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Authors: George R. R. Martin

Tags: #Fantástico

Tormenta de Espadas (7 page)

BOOK: Tormenta de Espadas
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«Seguro que Ryger la verá y hará que los arqueros la derriben.»

—Ser Robin, ¡escuchadme un momento! —gritó Jaime, había decidido ver si el orgullo del anciano lo hacía quedar como un imbécil.

Ser Robin levantó una mano y sus arqueros bajaron los arcos.

—Di lo que quieras, Matarreyes, pero dilo deprisa.

El esquife pasó por encima de varios trozos de piedra en el momento en que Jaime respondía.

—Sé de una forma mejor para resolver esto: un combate singular. Vos contra mí.

—No nací ayer, Lannister.

—No, pero lo más probable es que muráis esta tarde. —Jaime levantó las manos, para que el otro pudiera ver las cadenas—. Pelearé contra vos encadenado. ¿De qué tenéis miedo?

—De ti, no. Si de mí dependiera, eso es lo que más me gustaría, pero he recibido la orden de llevarte de vuelta, vivo si es posible. Arqueros —ordenó—. Colocad. Tensad. Dis...

El blanco estaba a menos de quince metros. Difícilmente hubieran errado, pero cuando levantaban los arcos largos una lluvia de piedras se abatió en torno a ellos. Cayeron piedras pequeñas que rebotaban en cubierta, les golpeaban los yelmos y salpicaban al caer al agua a ambos lados de la proa. Los más listos levantaron la vista en el momento en que una roca del tamaño de una vaca se separó de la cima del peñón. Ser Robin lanzó un grito de desesperación. La piedra se precipitó por el aire, golpeó la cara del peñón, se partió en dos y les cayó encima. El trozo mayor partió el mástil, rajó la vela, echó a dos arqueros al río y destrozó la pierna de un remero cuando se inclinaba sobre su remo. La rapidez con que la galera comenzó a hacer agua hacía pensar que el trozo más pequeño había atravesado el casco directamente. Los gritos de los remeros despertaban ecos en el peñón mientras los arqueros manoteaban como locos en el agua; por la manera en que se movían era obvio que ninguno de ellos sabía nadar. Jaime se echó a reír.

Cuando salieron del atajo, la galera se iba a pique entre remolinos y escollos, y Jaime Lannister llegó a la conclusión de que los dioses eran bondadosos. A Ser Robin y a sus tres veces malditos arqueros los aguardaba una larga caminata, mojados, de regreso a Aguasdulces, y él se había librado de la fea moza.

«Yo mismo no lo habría planeado mejor. Cuando me libre de estos grilletes...»

Ser Cleos soltó un grito. Cuando Jaime levantó la vista, Brienne avanzaba por la cima del acantilado, muy por delante del esquife, tras atajar por un saliente mientras ellos seguían el recodo del río. Saltó desde la roca y casi resultó elegante al zambullirse. Habría sido poco caballeroso esperar que se destrozara la cabeza contra una piedra. Ser Cleos viró el esquife hacia ella. Por suerte, Jaime aún tenía el remo.

«Un buen golpe cuando intente subir a bordo y me libraré de ella.»

Pero, en vez de eso, le tendió el remo por encima del agua. Brienne lo agarró y Jaime tiró de ella y la ayudó a subir al esquife. El pelo le chorreaba agua, al igual que la ropa, y formaba un charco en la embarcación.

«Mojada es más fea todavía. ¿Quién lo hubiera creído posible?»

—Sois una moza de lo más estúpida —le dijo—. Podríamos habernos ido sin vos. Supongo que esperáis que os dé las gracias.

—No necesito tu gratitud, Matarreyes. Juré que te llevaría sano y salvo a Desembarco del Rey.

—¿Y de veras pretendéis cumplir ese juramento? —Jaime le dedicó su más luminosa sonrisa—. Eso sí que es un milagro.

CATELYN (1)

Ser Desmond Grell había servido a la Casa Tully durante toda su vida. Cuando Catelyn nació, era escudero; cuando ella aprendía a caminar, a montar y a nadar, era caballero; y el día en que se casó, era maestro de armas. Había visto a la pequeña Cat de Lord Hoster convertirse en una joven, en la dama de un gran señor, en la madre de un rey...

«Y ahora también me ha visto convertirme en una traidora.»

Cuando se fue a la guerra, su hermano Edmure había nombrado a Ser Desmond castellano de Aguasdulces, por lo que le correspondía a él castigar su crimen. Para aliviar su incomodidad, había llevado consigo al mayordomo de Lord Hoster, el adusto Utherydes Wayn. Los dos hombres, de pie, la miraban; Ser Desmond fornido, ruborizado y avergonzado; Utherydes esquelético, adusto y melancólico. Cada cual esperaba que el otro comenzara a hablar.

«Han consagrado sus vidas al servicio de mi padre y se lo he pagado con la deshonra», pensó Catelyn con fatiga.

—Vuestros hijos... —dijo por fin Ser Desmond—. El maestre Vyman nos lo ha contado. Los pobres. Es espantoso, espantoso. Pero...

—Compartimos vuestra pena, mi señora —dijo Utherydes Wayn—. Todo Aguasdulces está de luto con vos, pero...

—Las noticias deben de haberos vuelto loca —intervino Ser Desmond—, la locura del dolor, la locura de una madre, los hombres lo entenderán. Vos no sabíais...

—Lo sabía —dijo Catelyn con firmeza—. Entendía qué estaba haciendo y sabía que era traición. Si no me castigáis, los hombres creerán que hemos estado en connivencia para liberar a Jaime Lannister. Soy la única responsable de este acto, y sólo yo debo responder por él. Ponedme los grilletes que ha dejado libres el Matarreyes y los llevaré con orgullo, si así es como debe ser.

—¿Grilletes? —El mero sonido de la palabra bastaba para estremecer al pobre Ser Desmond—. ¿A la madre del rey, a la hija de mi señor? Imposible.

—Pudiera ser —intervino el mayordomo Utherydes Wayn— que mi señora consienta en quedar confinada a sus habitaciones hasta el regreso de Ser Edmure. Un tiempo a solas para rezar por sus hijos asesinados.

—Confinada, sí —dijo Ser Desmond—. Confinada en una celda en la torre, con eso bastará.

—Si he de estar confinada que sea en los aposentos de mi padre para que pueda confortarlo en sus últimos días.

—Muy bien —aceptó Ser Desmond tras meditarlo un instante—. No careceréis de comodidades y se os tratará con cortesía, pero se os prohíbe recorrer el castillo. Visitad el sept cuando queráis, pero el resto del tiempo permaneced en los aposentos de Lord Hoster hasta el regreso de Lord Edmure.

—Como tengáis a bien. —Su hermano no era el señor mientras viviera su padre, pero Catelyn no lo corrigió—. Ponedme un guardia si es vuestra obligación, pero os doy mi palabra de que no intentaré escapar.

Ser Desmond asintió, satisfecho por haber terminado aquella desagradable tarea, pero Utherydes Wayn, con ojos tristes, vaciló un momento después de que el castellano se marchara.

—Habéis hecho algo muy grave, mi señora, pero en vano. Ser Desmond ha mandado a Ser Robin Ryger en su busca para traer de vuelta al Matarreyes o, en su defecto, su cabeza.

Catelyn no había esperado menos.

«Que el Guerrero dé fuerzas a tu espada, Brienne», imploró. Había hecho todo lo que había podido; lo único que le quedaba era la esperanza.

Trasladaron sus pertenencias al dormitorio de su padre, dominado por la gran cama con dosel en la que ella había nacido, la que tenía las columnas talladas con la forma de una trucha saltarina. Habían llevado a su padre medio piso más abajo y habían situado el lecho del moribundo frente al balcón triangular que se abría hacia sus propiedades y desde donde podía ver los ríos que siempre había amado.

Lord Hoster dormía cuando Catelyn entró, así que salió al balcón y se quedó allí de pie, con una mano sobre la balaustrada de piedra áspera. Más allá del castillo, el rápido Piedra Caída confluía con el plácido Forca Roja, y se divisaba un gran tramo río abajo.

«Si viene una vela a rayas desde el este, será Ser Robin que regresa.» Por el momento, la superficie del agua estaba desierta. Dio gracias a los dioses por ello y volvió dentro para sentarse con su padre.

Catelyn no sabía si Lord Hoster se daba cuenta de que ella estaba allí ni si su presencia lo aliviaba, pero a ella la confortaba estar con él.

«¿Qué dirías si conocieras mi crimen, padre? —se preguntó—. ¿Habrías hecho lo mismo si Lysa y yo estuviéramos en manos de nuestros enemigos? ¿O también me condenarías y lo llamarías la locura de una madre?»

En aquella habitación olía a muerte; era un olor denso, dulzón, infecto y pegajoso. Le recordaba a los hijos que había perdido, a su dulce Bran y a su pequeño Rickon, asesinados a manos de Theon Greyjoy, que había sido pupilo de Ned. Todavía guardaba luto por Ned, siempre guardaría luto por Ned, pero que le quitaran también a sus pequeños...

—Perder a un hijo es cruel y monstruoso —susurró muy quedo, más para sí que para su padre.

Lord Hoster abrió los ojos.

—Atanasia —susurró con voz llena de sufrimiento.

«No me reconoce.» Catelyn se había habituado a que la confundiera con su madre o su hermana Lysa, pero Atanasia era un nombre que le resultaba desconocido.

—Soy Catelyn —dijo—. Soy Cat, padre.

—Perdóname... la sangre... Por favor... Atanasia...

¿Habría existido otra mujer en la vida de su padre? ¿Quizá alguna doncella aldeana a la que habría perjudicado cuando era joven?

«¿Habrá hallado consuelo entre los brazos de alguna moza de servicio después de morir mi madre?» Era una idea extraña, inquietante. De repente, se sintió como si no conociera en absoluto a su padre.

—¿Quién es Atanasia, mi señor? ¿Quieres que la haga venir, padre? ¿Dónde puedo encontrarla? ¿Está viva todavía?

—Muerta —dijo Lord Hoster con un gemido. Su mano buscó la de ella—. Tendrás otros... bebés preciosos y legítimos.

«¿Otros? —pensó Catelyn—. ¿Habrá olvidado que Ned ha muerto? ¿Aún habla con Atanasia, o ahora es conmigo, o con Lysa, o con mi madre?»

Cuando el anciano tosió, sus esputos eran sanguinolentos. Se aferró a los dedos de su hija.

—Sé una buena esposa y los dioses te bendecirán... hijos, hijos legítimos... Aaah.

El súbito espasmo de dolor hizo que la mano de Lord Hoster se cerrara con más fuerza. Sus uñas se clavaron en la mano de Catelyn, que dejó escapar un grito sordo.

El maestre Vyman acudió enseguida para preparar otra dosis de leche de la amapola y ayudar a su señor a beberla. Al poco tiempo, Lord Hoster Tully volvió a sumirse en un sueño profundo.

—Ha preguntado por una mujer —dijo Catelyn—. Atanasia.

—¿Atanasia? —El maestre la miró con ojos ausentes.

—¿No conocéis a nadie con ese nombre? ¿Una chica de la servidumbre, una mujer de alguna aldea cercana? ¿Quizá alguien de hace años? —Catelyn había estado mucho tiempo fuera de Aguasdulces.

—No, mi señora. Si queréis, puedo indagar. Sin duda, Utherydes Wayn sabrá si una persona con ese nombre ha servido en Aguasdulces. ¿Habéis dicho Atanasia? Con frecuencia la gente del pueblo pone a sus hijas nombres de flores y plantas. —El maestre quedó pensativo un instante—. Había una viuda... Recuerdo que solía venir al castillo en busca de zapatos viejos que necesitaran suelas nuevas. Se llamaba Atanasia, ahora que lo pienso. ¿O sería Anastasia? Era algo así. Pero hace muchos años que no viene...

—Se llamaba Violeta —dijo Catelyn, que recordaba perfectamente a la anciana.

—¿De veras? —El maestre pareció abochornado—. Os pido perdón, Lady Catelyn, pero no puedo quedarme. Ser Desmond ha ordenado que sólo hablemos con vos cuando lo exijan nuestros deberes.

—En ese caso, cumplid sus órdenes.

Catelyn no podía desaprobar la actitud de Ser Desmond; le había dado pocas razones para confiar en ella, y sin duda temía que tratara de aprovechar la lealtad que muchas personas en Aguasdulces sentirían aún hacia la hija de su señor para llevar a cabo otra calamidad.

«Al menos, me he librado de la guerra —se dijo para sus adentros—, aunque sea por poco tiempo.»

Tras la marcha del maestre, se puso una capa de lana y volvió a salir al balcón. La luz del sol se reflejaba en los ríos y doraba la superficie de las aguas que corrían más allá del castillo. Catelyn se protegió los ojos del resplandor y buscó una vela distante con miedo a divisarla. Pero no había nada y eso significaba que aún podía albergar esperanzas.

Estuvo todo el día vigilando hasta bien entrada la noche cuando las piernas comenzaron a dolerle por permanecer de pie. A últimas horas de la tarde llegó un cuervo al castillo, agitando sus enormes alas negras hasta posarse en la pajarera. «Alas negras, palabras negras», pensó, recordando el último pájaro que había llegado y el horror que había traído consigo.

El maestre Vyman regresó a la puesta del sol para atender a Lord Tully y llevarle a Catelyn una cena parca: pan, queso y carne cocida con rábano picante.

—He hablado con Utherydes Wayn, mi señora. Está completamente seguro de que ninguna mujer llamada Atanasia ha trabajado en Aguasdulces durante su servicio.

—Hoy ha llegado un cuervo, lo he visto. ¿Han atrapado de nuevo a Jaime?

«¿O lo han matado? No lo quieran los dioses.»

—No, mi señora, no hemos tenido noticia alguna del Matarreyes.

—¿Se trata entonces de otra batalla? ¿Está Edmure en aprietos? ¿O Robb? Por favor, tened misericordia, calmad mis temores.

—Mi señora, no debo... —Vyman miró a su alrededor como para cerciorarse de que no había nadie más en la recámara—. Lord Tywin ha abandonado las tierras de los ríos. Todo está tranquilo en los vados.

—Entonces, ¿de dónde vino el cuervo?

—Del oeste —respondió, ocupado con la ropa de cama de Lord Hoster y evitando mirarla a los ojos.

—¿Eran noticias de Robb?

—Sí, mi señora —dijo, tras una vacilación.

—Algo anda mal. —Catelyn lo sabía por la actitud del hombre; era evidente que le ocultaba algo—. Decídmelo. ¿Se trata de Robb? ¿Está herido?

«Muerto no, sed benévolos, dioses, que no me diga que ha muerto.»

—Hirieron a Su Alteza en el asalto al Risco —dijo el maestre Vyman, aún evasivo—, pero escribe que no es motivo de preocupación y que espera regresar pronto.

—¿Herido? ¿Cómo? ¿Es grave?

—Ha escrito que no es motivo de preocupación.

—Toda herida me preocupa. ¿Lo están cuidando?

—Estoy seguro. El maestre del Risco lo atenderá, no me cabe la menor duda.

—¿Dónde lo hirieron?

—Mi señora, tengo órdenes de no hablar con vos. Lo siento.

Vyman recogió sus pociones y salió presuroso, y una vez más Catelyn quedó a solas con su padre. La leche de la amapola había surtido efecto, y Lord Hoster dormía profundamente. De la comisura de los labios le manaba un hilillo de saliva que descendía hasta humedecer la almohada. Catelyn tomó un paño de lino y lo secó con delicadeza. Al sentir el roce, Ser Hoster gimió.

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