro y curtido en la batalla. En cambio Ser Wynton Stout... en fin, todo el mundo estaba de acuerdo en que había sido un buen hombre en otros tiempos, pero llevaba ochenta años en la Guardia y ya había perdido las fuerzas y los sesos. En cierta ocasión se había quedado dormido mientras cenaba y estuvo a punto de ahogarse en un cuenco de sopa de guisantes.
—¿Dónde está tu lobo? —le preguntó Noye mientras cruzaban el patio.
—
Fantasma
. Lo tuve que dejar atrás cuando escalamos el Muro. Tenía la esperanza de que hubiera vuelto aquí.
—Lo siento, muchacho. No hemos visto ni rastro de él. —Subieron cojeando por las escaleras hasta la puerta del maestre que daba a la alargada estancia de madera bajo la pajarera. El armero le dio una patada—. ¡Clydas!
Tras unos momentos un hombre menudo, encorvado, de hombros caídos y vestido de negro asomó la cabeza. Los ojillos rosados se abrieron de par en par al ver a Jon.
—Acuesta al chico, voy a buscar al maestre.
En la chimenea ardía un fuego y la habitación era casi demasiado calurosa. El calor adormiló a Jon. En cuanto Noye lo tumbó de espaldas tuvo que cerrar los ojos para que el mundo dejara de dar vueltas. Oía los graznidos de los cuervos, que protestaban arriba, en la pajarera.
—
Nieve
—chillaba un pájaro—.
Nieve, nieve, nieve.
Jon recordó que aquello había sido obra de Sam. Se preguntó si Samwell Tarly habría logrado regresar sano y salvo, o sólo sus pájaros.
El maestre Aemon no tardó en llegar. Caminaba despacio, con una mano llena de manchas en el brazo de Clydas mientras arrastraba los pies con pasos lentos y cautelosos. Llevaba en torno al flaco cuello la cadena con sus pesados eslabones, los de oro y los de plata relucientes entre los de hierro, plomo, estaño y otros metales de baja ley.
—Jon Nieve —dijo—, cuando estés más fuerte tienes que contarme todo lo que has visto y todo lo que has hecho. Donal, pon vino a calentar, también mis hierros. Los necesito al rojo. Clydas, me va a hacer falta tu cuchillo, el más afilado.
El maestre tenía más de cien años. Estaba encorvado, frágil, calvo y casi ciego. Pero aunque sus ojos lechosos apenas veían, tenía la mente tan despierta y viva como siempre.
—Vienen los salvajes —le dijo Jon mientras Clydas le cortaba la pernera de los calzones y apartaba la gruesa tela negra llena de costras de sangre vieja y empapada de la fresca—. Desde el sur. Escalamos el Muro...
El maestre Aemon olfateó el rudimentario vendaje de Jon cuando Clydas lo terminó de cortar.
—¿Escalamos?
—Yo iba con ellos. Qhorin Mediamano me ordenó que me uniera a su grupo. —Jon hizo una mueca cuando el dedo del maestre exploró la herida, hurgó y sondeó—. El Magnar de Thenn... ¡aaah, cómo duele! —Apretó los dientes—. ¿Dónde está el Viejo Oso?
—Jon... Siento tener que decírtelo, pero sus propios hermanos juramentados asesinaron al Lord Comandante Mormont en el Torreón de Craster.
—Herma... ¿los nuestros?
Las palabras de Aemon dolían cien veces más que sus dedos. Jon recordó al Viejo Oso tal como lo había visto por última vez, de pie delante de su tienda con el cuervo en el hombro pidiendo maíz a graznidos. «Mormont... ¿muerto?» Se lo había temido desde que vio los resultados de la batalla en el Puño, pero no por eso sentía menos el golpe.
—¿Quién fue? ¿Quién se volvió contra él?
—Garth de Antigua, Ollo Manomocha, el Daga... ladrones, cobardes y asesinos. Lo tendríamos que haber visto venir. La Guardia ya no es lo que era. Hay muy pocos hombres honrados que mantengan en su sitio a los canallas. —Donal Noye removió las hierbas del maestre que estaban al fuego—. Una docena de buenos hermanos consiguieron volver. Edd el Penas, Gigante, tu amigo el Uro... Ellos fueron los que nos lo contaron todo.
«¿Sólo una docena?» Habían sido doscientos los que salieron del Castillo Negro con el Lord Comandante Mormont, doscientos de los mejores hombres de la Guardia.