Tormenta de Espadas (61 page)

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Authors: George R. R. Martin

Tags: #Fantástico

BOOK: Tormenta de Espadas
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—Ya está hecho —asintió él, al tiempo que daba un tirón brusco de la cadena para sacar a
Drogon
de la litera.

Dany montó a lomos de su plata. Sentía que el corazón le galopaba en el pecho. Tenía un miedo desesperado. «¿Mi hermano habría hecho esto?» Se preguntó si el príncipe Rhaegar estaría igual de nervioso cuando vio el ejército del Usurpador formado al otro lado del Tridente, con todos sus estandartes al viento.

Se puso de pie en los estribos y alzó los dedos de la arpía por encima de la cabeza para que todos los Inmaculados los vieran.

—¡Está hecho! —gritó a pleno pulmón—. ¡Sois míos! —Espoleó a la plata con los talones y galopó a lo largo de la primera hilera, siempre con los dedos en alto—. ¡Ahora pertenecéis a la estirpe del dragón! ¡Os he comprado y os he pagado! ¡Está hecho! ¡Está hecho!

Por el rabillo del ojo, vio que Grazdan el viejo había girado bruscamente la cabeza. «Me está oyendo hablar valyrio.» Los otros traficantes no prestaban atención. Se habían reunido en torno a Kraznys y al dragón, y le gritaban consejos todos a la vez. Aunque los astaporis empujaban y tironeaban, no conseguían arrancar a
Drogon
de la litera. El humo gris brotaba de sus fauces abiertas, y el largo cuello se curvaba y estiraba mientras lanzaba dentelladas al rostro del esclavista.

«Es hora de cruzar el Tridente», pensó Dany. Dio la vuelta y regresó a lomos de su plata. Sus jinetes de sangre cerraron filas en torno a ella.

—Tenéis problemas —observó.

—No quiere venir —dijo Kraznys.

—Hay un motivo. Los dragones no son esclavos.

Y, con todas sus fuerzas, le cruzó la cara con la fusta al traficante. Kraznys gritó y se tambaleó, la sangre le corrió roja por las mejillas y le empapó la barba perfumada. Un golpe de los dedos de la arpía le había destrozado los rasgos, pero Dany no se entretuvo a contemplar la ruina de aquel rostro.


Drogon
—cantó en voz alta con dulzura, todos los temores ya olvidados—.
Dracarys
.

El dragón negro extendió las alas y remontó el vuelo.

Un remolino de llamas oscuras alcanzó a Kraznys en pleno rostro. Los ojos se le fundieron y le corrieron por las mejillas, el aceite del pelo y la barba se incendió con tanta violencia que, durante un instante, el traficante tuvo una corona de fuego dos veces más alta que su cabeza. El repentino hedor a carne quemada se impuso hasta al perfume, y su aullido pareció ahogar todos los demás sonidos.

La Plaza del Castigo estalló en sangre y caos. Los Bondadosos Amos gritaban, tropezaban, se empujaban unos a otros y se enredaban con los flecos de sus
tokars
.
Drogon
voló casi perezoso hacia Kraznys, batiendo las alas negras. Mientras hacía que el traficante de esclavos probara el fuego de nuevo, Irri y Jhiqui desencadenaron a
Viserion
y a
Rhaegal
, y pronto hubo tres dragones en el aire. Cuando Dany se volvió para mirar, un tercio de los orgullosos guerreros de Astapor, con sus cuernos de demonios, luchaban por no caerse de sus aterradas monturas, mientras otro tercio huía en un relámpago brillante de cobre. Uno consiguió mantenerse en la silla el tiempo suficiente para desenvainar una espada, pero el látigo de Jhogo se enroscó en torno a su cuello y cortó un grito antes de que naciera. Otro perdió una mano ante el
arakh
de Rakharo y cayó rodando y escupiendo sangre. Aggo estaba a lomos del caballo, tranquilo, no hacía más que poner una flecha tras otra en la cuerda de su arco antes de dispararlas contra los
tokars
. De oro, de plata o sencillos, no le importaban los flecos. El poderoso Belwas también había desenfundado el
arakh
y lo hacía girar en el aire mientras atacaba.

—¡Lanzas! —oyó Dany gritar a un astapori. Era Grazdan, el viejo Grazdan, con su
tokar
cargado de perlas—. ¡Inmaculados! ¡Defendednos, detenedlos, defended a vuestros amos! ¡Espadas! ¡Lanzas!

Cuando Rakharo le atravesó la boca con una flecha, los esclavos que transportaban su silla de mano echaron a correr y lo tiraron al suelo sin ceremonias. El anciano se arrastró hasta la primera hilera de eunucos, su sangre dejaba charcos en los adoquines. Los Inmaculados ni siquiera bajaron la vista para ver cómo moría. Se mantuvieron firmes hilera tras hilera tras hilera.

Y no se movieron.

«Los dioses han escuchado mis oraciones.»

—¡Inmaculados! —Dany galopó ante ellos con la trenza plata y oro volando a su espalda y la campanilla tintineando con cada paso de la yegua—. Matad a los Bondadosos Amos, matad a los soldados, matad a todo hombre que vista un
tokar
o tenga una fusta, pero no hagáis daño a ningún niño menor de doce años y liberad de las cadenas a todo esclavo que encontréis. —Alzó los dedos de la arpía por encima de la cabeza... y tiró al suelo la fusta—. ¡Libertad! —gritó—.
¡Dracarys! ¡Dracarys!


¡Dracarys!
—gritaron ellos, y Dany no había oído jamás sonido más dulce—.
¡Dracarys! ¡Dracarys!

Y por doquier los traficantes de esclavos corrieron, y sollozaron, y suplicaron, y murieron, y el aire polvoriento se pobló de fuego y lanzas.

SANSA (3)

La mañana en la que iba a estar listo su vestido nuevo, las criadas de Sansa le llenaron la bañera con agua humeante y la frotaron a conciencia de la cabeza a los pies. Fue la doncella de la propia Cersei la que le arregló las uñas y le cepilló y le onduló la melena color castaño rojizo de manera que le cayera por la espalda en suaves bucles. También le llevó una docena de los perfumes favoritos de la reina, de los que Sansa eligió una fragancia dulce y sutil con un toque de limón bajo el aroma floral. La doncella se puso unas gotas en el dedo y luego tocó a Sansa detrás de las orejas, bajo la barbilla y en los pezones.

Cersei llegó con la costurera y se quedó mirando mientras le ponían a Sansa la ropa nueva. La interior era de seda; el vestido en cambio era de brocado color marfil con hilo de plata y forro de seda plateada. Las puntas de las largas y amplísimas mangas casi tocaban el suelo cuando bajaba los brazos. Era sin duda un vestido de mujer, no de niñita. El escote del corpiño le llegaba casi hasta el vientre y estaba recubierto con un ornamentado encaje myriense color gris paloma. La falda era larga y amplia, con la cintura tan apretada que Sansa tuvo que contener la respiración mientras le hacían las lazadas. También le llevaron calzado nuevo, unas zapatillas de suave piel de gamo gris que le abrazaban los pies como amantes.

—Estáis muy hermosa, mi señora —dijo la costurera una vez estuvo vestida.

—Sí, ¿verdad? —Sansa dejó escapar una risita y se giró para ver cómo se movía la falda—. Estoy hermosa. —Se moría por que Willas la viera con aquel atavío. «Me querrá, tendrá que quererme... en cuanto me vea se olvidará de Invernalia, de eso me encargaré yo.»

—Le falta alguna joya —dijo la reina Cersei examinándola con gesto crítico—. Las adularias que le regaló Joffrey.

—Como ordenéis, Alteza —respondió la sirvienta.

Cuando las adularias adornaron el cuello y las orejas de Sansa, la reina asintió con aprobación.

—Muy bien. Los dioses han sido generosos contigo, Sansa. Eres una muchachita preciosa. Casi me repugna desperdiciar una inocencia tan dulce en esa gárgola.

—¿Qué gárgola? —Sansa no entendía nada. ¿Se refería a Willas? «¿Cómo es posible que lo sepa?» No lo sabía nadie excepto ella, Margaery y la Reina de Espinas... y Dontos, claro, pero él no contaba.

—La capa —ordenó Cersei Lannister sin hacer caso de la pregunta. Y las mujeres se la llevaron; era una capa larga de terciopelo blanco y abundantes adornos de perlas. Llevaba bordado en hilo de plata un fiero huargo. Sansa la miró, aterrada de pronto—. Son los colores de tu padre —dijo Cersei mientras se la abrochaban en torno al cuello con una fina cadena de plata.

«¡Una capa de doncella!» Sansa se llevó la mano a la garganta. Si hubiera tenido valor se habría arrancado la capa allí mismo.

—Estás más guapa con la boca cerrada, Sansa —le dijo Cersei—. Vamos, está esperando el septon. Y también los invitados de la boda.

—No —farfulló Sansa—. No.

—Sí. Eres pupila de la corona. Dado que tu hermano es un traidor deshonrado, el rey ocupa el lugar de tu padre, lo que significa que tiene derecho a disponer de tu mano. Te vas a casar con mi hermano Tyrion.

«Por mis derechos sobre Invernalia», pensó espantada. El bufón Dontos había estado en lo cierto, había sabido ver qué iba a pasar. Sansa dio un paso atrás.

—Me niego.

«Voy a casarme con Willas, voy a ser la señora de Altojardín, por favor...»

—Comprendo tu renuencia. Puedes llorar si quieres, si yo estuviera en tu lugar me arrancaría el pelo a mechones. Es un enano repugnante, no me cabe duda, pero te vas a casar con él.

—No me podéis obligar.

—Claro que podemos. Puedes venir tranquila y pronunciar los votos como una dama, o puedes resistirte, chillar y dar un espectáculo para que se rían los mozos de cuadras; de cualquiera de las dos maneras acabarás igual, casada y encamada. —La reina abrió la puerta. Ser Meryn Trant y Ser Osmund Kettleblack aguardaban al otro lado con las armaduras blancas de la guardia real—. Escoltad a Lady Sansa hasta el sept —les dijo—. A la fuerza si es necesario, pero intentad no romperle el vestido, es muy caro.

Sansa trató de escapar, pero la sirvienta de Cersei la atrapó antes de que se hubiera alejado un metro. Ser Meryn Trant le lanzó una mirada que la hizo estremecer, pero Kettleblack la cogió del brazo casi con afecto.

—Haced lo que os dicen, pequeña, no va a ser tan malo. Además, se supone que los lobos son valientes, ¿no?

«Valientes. —Sansa respiró hondo—. Sí, soy una Stark, tengo que ser valiente.» Todos la estaban mirando igual que la habían mirado en el patio cuando Ser Boros Blount le había arrancado la ropa. Aquel día había sido el Gnomo quien la había salvado de la paliza, el mismo hombre que la estaba esperando en aquel momento. «No es tan malo como los demás», se dijo.

—Iré.

—Sabía que atenderías a razones —dijo Cersei con una sonrisa.

Más adelante no recordaría haber salido de la habitación, ni bajar por las escaleras, ni cruzar el patio. El simple hecho de dar un paso detrás de otro parecía requerir de toda su atención. Ser Meryn y Ser Osmund caminaban a su lado con capas tan blancas como la que llevaba ella, sólo les faltaban las perlas y el lobo huargo de su padre. El propio Joffrey la esperaba en la escalera del sept del castillo. El rey estaba resplandeciente con su atavío escarlata y dorado, y llevaba la corona puesta.

—Hoy soy tu padre —le anunció.

—No es verdad —replicó ella.

—Sí que es verdad. —El rostro del muchacho se tensó—. Soy tu padre y te puedo casar con quien quiera. ¡Con quien quiera! Si me da la gana puedo hacer que te cases con el porquerizo y encamarte con él en la pocilga. —Los ojos verdes le brillaron con diversión—. O tal vez debería entregarte a Ilyn Payne, ¿lo prefieres?

—Por favor, Alteza —suplicó Sansa; tenía el corazón desbocado—. Si alguna vez me quisisteis aunque sólo fuera un poquito, no me obliguéis a casarme con vuestro...

—¿Tío? —Tyrion Lannister salió por la puerta del sept—. Alteza —le dijo a Joffrey—, ¿tendrías la bondad de dejarme un momento a solas con Lady Sansa?

El rey estuvo a punto de negarse, pero su madre le lanzó una mirada imperiosa y todos retrocedieron unos pocos pasos.

Tyrion vestía un jubón de terciopelo negro con filigranas doradas, botas altas hasta el muslo que le hacían diez centímetros más alto y una cadena de rubíes y cabezas de león. Pero la cicatriz que le cruzaba la cara era reciente y roja, y los restos de la nariz eran una costra repugnante.

—Estás muy hermosa, Sansa —le dijo.

—Sois muy amable, mi señor.

No supo qué añadir. «¿Debería decirle que él es muy apuesto? Pensará que soy idiota o una mentirosa.» Bajó la vista y se mordió la lengua.

—Ya sé que ésta no es manera de traerte a tu boda, mi señora. Lo lamento mucho, y también haberlo hecho de manera tan repentina y secreta. Mi señor padre lo ha creído necesario por razones de estado. De lo contrario habría hablado antes contigo, me habría gustado de verdad. —Se acercó a ella con sus pasos anadeantes—. Sé que no has pedido este matrimonio. Tampoco yo. Pero si me hubiera negado te habrían casado con mi primo Lancel. Puede que lo prefieras, es más o menos de tu edad y de aspecto más atractivo que yo. Si es tu deseo, dímelo y pondré fin a esta farsa.

«No quiero a ningún Lannister —se moría por decirle—. Quiero a Willas, quiero Altojardín, los cachorros, la barcaza y unos hijos llamados Eddard, Bran y Rickon. —Pero entonces recordó lo que le había dicho Dontos en el bosque de dioses—. Tyrell o Lannister, tanto da, no me quieren a mí, sólo mis derechos sobre Invernalia.»

—Sois muy bondadoso, mi señor —dijo, derrotada—. Soy pupila del trono y mi deber es casarme con quien ordene el rey.

Tyrion la examinó con sus ojos dispares.

—Sé que no soy el marido con el que soñaría una jovencita, Sansa —dijo con voz amable—, pero tampoco soy Joffrey.

—No —dijo ella—. Fuisteis bueno conmigo. Lo recuerdo.

—En ese caso, entremos —propuso Tyrion ofreciéndole una mano gruesa de dedos cortos—. Cumplamos con nuestro deber.

De modo que Sansa le dio la mano y avanzaron juntos hacia el altar, donde el septon aguardaba entre la Madre y el Padre para unir sus vidas para siempre. Vio a Dontos con sus ropas de bufón, que la miraba con ojos como platos. Ser Balon Swann y Ser Boros Blount estaban allí con sus armaduras blancas de la Guardia Real, pero en cambio no vio a Ser Loras.

«No hay ningún Tyrell presente», advirtió de repente. En cambio sí había muchos testigos: el eunuco Varys, Ser Addam Marbrand, Lord Philip Foote, Ser Bronn, Jalabhar Xho y otra docena de personas. Lord Gyles tosía, Lady Ermesande mamaba y la hija embarazada de Lady Tanda no paraba de sollozar sin motivo aparente. «Que la dejen llorar —pensó Sansa—. Puede que yo haga lo mismo antes de que acabe el día.»

La ceremonia transcurrió como en sueños. Sansa hizo todo lo que se le pidió. Hubo oraciones, votos y cánticos, las velas ardieron con un centenar de lucecillas danzarinas que las lágrimas de sus ojos transformaron en un millar. Por suerte nadie pareció darse cuenta de que estaba llorando allí de pie, envuelta en los colores de su padre; o, si se dieron cuenta, disimularon. Le pareció que el momento del cambio de capas había llegado muy pronto.

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