Tormenta de Espadas (50 page)

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Authors: George R. R. Martin

Tags: #Fantástico

BOOK: Tormenta de Espadas
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—Ojalá tuviera una espada llameante. —Había mucha gente a la que Arya habría querido prender fuego.

—Ya te he dicho que no es más que un truco. El fuego valyrio echa a perder el acero. Mi maestro le vendía una espada nueva a Thoros después de cada torneo. Y no había vez que no discutieran por el precio. —Gendry volvió a poner las tenazas en su sitio y descolgó el pesado martillo—. El maestro Mott me dijo que ya era hora de que hiciera mi primera espada. Me dio un buen trozo de acero, y yo sabía cómo iba a dar forma a la hoja. Pero entonces llegó Yoren y se me llevó para la Guardia de la Noche.

—Si quieres, todavía puedes forjar espadas —dijo Arya—. Para mi hermano Robb, cuando lleguemos a Aguasdulces.

—Aguasdulces. —Gendry dejó el martillo y la miró—. Estás diferente. Pareces una niña de verdad.

—Parezco un roble, con tanta bellota.

—Pero bonito. Un roble bonito. —Se acercó un paso y la olfateó—. Si hasta hueles bien, para variar.

—Pues tú no, tú hueles a rayos.

Arya le dio un empujón contra el yunque y echó a correr, pero Gendry la agarró por un brazo. Ella le puso la zancadilla y lo hizo caer, pero él la arrastró en la caída, y rodaron por el suelo de la herrería. Gendry era fuerte, pero Arya era más rápida. Cada vez que trataba de agarrarla, se liberaba y le daba un puñetazo. Los golpes sólo hacían reír al chico, con lo que ella se enfadaba todavía más. Al final consiguió agarrarle las dos muñecas con una mano y empezó a hacerle cosquillas con la otra, hasta que Arya le dio un rodillazo entre las piernas y se libró de él. Los dos estaban cubiertos de polvo, y se le había desgarrado una manga del estúpido vestido de las bellotas.

—¡A que ya no estoy tan bonita! —gritó.

Cuando volvieron a la sala, Tom estaba cantando.

Mi cama de plumas es blanda y profunda
y allí te tenderé,
te vestiré toda de seda amarilla,
y tu cabeza coronaré.

Porque tú serás la dama de mi amor,
y yo tu señor.
Abrigada y a salvo siempre te tendré,
con mi espada te protegeré.

Al verlos, Harwin estalló en carcajadas y Anguy le dedicó una de sus bobaliconas sonrisas pecosas.

—¿Estamos seguros de que es una dama noble? ¿Seguros, seguros?

En cambio, Lim Capa de Limón le dio un capón a Gendry.

—¡Si quieres pelearte con alguien, pelea conmigo! ¡Es una chica, y mucho más pequeña que tú! No le vuelvas a poner un dedo encima, ¿entendido?

—Empecé yo —dijo Arya—. Gendry sólo me decía cosas.

—Deja en paz al chico, Lim —dijo Harwin—. Seguro que empezó Arya. En Invernalia era siempre así.

Tom le guiñó un ojo y siguió cantando.

Y cómo sonrió, cuánto se rió
la doncella del árbol.
Se alejó dando vueltas y le dijo así:
Nada de cama de plumas para mí.

De hojas doradas me haré un vestido
y me adornaré el cabello con gotas de rocío
Pero tú puedes ser mi amor silvestre
y yo tu novia del bosque seré.

—No tengo vestidos de hojas doradas —le dijo Lady Smallwood con una sonrisa afectuosa—, pero Carellen dejó más vestidos que te sentarán bien. Vamos, niña, a ver qué encontramos en el piso de arriba.

Fue aún peor que la primera vez. Lady Smallwood se empeñó en que Arya se bañara de nuevo, y encima le recortó el pelo y se lo peinó. El vestido que eligió para ella en aquella ocasión era como de color lila, con adornos de perlas diminutas. Lo único que tenía de bueno era que se trataba de una prenda tan delicada que nadie podía pretender que montara a caballo con aquello puesto. De modo que, a la mañana siguiente, mientras desayunaban, Lady Smallwood le entregó unos calzones, un cinturón, una túnica y un jubón de piel de cierva con tachonaduras de hierro.

—Eran de mi hijo —le contó—. Murió cuando tenía siete años.

—Lo siento mucho, mi señora. —De pronto Arya se sentía mal y muy avergonzada—. También siento haber roto el vestido de las bellotas. Era bonito.

—Sí, niña. Igual que tú. Sé valiente.

DAENERYS (2)

En el centro de la Plaza del Orgullo había una fuente de ladrillo rojo cuyas aguas olían a azufre, y en el centro de la fuente, una arpía monstruosa hecha de bronce batido. Medía más de tres metros de altura. Tenía rostro de mujer, con el pelo dorado, los ojos de marfil, y también de marfil eran los puntiagudos colmillos. El agua amarillenta manaba de sus grandes pechos. Pero, en lugar de brazos, tenía alas de murciélago o dragón, sus piernas eran patas de águila y a la espalda le crecía la cola curva y venenosa de un escorpión.

«La arpía de Ghis», pensó Dany. Si no recordaba mal, el Antiguo Ghis había caído hacía ya cinco mil años, sus legiones derrotadas por el poderío de la joven Valyria, sus imponentes murallas de ladrillos derribadas, sus calles y edificios reducidos a brasas y cenizas por las llamas de los dragones, sus campos sembrados de sal, azufre y cráneos... Los dioses de Ghis estaban muertos, al igual que sus habitantes; según le dijo Ser Jorah, aquellos astaporis eran mestizos. Hasta el idioma ghiscario había quedado en el olvido hacía ya mucho tiempo; las ciudades de los esclavos hablaban el alto valyrio de sus conquistadores o el dialecto en que lo habían convertido.

Pero allí todavía perduraba el símbolo del Antiguo Imperio, aunque aquel monstruo de bronce tenía una gruesa cadena que colgaba entre las garras, con un grillete abierto en cada extremo.

«La arpía de Ghis tenía un rayo en las garras. Ésta es la arpía de Astapor.»

—Dile a la puta de Poniente que mire para abajo —se quejó el traficante de esclavos Kraznys mo Nakloz a la niña esclava que hablaba por él—. Yo trato con carne, no metal. El bronce no está en venta. Dile que mire a los soldados. Mi mercancía es magnífica, salta a la vista hasta para los ojos nublados de una salvaje del ocaso.

El alto valyrio de Kraznys tenía mucho acento, hablaba con el típico tono ronco de Ghis, y salpicaba sus frases con palabras procedentes del argot de los traficantes de esclavos. Dany comprendió lo suficiente de lo que decía, pero sonrió y miró a la niña con cara inquisitiva, como si le pidiera la traducción.

—El Bondadoso Amo Kraznys os pregunta si no os parecen magníficos. —La pequeña hablaba la lengua común muy bien para no haber estado nunca en Poniente. No tendría más de diez años, y su rostro redondo y plano, la piel oscura y los ojos dorados denotaban que procedía de Naath. «El pueblo pacífico», como los solían llamar. Todos estaban de acuerdo en que eran los mejores esclavos.

—Puede que me resulten útiles —respondió Dany. Había sido idea de Ser Jorah que, mientras estuviera en Astapor, hablara sólo dothraki o la lengua común. «Mi oso es más astuto de lo que parece», pensó—. ¿Qué entrenamiento han recibido?

—A la mujer de Poniente le gustan, pero no los alaba para que no suba el precio —dijo la traductora a su amo—. Desea saber cómo están entrenados.

Kraznys mo Nakloz inclinó la cabeza hacia un lado. El traficante de esclavos olía como si se hubiera bañado en frambuesas, y la prominente barbita negra y roja brillaba, aceitada.

«Tiene los pechos más grandes que yo», se fijó Dany. Se le veían a través de la fina seda verde mar del
tokar
ribeteado en oro con el que se ceñía el cuerpo y se cubría un hombro. Al caminar se sujetaba el
tokar
en su sitio con la mano izquierda, mientras que en la derecha llevaba un látigo corto de cuero.

—¿Serán igual de ignorantes todos los cerdos de Poniente? —se quejó—. Todo el mundo sabe que los Inmaculados dominan el arte de la lanza, el escudo y la espada corta. —Dirigió a Dany una amplia sonrisa—. Dile lo que haga falta, esclava, y date prisa. Hace mucho calor.

«Por fin dice algo que no es mentira.» Una pareja de esclavas situadas a sus espaldas sostenían sobre sus cabezas una marquesina de seda a rayas, pero incluso a la sombra, Dany se sentía mareada, y Kraznys sudaba copiosamente. La Plaza del Orgullo llevaba cociéndose al sol desde el amanecer. Pese a las gruesas sandalias, sentía en los pies la temperatura de los adoquines rojos. Las ondulaciones del calor se alzaban trémulas de ellos y hacían que las pirámides escalonadas de Astapor que rodeaban la plaza parecieran casi oníricas.

En cambio, los Inmaculados no sentían el calor, o no daban muestra de sentirlo.

«Ahí de pie, tan quietos, parece que ellos también son adoquines.» Habían hecho salir a un millar de ellos de sus barracones para que los inspeccionara. Formaban en diez filas de un centenar de hombres ante la fuente y su gran arpía de bronce, firmes, rígidos, con los ojos pétreos clavados al frente. Su única vestimenta eran taparrabos de lino blanco y unos yelmos cónicos de bronce coronados por una púa afilada de treinta centímetros de longitud. Kraznys les había ordenado dejar en el suelo ante ellos las lanzas y los escudos, y despojarse de los cinturones y las túnicas guateadas, para que la reina de Poniente pudiera inspeccionar a placer la dureza magra de sus cuerpos.

—Los han elegido por su juventud, su tamaño y su fuerza —le dijo la esclava—. Empiezan a entrenarse a los cinco. Entrenan todos los días, desde el amanecer hasta el ocaso, hasta que dominan como maestros la espada corta, el escudo y las tres lanzas. El entrenamiento es muy riguroso, Alteza. Sólo uno de cada tres chicos sobrevive. Lo sabe todo el mundo. Los Inmaculados dicen que el día que se ganan el casco con la púa es el día en que ha pasado lo peor, porque ninguna misión que les encomienden será jamás tan dura como el entrenamiento.

Se suponía que Kraznys mo Nakloz no hablaba ni una palabra de la lengua común, pero mientras escuchaba inclinaba la cabeza hacia un lado, y de cuando en cuando le daba un golpecito con la punta de la fusta a la niña esclava.

—Dile que éstos llevan de pie ahí un día y una noche, sin comida ni agua. Dile que si lo ordeno se quedarán ahí hasta que caigan, y que cuando novecientos noventa y nueve se desplomen muertos sobre los adoquines, el último seguirá en pie sin moverse hasta que la muerte lo llame. Así de valerosos son. Díselo.

—A mí eso me parece demencia, no valor —comentó Arstan Barbablanca cuando la traductora, solemne y diminuta, hubo transmitido el mensaje.

Daba golpecitos en los adoquines con el extremo de su recio cayado, como para demostrar su desagrado. El anciano no había sido partidario de viajar a Astapor, y tampoco aprobaba la compra de aquel ejército de esclavos. Una reina tenía que escuchar a todos antes de tomar una decisión. Por eso lo había llevado Dany con ella a la Plaza del Orgullo, no para que la protegiera. Para eso se bastaban y sobraban sus jinetes de sangre. A Ser Jorah Mormont lo había dejado a bordo de la
Balerion
para cuidar de su gente y sus dragones. Muy a su pesar, los había tenido que encerrar bajo cubierta, era demasiado peligroso permitir que sobrevolaran libres la ciudad; en el mundo había demasiados hombres que los asaetearían de buena gana, sin más motivo que adjudicarse el nombre de «Matadragones».

—¿Qué ha dicho el viejo maloliente? —preguntó el traficante de esclavos a la traductora. Cuando la niña se lo dijo, sonrió—. Informa a los salvajes de que a esto lo llamamos obediencia. Puede que haya otros hombres más fuertes, más rápidos o más corpulentos que los Inmaculados. Incluso los hay tan hábiles como ellos en el uso de la espada, la lanza y el escudo. Pero en ningún lugar de los mares encontrarán esclavos más obedientes.

—Las ovejas son obedientes —señaló Arstan tras oír la traducción.

Al igual que Dany entendía un poco de valyrio, aunque no tanto como ella, pero él también lo disimulaba.

Cuando la traductora hubo terminado Kraznys mo Nakloz mostró los grandes dientes blancos en una sonrisa.

—Basta una orden mía para que estas ovejas desparramen sus entrañas hediondas sobre los adoquines —dijo—, pero no se lo digas. Diles que son más perros que ovejas. ¿En esos Siete Reinos comen perro o caballo?

—Prefieren la carne de cerdo o la de vaca, reverencia.

—Vacas. Puaj. Comida para salvajes sucios.

Sin hacer caso de nadie, Dany recorrió a paso lento la hilera de soldados esclavos. Las muchachas la siguieron de cerca con la marquesina de seda para mantenerla a la sombra, pero el millar de hombres que tenía ante ella no disfrutaban de la misma protección. Más de la mitad tenían la piel cobriza y los ojos almendrados de los dothrakis y los lhazareenos, pero en las filas vio también a otros de las Ciudades Libres, junto a rostros de piel clara de Qarth, rostros de ébano de las Islas del Verano, y otros muchos cuyo origen no habría sabido decir. Y algunos tenían la piel del mismo tono ambarino que Kraznys mo Nakloz, y el pelo hirsuto rojo y negro del antiguo pueblo de Ghis, cuyos habitantes se hacían llamar «hijos de la arpía».

«Se venden hasta entre ellos», pensó. No tendría que sorprenderse. Los dothrakis hacían lo mismo cuando un
khalasar
se encontraba con otro
khalasar
en el mar de hierba.

Unos soldados eran altos, y otros, bajos. Calculó que sus edades oscilaban entre los catorce y los veinte años. Tenían las mejillas afeitadas, y la misma expresión en todos los ojos, ya fueran negros, castaños, azules, grises o ambarinos.

«Son como un solo hombre», pensó Dany, pero entonces se acordó de que en realidad no eran hombres. Los Inmaculados, del primero al último, eran eunucos.

—¿Por qué los castráis? —preguntó a Kraznys a través de la niña esclava—. Siempre he oído decir que los hombres enteros son más fuertes que los eunucos.

—Cierto, un eunuco castrado de joven nunca tendrá la fuerza bruta de esos caballeros de Poniente —respondió Kraznys mo Nakloz cuando le transmitieron la pregunta—. Un toro también es fuerte, pero todos los días mueren toros en las arenas de combate. En la arena de Jothiel, una niña de nueve años mató a uno no hace ni tres días. Dile que los Inmaculados tienen algo mucho mejor que la fuerza. Tienen disciplina. Nosotros peleamos a la manera del Antiguo Imperio, sí. Son las nuevas legiones del Antiguo Ghis que vuelven a la vida, siempre obedientes, siempre leales, siempre valientes.

Dany escuchó la traducción con paciencia.

—Hasta los hombres más valientes temen la muerte y las heridas —señaló Arstan tras escuchar a la niña.

Al oírlo, Kraznys sonrió de nuevo.

—Dile al viejo que huele a meados y que necesita un palo para tenerse en pie.

—¿De verdad, reverencia?

—Claro que no —respondió el hombre, dándole un golpecito con la fusta—, ¿cómo preguntas semejante tontería? ¿Qué eres, una niña o una cabra? Dile que los Inmaculados no son hombres. Diles que para ellos la muerte no significa nada, y las heridas, menos que nada.

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