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Authors: George R. R. Martin

Tags: #Fantástico

Tormenta de Espadas (8 page)

BOOK: Tormenta de Espadas
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—Perdóname —dijo, con voz tan queda que apenas si pudo distinguir las palabras—, Atanasia... sangre... la sangre... que los dioses sean misericordiosos...

Sus palabras la perturbaron más de lo que podía expresar, aunque no entendía nada.

«Sangre —pensó—. ¿Es que al final todo se reduce a sangre? Padre, ¿quién era esta mujer y qué le hiciste que tanto necesitas su perdón?»

Aquella noche Catelyn durmió muy mal, acosada por sueños imprecisos sobre sus hijos, los perdidos y los muertos. Mucho antes de la aurora se despertó con las palabras de su padre resonándole en los oídos. «Bebés preciosos y legítimos...» Por qué iba a decir eso, a no ser... ¿Acaso era padre de un bastardo de esa mujer, de Atanasia? No podía creerlo. De su hermano Edmure, sí; no le habría sorprendido saber que Edmure tenía una docena de hijos naturales. Pero su padre, no, Lord Hoster Tully, no, nunca.

«¿Podría ser que llamara a Lysa con ese nombre, Atanasia, de la misma manera que a mí me llamaba Cat?» En ocasiones anteriores, Lord Hoster la había confundido con su hermana. «Tendrás otros —había dicho—. Bebés preciosos y legítimos.» Lysa había abortado en cinco ocasiones, dos en el Nido de Águilas y tres en Desembarco del Rey... pero ninguna en Aguasdulces, donde Lord Hoster hubiera estado cerca de ella para consolarla.

«Ninguna. A no ser... a no ser que aquella primera vez estuviera preñada...»

Ella y su hermana se habían casado el mismo día y quedaron al cuidado de su padre cuando sus maridos recién estrenados se marcharon a unirse a la rebelión de Robert. Posteriormente, cuando no tuvieron el período en el momento adecuado, Lysa había hablado con alegría de los niños que seguramente llevaban en el vientre.

—Tu hijo será el heredero de Invernalia, y el mío de Nido de Águilas. Qué maravilla, serán los mejores amigos del mundo, como tu Ned y Lord Robert. De verdad, serán más hermanos que primos, estoy segura.

«Estaba tan contenta...»

Pero la sangre de Lysa había fluido poco tiempo después y toda su alegría se desvaneció. Catelyn siempre pensó que Lysa sólo había tenido un pequeño retraso, pero si hubiera estado preñada...

Recordó la primera vez que había puesto a Robb en los brazos de su hermana. Pequeño, con la cara roja y llorón, pero fuerte y lleno de vida. Tan pronto Catelyn dejó el bebé en los brazos de Lysa, el rostro de su hermana se llenó de lágrimas. Súbitamente, devolvió el bebé a Catelyn y se marchó corriendo.

«Si hubiera perdido un hijo antes, eso podría explicar las palabras de mi padre y muchas otras cosas...» El matrimonio de su hermana con Lord Arryn había sido acordado a toda prisa, y por aquel entonces Jon era ya mayor, más viejo que su padre. «Un hombre viejo sin herederos.» Sus dos primeras esposas no le habían dado hijos, su sobrino había sido asesinado junto a Brandon Stark en Desembarco del Rey y su galante primo había caído en la batalla de las Campanas. Necesitaba una esposa joven si quería que la Casa Arryn perdurara... «Una esposa joven, que se supiera que era fértil.»

Catelyn se levantó, se puso una túnica y bajó los peldaños hasta el balcón a oscuras para detenerse ante su padre. La embargaba una sensación de terror sin paliativos.

—Padre —dijo—, padre, sé lo que hiciste.

Ya no era una novia inocente con la cabeza llena de sueños. Era viuda, traidora, madre doliente y era sabia, había vivido mucho.

—Lo obligaste a casarse con ella —susurró—. Lysa era el precio que Jon Arryn tuvo que pagar por las espadas y lanzas de la Casa Tully.

No era de extrañar que el matrimonio de su hermana hubiera carecido de amor. Los Arryn eran orgullosos, muy celosos de su honor. Lord Jon podía casarse con Lysa para vincular a los Tully a la causa de la rebelión y con la esperanza de tener un hijo, pero para él debió de ser duro amar a una mujer que llegaba a su lecho deshonrada y de mala gana. Habría sido bondadoso, sin duda; cumplidor, sí; pero Lysa necesitaba calor.

Al día siguiente, después de desayunar, Catelyn pidió papel y pluma, y comenzó a redactar una carta para su hermana que estaba en el Valle de Arryn. Habló a Lysa sobre Bran y Rickon, aunque le costó mucho encontrar las palabras, pero más que nada le habló de su padre.

Piensa constantemente en el mal que te hizo, ahora que se le acaba el tiempo. El maestre Vyman dice que no se atreve a preparar la leche de la amapola más fuerte. Ya es hora de que nuestro padre dé reposo a su espada y su escudo. Es hora de que descanse. Pero él sigue peleando sin rendirse, no cederá. Creo que es por ti. Necesita tu perdón. La guerra ha hecho que sea peligroso viajar por tierra desde el Nido de Águilas hasta Aguasdulces, lo sé, pero seguramente un gran destacamento de caballeros podría traerte sana y salva por las Montañas de la Luna, ¿no crees? ¿Cien hombres o tal vez mil? Y si no puedes venir, ¿no podrías escribirle al menos? Unas pocas palabras de amor, para que pueda morir en paz. Escribe lo que quieras, y yo se lo leeré, para hacerle más fácil la partida.

Incluso mientras dejaba la pluma a un lado y pedía cera para sellar la carta, Catelyn se daba cuenta de que la misiva no era gran cosa y de que, posiblemente, llegaría tarde. El maestre Vyman no creía que Lord Hoster aguantara el tiempo suficiente para que un cuervo volara hasta el Nido de Águilas y regresara. «Aunque ha dicho lo mismo en varias ocasiones.» Los hombres de la Casa Tully no se rendían con facilidad, se enfrentaran a lo que se enfrentasen. Tras entregar el sobre lacrado al cuidado del maestre, Catelyn fue al sept y encendió una vela al Padre Supremo por su propio padre, una segunda a la Vieja, que había llevado el primer cuervo al mundo cuando escudriñó a través de la puerta de la muerte, y una tercera a la Madre, por Lysa y por todos los hijos que ambas habían perdido.

Más tarde, aquel mismo día, mientras estaba sentada con un libro a la vera de Lord Hoster, leyendo el mismo pasaje una y otra vez, oyó el sonido de voces muy altas y el toque de una trompeta.

«Ser Robin», pensó enseguida, asustada. Fue al balcón, pero en los ríos no se veía nada. De todos modos, se oían cada vez con más claridad las voces que venían de fuera, el ruido de muchos caballos, el sonido metálico de las armaduras y de vez en cuando algunos vítores. Catelyn subió la escalera de caracol hasta la azotea de la torre. «Ser Desmond no me prohibió ir a la azotea», se dijo mientras ascendía.

Los sonidos procedían del punto más alejado del castillo, junto a la puerta principal. Un grupo de hombres estaba detenido al otro lado del rastrillo, que se alzaba a trompicones, y en los campos más allá del castillo había varios centenares de jinetes. Cuando el viento soplaba, hacía tremolar los estandartes, y Catelyn tembló de alivio al divisar la trucha saltarina de Aguasdulces.

«Edmure.»

Pasaron dos horas antes de que su hermano considerase oportuno ir a verla. Para entonces, el castillo se estremecía con el sonido de reencuentros ruidosos, mientras los hombres abrazaban a las mujeres y niños que habían dejado atrás. Tres cuervos habían partido de la pajarera, con las alas negras batiendo el aire al emprender el vuelo. Catelyn los contempló desde el balcón de su padre. Se lavó el cabello, se cambió de ropa y se preparó para oír los reproches de su hermano... A pesar de todo, la espera fue dura.

Cuando escuchó por fin ruidos al otro lado de su puerta, se sentó y cruzó las manos sobre el regazo. Las botas, las esquinelas y el jubón de Edmure estaban cubiertos de cieno rojo seco. Al verlo nadie habría dicho que había ganado la batalla. Estaba flaco y desmejorado, con las mejillas pálidas, la barba descuidada y los ojos demasiado brillantes.

—Edmure, tienes mal aspecto —dijo Catelyn, preocupada—. ¿Ha ocurrido algo? ¿Han cruzado el río los Lannister?

—Los he rechazado. A Lord Tywin, a Gregor Clegane, a Addam Marbrand, los he hecho retroceder. En cambio, Stannis... —Hizo una mueca.

—¿Stannis? ¿Qué le ha pasado a Stannis?

—Perdió la batalla en Desembarco del Rey —dijo Edmure con tristeza—. Su flota ardió y su ejército fue aniquilado.

Una victoria de los Lannister era cosa grave, pero Catelyn no podía compartir la evidente desesperación de su hermano. Todavía tenía pesadillas con la sombra que había visto deslizarse en el pabellón de Renly y la manera en que la sangre había brotado a través del acero del gorjal.

—Stannis no era más amigo nuestro que Lord Tywin.

—No lo entiendes. Altojardín se ha decantado por Joffrey. Dorne, igual. Todo el sur. —Se le tensó la boca—. Y a ti se te ocurre soltar al Matarreyes. No tenías derecho.

—Tenía el derecho de una madre —dijo con voz serena, aunque las noticias sobre Altojardín eran un golpe terrible a las expectativas de Robb. Pero no podía pararse a pensar en aquello.

—No tenías derecho —repitió Edmure—. Era el cautivo de Robb, el prisionero de tu rey, y Robb me encomendó que lo mantuviera a salvo.

—Brienne lo mantendrá a salvo. Lo juró sobre su espada.

—¿Esa mujer?

—Llevará a Jaime a Desembarco del Rey y nos traerá de vuelta a Arya y Sansa, sanas y salvas.

—Cersei no las entregará jamás.

—No se trata de Cersei. Es cosa de Tyrion. Lo juró ante toda la corte. Y el Matarreyes también lo juró.

—La palabra de Jaime no vale nada. Y, con respecto al Gnomo, dicen que durante la batalla recibió un hachazo en la cabeza. Estará muerto antes de que tu Brienne llegue a Desembarco del Rey, si es que llega.

—¿Muerto? —«¿Cómo pueden ser tan implacables los dioses?» Había hecho que Jaime jurara cien veces, pero todas sus esperanzas residían en la promesa de su hermano.

—Jaime estaba a mi cargo y estoy dispuesto a recuperarlo —dijo Edmure, inconmovible ante la congoja de Catelyn—. He enviado cuervos...

—¿Cuervos? ¿A quién? ¿Cuántos?

—Tres —dijo—, para cerciorarme de que el mensaje llega a Lord Bolton. Por río o por tierra, el camino desde Aguasdulces hasta Desembarco del Rey pasa necesariamente cerca de Harrenhal.

—Harrenhal. —El mero sonido de la palabra pareció oscurecer la habitación. El horror enturbiaba la voz de Catelyn cuando añadió—: Edmure, ¿sabes qué has hecho?

—No tengas miedo, no he hablado de tu participación. Escribí que Jaime había escapado y ofrecí mil dragones por su captura.

«Peor que peor —pensó Catelyn, desesperada—. Mi hermano es un idiota.» Las lágrimas inoportunas, indeseadas, le llenaron los ojos.

—Si se considera una fuga —dijo con voz queda—, y no un intercambio de rehenes, ¿por qué iban los Lannister a entregar mis hijas a Brienne?

—No se llegará a eso nunca. Nos devolverán al Matarreyes, me he asegurado de ello.

—Lo único de que te has asegurado es de que nunca más volveré a ver a mis hijas. Brienne hubiera podido llevarlo a salvo a Desembarco del Rey... siempre que nadie les estuviera dando caza. Pero ahora... —Catelyn no podía continuar—. Déjame, Edmure. —No tenía derecho a darle órdenes allí, en el castillo que pronto sería suyo, pero su tono de voz no toleraba discusión—. Déjame con mi padre y con mi pena, no tengo nada más que decirte. Vete, vete.

Lo único que quería era acostarse, cerrar los ojos y dormir, y rezar para no soñar nada.

ARYA (1)

El cielo estaba tan negro como las murallas de Harrenhal que habían dejado a sus espaldas, y la lluvia que caía suave y continua, les corría por la cara y acallaba el ruido de los cascos de los caballos.

Cabalgaron hacia el norte y se alejaron del lago por un camino surcado de huellas, que discurría entre granjas y campos destrozados, hacia el bosque y los torrentes. Arya había tomado la delantera espoleando su caballo robado, lo hizo trotar deprisa hasta que los árboles se cerraron a su espalda. Pastel Caliente y Gendry la seguían como podían. Los lobos aullaban en la distancia y también alcanzaba a oír la respiración jadeante de Pastel Caliente. Nadie hablaba. De vez en cuando, Arya giraba la cabeza y miraba hacia atrás para cerciorarse de que los dos chicos no se habían retrasado demasiado y ver si alguien los perseguía.

Porque sabía que los perseguirían. Había robado tres caballos de los establos, así como un mapa y una daga de los aposentos del mismísimo Roose Bolton, y había matado a un guardia en la puerta trasera; le había cortado la garganta cuando se agachó a recoger la gastada moneda de hierro que Jaqen H'ghar le había regalado. Alguien lo encontraría muerto en un charco de sangre, y al momento se armaría un gran escándalo. Despertarían a Lord Bolton y registrarían Harrenhal desde las almenas hasta los sótanos y, cuando lo hicieran, descubrirían que habían desaparecido un mapa y una daga, además de varias espadas de la armería, pan y queso de la cocina, un chico panadero, un aprendiz de herrero y una copera llamada Nan... o Comadreja, o Arry, según a quién se lo preguntaran.

El señor de Fuerte Terror no iría personalmente en su persecución. Roose Bolton se quedaría en la cama, con su carne pálida salpicada de sanguijuelas, dando órdenes en aquella voz suave y sibilante. Quien encabezaría la partida sería Walton, uno de sus hombres de confianza, al que llamaban Patas de Acero por las canilleras que llevaba siempre en las largas piernas. O quizá sería el baboso Vargo Hoat y sus mercenarios, que se hacían llamar la Compañía Audaz. Otros los llamaban los Titiriteros Sangrientos, aunque nunca a la cara, y a veces los Quitapiés por la costumbre de Lord Vargo de amputar los pies y las manos a aquellos que incurrían en su desagrado.

«Si nos atrapan, nos cortarán las manos y los pies —pensó Arya—, y después Roose Bolton nos desollará.» Llevaba aún su ropa de paje y tenía cosido en el pecho, sobre el corazón, el blasón de Lord Bolton, el hombre desollado de Fuerte Terror.

Cada vez que miraba hacia atrás temía ver el destello de las antorchas al salir por las puertas lejanas de Harrenhal o al desplazarse por la parte superior de sus enormes y altas murallas, pero no vio nada. Harrenhal siguió durmiendo hasta que se perdió en la oscuridad, oculta tras los árboles.

Después de atravesar la primera corriente, Arya sacó al caballo del camino y los condujo por el curso sinuoso del agua durante medio kilómetro hasta salir por una orilla pedregosa. Si los cazadores llevaban perros, aquello tal vez haría que perdieran el rastro, o eso esperaba. No podían seguir por el camino.

«Hay muerte en el camino —se dijo—, hay muerte en todos los caminos.»

Gendry y Pastel Caliente no cuestionaron sus decisiones. Al fin y al cabo, llevaba el mapa, y Pastel Caliente parecía tenerle tanto miedo a ella como a los hombres que podían perseguirlos. Había visto al guardia que había matado.

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